En 90 minutos - Pack Literatos 1 - Paul Strathern - E-Book

En 90 minutos - Pack Literatos 1 E-Book

Paul Strathern

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Beschreibung

El PACK LITERATOS 1 de la colección EN 90 MINUTOS reúne a 6 de los literatos del siglo XX que cambiaron, entre otros, la literatura: BORGES, NABOKOV, JOYCE, HEMINGWAY, BECKETT Y GARCÍA MÁRQUEZ. Paul Strathern nos ofrece el relato conciso de un experto sobre la vida e ideas de cada autor y explica su influencia sobre la literatura y la lucha de los hombres por entender su lugar en el mundo. El libro también incluye una selección de textos de las obras de cada autor, una cronología de su vida y época y una selección de lecturas recomendadas para quienes deseen seguir leyendo más acerca de cada uno de estos literatos.

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Siglo XXI de España / En 90 minutos

Paul Strathern

Literatos en 90 minutos (Pack 1)

(Borges, Nabokov,Beckett,García Márquez, James Joyce y Heminway)

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© De esta edición, Siglo XXI de España Editores, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1885-6

Siglo XXI de España / En 90 minutos

Paul Strathern

Borges

en 90 minutos

Traducción: Sandra Chaparro

Entretejiendo ficción y hechos, materia fantástica con figuras históricas, la idea de Borges de un mundo en el que convergen el tiempo, la cultura y el espacio resulta muy apropiado en nuestro progreso hacia la globalización. Fue perdiendo la vista a medida que cumplía años hasta quedarse ciego pero, según su vista desaparecía, los extraños y exóticos relatos que había puesto sobre el papel cobraron viveza. La obra de Borges, sorprendentemente profunda y conmovedora, es atemporal y emocionante, resultado de un profundo sufrimiento y una incorregible inocencia.

En Borges en 90 minutos, Paul Strathern nos ofrece un relato tan conciso como experto sobre la vida y obra de Borges, y explica su influencia sobre la literatura y la lucha del hombre para entender su lugar en el mundo. El libro incluye asimismo una cronología de su vida y época, así como lecturas recomendadas para quienes quieran saber más.

«90 minutos» es una colección compuesta por breves e iluminadoras introducciones a los más destacados filósofos, científicos y literatos de todos los tiempos. De lectura amena y accesible, permiten a cualquier lector interesado adentrarse tanto en el pensamiento, los descubrimientos y la obra de cada figura analizada como en su influencia posterior en el curso de la historia.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Borges in 90 minutes

© Paul Strathern, 2006

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2016

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

Introducción

Aunque Borges era un hombre de gran erudición, por una de esas ironías propias de su obra, su vida acabó pareciendo una sencilla fábula antigua. A medida que estudiaba y escribía iba perdiendo vista hasta acabar totalmente ciego, perdido en el mundo de sus propias historias mitológicas.

Borges siempre fue un hombre de libros, que se inspiró mucho más de lo habitual en su biblioteca en vez de en la vida misma, aunque no cabe duda de que la pérdida gradual de visión fue ejerciendo una influencia cada vez mayor sobre su obra. A medida que iba perdiendo la vista y las calles de Buenos Aires a su alrededor se difuminaban en un «gris ceniza pálido e incierto», desvió su mirada interior de su Sudamérica natal para fijarla con nostalgia en la Europa de sus antepasados. Resulta muy sintomático que cambiara sus lealtades. En los inicios de su carrera le había influido mucho la fecundidad casi surrealista del gran poeta nicaragüense Rubén Darío:

El peludo cangrejo tiene espinas de rosa

y los moluscos reminiscencias de mujeres.

Sabed ser lo que sois, enigmas siendo formas;

dejad la responsabilidad a las Normas

Más tarde Borges se volcaría en la visión europea, más austera, de Franz Kafka:

Cuando una mañana Gregor Samsa se despertó de un sueño lleno de pesadillas se encontró en su cama convertido en un bicho enorme. Se hallaba tumbado sobre su acorazada espalda y, si levantaba un poco la cabeza, veía su barriga ovalada de color marrón, cubierta de surcos longitudinales demasiado prominentes para sostener la colcha, que estaba a punto de resbalarse al suelo. Se le nublaba la vista al contemplar las numerosas y esmirriadas patas, que no tenían nada que ver con las proporciones de sus piernas de antaño.

Tras una horrenda metamorfosis, parecida a la de Gregor Samsa, Borges despertó un día para comprobar que estaba ciego. La vida del mundo exterior, que tan poco apreciara incluso en sus mejores tiempos, le había sido arrebatada. Hubo de cambiar la luz y la vida por la oscuridad y el estudio.

Tanto sufrimiento y aridez hubieran abrumado a cualquier hombre normal, pero Borges distaba mucho de ser normal. A lo largo de toda su vida conservó en su carácter un elemento ingenuo, casi infantil, y la poesía derivada de esa fuente de inocencia insufló vida al desierto seco y libresco del que extraía su inspiración. Las flores que creó en el desierto tuvieron una vida casi tan corta como la de las auténticas flores del desierto, pero había algo raro y extrañamente exótico en ellas. Entre las espinas del cactus de la erudición brotaron pétalos de una penetrante belleza. Su obra sorprendía como un truco de magia al ser a la vez profunda y conmovedora, eterna y emocionante, producto de un profundo sufrimiento y de una inocencia incorregible.

Por otro lado, esa inocencia y la timidez que conllevaba arruinaron su vida. Sexual y emocionalmente la mayor parte de su existencia fue una auténtica catástrofe para este hijo de mamá, que permaneció soltero hasta bien entrados los 60. No fue por voluntad propia, se enamoraba continuamente, pero las mujeres no lo encontraban sexualmente atractivo. Cuando por fin se casó, a la edad de 68 años, el matrimonio no funcionó. De manera que volvió con su madre. Pero, como hubo de reconocer, el «yo» que vivía su vida se vio gradualmente eclipsado por el «Borges» que escribía y cuyas palabras llegaron a ser su único consuelo.

Vida y obra de Borges

Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires, la capital de Argentina, en agosto de 1899. A principios del siglo XX, Buenos Aires ya era una ciudad considerablemente rica y sofisticada, más que muchas capitales europeas, y se la consideraba el centro cultural de Sudamérica. Borges formaba parte de una distinguida familia; uno de sus ancestros fue oficial de la caballería argentina y desempeñó un importante papel en la lucha emprendida en el siglo XX para independizarse de España. La otra rama de la familia era británica y Borges aprendió a hablar inglés antes que castellano. Le llamaban «Georgie», una versión inglesa de su nombre. Era hijo de un abogado con ambiciones literarias frustradas, que también ejercía de profesor de psicología a tiempo parcial en un prestigioso colegio inglés para niñas de la ciudad. En su vasta biblioteca había numerosas obras de escritores ingleses como Robert Louis Stevenson, H. G. Wells y Mark Twain que el joven y precoz Borges absorbería ávidamente años después.

Aunque era una familia de clase media, vivían en Palermo, por entonces un suburbio venido a menos situado en las afueras de la ciudad, lleno de antros de mala muerte y clubs nocturnos baratos, famoso por sus bailarines de tango (por entonces muy poco respetable) y las riñas mortales a navajazos entre los inmigrantes italianos y los elementos nativos de los bajos fondos. En un momento posterior de su vida, Borges sintió la inquietud de investigar intelectualmente ese territorio prohibido.

Aunque el padre de Borges era un poco mujeriego a la manera tradicionalmente tolerada en la época, su vida familiar fue feliz y el joven Georgie estableció una excelente relación con su madre, su hermana Norah y su abuela inglesa. La madre de Borges solía llevar al joven Georgie al cercano zoológico de Palermo, donde este desarrolló una curiosa obsesión con un tigre. Insistiría en quedarse ante su jaula hasta la puesta de sol, cuando cerraba el zoológico, y una de sus primeras creaciones fue un dibujo infantil de este tigre que pintó cuando solo contaba cuatro años de edad. Georgie estudió en su casa hasta los nueve años. Muchos de los amigos de su padre eran poetas y escritores. Uno de ellos, Evaristo Carriego, solía ir a casa de los Borges y organizar recitales dramáticos de su poesía. Borges recordaría más tarde:

No entendía nada, pero me reveló lo que era la poesía cuando comprendí que las palabras no eran solo un medio de comunicación, sino que había algo mágico en su interior.

Debido a esa experiencia, Borges empezó a escribir enseguida su propia poesía infantil.

En 1914 la familia Borges pasó unas largas vacaciones en Europa. Cuando esta se sumió en el caos, tras el inicio de la Primera Guerra Mundial en julio de 1914, la familia se trasladó a la neutral Suiza, donde Borges asistió al colegio en Ginebra y disfrutó de largos paseos en barca por el lago con su hermana Norah. Era un buen estudiante, ávido de conocimiento, que logró hablar alemán y francés con fluidez rápidamente y comenzó a devorar omnívoramente la literatura de ambos países. Le atraían especialmente la lírica musical del poeta alemán Heine y el lúgubre romanticismo de Baudelaire. También se interesó por la filosofía pesimista del pensador y ensayista alemán Schopenhauer, así como por los escritos más robustos de escritores católicos ingleses como G. K. Chesterton. Los versos que Borges escribió por entonces mostraban la influencia de estos poetas y pensadores, pero aún eran la obra de un aprendiz.

Tras la guerra, en 1919, la familia Borges viajó a España. Los argentinos de la época consideraban a España una madre patria algo atrasada y a Argentina un país americano moderno. Sin embargo España seguía siendo un centro cultural boyante y, por aquel entonces, contaba con una vanguardia artística muy activa de la que formaban parte artistas como Pablo Picasso y Juan Gris, así como el poeta Antonio Machado y la famosa generación del 98. Representaban a la vanguardia literaria española los ultraístas, una versión española del modernismo que barría Europa. Los ultraístas españoles afirmaban que la generación anterior de poetas románticos era decadente e insistían en la necesidad de innovar y renovar la visión del mundo moderno. Fue entonces, bajo la influencia de los ultraístas, cuando Borges empezó a escribir sus primeros poemas de madurez.

Cuando Borges volvió con su familia a Sudamérica en 1921, difundió el ultraísmo y empezó a ganar rápidamente influencia entre los jóvenes poetas de Argentina. Aunque ya sentía un profundo amor por la cultura europea, el retorno suscitó en él un amor entusiasta hacia su ciudad natal. Buenos Aires se estaba convirtiendo en una metrópolis en auge, con metro y un nuevo horizonte de rascacielos. Era un escenario adecuado para los poemas modernos y ultraístas de Borges que se empezaban a publicar en las revistas literarias locales.

En 1923, a los 24 años, Borges publicó su primer libro de poemas titulado Fervor de Buenos Aires. Él mismo financió la primera edición (con 130 pesos que le dio su padre) y la portada mostraba un grabado en madera realizado por su hermana, que representaba una puesta de sol sobre la típica casita baja de los suburbios bonaerenses. El libro incluía poemas como «Calle desconocida», del que cabe mencionar estos versos:

Penumbra de la paloma

llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde

cuando la sombra no entorpece los pasos

y la venida de la noche se advierte

como una música esperada y antigua

[…]

Este verso libre es especialmente musical y evocador, como se aprecia en la primera línea: «Penumbra de la paloma».

Borges deslizó en secreto copias en los bolsillos de los abrigos colgados en las oficinas de una revista literaria puntera para dar publicidad a su libro. Los escritores dueños de los abrigos las leyeron y algunos llegaron incluso a elogiar el libro.

A pesar de la sofisticación literaria de Borges y su destacado papel entre los jóvenes poetas de Buenos Aires, el joven con gafas parece haber sido tímido con las mujeres. Siguiendo la tradición de la época, su padre le había dado dinero y le había enviado a un burdel de Ginebra cuando contaba 19 años, pero al parecer para Borges fue un fiasco angustioso que dejó al joven poeta algo traumatizado. Bajo los modales reprimidos (más al modo de reservado estudioso que de lord inglés) de Borges latía un alma apasionada, y fue por entonces cuando se comprometió con Concepción Guerrero, a la que describió como «una chica maravillosa de 16 años, con sangre andaluza, grandes ojos negros y una serenidad agradable y dulce que ocultaba enormes reservas de ternura». La relación era puramente platónica, como cabía esperar en una sociedad latina conservadora, pero aun así Borges le escribió varios poemas de amor. Desafortunadamente hubo poco más, en parte porque Borges seguía sin estar a gusto con su sexualidad y en parte porque temía separarse de su posesiva madre.

En la década de los veinte Borges tuvo varias relaciones amorosas platónicas e insatisfactorias. Siguió escribiendo poemas y publicó dos volúmenes más que mostraban cómo iba adquiriendo una voz cada vez más propia, y en los que ya afloraban los temas centrales de sus mejores obras. Lo segundo se aprecia en títulos como «El General Quiroga va en coche al muere», «Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad» o «La fundación mítica de Buenos Aires».

El primero de estos poemas versa sobre una destacada figura de la historia argentina que desplegó gran violencia durante los difíciles años posteriores a la independencia. Fue asesinado en 1835 por orden del dictador de derechas Rosas. El poema concluye con el asesinato de Quiroga cuando:

[…]

sables a filo y punta merodearon sobre él;

[…]

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma

se presentó al infierno que Dios le había marcado

y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,

las ánimas en pena de hombres y caballos.

En la década de los veinte Borges también ayudó a fundar toda una serie de revistas literarias. La mayoría tuvieron corta vida, pero en 1930 cofundó Sur que se convirtió rápidamente en la revista literaria más destacada de Sudamérica. Borges publicaría en ella ensayos, poemas y cuentos, y formaban parte de su consejo editorial muchos de sus amigos literarios más íntimos.

En 1930 Borges publicó una biografía del poeta Evaristo Carriego, cuyos recitales poéticos «algo exagerados» le habían inspirado en su infancia. A Carriego le fascinaban los personajes que merodeaban por los barrios bajos del Palermo antiguo. De joven había contemplado a los gauchos (vaqueros argentinos), que se habían convertido en gánsteres en el hinterland asilvestrado que había entre la ciudad y el campo abierto, a los maleantes engalanados con joyas y trajes brillantes y a las mujeres salvajes por las que se peleaban. Años después Carriego se llevaría al tímido Borges de excursión por el Palermo antiguo mostrándole a los diversos personajes. Carriego había muerto, pero a Borges le seguirían interesando los bajos fondos de Palermo, donde encontró a un viejo cuchillero llamado Nicolás Paredes que le siguió paseando por la zona.

Borges escribía menos poemas cada año que pasaba y, tras otra desastrosa historia de amor, perdió por completo su inspiración poética. En 1930, a los 31 años, volvió a acompañar a sus padres, no sin cierta reluctancia, a un hotel de Androgué donde pasaron los meses de verano; fue allí donde se enteró de la muerte de Parades. Borges decidió escribir un tributo a su antiguo amigo delincuente «para registrar algo de su voz, algunas de sus anécdotas y su forma peculiar de narrarlas». El resultado fue un cuento titulado El hombre de la esquina rosada, narrado por un matón anónimo en un bar-burdel situado en la Esquina rosada de Palermo. Nos describe cómo un extraño de otro distrito retó a duelo a Rosendo Juárez, que ostentaba la reputación de ser el cuchillero más duro de Palermo. Juárez no acepta el duelo y su amante, la Lujanera, se avergüenza tanto de su cobardía que se va con el extraño. El matón siente tanta vergüenza que se va del bar. Más tarde reaparece allí la Lujanera; está muy alterada y cuenta que un hombre ha asesinado a su nuevo amante en una pelea de navajas. El matón parece insinuar que ha matado a Juárez para devolver a Palermo su orgullo.

Borges no solo tenía voz propia, sino también un nuevo oficio. Empezó a escribir cuentos cortos que se recopilaron y publicaron en 1935 bajo el título Historia universal de la infamia. Los relatos son descripciones reales de personajes históricos secundarios, desde un maestro de etiqueta japonés del siglo XVIII a Billy el Niño.

Los cuentos reflejan una gran influencia de las historias de aventuras de Robert Louis Stevenson. Borges no pretende entrar en honduras psicológicas, pero aun así están llenos de giros irónicos y observaciones inesperadas que revelan mucho sobre el destino de los personajes descritos. En El asesino desinteresado Bill Harrigan se ofrece una visión sesgada de la vida del hombre que se acabaría convirtiendo en Billy el Niño. Contiene incidentes de su infancia en los tugurios de la Nueva York del siglo XIX:

A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura.

Estos son los sórdidos orígenes urbanos del gran héroe del oeste americano, Bill Harrigan, el hombre que se convertiría en Billy el Niño, a quien en los chabacanos melodramas de vaqueros escenificados en los teatros de Bowery se alentaba a «ir hacia el oeste». En lo que era un sutil guiño a los futuros habitantes del oeste, Borges cambia de escena: «La historia (que al igual que ciertos directores de cine procede a través de una serie de imágenes inconexas) muestra la imagen de un salón amenazador» y avanzamos a cámara rápida hasta una noche de 1873, en un bar de Nuevo México situado en medio del desierto.

Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo.

De repente se hace el silencio en el bar:

Ha entrado un mexicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío.

Borges utiliza los ingredientes satíricos y realistas del subgénero de películas del oeste más de medio siglo antes de que apareciera el spa­ghetti-western para evocar con intensidad la realidad histórico-mítica. Estamos ahí; casi podemos escuchar el lastimero tañido de la música. Con un mínimo de palabras, hábilmente escogidas, Borges consigue evocar y trascender el cliché.

Dicen a Bill que el mexicano recién llegado que acaba de entrar en el local es Belisario Villagrán, de Chihuahua. En cuanto se entera, Billy mata al mexicano desde detrás del muro protector formado por los vaqueros con los que había estado hablando en el bar. Les dice: «Soy Billy el Niño de Nueva York». Así nació la leyenda. Billy el Niño ha matado a sangre fría a su primera víctima.

A partir de ese momento Billy empieza a crear su propia leyenda, labrándose una infame carrera: «nunca podremos recuperar los detalles, pero se le atribuyeron más de 21 asesinatos, “sin contar a los mexicanos”». Por fin, tras siete temerarios años de desesperación, baja cabalgando por la calle principal de Fort Summer una calurosa noche de julio:

El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra.

Billy el Niño pasa la noche entera en el polvo, rugiendo y blasfemando mientras agoniza hasta que, al fin, muere al día siguiente:

Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén.

Hay más personajes exóticos en la Historia universal de la infamia, como una mujer pirata china, que consulta a las estrellas para adivinar su destino, o el impostor Tom Castro, cuyo inesperado éxito le conduce a un desastre con final de cuento de hadas, y Hakim de Mery, el misterioso profeta musulmán, que realiza un descubrimiento espantoso. Estas historias y sus personajes se mueven en un entramado de hechos, algunos esotéricos, otros legendarios, unos banales y todos aparentemente históricos. Los hechos se funden con la ficción o un suceso imaginario para crear un cóctel literario exótico, pero totalmente plausible. Las anécdotas referidas en los relatos tienen estatus legendario, pero los personajes secundarios de los márgenes de la historia pasan a formar parte de una historia universal de algo mucho más grande que ellos.

En 1937 el padre de Borges sufrió un derrame cerebral que dejó paralizada la mitad izquierda de su cuerpo. Esto supuso un antes y un después para Borges, que por entonces contaba 37 años y tuvo que ganarse la vida por primera vez. Hasta entonces solo le habían pagado ocasionalmente por ensayos y recensiones sobre libros y películas publicadas en diversas revistas. Como lo que le pagaban era ridículo, había seguido viviendo en casa de sus padres. Durante la primera mitad de su vida había sido un playboy literario de clase media, que vivía entre otros cuya situación financiera era similar. Lo único que le diferenciaba de sus amigos, mediocres la mayoría, era su gran erudición, producto de sus vastas lecturas, y un talento que iba surgiendo paulatinamente.

Como era de esperar Borges, ya de mediana edad y carente de toda experiencia, tuvo bastantes dificultades para hallar un empleo pagado en Buenos Aires, cuya economía, antes boyante, empezaba a acusar la Gran Depresión mundial de la década de los treinta. Al final obtuvo un puesto, mal pagado, en la biblioteca municipal Miguel Cané, que llevaba el nombre de uno de sus antepasados. La biblioteca estaba en la otra punta de la ciudad de donde estaba la casa de sus padres, en el barrio obrero de Almagro Sur, y realizaba todos los días un largo viaje en tranvía hasta el final de la línea seguido de un largo paseo. Su único trabajo consistía en catalogar libros durante una hora o así; después podía dedicarse a leer. Sus colegas eran un grupo ruidoso, que pasaban el tiempo hablando de fútbol, chicas y peleas; no encajaba, con sus modales reservados de estudioso, pues a nadie más le interesaban los libros de la biblioteca. Borges se sumió en la desesperación en cuanto tuvo su primer contacto con el mundo laboral.

A veces, por las tardes, cuando recorría las diez manzanas que me separaban del tranvía, los ojos se me llenaban de lágrimas al pensar en mi lúgubre e insignificante existencia.

Sabía que su padre le consideraba un fracasado; era un escritor tímido y soltero de mediana edad que todavía vivía en casa y solo había publicado unos pocos libros de poesía y cuentos cortos que nadie leía. Borges nunca podría hacerle cambiar de opinión porque su padre murió en 1938. Siguió trabajando en la biblioteca durante nueve miserables años, pero fue en esa época cuando se transformó de promesa literaria en un autor de gran éxito.

El año 1938 depararía otro terrible golpe a Borges. Había ido perdiendo vista desde hacía algunos años y la víspera de Navidad fue a recoger a una mujer de la que se había enamorado para llevarla a cenar a casa de su madre. El ascensor estaba estropeado y, como se había hecho tarde, decidió subir por las escaleras en penumbra. Habían dejado abierta una ventana recién pintada para que se secara la pintura. Borges recordaría después lo que ocurrió a continuación, adscribiendo la experiencia a un personaje de su cuento El sur:

[…] subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre.

Debido a su pérdida de visión no había visto el enorme panel de cristal que estaba apoyado en las escaleras. El resultado fueron cortes graves en cabeza y cuello; se infectaron y en una semana padecía una septicemia grave. Mientras estuvo en cama tuvo fiebre alta y sufrió alucinaciones hasta quedar al borde de la muerte. Fue incapaz de hablar durante unos días y en su delirio creía haber enloquecido. Afortunadamente logró sobrevivir a esta crisis, pero en cuanto se recobró un poco, empezó a preocuparle la posibilidad de que su cerebro tuviera lesiones permanentes y pudiera haber quedado mentalmente discapacitado.

Cuando pudo ponerse en pie, supo lo preciada que era su existencia y experimentó la tremenda necesidad de expresarse de forma exclusivamente propia. Fue así como se libró de la tiranía de la lectura sin fin que le había llevado a basar sus escritos en sucesos y personajes casi reales. Decidió que, a partir de ese momento, inventaría sus propias historias, utilizando fragmentos esotéricos de lo que había leído. En vez de dejarse dominar por la historia, la crearía; en vez de depender del pasado, lo reinventaría para adentrarse en un mundo atemporal de su propia cosecha.

Ya en 1936 Borges había escrito una reseña falsa de un libro inexistente, «la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City», que publicó bajo seudónimo. En ese momento decidió escribir una historia ingeniosa en un tono similar, a la que pondría por título: Pierre Menard, autor de Don Quijote. El narrador es un crítico literario bastante pomposo de Nimes, en el sur de Francia, que anda repasando los papeles legados por el oscuro escritor francés Pierre Menard. El crítico llega incluso a poner en orden cronológico las escasas publicaciones de Menard, con las fechas de edición y las revistas en las que se publicaron. Estas obras resultan ser una astuta mezcla de realidad e imaginación; las revistas que cita son reales. Entre las obras se incluyen Una monografía sobre la«Characteristica universalis» de Leibniz (Nimes, 1904) y Una transposición a alejandrinos del Cimetière marin de Paul Valéry (N. R. F., enero de 1928)». Este último y fútil ejercicio de pasar el gran poema de Valéry a otra forma métrica y supuestamente publicarlo en la (real y muy prestigiosa) Nouvelle Revue Française nos da una pista sobre lo que viene. Pero, como bien señala el crítico-narrador de Borges, la lista de publicaciones solo incluye las obras visibles de Menard.

Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esta obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo del Don Quijote […]. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota.

El crítico de Borges empieza a explicar cómo Menard había querido escribir una versión contemporánea de Don Quijote. Para prepararse había intentado sumergirse completamente en el mundo de la España del siglo XVII en la que vivió el autor de la obra, Cervantes; pretendía ser Cervantes. Pero pronto se dio cuenta de que era imposible y decidió acometer la difícil tarea de «seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard». Así podría dar una versión fiel de Don Quijote y escribirla él mismo. Menard lo hace tan bien que reproduce el original palabra a palabra. Aquí es donde el crítico aporta algo de su propia cosecha: «El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico». El crítico cita un pasaje de Cervantes junto al correspondiente de Menard. Evidentemente son iguales, pero como bien dice el crítico:

También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin– adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.

Evidentemente la historia de Borges es una farsa literaria basada en un chiste malo. Pero en el relato de Borges la broma adquiere plausibilidad y plena resonancia. Borges es muy consciente de que parte de ese chiste alude a él mismo. Cualquier escritor que dependa de la literatura pasada para inspirarse, de alguna forma es culpable de plagio. Pero ¿acaso todo tipo de literatura no es un plagio? En el estadio actual de evolución de la literatura, ¿cabe la originalidad? ¿Acaso no se ha probado ya todo antes? ¿Qué queda por decir? ¿Qué estilos quedan por inventar? Mientras formula estas cuestiones, Borges señala que nuestro conocimiento del autor, de quién es y qué ha hecho, influye de manera sutil sobre la forma en que leemos el libro. Supongamos que la salvaje y precoz poesía del vagabundo Rimbaud la hubiera escrito en realidad un fantasioso banquero retirado. ¿Y qué hubiera pasado si el Borges medio ciego hubiera hallado la forma de escribir las obras de Hemingway? ¿Qué si hubiera sido un niño autista quien hubiera creado las obras de Renoir? Estas sugerencias minan sutilmente nuestra fe en que a las obras de arte se las juzga exclusivamente por sus propios méritos. Son solo algunas de las implicaciones de lo que, a primera vista, podría parecer tan solo un seco chiste literario basado en una idea poco plausible en torno a Don Quijote.

Borges se había librado de la tiranía de los hechos reproduciendo un hecho (¡palabra a palabra!). Luego intentó escapar de las limitaciones que le imponían la realidad y la historia de forma aún más imaginativa. De alguna manera Tlön, Uqbar, Orbis Tertius también es una gran broma literaria. Este cuento se relata en primera persona y esta vez es el mismo Borges quien lo hace. Empieza describiendo cómo una tarde se encontraba hablando tras la cena con el escritor argentino Bioy Casares (un amigo real de Borges), quien menciona un país denominado Uqbar. Borges nunca había oído hablar de este país y buscan una descripción en una oscura edición pirata de The Anglo-American Cyclopaedia, en la que se describe a Uqbar de forma tal que parece encontrarse en algún punto de Oriente Medio, aunque no quede claro dónde exactamente.

Borges relata cómo dos años después encuentra un misterioso único volumen de una obra de referencia: A first Encyclopaedia of Tlön (La primera enciclopedia de Tlön), vol. XI, Hlaer to Jangr.

Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.

Borges decide embarcarse en la tarea de dar una descripción convincente de este curioso mundo que parece un mundo paralelo al nuestro en muchos aspectos, o más bien una imagen distorsionada de nuestra forma de pensar. La lengua de Tlön carece de sustantivos, de manera que sus gentes no tienen noción alguna de objetos que perduran en el tiempo y el espacio. Su ciencia carece de causalidad y consiste en gran medida en psicología. Sus matemáticas son aún más extrañas.

La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y <. Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas.

Borges describe un mundo que parece contener la filosofía del irlandés Berkeley, famoso por creer «esse est percipi», que las cosas únicamente existen cuando son percibidas. En Tlön basta con que un arqueólogo imagine un artefacto para que este exista. Pero este mundo berkeleyano se ve curiosamente permeado por el concepto de idealismo de Platón, en el que la única realidad son las ideas puras y el mundo se concibe como una mezcla impura de esas ideas. También hallamos muchas agudas referencias a otros filósofos, como Hume, Schopenhauer y Russell, cuyas ideas también tienen cabida en este mundo artificial.

Como era de esperar, la recreación se completa con la descripción que hace Borges de la literatura de Tlön, una parodia de elementos de su propia escritura. En Tlön cada obra es creada por un único autor que existe más allá del tiempo y es anónimo. De modo que no puede haber creación individual ni plagio. A pesar de ello:

La crítica literaria suele inventar autores: elige dos obras disímiles –el Tao Te Ching y Las mil y una noches, digamos– las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme des lettres…

La descripción de este planeta, una mezcla de filosofía platónica y berkeleyana, acaba como sigue:

Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo, y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.

Tras estas líneas escribe, casi desafiantemente, «Salto Oriental, 1940», el lugar y tiempo reales (en Uruguay) donde (puede que) Borges completara su obra. Pero entonces la historia adopta un nuevo giro, pues lo que sigue es «Postdata de 1947», cuya importancia puede pasar desapercibida para el lector del siglo XXI, pues Borges la escribió en 1940, ¡de manera que contenía palabras del futuro!

En la postdata se afirma audazmente: «Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha [1940]… Me limitaré a recordarlas». Entonces Borges intenta solucionar lúdicamente el misterio de Tlön con la ayuda de una hipótesis propuesta por su amigo Martínez Estrada: «A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país». Pero tras varios años de reuniones y discusiones, los miembros de la sociedad «comprendieron que una generación no bastaba para inventar un país». De manera que cada uno de ellos eligió a un discípulo para que continuara su obra y esa «disposición hereditaria» se mantuvo hasta que dos siglos después, la «perseguida fraternidad» cruzó el Atlántico para resurgir en el Nuevo Mundo.

Borges prosigue con la descripción de diversos sucesos extraños que culminan con el descubrimiento en 1942 de un baúl embarcado en Poitiers, Francia: «Entre ellas –con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido– latía misteriosamente una brújula». Las letras grabadas en su esfera formaban parte de uno de los alfabetos de Tlön. «Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real». Hacia el final de la postdata su autor afirma: «Si nuestras previsiones no yerran, de aquí a 100 años alguien descubrirá los 100 volúmenes de la Segunda enciclopedia de Tlön».

Tlön, Uqbar, Tertius Orbis es una pieza larga (para los estándares de Borges) que suele cubrir unas trece páginas en la mayoría de las ediciones (seguro que tampoco es una coincidencia). Hay quien lo considera demasiado largo y elaborado para lo que, al fin y al cabo, no es más que una broma literaria. Otros se maravillan ante la coherencia e ingenuidad con la que Borges crea este mundo, que aun estando más allá del nuestro parece afectarle. Es, entre otras cosas, una metáfora de la vida intelectual, que también consta de ideas que solo cobran vida cuando las conjuramos en nuestro cerebro.

De manera que, desde otro punto de vista, el mundo de Tlön también es una metáfora de toda la historia de la filosofía, a la que han contribuido tantos, hasta el punto de que Borges prácticamente acaba admitiendo que los esfuerzos individuales de los filósofos son casi fútiles. «El plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal». (Lo que nos recuerda a las conclusiones pesimistas a las que llegaba el crítico en Pierre Menard, autor de Don Quijote: «No hay ejercicio intelectual que no carezca totalmente de sentido». A pesar de todo parece imperar un principio básico en Tlön. Hacia la mitad de la primera sección Borges llega a la siguiente iluminadora conclusión: «No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella». Al menos tenemos la clave. ¿La tenemos? ¡Toda actividad mental puede subsumirse en la psicología!

Estas dos piezas escritas en la nueva voz de Borges, «Quijote» y «Tlön» se publicaron en 1941 en una colección denominada El jardín de senderos que se bifurcan, debido al título del último de sus cuentos al que Borges califica de «historia de detectives» (como si en las demás no se requiriera labor detectivesca). En la introducción nos ofrece una explicación en clave de humor de porqué sus cuentos son tan cortos:

Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en 500 páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario […]. Más razonable, más inepto, más haragán he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios.

Al leer a Borges deberíamos tener siempre en cuenta este aspecto juguetón tan característico de sus obras. Están llenas de erudición arcana y esotérica, pero fueron concebidas como jeux d’esprit, bromas, farsas, juegos. Solo se perciben sus aspectos más profundos tras haber visto la ironía.

Borges había descubierto, triunfante, su propio terreno literario y sus amigos tuvieron que reconocer que de repente se había convertido en un gran escritor. Estuvo a punto de ganar el Premio Nacional de Literatura 1941-1942 por El jardín de senderos que se bifurcan, pero, para asombro de los círculos literarios, ganó el premio una obra poco significativa escrita por el hijo de un famoso autor de novela histórica uruguayo. A Borges ni siquiera le dieron el segundo o tercer premio; según un portavoz oficial su libro era:

Una obra exótica y decadente que oscila, respondiendo a ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea, entre el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y la narración policial; oscura hasta resultar a veces tenebrosa para cualquier lector, aun para el más culto (excluimos a los iniciados en esta nueva magia).

En realidad este retorcido insulto contenía un mensaje cifrado. Por entonces el mundo se había sumido en la Segunda Guerra Mundial, y aunque en teoría Argentina era neutral, su gobierno apoyaba de manera encubierta a las potencias del Eje: la Alemania nazi y la Italia fascista. (Tras la guerra, muchos nazis que huían de la justicia acusados de crímenes de guerra se establecerían allí). En esas circunstancias no se iba a dar un premio literario a una obra «tendenciosamente» inglesa. Sur lanzó inmediatamente una campaña para responder al insulto, dedicando una edición entera a la obra de Borges «con ocasión de no haber ganado el Premio Nacional de Literatura».

Dos años después Borges publicó una versión expandida de la colección a la que puso por título Ficciones. A partir de entonces se conocería por este nombre a las obras más características de Borges, un estilo nuevo en el que se solapaban cuentos, ensayos, autobiografía y parodia. Entre las ficciones contenidas en este volumen figura la que se convertiría en la pieza más inolvidable de Borges, Irónicamente se trata de un cuento sobre alguien que nunca puede olvidar nada. Se llama Funes el memorioso. Se trata de un cuento muy sencillo. Tras un accidente de equitación, un joven de las remotas pampas uruguayas llamado Ireneo Funes se da cuenta de que lo recuerda todo. El narrador, que conocía a Ireneo Funes antes del accidente, cuenta la última visita que hizo al joven de 19 años, al que halló tumbado sobre un catre, fumando, en una habitación oscura. El narrador, en realidad Borges mismo, pasó la noche escuchando todo lo que le contó Funes. Ireneo Funes empezó hablando del antiguo rey de Persia, Ciro, quien era capaz de llamar a todos y cada uno de los hombres de su gran ejército por su nombre. Luego pasó a hablar de Mitrídates Eupator, quien dominaba las 22 lenguas que se hablaban en su reino, y había proseguido contando historias de otros personajes de la Antigüedad famosos por su memoria.

Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado.

Explicó que había vivido como en un sueño, mirando sin ver, oyendo sin escuchar, olvidando prácticamente todo lo que había experimentado. Pero el accidente había cambiado su vida. Cuando volvió en sí tras caerse del caballo, «el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales». Borges consigue transmitir, haciendo gala de un enorme poder de imaginación, lo que sentía Funes cuando explicaba que, mientras los demás percibían un vaso de vino sobre una mesa

Funes, todos los vástagos y racimos de fruta que comprende una parra. Sabía la formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el río Negro la víspera de la acción del Quebracho.

Las historias de Borges suelen requerir un pequeño esfuerzo de imaginación, que el autor debe hacer plausible para convencer a los lectores e introducirlos en su mundo de fantasía. A menudo lo logra gracias a una mezcla de erudición ficticia y real. A veces es su escasa prosa basada en los hechos la que convence y, otras, es la mera alegría que irradia su escritura, la particularidad de las imágenes con las que recrea un mundo entero. Cuando describe los recuerdos de Funes vemos lo que él ve, captamos sin cesar la médula de todas sus fuentes a través de su mente; los fundamentos del mundo de los que apenas somos conscientes (Funes recuerda a fuente y fundación).

Otra de las ficciones de la recopilación resulta particularmente relevante hoy por el interés que suscitan las lecturas alternativas de los sucesos bíblicos. Tres versiones de Judas es un ensayo corto más que un cuento y ostenta todos los accesorios de un artículo publicado en una revista académica, incluidas largas notas a pie y referencias bíblicas. En el artículo se relata que el especialista sueco Nils Runeberg, de la Universidad de Lund, había escrito en 1904 un libro titulado Kristus och Judas (Cristo o Judas), en el que decía haber descubierto «la clave que descifra un misterio central de la teología». Afirmaba que la traición de Judas a Jesucristo, que culminó en la crucifixión, no fue una mera provocación para que Cristo asumiera su sagrado papel y se cumplieran las profecías y la voluntad Divina. Al contrario, «fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención».

Cuando se publicó el libro de Runeberg fue recibido con un aluvión de airadas críticas. «Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron.» De resultas de lo anterior, Runeberg decide reescribir el libro modificando las opiniones que expresaba en el anterior. En esta ocasión afirma que Judas no traicionó a Cristo movido por el peor de los motivos, sino todo lo contrario; lo hizo impulsado por un «hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo». Runeberg va más allá argumentando que Judas «obró con gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno». Apoya este blasfemo argumento en pruebas convincentes sacadas tanto de la Biblia como de argumentos teológicos posteriores en torno a las intenciones divinas y llega a una conclusión sorprendente sobre los inescrutables caminos de Dios. Según Runeberg, Dios decidió presentarse en la tierra adoptando la forma menos probable:

Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió ínfimo destino: fue Judas.

Cuando se publicó el libro revisado de Runeberg lo acogieron con un desdén y una indiferencia cósmicos, lo que le llevó a una conclusión perspicaz:

Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era llegada la hora.

Runeberg había cometido un oscuro pecado y, como tantos otros que se habían comportado de forma similar, supo que sería castigado. Quienes revelaban lo que debía permanecer oculto, quienes revelaban la verdad antes de tiempo, acababan recibiendo inevitablemente los castigos más severos. «¿Qué infinito castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de Dios?»

Runeberg se volvió loco de miedo ante la perspectiva de lo que podría ocurrirle. «Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las calles de Malmö rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir con el Redentor el infierno.» El artículo termina registrando que el 1 de marzo de 1912 Runeberg había muerto a causa de un aneurisma. El autor añade que los especialistas en herejías lo recordarían por haber añadido al concepto del Hijo las complejidades del mal y el infortunio.

Percibimos los ecos irónicos de esta pieza corta mucho tiempo después de haber leído sus últimas palabras. No cuesta ver en este relato de Borges que Runeberg mismo hace suyo el papel de traidor, y al convertirse en uno mayor que Judas también podría haber sido Dios. Esta solo es una de las interpretaciones terriblemente blasfemas que insinúa Borges. En comparación, el largo relato de Dan Brown, El código Da Vinci, con sus revelaciones sobre Judas como colaborador cómplice de Cristo, no es más que una broma inútil.

Cuando se publicó Ficciones en 1944 obtuvo el premio de Honor de la Sociedad de Autores de Argentina. Pero Borges disfrutaría poco tiempo de los focos. En 1946 tomó el poder en Argentina el líder populista-nacionalista Juan Perón, instaurando una dictadura de estilo fascista. Decidió convertir en su enemigo al intelectual principal, Borges, quien junto a sus amigos literatos, había firmado algunas declaraciones antiperonistas. Quiso dar ejemplo con él y le despidieron en la biblioteca municipal donde trabajaba. Para ridiculizarlo se le «promocionó» al puesto de inspector de pollos y conejos en el mercado municipal. (Las connotaciones de cobardía asociadas a pollos y conejos pretendían ser parte del insulto.) Borges rechazó el puesto y se encontró sin trabajo. Afortunadamente logró obtener un empleo, mal pagado, como editor de una revista y complementó sus ingresos a costa del periodismo literario. Para que no le faltara nada su vista empeoraba por momentos.

Ya contaba 46 años, carecía de experiencia sexual y seguía viviendo con su madre. Volvió a enamorarse, esta vez de una mujer de clase media de 28 años llamada Estela Canto, que trabajaba de secretaria pero anhelaba ser actriz. Ambos tenían cosas en común: ella también se estaba quedando ciega y vivía con su madre, hablaba inglés correctamente y disfrutaba de la lectura. Estela recordaría al Borges de esa época:

Todo lo que Borges decía tenía magia. Como un ilusionista sacaba objetos sorprendentes de un sombrero sin fondo […]. Eran mágicos porque dejaban entrever al hombre que era de verdad, permitían reconocer al hombre oculto tras el Georgie al que conocíamos; un hombre que luchaba por emerger a pesar de su timidez.

Estela disfrutaba pasando las tardes con Borges y sus amigos literatos más bohemios. Luego Borges insistía en acompañarla dando un paseo hasta casa de su madre, lo que suponía recorrer seis kilómetros y medio por las calles nocturnas de Buenos Aires hasta los suburbios del sur. El amigo de Borges, Bioy Casares, nos ofrece un vívido relato de los dos cuando se disponían a iniciar uno de esos paseos en los que recorrían la ciudad:

Ahí estaban Estela Canto, que estaba prácticamente ciega, y Borges, también prácticamente ciego; ella estaba ebria la mayor parte del tiempo. En las pocas tardes que pasó por casa, tras cenar con nosotros, estas dos personas ciegas salían a la calle […].

Parece que casi siempre iban a casa de ella, pero su relación siguió siendo básicamente platónica. A Estela no le interesaba Borges sexualmente y afirmaba que él seguía siendo virgen. Este estado de cosas se acabaría solucionando más tarde, cuando Borges buscó ayuda psiquiátrica, tras lo cual parece que tuvo una experiencia sexual con una «bailarina».

Políticamente eran tiempos muy difíciles. Cuando el régimen semifascista de Perón incrementó su control sobre el país, empezó a haber manifestaciones en contra del gobierno. Un día la madre de Borges, de 72 años, y su hermana se vieron en medio de una de estas protestas y se unieron espontáneamente a los manifestantes. Arrestaron a ambas en la redada que se hizo. La madre de Borges tuvo la suerte de librarse con un mes de arresto domiciliario, pero Norah, de mediana edad, pasó un mes en prisión, donde la alojaron aposta en el ala de las prostitutas. Lo único que podía hacer Borges, medio ciego, era quedarse en casa echando pestes e impotente.

Parece que por entonces Borges sublimaba estos problemas físicos y emocionales con ayuda de la escritura que seguía practicando igual que antes. Estaba en su mejor momento y los cuentos que escribió en este periodo se consideran, junto a Ficciones, sus mejores obras. En 1949 publicó otra colección de cuentos de ficción denominada El Aleph.

El relato que da nombre a esta colección comienza con una reveladora imagen de cómo la banalidad de la vida cotidiana puede difuminar hasta el más preciado de los recuerdos. El narrador, asumimos que Borges mismo, cuenta cómo el día de la muerte de Beatriz Viterbo, la mujer a la que había amado sin esperanza alguna,

noté que las carteleras de hierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios. El hecho me dolió pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.

Describe a Beatriz como «alta, frágil y muy ligeramente inclinada; había en su andar (si se me perdona el oxímoron) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis» (muy parecida en realidad a Estela Canto, a quien dedica el cuento).

Todos los años, en el aniversario de la muerte de Beatriz, el 30 de abril de 1929, el narrador recuerda cómo iba a casa de su familia a presentar sus respetos. Así, en uno de esos «aniversarios melancólicos y vagamente eróticos», llegó a conocer a su primo Carlos Argentino Daneri, un hombre refinado, de pelo gris, que trabajaba en una oscura biblioteca de las afueras de Buenos Aires. Carlos Argentino era un hombre pomposo, un escritor que no había publicado nada y que «abunda en inservibles, analogías y en ociosos escrúpulos». Evidentemente se trata de una hábil y despectiva parodia de Borges mismo. Pero Carlos también es un pozo de portentos y ampulosidad. Un aniversario, cuando el narrador va a verle con una botella de brandy, Carlos coge confianza y empieza a dibujar su condenatorio retrato del «hombre moderno». El narrador observa: «Tan ineptas me parecieron estas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura».

El Aleph está lleno de este humor ligero, a menudo a expensas del autor. La cosa se pone realmente graciosa cuando Carlos menciona un largo poema en el que ha estado trabajando en secreto durante muchos años. Lleva por título «La Tierra» y Carlos explica al narrador, con su pretenciosidad característica, que su poema es «una descripción del planeta» en la que no faltan la «pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe».

A continuación Carlos procede a leer una estrofa de lo que resulta ser poesía realmente banal; impertérrito sigue explicando con precisión cómo y por qué esa estrofa resulta «interesante desde cualquier punto de vista». Por si no fuera bastante, revela que, con «La Tierra», pretende, nada más y nada menos que «versificar toda la redondez del planeta», describiendo cada lugar, cada país del mundo. Por entonces, en 1941,

ya había despachado unas hectáreas del Estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Maria Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton.

Un tiempo después, Carlos llama al narrador muy agitado. Su casero estaba a punto de demoler su casa familiar, lo que supondría una catástrofe. Carlos le cuenta que «para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph».

Prosigue explicando al narrador la naturaleza precisa del Aleph: es «el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Lo había descubierto en el sótano por casualidad siendo niño; ahora el Aleph era la fuente que le daba toda la información que precisaba para su gran poema, «La Tierra».

El narrador cree que Carlos ha perdido la cabeza, pero se siente intrigado y va con él a su casa. Este le introduce en el sótano por una trampilla y entonces, tal como indicaba Carlos, en un ángulo del sótano, ve el Aleph. Aquí hay una pausa en el relato, cuando el narrador (Borges) explica:

Arribo ahora al inefable centro de mi relato; empieza aquí mi desesperación como escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten. ¿Cómo transmitir a los otros el infinito Aleph?

La broma de Borges empieza a adquirir un cariz diferente. Ha anunciado a sus lectores que va a intentar describir lo indescriptible y, de alguna manera, hacer posible lo imposible. «Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas». Explica que un místico persa hablaba de un pájaro que era todos los pájaros, y que otro hablaba de una esfera cuyo centro estaba en todas partes y su circunferencia en ninguna, mientras que Ezequiel, en su evocación mística, habla de un ángel de cuatro rostros que mira a los cuatro puntos cardinales a la vez. Como obra literaria es atrevida, sonora, hábil y graciosa y despliega las cuatro características a la vez. Es atrevida, porque aunque ha admitido que va a describir lo indescriptible osa describirlo, y al hacerlo convierte a su pieza en un símbolo sonoro (de lo inefable, luego del mundo entero y más) con una habilidad increíble e infravalorada:

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.

Evidentemente resulta gracioso, que pese a haber descrito su empresa como imposible haya conseguido describir algo que sabemos que no existe a tres niveles diferentes. A nivel literario queremos creemos creer la historia para que continúe. En un plano más filosófico, deseamos creer que es al menos teóricamente posible describir todo lo que existe; la ciencia pretende hacerlo, al igual que la filosofía, cada una a su manera. Descubrimos este aspecto del Aleph cuando Borges mira dentro de él. Aunque solo medía dos o tres centímetros de diámetro, «el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño». Puede que algo así resultara fácil de aceptar para los pensadores de siglos anteriores, por ejemplo, para la mentalidad medieval, y existe una referencia directa (reconocida) en el cuento de Borges a «contemplar el cielo en un grano de arena». Pero, referencias históricas y literarias al margen, ¿cómo puede una mente moderna aceptar algo como el Aleph? Borges consigue convencernos recurriendo a su gran habilidad en la elección de las palabras, dándole ese aire de sobriedad científica y exactitud que la mente moderna está preparada a aceptar. Es así como suelen convencernos de la existencia de un mundo atómico, en el que cada átomo es un sistema solar en miniatura. El núcleo, junto con los electrones que orbitan a su alrededor, solo ocupan una parte infinitesimal del todo, y bien podemos considerar al resto un «espacio universal […] contenido en su interior».

El Aleph es pequeño, pero hay en él espacio suficiente como para albergar una cornucopia infinita de imágenes, como comprobamos cuando Borges echa un vistazo a su interior:

Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro mismo de una negra pirámide, […] vi en un traspatio de la calle Soler, las mismas baldosas que hace 30 años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, […] vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho […].

Este es el ojo de Dios. También es un recuerdo de Funes el Memorioso. Y es el mundo visto sub specie aeternitatis, que describe Spinoza en su filosofía panteísta. Es todo y, al mismo tiempo, nuestra capacidad para verlo todo: la ambición de la ciencia, la historia, la filosofía e incluso la psicología. Los humanos aspiran a conocer la verdad, lo que en palabras de Borges es a la vez hermoso, maravilloso y en cierta forma sobrecogedor. Creemos en ello como creemos que una visión de este tipo es posible aun sabiendo que no lo es. Es posible e imposible a la vez; como en la ficción de Borges, existe aunque no pueda existir.

La historia de El Aleph se despliega haciendo una serie de giros que van de lo filosófico a lo autobiográfico, aunque el Borges humorista nunca esté muy lejos de la superficie. No cabe duda de que es una de sus mejores piezas a más niveles que el humorístico o el de la broma literaria. Se supone que la historia principal se escribe en 1941 y termina con Borges saliendo de la casa que contiene el Aleph y sumergiéndose en la vida cotidiana de las calles de Buenos Aires. Borges, el narrador, dice a Carlos que ha sufrido un ataque de nervios y le aconseja que se vaya al campo para recuperarse. Sigue un epílogo supuestamente escrito dos años después, en 1943. En él se narra cómo seis meses después de la demolición de la casa de Carlos se había publicado su poema épico que tuvo muy buena acogida. Según Borges llegó incluso a quedar segundo en el Premio Nacional de Literatura. Añade: «increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto».

Tras publicar «La Tierra», Carlos escribe otra historia épica: «Esta dichosa pluma (libre ya del Aleph) se ha consagrado a poner en verso la antología del Dr. Díaz». En realidad Díaz fue el ganador del Premio Nacional de Literatura el año en que El jardín de senderos bifurcados de Borges fue rechazado a propósito. Este parecía considerar que gastar sus energías en reducir la plúmbea prosa de Díaz a una poesía aún más plúmbea sería un buen castigo, a lo Dante, para el vano y pomposo Carlos.

El narrador habla del Aleph. Lo irónico es que había empezado poniendo en duda la posibilidad de que algo así pudiera existir, mientras que Carlos, que en su momento lo necesitó para poder escribir «La Tierra» ya no lo precisa para escribir poesía. Ya no se inspira en un Aleph omnisciente, sino en una obra irrisoria cuya inspiración artística está a la altura de la suya. Borges prosigue hablando de la naturaleza y el nombre del Aleph: «Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad». Borges sugiere que debió cometer un error al dar nombre al Aleph, pues eligió uno de los nombres que aparecían en «uno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló». El narrador Borges sugiere que aviesamente que debía tratarse de un Aleph falso (¡pasando aparentemente por alto el detalle de que Carlos había visto los textos, lo que convertía al Aleph en real!). El narrador prosigue creando un argumento hermosamente irónico para apuntalar sus acusaciones de falsedad y, al hacerlo, debate sobre el Aleph real. Nunca se le ha visto (de ahí que nunca se hayan observado en realidad sus poderes milagrosos) porque está en uno de los pilares de piedra que rodean el patio central de la mezquita de El Cairo, uno de los lugares santos del islam. La historia termina con una afirmación que resulta realista y metafórica a la vez, reverberante y melancólica:

¿Existe el Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

A Estela Canto

Así se cierra el círculo tanto para el Borges del relato como para el Borges real.

Algunas de las piezas de la colección de El Aleph se parecen entre ellas o a piezas anteriores, en una hasta se llega a hacer referencia a otra. El breve relato Los dos reyes y los dos laberintos se basa en el anterior: Abenjacán el Bojari, muerto en su laberinto