En 90 minutos - Pack Filósofos 4 - Paul Strathern - E-Book

En 90 minutos - Pack Filósofos 4 E-Book

Paul Strathern

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Beschreibung

El PACK FILOSOFOS 4 de la colección EN 90 MINUTOS reúne a 6 de los más destacados filósofos de la Antigüedad y Edad media: SÓCRATES, PLATÓN, ARISTÓTELES, CONFUCIO, TOMÁS DE AQUINO Y SAN AGUSTÍN Paul Strathern presenta un recuento preciso y experto de la vida e ideas de estos seis filósofos y explica su influencia en la lucha del hombre por comprender su existencia en el mundo. Se incluye además una selección de escritos de cada autor , una breve lista de lecturas sugeridas para aquellos que deseen profundizar en su pensamiento, así como cronologías que sitúan a cada filósofo en su época y en una sinopsis más amplia de la filosofía.

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Siglo XXI de España / En 90 minutos

Paul Strathern

Filósofos en 90 minutos (Pack 4)

(Sócrates, Confucio, Aristóteles, Tomás de Aquino, San Agustín y Platón)

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© De esta edición, Siglo XXI de España Editores, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1884-9

Siglo XXI de España / En 90 minutos

Paul Strathern

Sócrates

en 90 minutos

Traducción: José A. Padilla Villate

 

 

 

Con Sócrates, se inicia la gran época de la filosofía, transcurrido apenas un siglo desde sus comienzos. Sócrates dedicaba tanto tiempo a pasear por las calles de Atenas hablando de filosofía, que nunca llegó a escribir nada. Su método basado en preguntas provocadoras –lo que se llamó dialéctica– fue precursor de la lógica. Lo utilizaba para desenmascarar las tonterías de sus adversarios y llegar a la verdad. Pensó que era mejor cuestionarnos a nosotros mismos que al mundo. Sócrates situó la filosofía sobre las bases sólidas de la razón; pensaba que el mundo no era accesible a nuestros sentidos, solo al pensamiento. Finalmente, acusado de impiedad y de corromper a la juventud, fue juzgado y sentenciado a muerte, y dio fin a su vida bebiendo la cicuta.

En Sócrates en 90 minutos, Paul Strathern expone de manera concisa y clara la vida e ideas de Sócrates. El libro incluye una selección de opiniones de Sócrates, una breve lista de lecturas sugeridas para aquellos que deseen profundizar en su pensamiento y cronologías que sitúan a Sócrates en su época y en un panorama más amplio de la filosofía.

«90 minutos» es una colección compuesta por breves e iluminadoras introducciones a los más destacados filósofos, científicos y pensadores de todos los tiempos. De lectura amena y accesible, permiten a cualquier lector interesado adentrarse tanto en el pensamiento y los descubrimientos de cada figura analizada como en su influencia posterior en el curso de la historia.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Socrates in 90 minutes

© Paul Strathern, 1997

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 1999, 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1685-2

Introducción

En el comienzo fue el mundo, aunque, en realidad, no sabíamos mucho de cómo era. A pesar de ello, sobrevivimos. El primer filósofo fue aquel hombre desconcertado del neolítico que se hizo preguntas. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Qué diablos era todo esto?

Las respuestas que dimos no fueron, durante innumerables milenios, filosofía. Consistían en superstición, cuentos de hadas y religión. Los primeros en dar respuestas filosóficas –esto es, los primeros en usar la razón y la observación, libres de galimatías metafísico– fueron los antiguos griegos, en el siglo VI a.C. Sigue siendo un misterio por qué este importante salto en la evolución humana hubiera de tener ­lugar precisamente en aquel tiempo y en las insignificantes costas del Egeo. Los chinos, los babilonios y los antiguos egipcios estaban más adelantados en esa época, tenían una tecnología práctica superior y sabían mucho más acerca de las matemáticas. Las complejidades de la fabricación de la seda, la construcción de pirámides y la habilidad de predecir eclipses estaban mucho más allá de la capacidad de los griegos, y comparada con la sofisticación teológica de la religión de los chinos, babilonios y antiguos egipcios, resulta ridícula la colección de primitivos mitos de los antiguos griegos sobre la conducta de los dioses en el Olimpo. Era una religión retrasada que se había quedado en la etapa infantil del desarrollo (solo cuando la religión madura requiere sacrificios humanos).

Pero justamente en esta situación infantil puede residir la clave del misterio, al menos en parte; sin ella podría no haber ocurrido nunca el milagroso florecimiento de la cultura griega antigua, todavía reconocida como fundamento de la cultura occidental. La religión trivial de los griegos no dejaba lugar a la especulación teológica o espiritual. Antes de los griegos, la investigación intelectual había girado siempre alrededor de la religión, permitiendo así que metafísica y superstición se infiltraran en el proceso de razonamiento y observación. La astronomía babilonia estaba plagada de recetas astrológicas y la matemática egipcia impregnada de superstición religiosa. Los antiguos griegos estaban libres de tales lastres cuando comenzaron a hacerse preguntas intelectuales. Sus pensamientos se desplegaban en libertad por el mundo real.

Tal vez se deba a esta libertad el que el desarrollo de la cultura girega antigua transcurriera a una velocidad milagrosa. Por ejemplo, la tragedia griega pasó de un ritual religioso ampuloso y primitivo al drama sofisticado (el mismo, formalmente, hoy) en el curso de una sola generación. De modo similar, la filosofía comenzó a mediados del siglo VI a.C., pero ya a finales del siglo siguiente había dado a Platón, a quien muchos consideran su máximo exponente. Los progresos de la antigua Grecia durante el siglo V a.C. permanecen sin rival hasta el día de hoy; solo el siglo veinte la supera en cambio cuantitativo.

Se tiene generalmente a Tales de Mileto, un griego del Asia Menor, por el primer filósofo en el tiempo. Sabemos que practicaba su oficio en el 585 a.C. porque se hizo famoso al predecir un eclipse de sol que tuvo lugar aquel año. (Con casi toda seguridad, copió este conocimiento de fuentes babilonias.) Se dice que Tales fue el primer filósofo auténtico porque fue el primero en intentar explicar el mundo en términos de la naturaleza observable y no en la mitología; lo cual significa que sus conclusiones quedaban sujetas a una argumentación racional sobre si estaban en lo cierto o equivocadas. La tesis principal de Tales es que todo, en última instancia, consiste en agua. De este modo inició la tendencia posterior de la filosofía a equivocarse.

La filosofía floreció rápidamente después de Tales. Aparecieron nuevos filósofos con una serie de explicaciones diferentes del mundo. No consistía en agua, sino en fuego; después en aire o en trozos de luz, y así sucesivamente. Se les llama presocráticos a los filósofos de este periodo (mediados del siglo VI a mediados del siglo V a.C.). Solo nos han quedado fragmentos de su filosofía, tanto escritos directamente como en referencias de otras fuentes. No obstante, muchos de sus nombres nos son todavía familiares. Pitágoras, famoso por el teorema que descubrieron en realidad otros, comprendió el papel que desempeñan los números en la música –la armonía se basa en razones numéricas–, lo que le condujo a creer que el mundo está hecho, en última instancia, de números. Esta teoría no es tan loca como pudiera parecer a primera vista; Einstein, por ejemplo, ciertamente creyó que el mundo puede ser explicado en términos matemáticos. Si bien los científicos modernos no creen, tal vez, que el mundo está hecho de números, estos sí desempeñan un papel central en su descripción y definición, desde los quarks a los quásares. Otro filósofo presocrático que se anticipó a la ciencia moderna fue Demócrito, que pensó que el mundo está compuesto de átomos, una idea que tardaría más de 2.000 años en ser mantenida por los científicos.

Anaxágoras fue el primer filósofo ateniense, si bien, casi con total certeza, fue una importación enviada desde Jonia, en el Asia Menor, y hecha por Pericles a fin de elevar el tono de la educación ateniense. Anaxágoras era más bien un filósofo menor; invirtió la tendencia de la explicación del mundo en términos de una sola substancia; aducía que consistía en un número infinito de substancias, de modo que cada cosa contenía en sí algo de todas las demás, y así se vio obligado a sostener que, de resultas de esta mescolanza, las plantas poseían mente, que la nieve era en parte negra y que el agua contenía elementos de sequedad. Anaxágoras es importante, a pesar de estas extravagancias disfrazadas de ideas, pues fue el introductor de la filosofía en Atenas y el que se la presentó a Sócrates. Anaxágoras fue maestro de Sócrates.

Según algunas fuentes, Anaxágoras fue también maestro de Pericles, la fuerza política impulsora de la Edad de Oro de Atenas (desde la mitad del 440 a.C. hasta finales del 430 a.C.). Este periodo vio la construcción del Partenón, la gran época de la tragedia griega, las esculturas de Fidias (cuyo Zeus era una de las Siete Maravillas del mundo antiguo), y el surgimiento de la filosofía clásica con Sócrates. No se sabe si Anaxágoras tuvo alguna (o ninguna) influencia sobre Pericles. Sí se sabe que Anaxágoras sostenía que el sol era una inmensa roca ardiente y que la luna estaba hecha de tierra; por expresar estas ideas (irónicamente, las únicas suyas cer­canas a la verdad) fue acusado de impiedad y obligado a huir de Atenas. Este es el primer caso en que la filosofía fue tomada en serio. Era peligrosa.

Estas fueron las dos primeras lecciones que Anaxágoras dio a Sócrates: que la filosofía es algo serio a la par que peligroso. Como veremos, Sócrates decidió hacer caso omiso de ambas. Su olvido de la primera lección hizo de él el más atractivo de todos los filósofos y el de la segunda habría de costarle la vida.

La filosofía conoció su más grande época solo un siglo después de haber comenzado, con tres de los filósofos más importantes que ha conocido el mundo. El primero fue el muy peculiar Sócrates, que dedicaba tanto tiempo a pasear por las calles de Atenas hablando de filosofía que nunca llegó a escribir nada, de modo que lo que conocemos de sus enseñanzas nos ha llegado a través de los escritos de su discípulo Platón, en los que no es fácil determinar cuáles son ideas de Platón y cuáles de su mentor.

Sócrates desarrolló un método basado en preguntas provocadoras, lo que se llamó dialéctica (precursora de la lógica); lo utilizaba para desenmascarar las tonterías de sus adversarios y llegar a la verdad. Platón captó el espíritu de estas conversaciones en sus diálogos clásicos; tanto sus maneras, más ortodoxas, como su modo de vida añadieron cierta respetabilidad, muy necesaria, a la filosofía, si bien siguió con la tradición filosófica de equivocarse. Platón pensaba que el mundo real consiste en ideas y que lo que vemos y experimentamos no son más que sombras. A pesar de lo poco realista de esta concepción, muchos pensadores creen que toda la filosofía posterior no ha sido sino notas a pie de página a la obra de Platón; esto es una exageración, pero es sin duda cierto que Platón fue el primero en formular claramente muchos de los problemas filosóficos que han estado ocupándonos hasta hoy.

El tercer miembro del triunvirato fue Aristóteles, uno de los discípulos de Platón. Aristóteles, de talante profesoral, rechazó los intentos de su maestro por hacer interesante la filosofía presentándola en forma de diálogo y, en vez de hacerlo así, escribió numerosos tratados, muchos de los cuales se extraviaron por culpa de sus desagradecidos seguidores. Las reglas aristotélicas del pensar y sus clasificaciones sirvieron de cimiento para el pensamiento científico y filosófico de los dos milenios siguientes. Solo en siglos recientes hemos empezado a entender cómo se equivocó Aristóteles. Parece que comprendió que todas las explicaciones omnicomprensivas terminan en el error, aunque esto no le impidió tratar de encontrar él mismo una.

No seríamos lo que somos sin la filosofía, que comenzó en la antigua Grecia y retuvo durante siglos su marcado carácter griego. No tendríamos ciencia, y los intentos de alcanzar toda clase de verdad serían asunto de la fantasía o el ­capricho, tal como lo es, por ejemplo, en las llamadas ciencias de la política, la psicología y la economía. Incluso la ética sigue en tan triste estado, a pesar de los persistentes intentos de filósofos y teólogos a través de los tiempos. Hoy no somos mejores, moralmente hablando, de lo que éramos hace dos milenios, y ni siquiera sabemos cómo llegar a serlo.

Ha llevado a los filósofos 25 siglos de errores el hecho de concluir que lo importante no es equivocarse. Ahora piensan que lo que importa es la mera práctica de la filosofía, de modo que esta se ha convertido en una actividad más, como la cata de vinos o la evasión de impuestos, de efectos igualmente ambiguos en el que las practica. Por primera vez en la historia de la filosofía, se considera superfluo el intento de cualquier individuo por construir una filosofía propia. Ha llegado a su fin la tradición de Platón, Kant, Ehrensvard y Wittgenstein. Esta tradición del uso de la razón y la observación, que atrajo tanto a las mentes más grandes que el mundo ha conocido, creció hasta su madurez con Sócrates.

Vida y obra de Sócrates

Sócrates nació en el 469 a.C., en una aldea situada en la ladera del monte Licabeto, que estaba entonces a 20 minutos de marcha de Atenas. Su padre era escultor y su madre, partera. Ayudó durante un tiempo a su padre como aprendiz y, según una tradición, trabajó en Las tres musas y sus hábitos, que adornó la Acrópolis. Fue después enviado a estudiar con Anaxá­goras.

Sócrates prosiguió sus estudios con el filósofo Arquelao, «de quien fue amado en el peor de los sentidos», según Diógenes Laercio, el biógrafo del siglo III d.C. En la antigua Grecia, como todavía en gran parte del Mediterráneo oriental, la homosexualidad era vista como una diversión aceptable. La llegada del cristianismo reemplazó tales prácticas sexuales ortodoxas por otras más limitadas y heterodoxas. Así pues, mientras que Anaxágoras tuvo que huir de Atenas para salvar su vida, Arquelao no tuvo ninguna dificultad en continuar con el intercambio, más que intelectual, con sus discípulos.

Sócrates estudió con Arquelao matemáticas, astronomía y las enseñanzas de los primeros filósofos. La filosofía había sido objeto de estudio durante más de un siglo y era algo así como la física nuclear de la época. En verdad, el mundo de la filosofía (primero solo agua, luego fuego, más tarde puntos de luz, y así sucesivamente) guardaba tanta relación con el mundo real como el mundo de la física nuclear moderna con la realidad cotidiana. No solemos pensar que nuestros encuentros con los mesones sean lo más excitante de nuestra existencia diaria, y uno sospecha que los antiguos griegos escuchaban un tanto fastidiados revelaciones del estilo de que el mundo era en realidad una ­pecera, un horno o una fiesta de fuegos artifi­ciales.

Sócrates pensó que estas especulaciones acerca de la naturaleza del mundo no podían resultar beneficiosas para la humanidad. Siendo un pensador ostensiblemente razonable, Sócrates era curiosamente anticientífico, probablemente debido a la influencia del más grande de los filósofos presocráticos, Parménides de Elea. Se dice que Sócrates, en su juventud, conoció a un Parménides ya mayor y que «aprendió mucho de él». Parménides resolvió el conflicto entre los que pensaban que el mundo estaba hecho de una sola substancia (como el agua, o el fuego) y los que, como Anaxágoras, creían que consistía en muchas substancias. Y lo resolvió, simplemente, no haciéndole caso. Según Parménides, el mundo, tal como lo conocemos, es una ilusión. No importa de cuántas cosas pensemos que está hecho, porque no existe. La única realidad verdadera es la del Ser eterno, infinito, inmutable e indivisible; no tiene pasado ni futuro y comprende dentro de sí el universo entero y todo lo que pueda suceder en él. «Todo es uno» era el principio básico de Parménides. La multiplicidad siempre cambiante que observamos es meramente la apariencia de ese Ser estático que todo lo abarca. Tal idea del mundo no es apenas favorable a la ciencia. ¿Por qué perder el tiempo pensando en cómo funcionan las cosas del mundo cuando no son más que una ilusión?

En aquellos días primeros, de la filosofía se pensaba que comprendía el estudio de todo lo cognoscible. (En griego, filósofo significa «amante de la sabiduría».) Las matemáticas, la ciencia y la cosmología no existían como tales, sino que eran consideradas, y continuaron siéndolo durante siglos, parte de la filosofía. Todavía en el siglo XVII, Newton tituló su obra maestra acerca de la gravedad y la estructura del universo Philosophiae Naturalis Principia Mathe­matica (Los principios matemáticos de la filosofía natural). Solo con los años vino a ser tenida por el estudio de cuestiones metafísicas (sin respuesta, en cuanto tales). Tan pronto como la filosofía encontraba respuestas, dejaba de ser filosofía y se convertía en otra cosa, un campo separado, como las matemáticas o la física. Se piensa a menudo que el ejemplo más reciente de este proceso lo constituye la psiquiatría que, con la pretensión de que responde a numerosas cuestiones, se estableció por su cuenta como ciencia separada. (En realidad, no cumple con los requisitos filosóficos de toda ciencia, que exige que un conjunto de principios puedan ser ensayados en experimentos, algo que no parecen satisfacer las imprecisiones de la paranoia, curas psicoanalíticas de la demencia y otras formas de desarreglo psicopático.)

En tiempos de Sócrates, este campo era considerado naturalmente como parte de la filosofía, y los ciudadanos de Atenas miraban a los filósofos más o menos como el público en general de hoy mira a los psiquiatras. La actitud de Sócrates era ciertamente psicológica, en el sentido originario de la palabra, pues en griego psicología significa «estudio de la mente». Pero no era un científico en cuanto que obedecía a la influencia de Parménides. La realidad es una ilusión. Esta idea tuvo un efecto negativo en Sócrates y en su sucesor Platón. Se hicieron progresos importantes en matemáticas durante el lapso de sus vidas, pero solo porque se las consideraba intemporales y abstractas y en contacto, en cierto modo, con la realidad última del Ser. Por suerte, el sucesor de ambos, Aristóteles, tenía una actitud diferente frente al mundo y fue, de muchas maneras, el fundador de la ciencia, volviendo la atención de la filosofía hacia la realidad. Pero la actitud acientífica –en realidad, anticientífica– de Sócrates habría de ser ruinosa para la filosofía durante siglos.

De resultas, en gran parte, de la actitud anticientífica de Sócrates, las grandes mentes científicas del mundo griego trabajaron al margen de la filosofía. Arquímedes en física, Hipócrates en medicina y, en cierta medida, Euclides en geometría, quedaron aislados de la filosofía y, por ende, de una tradición en desarrollo del conocer y el argumentar. Los antiguos científicos griegos sabían que la tierra gira alrededor del sol, que era redonda e incluso calcularon su circunferencia. Observaron la electricidad y conocían que la tierra posee un campo magnético. Apartados de la «sabiduría universal» de la filosofía, tales parcelas del conocimiento quedaron reducidas a curiosidades. Le debemos mucho a Sócrates por situar a la filosofía sobre las sólidas bases de la razón, pero el hecho de que la filosofía naciera bajo la égida de un anticientífico es una de las grandes desgracias del conocimiento humano. La importancia de que esta oportunidad se desperdiciara es enorme. La energía mental derrochada durante la Edad Media para calcular el número de ángeles que caben en la punta de un alfiler podía haberse empleado en el estudio de los átomos, propuestos por primera vez por Demócrito.

Sócrates pensaba que era mejor que nos preguntáramos a nosotros mismos en lugar de al mundo; adoptó la célebre máxima «Gnozi seauton» (Conócete a ti mismo). Esta sentencia es a veces atribuida erróneamente a Sócrates. (Puede que fuera acuñada por el primer filósofo, Tales; se sabe que estuvo grabada en el Oráculo de Delfos.)

Sócrates exponía su filosofía en el ágora, el mercado de la antigua Atenas, cuyas ruinas son aún visibles bajo la Acrópolis. El lugar favorito de Sócrates allí era la stoa de Zeus Eleuterio, una columnata umbría con tenderetes donde se vendían mercancías. Es posible distinguir los cimientos de piedra de la stoa, truncados en su extremo norte por la ajetreada línea de metro Atenas-Pireo. Desde más allá de la valla de alambre llega el clamor de la multitud, el estruendo de las cintas de buzuki y los gritos de los tenderos del rastro de Monastiraki, no muy distinto todo ello del estrépito que habría en tiempos de Sócrates. Imaginemos a Sócrates, atento a su negocio filosófico entre el equivalente antiguo al regateo de los comerciantes de vaqueros, los trompetazos de músicos de barrio tocando «Zorba el griego» y los gritos lastimeros de los vendedores de cacahuetes. Alguien ha debido escucharle, a pesar de todo, pues el joven Sócrates causó tal conmoción en Atenas que el Oráculo de Delfos le declaró el más sabio de los hombres a sus treinta años.

Sócrates dijo, con falsa modestia, que esto le resultaba difícil de creer, y que: «Solo sé que no sé nada». Con el fin de descubrir si había verdad en el pronunciamiento del Oráculo, Sócrates se puso a interrogar a los otros hombres sabios de Atenas tratando de averiguar qué sabían. Era un consumado maestro en exponer creencias torcidas o erróneas; pretendiendo que no sabía nada, exigía de su adversario que le dijera qué era lo que sabía; a medida que este lo iba exponiendo, iba él pinchando la burbuja de sus ilusiones haciéndole preguntas agudas. Por algo se le conocía como «el tábano de Atenas». Su método de hacer preguntas era mucho más profundo de lo que parecía a primera vista. Sócrates intentaba clarificar el debate comenzando por los primeros principios; esto requería definir los conceptos básicos sobre los que descansaban las ideas del adversario y señalar en particular las consecuencias de tales ideas. Además, Sócrates era perspicaz en la tarea de descubrir los absurdos humanos y no eludía convertir a su adversario en un hazmerreír. A juzgar por lo que de él se cuenta, ha debido de ser un oponente irritante en las conversaciones, brillante, resbaladizo y tortuoso, de modo que sus aires de sabihondo tenían que granjearle muchos enemigos, aunque también popularidad entre la juventud iconoclasta de su tiempo.

No tardó mucho en demostrar, para su propia satisfacción, que los hombres de Atenas tenidos por sabios no sabían nada en realidad, igual que él. Así pudo concluir que el Oráculo de Delfos había estado en lo cierto: él era el más sabio de los hombres, pues sabía que no sabía nada. No obstante sus métodos racionales e iconoclastas, era en cierto modo una criatura de su época y es posible que creyera, con chanzas y todo, que el Oráculo de Delfos hablaba con la voz de los dioses. Creía también firmemente que «el alma es inmortal; después de la muerte, nuestras almas continúan existiendo en otro mundo». Si bien casi nunca mostró interés por las reverencias supersticiosas a los dioses ni por el serial de su mitología. Ciertamente, creía en algún tipo de dios; daba para esto la razón de que todo el mundo parece creer en algún tipo de dios, curioso argumento viniendo de alguien que se pasaba la vida tratando de desengañar a la gente de sus pensamientos erróneos.

La filosofía de Sócrates no trataba solamente del pensar o de métodos de análisis. Hizo también numerosas propuestas positivas, con lo que puede haber recibido en alguna ocasión dosis de su propia medicina crítica. En el diálogo de Platón Fedón, el personaje Sócrates expone su Teoría de las Formas, o de las Ideas. Muchos piensan que es la teoría propia de Platón, que solo pone en boca de Sócrates, pero cuando Platón escribió el Fedón, todos los otros personajes que aparecen en el diálogo vivían todavía, de modo que puede suponerse que las opiniones de los personajes son las suyas auténticas, a menos que Platón deseara malgastar gran parte de su tiempo en los tribunales. Es de suponer, pues, que discutían sus ideas reales con un Sócrates real; habiendo basado mucho del diálogo en fuentes reales, no parece probable que Platón introdujera un Sócrates ficticio exponiendo ideas que nunca tuvo. Platón pone énfasis en decir que Sócrates «expuso estos valores con frecuencia». A pesar de tales evidencias, la Teoría de las Formas es atribuida de costumbre a Platón.

Todo esto demuestra la dificultad que hay en atribuir algo a alguien que no escribe nada (tal vez es esta la razón de que muchos de nosotros adoptemos tal recurso). Una cosa sí es cierta en la Teoría de las Formas: ni Sócrates ni Platón fueron los primeros en pensarla. Esta hazaña se le reconoce generalmente a Pitágoras. Como hemos visto, los estudios que hizo Pitágoras de la armonía musical le llevaron a creer que el mundo consistía, en última instancia, en números; pero su concepto de los números estaba próximo a nuestra noción de forma. Estas abstracciones –número, forma– eran la realidad última para Pitágoras; eran las ideas abstractas permanentes con las que se formaban los entes concretos y particulares, siempre cambiantes, del mundo. Es evidente que está presente aquí la idea de Parménides que afirma que la realidad última es el Ser, la entidad que subyace a todas las piezas de nuestro mundo ilusorio.

Sócrates describe en el Fedón la naturaleza del mundo de las formas (o números, o ideas. La palabra griega que usa es eidos, que es la raíz de nuestra palabra idea y que puede traducirse como forma, idea o figura, donde las nociones de número y forma coinciden realmente). Según Sócrates, el mundo de las formas no es accesible a los sentidos, solo al pensamiento. Somos capaces de pensar las ideas de redondez o rojez, pero no podemos percibirlas, solo percibimos una bola roja particular; esta es creada a partir de las ideas de rojez, redondez, elasticidad, etc. Pero ¿cómo ocurre esto? Sócrates nos dice que los objetos particulares reciben sus cualidades por «participación» en las ideas de las que se derivan. Una manera de explicar esto es acudiendo a la imagen de una figura de yeso colada dentro de un molde. Las formas abstractas, o ideas, el molde, dan al objeto particular su forma, tamaño y otras cualidades.

El mundo de las formas es el único real; es universal y es el mundo básico en el que todas las cosas participan. Este mundo de formas tiene una jerarquía en cuya cúspide están las ideas universales del Bien, la Belleza y la Verdad. Las cualidades de bondad, belleza y verdad que vemos en los objetos particulares nos dirigen a la contemplación de las ideas universales en su reino abstracto. Es esta una actitud mística ante el mundo. Recuerda al pensamiento hindú, en el que quizá tuvo su origen, para el que el mundo es un velo ilusorio de Maya, transparente para el hombre bueno. Para Sócrates, las ideas universales son superiores al mundo que causa el que nos apercibamos de ellas.

Por fortuna, este vago sistema de pensamientos, que desprecia la particularidad del mundo que habitamos, no carece de cierta precisión. Al ser el número sinónimo de estas ideas más elevadas, su estudio es una tarea superior, y, así, los griegos vieron en las matemáticas una actividad iluminadora, aunque solo en su forma pura; era muy aceptable calcular la suma de los ángulos de un polígono, pero estimar el número de baldes necesarios para llenar un depósito era tarea desdeñable; esto último habría sido práctico, esto es, podría resultar útil en el sucio mundo de lo particular en el que estamos forzados a habitar. Una actitud semejante, que había de persistir en la cultura occidental y que en parte puede detectarse todavía hoy, tenía que mirar la ciencia como algo indecente.

Sócrates creció en la época de Pericles, cuando Atenas era la más fuerte y más civilizada ciudad-Estado del mundo helénico. Sus progresos habían de resultar decisivos para el curso del desarrollo de la humanidad; aparte de los monumentos, más concretos, esta época fue testigo del florecimiento de la democracia y de la consolidación de un pensamiento auténticamente matemático y científico. Con Sócrates marcó, además, la mayoría de edad de la filosofía.

Los tiempos de relativa paz de la era de Pericles llegaron a su fin con el estallido de la Guerra del Peloponeso en el 431 a.C. La ruinosa lucha entre el imperio naval de Atenas, cuasidemocrático, y la militarista e ignorante Esparta duró más de un cuarto de siglo. La guerra y sus repercusiones políticas tuvieron un efecto crucial y continuado en la vida de Sócrates. Conviene recordar que lo que ahora nos resulta fastidiosamente cuerdo y razonable en su filosofía fue concebido contra un trasfondo siempre cambiante de beatería, trapacería y miedo. La búsqueda personal de la verdad por Sócrates se hacía en una época de valores cambiantes y certezas menguantes cuyo clima moral nos es demasiado fácil reconocer.

Al declararse la Guerra del Peloponeso, Sócrates fue llamado a filas como hoplita (raso, tercera clase, con escudo y espada). Hay muchos recuentos dispares de la vida de Sócrates, pero todos concuerdan en cuanto a su aspecto. Sócrates era uno de los hombres más feos de Atenas. Patizambo, barrigón, de hombros y brazos peludos, era calvo (se decía de su mollera que era «grandiosa»). Era también famoso por su ancha nariz chata, ojos saltones y labios gruesos.

Sócrates no solo parecía un filósofo, también se vestía como tal. Andaba, en invierno y en verano, siempre con la misma túnica raída y una capa gastada de tres cuartos; y, en todo el tiempo, iba descalzo. Como dijo su colega Antífono el Sofista, «Un esclavo al que se le obligara a ir de esta guisa, huiría». Y, a pesar de esto, parece ser que Sócrates fue un excelente soldado.

Intelectuales porfiados y feos no suelen ser populares entre los soldados, pero Sócrates era tan singular que intrigaba a sus compañeros de armas. Participó en el asedio a Potidea, en el norte de Grecia, donde el frío viento de las montañas búlgaras llega silbando en invierno; entonces, el ejército griego se convertía en una abigarrada multitud envuelta en toda clase de pieles y con retazos de fieltro atados a los pies, lejos de los esbeltos jóvenes desnudos que se ven luchando delicadamente en las vasijas griegas. Los camaradas de Sócrates se asombrarían de verlo desfilar por la nieve y el hielo descalzo, con su precaria túnica y su capa agujereada, pero lo que realmente les intrigaría sería el verle «pensando». Cuenta Alcibíades, que sirvió junto con Sócrates en la campaña de Potidea, que, un día, el filósofo se despertó temprano y se puso a pensar en algún problema de particular dificultad. Sus camaradas pudieron verle en un campo vecino, durante horas en postura contemplativa, totalmente ajeno al mundo en derredor. Allí seguía a la hora de la cena. Algunos compatriotas, intrigados, se dispusieron a dormir fuera de sus tiendas de campaña para ver cuánto tiempo duraría la actuación; permaneció pensando hasta el amanecer, se acercó, ofreció una plegaria al día que comenzaba y volvió a sus asuntos como si nada.

Esta es una de las muchas historias que se cuentan sobre la habilidad de Sócrates para entrar en un profundo trance y que han inducido a muchos comentaristas a pensar que sufría de alguna forma de catalepsia. Añadido esto a que a veces decía que oía «voces», podría haber dudas acerca de su salud mental, pero todo lo mucho que conocemos de Sócrates apunta a un extremado sentido común y equilibrio. En verdad, su filosofía parece a veces poco más que sentido común utilizado con brillantez, salpicado de sagacidad irónica popular. Pero el hombre capaz de flotar en trance mientras todos los que le rodeaban sufrían los rigores del aburrimiento militar era capaz de gran bravura cuando la ocasión lo requería. Alcibíades cuenta que, estando él cierta vez herido en mitad de una batalla, Sócrates lo vio, se lo echó a la espalda y lo trasladó a través de una masa de soldados enemigos armados, salvándole así la vida.

Platón narra cómo el joven Alcibíades se enamoró de Sócrates. Cuesta imaginarlo, a menos que Alcibíades sufriera de algún defecto en la vista, pero no hay mención de ello. En palabras de Alcibíades: «Cuando oía su voz, mi corazón golpeaba como en un estado de éxtasis religioso». Parecen palabras de un joven impresionable embelesado por la sabiduría de Sócrates. Pero no. En un pasaje muy apreciado por los estudiosos del mundo clásico (y muy censurado por sus maestros), Alcibíades describe cómo intentó seducir a Sócrates.

En primer lugar, Alcibíades se las ingenió para pasar el día a solas con Sócrates, en la esperanza de que la conversación se deslizara en algún momento hacia «los temas que el amante suscita con su amado cuando están a solas». Pero Sócrates persistía en la filosofía. Después, Alcibíades sugirió a Sócrates ir al gimnasio y ejercitarse juntos. La mayoría de los juegos atléticos se hacían entonces al desnudo, así que Alcibíades debió de pensar que las cosas iban bien cuando Sócrates aceptó su invitación. Hagamos una pausa y tratemos de imaginar a Sócrates, calvo, barrigón y patizambo, desnudo para los ejercicios del gimnasio. Sin descorazonarse, al parecer, por esta decepcionante visión y aprovechando que no había ningún otro por allí, Alcibíades llegó incluso a un juego de lucha con Sócrates. Pero todavía no sucedía nada.

Finalmente, Alcibíades decidió invitar a Sócrates a cenar en su casa y emborracharle. No tuvo éxito en emborracharle (nadie lo consiguió nunca, por mucha bebida que trasegara), pero mantuvo a Sócrates hasta muy tarde, de modo que se quedara a pasar la noche. En palabras de Alcibíades (según Platón): «Por fin se tumbó en el reclinatorio que había usado para cenar, al lado del mío, y no había nadie allí sino nosotros». Alcibíades reptó en la oscuridad hasta llegar al lado de Sócrates y abrazarle. Pero Sócrates no se mostraba dispuesto, así que, finalmente, se durmieron el uno en brazos del otro «como hermanos». Teniendo en cuenta las costumbres de la época, la capacidad de resistencia de Sócrates ante los avances de un apuesto joven como Alcibíades ha debido parecer un autocontrol sobrehumano.

Sócrates no era ningún asceta, a juzgar por su aspecto y lo que nos ha transmitido la historia, pero no se puede decir que viviera la gran vida. Andaba siempre sin un céntimo, puesto que se negaba a trabajar e insistía en dedicar todo su tiempo a la tarea que le habían asignado los dioses, esto es, a demostrar a los ciudadanos de Atenas la profundidad de su ignorancia. Parece, sin embargo, que recibió algo de herencia de su padre y era bien visto entre sus amigos influyentes, que le invitaban a menudo a comer. Sócrates era evidentemente un huésped muy ­divertido en los banquetes, estaba siempre dispuesto a charlar hasta la madrugada y era capaz de beber más que nadie. Estas fiestas eran de costumbre para hombres solos, aunque no asunto de homosexuales. Había a veces cortesanas (hetairas) y parece ser que Sócrates disfrutaba de todo lo que se daba gratis, además de la comida y la bebida.

Diógenes Laercio dice que Sócrates pasaba parte de su tiempo dando lecciones informales, conversacionales, a grupos de estudiantes jóvenes en el taller de un tal Simón el Zapatero, cerca del hito límite del ágora. Se puede todavía ver al borde del ágora, junto al muro de una vieja casa, el Horos con la inscripción «Yo soy el mojón del ágora». Excavaciones recientes han descubierto una gran cantidad de clavos y una copa del siglo V a.C. con el nombre de Simón grabado. Lo que se había encontrado milagrosamente era nada menos que el taller donde enseñaba Sócrates.

Hace unos años, visité este lugar en un viaje a Atenas; medí los cimientos y vi que encerraban un cuadrado de cuatros pasos. Han debido de estar bastante apretados allí dentro, con Simón dando martillazos en la trastienda y los clientes entrando y saliendo, sin duda sin hacer caso de los extraños comentarios ingeniosos. Enseñar en tales circunstancias ha debido requerir una inteligencia rápida y la capacidad de mantener atenta una audiencia, dos cualidades de las que los filósofos parecen haber prescindido desde hace mucho tiempo. Sócrates tenía talento de actor y, dígase lo que se diga acerca de él, presentaba siempre un buen espectáculo. Es el gran comediante alternativo de la filosofía.

¿Qué enseñaba Sócrates, precisamente, en sus cursos? Una de sus observaciones más recordadas es: «Una vida sin pruebas es una vida no vivible», lo que corresponde a la actitud de un intelectual con mucho tiempo libre. Las ciudades-Estado griegas han sido probablemente las primeras sociedades en producir algo parecido a una clase media intelectual con un cierto grado de independencia (debido a la democracia) y de ocio (debido a la esclavitud). Los griegos tenían tiempo para ocuparse del pensar por sí mismo y llegar a sus propias conclusiones. El pensamiento original, de cualquier clase, necesita ocio, un hecho pasado a menudo por alto por mediocridades serias y laboriosas.

Sócrates pensaba que el verdadero ser de una persona es su alma (psijé o psique). Los filósofos anteriores habían dicho que el alma era el eterno «aliento de la vida», que «duerme cuando el cuerpo está activo y despierta cuando el cuerpo duerme», algo así como un subconsciente inmortal, no demasiado diferente de lo que afirma la doctrina junguiana de hoy. Para Sócrates, el alma era más bien la personalidad consciente: una entidad de la que se puede afirmar que es inteligente o estúpida, buena o mala, esto es, algo por lo que somos moralmente responsables; creía que debemos intentar que nuestra alma sea lo mejor posible, para asemejarla a Dios.

Pero ¿por qué? Sócrates sostenía que todos los hombres buscan la felicidad. Si la alcanzan o no, depende del estado de su alma. Solo las almas buenas logran la felicidad. Las gentes no son buenas porque se sienten atraídas por cosas que parecen ser buenas, pero que no lo son en absoluto. Si conociéramos el bien, nos comportaríamos adecuadamente y no habría conflictos, ni en nosotros ni en la sociedad. Tal vez solo un filósofo puede ser tan ingenuo para creer esto. Todos compartimos una nebulosa ­noción del bien, pero tan pronto como la examinamos y la reducimos a particularidades prácticas, estamos en desacuerdo, tanto individual como socialmente. ¿Es bueno malgastar el tiempo ocupándose de la filosofía? ¿Es bueno negar el voto a las mujeres?

Los griegos vivían en pequeñas ciudades-Estado, una situación que favorece el consenso. Atenas, la más poderosa de las ciudades-Estado griegas, tenía una población masculina adulta de 42.000 personas en ese periodo. Además, los griegos creían en la virtud de la moderación. (Otra célebre máxima grabada en el Oráculo de Delfos era: «De nada demasiado».) La idea del bien de Sócrates era producto de su circunstancia y de su tiempo. La población total de Atenas, incluyendo mujeres, niños, extranjeros y esclavos, era probablemente de alrededor de 250.000. Otra cuestión distinta es si la mayoría libre de Atenas creía que no eran felices por causa del mal estado de sus almas.

Sócrates se casó con Jantipa a la edad de 50 años. La historia machista pinta a Jantipa como una fiera, pero la vida con Sócrates no debía de ser fácil; era vivir con alguien que se pasaba el día en la calle discutiendo sin ganar un céntimo, que volvía a casa de madrugada después de haber estado bebiendo con los amigos (aun sin dinero) y que, como todos los filósofos, era el hazmerreír del vecindario. (De la colección de chistes atenienses contemporáneos que ha llegado hasta nosotros, casi una cuarta parte presentan al filósofo como el bobo.)

De Jantipa se dice que era la única persona capaz de ganar a Sócrates en una discusión. Pero, como suele ocurrir en las relaciones tormentosas, la historia sugiere que Sócrates y Jantipa estaban muy próximos el uno del otro. Tuvieron tres hijos, ninguno de los cuales parece haber aprendido gran cosa de su padre. (Según todos los datos, vivieron vidas normales.) Jantipa parece haber sido consciente de que estaba casada con un hombre excepcional, a pesar de sus regaños y de la desaprobación de su conducta; estuvo incondicionalmente a su lado en los tiempos difíciles y su muerte la conmovió profundamente.