En 90 minutos - Pack Literatos 2 - Paul Strathern - E-Book

En 90 minutos - Pack Literatos 2 E-Book

Paul Strathern

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Beschreibung

El PACK LITERATOS 2 de la colección EN 90 MINUTOS reúne a 6 de los más destacados literatos de finales del XIX y comienzos del XX: TOLSTOY, POE, VIRGINIA WOOLF, DOSTOYEVSKI, KAFKA Y D.H. LAWRENCE. Paul Strathern nos ofrece el relato conciso de un experto sobre la vida e ideas de cada autor y explica su influencia sobre la literatura y la lucha de los hombres por entender su lugar en el mundo. El libro también incluye una selección de textos de las obras de cada autor, una cronología de su vida y época y una selección de lecturas recomendadas para quienes deseen seguir leyendo más acerca de cada uno de estos literatos.

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Siglo XXI de España / En 90 minutos

Paul Strathern

Literatos en 90 minutos (Pack 2)

(Tolstói, Poe, Virginia Woolf, Dostoievski, D. H. Lawrence y Kafka)

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© De esta edición, Siglo XXI de España Editores, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1886-3

Siglo XXI de España / En 90 minutos

Paul Strathern

Tolstói

en 90 minutos

Traducción: Sandra Chaparro Martínez

Alguien dijo en una ocasión que las novelas de Tolstói no eran arte, sino fragmentos de vida. Considerado uno de los mejores novelistas de todos los tiempos, Tolstói ocupa un lugar junto a Homero, Dante, Shakespeare y Goethe: el grupo de los cinco mejores escritores de la tradición literaria occidental. Hasta en sus obras maestras, Guerra y paz y Anna Karenina, el profeta que habitaba en Tolstói doblega en ocasiones al magnífico escritor. Pero se le perdona este pequeño defecto, al igual que su enorme ego, gracias a la fuerza de su talento literario y la grandeza de sus ideas. Novelista, genio, anarquista cristiano, sabio, santo y filósofo moral, la vida de Tolstói fue un largo viaje espiritual lleno de sucesos.

En Tolstói en 90 minutos, Paul Strathern nos ofrece un relato tan conciso como experto sobre la vida y obra de Leo Tolstói, explicando su influencia sobre la literatura y la lucha de la humanidad por entender su lugar en el mundo. El libro incluye asimismo una cronología de su vida y época, así como lecturas recomendadas para quienes quieran saber más.

«90 minutos» es una colección compuesta por breves e iluminadoras introducciones a los más destacados filósofos, científicos y literatos de todos los tiempos. De lectura amena y accesible, permiten a cualquier lector interesado adentrarse tanto en el pensamiento, los descubrimientos y la obra de cada figura analizada como en su influencia posterior en el curso de la historia.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Tolstoi in 90 minutes

© Paul Strathern, 2006

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1852-8

Introducción

Se suele decir que Homero, Dante, Shakespeare, Goethe y Tolstói son los cinco mejores escritores de la tradición literaria occidental. De entre ellos, Tolstói es el más autobiográfico y el más moderno, lo que significa que sabemos mucho más sobre él que sobre los demás. El retrato que obtenemos es el de un individuo realmente peculiar, y eso nos hace sospechar que tal vez los otros cuatro también fueran menos corrientes de lo que indican las descripciones que nos ha legado la tradición.

Puede que Tolstói tuviera un gran talento, pero siempre fue de la mano de un ego igualmente grande. Eso no significa que fuera presuntuoso; todo lo contrario, procuraba ser humilde, a pesar de que la humildad era totalmente ajena a su naturaleza. Tolstói tenía un ego dominante. Decía a todo el mundo lo que debía hacer, creer y, en último término, de qué iba la vida en general.

En sus primeras obras apenas podía ocultar este rasgo de carácter. Luego logró controlar su ego gracias a un gran talento. En ocasiones, el viejo profeta del Viejo Testamento que habitaba en él se apodera del soberbio escritor, incluso en algunas de sus obras maestras como Guerra y paz y Anna Karenina, pero si uno es capaz de apreciar el esplendor de su talento literario, le perdona todo. Se podría decir que es un rasgo de su naturaleza, tal vez uno imprescindible. Puede que un artista con una visión tan amplia no tenga más remedio que dotar a sus obras de un aspecto moral. El desequilibrio, ese intimidante aburrimiento que emerge fugazmente, nos permite apreciar lo difícil que es mantener un equilibrio constante cuando se dispone de tanto talento. Los últimos capítulos de Guerra y paz, en los que la guerra prevalece sobre la paz, merecen al menos algo de justa indignación. Quizá el lector de gusto refinado prefiera una mera descripción de la estupidez y la brutalidad a gran escala para reservarse su juicio, pero Tolstói, en su sabiduría, lo veía de otra manera. Quería proponer su propia teoría de la historia, que parece aceptable en el marco de su obra maestra.

En años posteriores, su ego, lejos de ser un defecto, contribuiría a su talento creativo. Tolstói expresaba opiniones sobre todo y tenía mucho que decir del mundo que le rodeaba, mientras que Rusia, sin duda, precisaba de alguien valiente, que, como nuestro autor, denunciara las colosales injusticias cometidas en su seno. Por entonces, su visión del mundo era la de un santo: la única esperanza para los habitantes de la Santa Rusia era aspirar a la santidad, como él mismo. Su utopía hubiera convertido el país en una tierra de peregrinos semicristianos y sencillos campesinos. No era la idea aberrante de un gran escritor que compadece a las dolientes masas de su nación. Su contemporáneo, Dostoievski, acabó adoptando una visión muy similar en los últimos años de su vida. Lo más extraordinario es que esta visión del mundo se haya mantenido durante el largo y ateo siglo XX, y aún se defienda en nuestro siglo XXI: la solución sugerida por Solzhenitsyn para acabar con los problemas de Rusia se parece sorprendentemente a la de sus grandes predecesores.

Pero no debemos olvidar, que antes de alcanzar este nadir, la vida de Tolstói fue un largo viaje espiritual del que surgieron algunas de las mejores piezas literarias que ha conocido la humanidad.

Vida y obra de Tolstói

León Nikoláievich Tolstói nació el 28 de agosto (9 de septiembre del calendario nuevo) de 1828 en la casa familiar de Yásnaia Poliana, a unos 160 kilómetros al sur de Moscú, en la provincia de Tula. Era el cuarto hijo del conde Nikoláievich Ilich Tolstói, quien pertenecía a una de las principales familias de Rusia, cuyos miembros habían destacado en el cuerpo diplomático. Durante los primeros años del pequeño León hubo muchas muertes y muchas mudanzas en la familia. Su madre, la princesa Volkónskaya, murió antes de que él cumpliera los dos años. La familia se trasladó a Moscú, donde su padre moriría siete años después, tras lo cual estuvo bajo la custodia de su abuela durante algo menos de un año, hasta que ella también falleció. En 1841, Tolstói y sus cuatro hermanos se mudaron a Kazán, una ciudad de provincias situada a unos 800 kilómetros al este de Moscú, donde una tía se ocupó de ellos. A pesar de los traslados y de las muchas muertes que asolaron a la familia durante su infancia, Tolstói la recordaría como un periodo feliz, lleno de las típicas escenas idílicas de la vida de los rusos de clase alta:

Cuando llegamos a los campos de Kalina vimos que el carro ya estaba ahí y colmaba sobradamente nuestras expectativas: un carro tirado por un único caballo con el mayordomo en el pescante. Bajo el heno asomaban un samovar, una cubeta con un molde para helados y otros atractivos fardos y cajas. No había error posible: significaba té al aire libre, con helado y fruta. Expresamos ruidosamente nuestro placer al ver el carro, porque tomar el té en el bosque, sobre el césped, y en general en cualquier lugar donde nunca hubieras tomado té antes, era fantástico.

El joven León estudió en casa con preceptores privados hasta que lo mandaron al Gymnasium (instituto de bachillerato) de Kazán al cumplir los 14 años. Por esa época tuvo su primera experiencia sexual, un suceso que llegó a cobrar gran importancia para él. La vida monástica debía ser bastante laxa en Kazán, pues, según Tolstói, su hermano mayor Sergei le había llevado a la celda de uno de los monasterios donde había alojada una prostituta. Tolstói perdió su virginidad con esta mujer y recordaba: «Después me senté a los pies de la cama de la mujer y me eché a llorar». Estaba tan avergonzado y se sentía tan culpable que permanecería casto durante algún tiempo.

En 1844, a los 16 años, Tolstói se matriculó en la Universidad de Kazán, cuyo rector era el matemático mundialmente famoso Nikolái Lobachevski, descubridor de la geometría no euclidiana. Tras el acceso al trono del zar Nicolás I, en la década de 1820, Lobachevski había introducido muchas reformas en la Universidad de Kazán para elevar su nivel educativo. Pero luego Nicolás I se había convertido en un autócrata reaccionario, que sería recordado como «el emperador que congeló a Rusia durante tres décadas», y la Universidad de Kazán recuperó su provincianismo. Tolstói empezó a estudiar lenguas orientales con la intención de entrar en el cuerpo diplomático, pero como no estudiaba lo suficiente tuvo que contentarse con hacer un curso más fácil: el de derecho. Le gustaba emborracharse, como a muchos jóvenes caballeros, le encantaba montar a caballo y lucir buena ropa. Pero bajo esa superficie siempre hubo un joven fuerte al que preocupaba el estado de su alma.

Tolstói había empezado a leer al escritor romántico y filósofo del siglo XVIII Jean-Jacques Rousseau, cuyas palabras fueron para él una revelación. «Creí estar leyendo mis propios pensamientos», recordaría más tarde. También leyó la novela edificante de Rousseau, Emilio o de la educación, en la que el filósofo hablaba del tipo de educación capaz de convertirnos en seres humanos plenos. Como es sabido empieza así: «Todo lo que sale de las manos del Creador es bueno; todo degenera en manos del hombre». Rousseau afirma que la educación de su época es inadecuada porque no tiene en cuenta lo que somos. En un pasaje narra la vida de un joven campesino de Saboya, que se hace ordenar sacerdote sin haber tenido tiempo de asumir la naturaleza de los votos. Aunque es un hombre sumamente piadoso, le atormenta no ser capaz de permanecer casto. Perplejo, empieza a buscar la verdad y decide que «nuestro primer deber es para con nosotros mismos». Reconoce que su conciencia es la voz de su alma: «el instinto divino, la voz inmortal de los cielos».

Tolstói tenía dudas religiosas y dedicaba tiempo a temas de fe. Estudiaba el catecismo y rezaba, pero a la vez admitía: «Me daba perfecta cuenta de que todo lo que decía el catecismo era mentira». Como muchos jóvenes de su edad sentía impulsos contradictorios. Seguía decidido a ser funcionario, pero empezaba a darse cuenta de que todo el sistema de gobierno de Rusia era injusto sin remedio. Anhelaba algo de pureza espiritual, pero la lujuria era más fuerte que él y buscaba prostitutas gitanas. Aunque a menudo actuaba con la arrogancia propia de su aristocrático linaje, no podía evitar sentir compasión por la pobre gente que veía a su alrededor. Su familia pertenecía a la aristocracia rural, pero procedía de una rama venida a menos de los Tolstói y, en su época de estudiante, León tenía mucho menos dinero que sus pares de la aristocracia.

En 1847 Tolstói dejó la Universidad de Kazán sin haber obtenido título alguno; según la versión oficial, debido a «mala salud y circunstancias familiares». La verdad es que estuvo hospitalizado un tiempo, recibiendo un doloroso tratamiento con mercurio para curarse de una enfermedad venérea. Tras este episodio se avergonzaba del sexo más que nunca y, decidido a vivir una vida pura y apropiada, se puso al frente de la administración de la propiedad familiar en Yásnaia Poliana. En vez de llevar un crucifijo colgando del cuello, llevaba un medallón con el retrato de su héroe Rousseau. Deseando llevar a la práctica las ideas del filósofo, decidió formarse adecuadamente e intentar mejorar las condiciones de trabajo de los siervos de la hacienda, que vivían como esclavos.

Sabemos lo que pasaba por la cabeza de 19 años de Tolstói porque empezó a escribir un diario en el que, más que lo que hacía, registraba lo que pensaba. Examinaría sus ideas, principios y fracasos en un diario hasta el fin de sus días. En una entradilla escribía:

Sería el hombre más desgraciado del mundo si no lograra hallar un propósito en esta vida, un propósito que ha de ser tan general como útil, porque cuando mi alma inmortal esté plenamente madura, pasará de forma natural a un plano de existencia superior apropiado. Así, mi vida será un tender constante y activo en pos de ese propósito.

Fija reglas de conducta, pero siempre necesita más: «Resulta más sencillo escribir diez volúmenes de filosofía que llevar a la práctica un único precepto». Empieza a leer a Dickens y a vestir un blusón de algodón y zapatillas sin medias en un intento por vivir la «vuelta a la naturaleza» de Rousseau; pasa horas tumbado bajo un árbol «comunicándose con la naturaleza».

Fue inevitable que acabara aburriéndose de vivir en las profundidades del campo vestido al modo campesino. En 1848 empezó a hacer viajes a Moscú, donde jugaba, bebía y visitaba prostitutas. Entremedias leía en la prensa las noticias sobre las revueltas que habían tenido lugar en varias ciudades de Europa durante «el año de las revoluciones».

Al año siguiente Tolstói decidió retomar su formación académica y se matriculó en la Universidad de San Petersburgo para estudiar derecho. Pero abandonó los estudios dos semestres después, mientras seguía llevando una vida disipada y azarosa, incurriendo en enormes deudas en San Petersburgo, Moscú y la capital provincial de Tula. En ningún momento dejó de leer, y en 1851 hizo el primer intento serio de escribir, cuyo resultado fue Un cuento de ayer, una pieza de aprendiz en la que intentaba describir detalladamente sucesos que tenían lugar en un único día. Nunca lo terminó, pero se embarcó en otro proyecto literario, una descripción de sucesos de su infancia, que se adaptaba mejor a su talento. En abril de 1851 emprendió viaje de nuevo y se unió a su hermano Nikolái, que era oficial del ejército en el Cáucaso.

Fue allí a acompañar a su hermano en una expedición de castigo contra tribus rebeldes, donde Tolstói vio por primera vez acción militar. Durante el invierno en Tiflis (hoy Georgia), Tolstói acabó Historia de mi infancia, que había escrito a primera hora de la mañana o tras un día de caza con su hermano. Reescribió el manuscrito tres veces, prestando una meticulosa atención al detalle. Anotó en su diario:

Debo destruir sin piedad todos aquellos pasajes que no queden lo suficientemente claros, todo lo que sea grandilocuente o irrelevante, en otras palabras, todo lo que no me satisfaga por bueno que sea.

Envió el manuscrito a El contemporáneo [Sovre­mennik], la revista literaria más importante de San Petersburgo. Su editor, el poeta Nikolái Nekrásov, reconoció en el manuscrito el talento de un autor desconocido que se limitaba a firmar L. N. T. y decidió publicarlo sin más. En Historia de mi infancia se aprecia, desde las primeras líneas, el estilo maduro de Tolstói en estado embrionario, con su atención al detalle narrativo, la claridad y el aplomo, que obtenía reescribiendo continua y meticulosamente. El autor revive las experiencias al contarlas, y lo hace de forma tan directa que al lector le parece estar presente:

El 12 de agosto de 18.., exactamente tres días después de mi décimo cumpleaños, en el que había recibido maravillosos regalos, Karl Ivanich me despertó a las siete de la mañana matando una mosca justo encima de mi cabeza con una bolsa de azúcar de papel azul atada a un palo. Lo hizo tan torpemente que se le enganchó en una pequeña pintura de mi santo protector, que pendía de la cabecera de roble de mi cama, y la mosca muerta me cayó en la cabeza.

Las palabras no interfieren entre el lector y la escena, son la consciencia agudizada de Tolstói. En un pasaje describe lo que le sucede:

Surgen tantos recuerdos cuando intento resucitar en la imaginación los rasgos del ser querido, que los percibo de forma difusa, como cuando se tienen los ojos llenos de lágrimas. Son las lágrimas de la imaginación. Cuando intento recordar a mi madre como era por entonces, solo logro vislumbrar sus ojos castaños […] su nuca, justo por debajo del nacimiento de sus cortos rizos, el cuello bordado de blanco y la mano delicada y marchita que me acariciaba tan a menudo.

Historia de mi infancia es desigual. Los recuerdos, sobre todo de su madre, son una reconstrucción imaginativa de lo que desea ver. Son recuerdos artificiales y, al crearlos, el escritor de 23 años inserta sus maduras percepciones en la visión del niño. En ocasiones, la claridad ni siquiera se debe a Tolstói, sino a influencias que no ha digerido del todo; algunos pasajes son casi una copia de las percepciones del niño David Copperfield.

Pero el efecto general es impresionante, y esta primera pieza que publicó captó la atención de figuras importantes. Dostoievski, que estaba en Siberia en el exilio, se mostró impresionado, y Turguénev no ahorró alabanzas al misterioso L. N. T., afirmando: «Cuando este vino madure, será néctar para los dioses». Tolstói estaba encantado con las buenas críticas que había recibido Historia de mi infancia. Ya no le cabía duda de lo que quería hacer con su vida: sería escritor. Inmediatamente empezó a pensar en una nueva serie de cuentos e hizo muchos esquemas, pero no pudo escribir los relatos porque se había enrolado en el ejército y era cadete en el Cáucaso. En el ejército, Tolstói vivió algunas aventuras y participó en combates varias veces. En una ocasión casi lo mata una granada, en otra, a duras penas evitó ser apresado por los rebeldes chechenos. En 1854 estalló la Guerra de Crimea y británicos y franceses mandaron una fuerza expedicionaria al sur de Rusia. Tolstói pasó temporadas en Sebastopol, donde todo era guerra, participando en una serie de batallas caóticas y viendo mucha matanza innecesaria. Pero, pese a todo, los demás oficiales y él sacaban tiempo para jugar y estar de juerga en sus cuarteles. Tolstói pudo completar en su tiempo libre La incursión, un relato que se publicó en la revista El contemporáneo, y empezó a escribir lo que luego serían sus Relatos de Sebastopol.

La incursión es un relato basado en las acciones militares en las que había participado Tolstói el año anterior. En él describe el heroísmo, los caprichos del destino y a los soldados implicados. Cada uno de los personajes cobra vida, por la sencilla razón de que el autor los crea en cuerpo y alma; en realidad son diferentes aspectos de él mismo. Compensa la insatisfacción que le produce su vida viviendo otras con debilidades diferentes. Sin embargo, La incursión también cumple un propósito moral, pues el autor afirma desafiante, que le «interesa más saber cómo y con qué sentimientos mata un soldado a otro que conocer la formación de los ejércitos en Austerlitz o Borodino». Desgraciadamente este aspecto moral del relato de Tolstói sería eliminado por los censores, y lo que se publicó en El contemporáneo era una versión truncada.

Relatos de Sebastopol se basa en las experiencias de Tolstói durante el asedio al puerto de Crimea y a la mayor de sus bases navales rusas. Los Relatos de Sebastopol tienen carácter experimental, pero a pesar de las técnicas literarias de primerizo que utiliza, la fuerza y claridad de las palabras es innegable. En el primer relato, Sebastopol en diciembre, evoca los escenarios con una lucidez soberbia. Estamos ya ante la obra de un maestro, conocedor del efecto que produce, que evoca al detalle un mundo entero sin gastar en ello ni una palabra superflua:

La actividad del día reemplaza gradualmente a la quietud de la noche. Aquí, un pelotón de soldados que va a relevar a los centinelas haciendo un ruido metálico con sus mosquetes al pasar; un médico, que se dirige apresuradamente hacia su hospital; un soldado, que se desliza fuera del refugio para lavarse con agua helada el rostro curtido, reza sus oraciones vuelto hacia el horizonte enrojecido, persignándose con rapidez. Pasa un carro tártaro de ruedas chirriantes, tirado por dos camellos, que va camino al cementerio donde recibirán sepultura los cadáveres ensangrentados que, apilados, llenan el vehículo hasta arriba.

Tolstói expresa a la vez el horror y el exotismo de la escena: estamos ante la miseria universal de la guerra y la muerte, pero, sin embargo, la escena está completamente centrada en un lugar y un momento concretos. El relato retrata la camaradería y el heroísmo de los soldados rasos, que, asediados, defienden su pieza de artillería del fuego enemigo. A pesar de que sus vidas corren peligro los hombres ríen, se pelean y juegan a las cartas en sus refugios. Tolstói toma la atrevida decisión de describir las escenas de Sebastopol en segunda persona del singular. Lo hace aposta, pues ayuda a introducir sutilmente al lector en la escena que describe, pero al mismo tiempo le permite participar en la conversación que el autor mantiene consigo mismo:

Cuando sientes que tú también estás en Sebastopol, no puedes evitar que el orgullo y cierta sensación de heroísmo invadan tu alma; la sangre fluye más deprisa por tus venas y no hay nada que puedas hacer al respecto.

Cuenta la leyenda que cuando el zar Alejandro II leyó estas palabras, se sintió conmovido en lo más hondo por el patriotismo que reflejaban y ordenó: «Que protejan la vida de este joven». El segundo relato, Sebastopol en mayo, acaba con las siguientes palabras:

El héroe de mis relatos, aquel a quien amo con todas las fuerzas de mi alma, a quien he tratado de reproducir en toda su gloria, el que siempre ha sido y siempre será admirable, ¡es la verdad!

Tolstói intentaría sinceramente ser fiel a estas palabras durante toda su vida de escritor, pero su credo literario era excesivo para el censor. A pesar de su patriotismo y de la complacencia del zar, Sebastopol en mayo fue muy censurado por «antipatriótico»; había que proteger a la gente de la sórdida y sangrienta verdad sobre lo que estaba ocurriendo en el frente de Crimea.

En 1856 se firmó un tratado de paz entre Rusia, Gran Bretaña y Francia. Tras el fin de la Guerra de Crimea, Tolstói dejó el ejército y volvió a San Petersburgo, donde lo aclamaron como el próximo gran escritor de Rusia. Por entonces los intelectuales rusos ya tenían muy claro que la sociedad necesitaba reformas desesperadamente. Tolstói simpatizaba con esas ideas, pero no quería participar en las intrascendentes pendencias que surgían entre las distintas facciones de intelectuales. Se peleó con Nekrásov y despreciaba a Turguénev y a sus amigos liberales que eran partidarios de una reforma gradual; su postura parecía una pose de moda. Por otro lado, Tolstói también estaba totalmente en contra de los militantes de extrema izquierda que querían la revolución; su ateísmo y sed de violencia atentaban contra todos los principios humanitarios que defendía. Al final se cansó de las interminables disputas y se fue a su casa de campo en Yásnaia Poliana. Sin embargo, las ideas que circulaban por Moscú le afectaban mucho más de lo que él creía. Como pensaba que el sistema de gobierno ruso era injusto, estaba dispuesto a hacer lo que estuviera en su mano para aliviar los sufrimientos que infligía. Tras su vuelta al campo decidió liberar a los siervos de su hacienda, aunque su iniciativa no tuvo grandes consecuencias.

Al año siguiente, Tolstói viajó a Europa occidental para completar su educación con el gran tour que realizaban tantos jóvenes aristócratas de la época. Tras resolver sus problemas con Turguénev y Nekrásov, fue con ellos a París, visitaron algunos burdeles y se comportaron como auténticos libertinos. Tolstói también fue testigo de una ejecución pública con guillotina. Aunque había visto muchas matanzas en Crimea, el suceso le produjo una honda impresión:

Cuando vi la cabeza separada del tronco caer en la caja, entendí, no con mi mente, sino con todo mi ser, que no hay teoría sobre la razonabilidad de nuestro progreso actual capaz de justificar este acto, y que, aunque todo el mundo desde el principio de los tiempos pensara que era necesario recurriendo a tal o cual teoría, yo sabría que era innecesario y malo. De manera que lo que es bueno y lo que es malo no lo deciden ni lo que hace o dice la gente, ni el progreso: lo decidimos mi corazón y yo.

Aunque estas palabras fueron escritas mucho después, ya empezaba a experimentar este tipo de sentimientos. La única verdad que aceptaba era la suya. Pensaba al margen de la teoría, del progreso, de la historia y «de lo que dice la gente»; solo respondía ante «mi corazón y yo». La consciencia rousseauniana evolucionaba con él; quería ver el mundo real con la misma claridad con la que escribía sobre él. Pero esta «verdad» era una meta bastante inalcanzable, y sus intentos de ser honesto consigo mismo lo dejaban perplejo. En esa etapa de su vida apenas empezaba a tener opiniones capaces de resolver las contradicciones, sus ideas seguían siendo un remolino: «La ley del hombre, ¡qué tontería! La verdad es que el Estado es una conspiración diseñada exclusivamente para explotar y, sobre todo, corromper a sus ciudadanos».

Cuando dejó París viajó solo a Suiza en tren, un medio de transporte que encontró artificial y aburrido. Escribió a Turguénev:

Por Dios viaja a donde quieras mientras no sea en tren. El ferrocarril es al viaje lo que el burdel al amor; igual de cómodo, pero también igual de humanamente mecánico y mortalmente monótono.

Tras viajar por Alemania volvió a casa y escribió algunos cuentos basados en sus experiencias en Europa. Lucerna es muy típico; se basa en un incidente que tuvo lugar durante la estancia de Tolstói en Suiza, que este anotó en su diario. Cuando caminaba una tarde por Lucerna, Tolstói se encontró con un pobre y pequeño cantante callejero tirolés. Le conmovió tanto este hombre, pobre y desgraciado, que lo invitó a cantar delante de su hotel, el Schweitzerhof, uno de los mayores de la ciudad. Como nadie le daba dinero, Tolstói lo invitó a comer. Su gesto provocó una serie de situaciones embarazosas, cuando tanto los huéspedes del hotel como los sirvientes dejaron bien claro que despreciaban al humilde tirolés. Tolstói se despidió de él y empezó a recorrer confuso las calles oscurecidas, preguntándose a sí mismo: «¿Qué deseo tan ardientemente? No lo sé […] ¡Por Dios! ¿Qué soy? ¿Dónde voy? ¿Dónde estoy? Tolstói escribió estas palabras en su diario, pero el relato que escribió después también terminaba con una pregunta didáctica:

¿Quién es más civilizado y quién más bárbaro: el caballero que se levanta de la mesa resoplando cuando ve el traje raído del cantante y se niega a pagarle por su trabajo la millonésima parte de su fortuna […] o el pequeño cantante que se ha pasado veinte años en las carreteras con dos centavos en el bolsillo […] se ha ido humillado, hambriento y avergonzado para dormir en un lugar sin nombre o sobre un jergón de paja podrida?

Los críticos atacaron esta y otras historias de Tolstói por considerarlas demasiado indulgentes y subjetivas. No les gustaba esa desnuda arrogancia que Tolstói aún no sabía integrar en su arte. Empezó a escribir una novela, Los cosacos, en la que pretendía captar su vida y experiencias en el Cáucaso. Esta vez la fuerza del material obligó al autor a poner en juego todo su talento artístico y a limar su tendencia a opinar en el texto. Pero Tolstói se cansó de dedicarse solo a escribir. Dejó la literatura pensando que no era lo que quería escribir y se dedicó a administrar su hacienda de Yásnaia Poliana. La vida y carrera literaria de Tolstói podían haber acabado ahí, pues un día lo atacó un oso mientras cazaba y tuvo suerte de escapar con vida.

Tolstói se dedicó a mejorar la situación de sus siervos. Al principio se centró en la educación creando un colegio donde sus hijos pudieran aprender a leer y escribir. ¿Para qué?, cabría preguntar. ¿De qué les iba a servir la alfabetización a campesinos paupérrimos obligados a trabajar a todas horas en los campos de su amo? Tolstói respondía a esa crítica afirmando que los campesinos pronto empezarían a disfrutar la lectura en sí misma. Uno de los tutores contratados para enseñar en la escuela de campesinos de Tolstói recuerda que cuando llegó se encontró a un montón de niños en torno a un hombre de aspecto amable, con una larga barba negra y vestido como un campesino, que parecía el jefe de los siervos de la aldea. Pero resultó ser Tolstói mismo, que se había convertido en un «nativo» y vivía la vida de sus siervos, aunque por las noches volviera a su gran casa a cenar y dormir. Cuando se encontraba en los campos con alguno de sus siervos, probablemente lo abrazara y besara en un gesto rousseauniano de amor fraterno. «Sus barbas huelen maravillosamente, a primavera», escribió a una pariente, camarera de la reina en la corte. En el caso de las campesinas, su interés era más sensual, y si se cruzaba con alguna por el bosque, puede que la «sedujera». Al final se encaprichó de Aksinya Bazykina, la esposa de 23 años de uno de sus siervos. «Estoy más enamorado que nunca», escribió en su diario. «Es preciosa […] Hoy en el bosque grande; estoy loco, soy un animal. Tiene la nuca roja del sol.» Esta aventura se convertiría en una relación más pausada de la que nacería un niño, que sería educado en el colegio de siervos de Tolstói antes de pasar a ser uno de los cocheros de la hacienda. Cosas así eran bastante frecuentes en las haciendas rusas de época zarista: el padre de Tolstói tenía un cochero nacido en idénticas circunstancias.

En verano, los pequeños alumnos de la escuela de Tolstói tenían que ayudar en los campos a recoger la cosecha; para acabar a tiempo todos trabajaban desde el amanecer hasta que se posaba el rocío de la noche. Tolstói había llegado a la conclusión de que necesitaba una metodología para enseñar en su pequeña escuela rural, y en julio de 1859 se fue a Alemania para estudiar las nuevas teorías aplicadas en las escuelas de allí. Tenía otra buena razón para visitar Alemania: su hermano Nikolái estaba tuberculoso en fase terminal y se encontraba en el balneario prusiano de Soden.

Muchos de los colegios que Tolstói visitó en Alemania eran extremadamente básicos:

Una oración por el rey, castigos y palizas frecuentes, estudio basado en la memorización; de ahí no salen más que niños asustados y moralmente deformes por la presión a la que se los somete.

Sin embargo había profesionales alemanes que habían reflexionado sobre la mejor forma de enseñar a niños pequeños, y Tolstói tuvo la suerte de dar con un sobrino de Friedrich Fröbel, el fundador del sistema de los jardines de infancia. Tolstói, que nunca aceptaba nada de lo que se le decía, concedió rápidamente a Fröbel el honor de describirle su propia experiencia en el ámbito de la educación y lo que tenía en mente. Según el sobrino de Fröbel:

Me dijo que el progreso en Rusia debe basarse en la educación pública, y que en su país daría mejores resultados que en Alemania, porque las masas rusas aún no habían sido echadas a perder por una educación distorsionada.

Tolstói tenía una fe inmensa en «las masas rusas». Consideraba que el campesinado, no contaminado por la educación y prácticamente al margen de la civilización en su estado de servidumbre, se parecía enormemente al noble salvaje de Rousseau. Pero la inocencia que creía apreciar en estos nobles salvajes no era más que un reflejo de su propia inocencia, de su propia y diáfana visión. No es que Tolstói fuera un ingenuo, en absoluto, pero su insistencia en ver el mundo a su manera a menudo lo situaba tan al margen de la civilización como sus siervos. Estaba aprendiendo a ver las cosas de forma diferente y su claridad de visión le permitía detectar hasta los matices más sutiles.

Este aspecto del carácter de Tolstói se hizo muy evidente cuando fue a visitar a su hermano, en Soden primero y en Hyeres, en la Francia meridional, después. Habían trasladado a Nikolái más al sur para que pudiera beneficiarse del clima templado. Allí, Tolstói pasó por la conmovedora experiencia de ver morir a Nikolái. Como anotara en su diario: «No nos comunicó que sentía aproximarse la muerte, pero me consta que vivía cada paso y probablemente sabría lo que le quedaba de vida». Tolstói decía ser capaz de ver el interior de la gente; era tan empático que parecía vivir sus vidas con ellos. Escribió sobre su hermano Nikolái:

Quienes lo conocieron y asistieron a sus últimos minutos de vida dicen: «¡Qué forma más tranquila y pacífica de morir!», pero yo sé lo agónico que fue, no se me escapaba ni una sola de sus sensaciones.

Tolstói no creaba personajes con sus palabras, los vivía.

En el funeral de su hermano a Tolstói se le ocurrió la idea de escribir un «evangelio práctico, una vida de Cristo materialista». A su vuelta a Rusia empezó a escribir de nuevo, pero no literatura, sino libros de texto, sencillos y claros, para uso escolar. Incluso llegó a fundar una revista, Yásnaia Poliana, en la que explicitaba sus ideas pedagógicas. Pero su forma de entender la educación no agradaba a todos, ni siquiera entre sus amigos intelectuales. Turguénev, que se encontraba en su mejor momento de fama y capacidad, no aceptaba las ideas de Tolstói, sobre todo cuando este hizo alusión a la educación que Turguénev dispensaba a su hija natural, pues esperaba que se convirtiera en una dama caritativa haciéndola remendar las ropas raídas de los pobres. Tolstói habló en este caso de «farsa hipócrita», Turguénev no quiso aceptar el calificativo y Tolstói lo retó a duelo. Esta reacción de Tolstói probablemente fuera motivada por la envidia. Puede que entendiera bien las reacciones de los demás, pero no siempre calibraba las suyas propias, a pesar del torturante autoanálisis al que se sometía. Afortunadamente el lance acabó en nada, pues Rusia pudo haber perdido por heridas de bala a otros dos de sus mejores escritores. (El gran poeta Pushkin había muerto en un duelo 24 años atrás, en 1837; cuatro años después, el poeta Lérmontov corrió una suerte parecida.)

En 1861, el nuevo zar, Alejandro II, promulgó un decreto de liberación de los siervos en el que se preveía que los propietarios debían conceder a cada siervo tierra suficiente como para mantenerse a sí mismos y a sus familias. El gobernador provincial de Tula nombró a Tolstói árbitro de la Paz de su distrito, encomendándole la tarea de mediar en la muchas e inevitables disputas que resultaron de la liberación. Tolstói tenía tendencia a tomar partido por los siervos en las disputas sobre la tierra, lo que indignó a los terratenientes locales, aunque las instancias de apelación solían anular las decisiones iniciales y darles la razón.

La policía secreta zarista llevaba vigilando a Tolstói desde que habían censurado sus Relatos de Sebastopol. Cuando llegó a sus oídos los rumores que circulaban sobre el colegio para los siervos y sus avanzadas ideas europeas, a lo que se sumaba la sospecha de que tenía una imprenta clandestina en su casa, decidieron pasar a la acción. Esperaron cautamente a que Tolstói se fuera de vacaciones en verano para realizar una redada en Yásnaia Poliana; pusieron la hacienda patas arriba y hasta drenaron el estanque. No encontraron nada incriminatorio y, cuando volvió Tolstói, se puso furioso. Envió inmediatamente una carta llena de indignación a su tía Alexandra, camarera de la reina en la corte:

Si piensas en mi actitud política verás que siempre, sobre todo desde que he aprendido a amar mi escuela, me ha sido totalmente indiferente el gobierno. Y me resultaban más indiferentes todavía los liberales de ahora a los que desprecio con toda mi alma. Pero ya no puedo decir lo mismo. Este querido gobierno me produce repulsa y amargura, casi diría que lo odio.

Al parecer Tolstói iba endureciendo sus puntos de vista políticos, pero eso no significaba que fuera a abrazar la causa revolucionaria. Le repelía la ineptitud con la que gobernaban sus pares aristócratas. Puede que tuviera alma de anarquista (en todo caso de uno con grandes principios y religioso), pero no por ello dejaba de ser un miembro de la clase alta con opiniones propias. Vivió entre sus siervos, pero mantuvo fuertes lazos sociales con los privilegiados, los aristócratas y los ricos terratenientes de clase media.

Los Behrs eran una de esas adineradas familias de clase media. Pasaban el verano en su hacienda situada a unos 55 kilómetros de Yásnaia Poliana. En una visita que les hizo, Tolstói se sintió atraído por su segunda hija, Sofía, de 17 años. Conocía a Sofía desde que era una niña, pero el cariño que le inspiró como mujer fue, como siempre, fruto de un impulso. Se encontraron a principios de agosto; él fue tras ella cuando su familia volvió a Moscú a finales de ese mes y le pidió matrimonio a mediados de septiembre. Cuando ella aceptó, Tolstói decidió que debían ser totalmente sinceros el uno con el otro, e insistió en que Sofía leyera sus diarios antes de casarse. En ellos hablaba de todos sus secretos, sobre todo de los más oscuros sexualmente hablando, incluidos detalles de sus encuentros con prostitutas de Kazán a París, de las enfermedades venéreas que había contraído, de sus encuentros con gitanas en el Cáucaso, de sus aventuras con sus siervas y hasta de su enamoramiento de la sierva Aksinya, a la que había dejado de ver recientemente. La inocente Sofía rompió a llorar y escribió después en su propio diario:

No creo que me recupere nunca del golpe que supuso leer sus diarios cuando nos prometimos. Todavía recuerdo la agónica mordedura de los celos, el horror que me inspiró esa primera y terrible experiencia con la depravación masculina.

Sin embargo, contra todo pronóstico, Sofía perdonó a su León la larga lista de faltas que había leído con tanta atención y accedió a casarse con él; contrajeron matrimonio seis días después.

El matrimonio con Sofía dio estabilidad a Tolstói y pronto nació su primer hijo, Sergei, en Yásnaia Poliana. León y Sofía tenían una relación muy estrecha, debido a que él seguía insistiendo en que ella fuera leyendo sus diarios a medida que los escribía. Consignaba en ellos sus pensamientos más íntimos y a menudo sentimientos secretos y dolorosos. Pero Tolstói evolucionó en ese ambiente abierto gracias a la redención que le ofrecía Sofía al perdonar su mala conducta. Tolstói se confesaba por escrito: lo único que podía hacer era hablar fielmente de lo que sentía, pensaba y veía, tanto en sí mismo como en los demás.

La bendición de Sofía lo absolvía; se sentía completamente honesto. En este clima Tolstói se sentó a escribir de nuevo. Pero esta vez ya no se trataba de artículos sobre pedagogía, ni de tratados educativos, ni siquiera de historias didácticas para ilustrar sus principios y opiniones. Esta vez volvió a lo que hacía mejor: escribir literatura. Al principio no retomó la escritura para mejorar su autoconocimiento, sino por dinero. La hacienda generaba pocos ingresos, debido a su forma algo errática de administrar las propiedades, y ahora tenía una familia que mantener. Retomó Los cosacos y la terminó. Hasta entonces Tolstói había demostrado ser un escritor de gran talento, pero en Los cosacos pasó a un plano diferente: fue su primera obra maestra.

Se trata de la historia de un joven aristócrata llamado Olenin, quien tiene muchos de los rasgos de carácter que ostentaba el propio Tolstói una década antes:

Olenin era un joven que nunca había acabado su formación universitaria ni prestado servicio en sitio alguno (solo había ostentado un cargo honorario en alguna oficina gubernamental); había dilapidado la mitad de su fortuna y cumplido los 24 años sin haber hecho nada ni haber elegido una carrera.

Harto de la sofisticada vida de Moscú, Olenin se va al Cáucaso, donde vive con los cosacos, cuya forma natural de vida y actitudes tradicionales renuevan su gusto por la vida. A lo largo de la novela nos topamos con un elenco de personajes bien definidos. Conocemos, por ejemplo, al alto y guapo Lukashka, de 22 años:

Su amplio gabán circasiano estaba algo rasgado, llevaba la gorra echada hacia atrás, al modo de los chechenos, y las medias se le habían deslizado hasta debajo de las rodillas. No vestía ropas caras, pero las llevaba con esa afectación tan característica de los cosacos. Un auténtico valiente es corpulento, va vestido pobremente y tiene aspecto descuidado; lo único de valor que lleva son sus armas. 

Asistimos con él a una caza de jabalí y observamos los torpes intentos de Olenin por ganarse su confianza. Nuestro protagonista admira al imponente y viejo cazador Eroshka, pero la singular forma de hablar del anciano no hace más que acentuar la brecha que existe entre ellos. Olenin se enamora de la «mujer diabólica», Marianka, que se siente conmovida por su timidez. Rápidamente se da cuenta de que, a pesar de la vitalidad que le inspira esta gente, nunca será parte de ellos. Pero aprende de sus experiencias, aprende mucho de sí mismo y reflexiona sobre algunas de sus conclusiones:

La felicidad consiste en vivir para los demás; eso está claro. El ser humano siente la necesidad de ser feliz, por lo tanto es legítimo querer serlo. Pero si un hombre quiere satisfacer esta necesidad de forma egoísta, es decir, procurando fama y riquezas, las circunstancias impedirán que pueda satisfacer todos sus deseos. De modo que estos deseos no son legítimos, aunque la necesidad de ser feliz no sea mala en sí. ¿Qué deseos pueden satisfacerse siempre, al margen de las circunstancias? El deseo de amor y el de autosacrificio.

Tolstói no pudo renunciar a su necesidad de filosofar ni en este caso, pero en Los cosacos, sus reflexiones están más integradas, forman parte de la historia, que a pesar de contener largos y hermosos pasajes descriptivos, tiene una gran fuerza narrativa. El lector se interesa rápidamente por los cosacos, se implica en lo que sucede, desea saber cómo se resolverán las situaciones, qué ocurrirá a continuación. Al contrario que en descripciones previas del exótico Cáucaso, fruto de autores como Pushkin o Lérmontov, el lugar y sus gentes no se ven oscurecidos por nubes de romanticismo. Es un terreno montañoso, árido y duro, situado en los confines del mundo civilizado y habitado por gentes primitivas que tienen su propia forma de integridad. Aunque Olenin es consciente de que nunca podrá superar las barreras que lo separan de estas personas, impuestas por la raza, la cultura y la clase social, al final de su estancia comprende la importancia de lo que ha aprendido de ellos. Eroshka insulta a los oficiales rusos y a sus médicos, llamándolos «hipócritas» y Olenin no replica. Está muy de acuerdo en que todo es hipocresía en ese mundo suyo al que piensa retornar.

Cuando se aleja en el carro que lo lleva de vuelta a casa, Eroshka grita tras él: «¡Buen viaje, hijo mío, buen viaje, no te olvidaré!». Pero cuando Olenin se vuelve para posar la mirada por última vez en el mundo que deja atrás, «el viejo Eroshka estaba hablando con Marianka, evidentemente de sus propios asuntos, y ni el anciano ni la chica miraban ya en su dirección».

Cuando se publicó Los cosacos, en 1863, causó cierto revuelo. La tía Alexandra le escribió desde Moscú para contarle las reacciones de su círculo:

Mis amigos, Boris y otros, estaban encantados; hubo quien criticó a Los cosacos por su crudeza, que, en su opinión, inhibe la respuesta estética […] El libro es satisfactorio mientras lo vas leyendo, una fotografía muy certera y fiel, pero cuando se acaba, uno anhela algo más grande, en cierto modo más elevado.

Afortunadamente el principal periódico de la ciudad más «europea» de Rusia, el Noticias de San Petersburgo [Sankt-Petersburgskie Vedomosti], se apresuró a alabar el libro, calificándolo de «logro capital de la literatura rusa, que bien puede compararse con las mejores novelas de la pasada década». Hasta Turguénev, que vivía en París en el exilio, no tuvo más remedio que declarar: «He leído Los cosacos y me he sentido transportado», aunque no pudo evitar un comentario sarcástico en torno al carácter autobiográfico de Olenin:

Para acentuar el contraste entre la civilización y lo primitivo, o la naturaleza sin corromper, no hacía falta recurrir a este individuo, incesantemente preocupado por sí mismo, aburrido y poco saludable.

Tolstói parece haber seguido el consejo de la tía Alexandra, pues empezó a escribir una novela mucho más larga y ambiciosa, que trataba de temas bastante más elevados que la vida entre los cosacos primitivos. En ella hablaría, nada más y nada menos, que de la sociedad rusa en su conjunto. Tolstói empezó a escribir su nueva novela en 1863 y tardó más de seis años en terminarla, pues reescribió muchas veces la obra que llevaría por título Guerra y paz.

La acción se inicia en 1805, en el salón de Madame Scherer, una camarera de la zarina. El lector percibe la atmósfera de ese salón aristocrático, con toda su elegancia superficial, mientras los invitados conversan, pasando del ruso al francés con toda facilidad. Tolstói nos presenta al príncipe Andréi Bolkonski, a quien desagrada la hipocresía de la vida social, y también al ingenioso y torpe Pierre Bezújov, que acaba de volver de Suiza. Estos magníficos personajes protagonistas también representan, de forma muy inteligente, dos aspectos del carácter de Tolstói. Hablan de Napoleón, que ha conquistado buena parte de Europa y amenaza con conquistar más. El príncipe Andréi parece impresionado por los aspectos heroicos de Napoleón y por sus conquistas, y no puede evitar citar las palabras que pronunciara el día de su coronación: «Dios me ha dado todo esto. ¡Que se cuide quien ose tocarlo!». Otros mencionan la crueldad de Napoleón, su arrogancia y su falta de piedad al secuestrar y asesinar al duque D’Eghien, un realista sospechoso de haber participado en una conjura para asesinarle. La anfitriona y sus distinguidos invitados miran a Pierre con consternación cuando este interrumpe al orador:

La ejecución del duque D’Eghien fue políticamente necesaria, y en mi opinión Napoleón demostró lo grande que era su alma, pues no temió cargar solo con la responsabilidad por este hecho.

A Pierre le impresiona el alma de Napoleón, a Andréi su heroísmo. Vemos así la diferencia entre ambos, algo fundamental, pues uno de los principales hilos que recorren la novela es la evolución y transformación de estas dos formas distintas de ver el mundo.

Guerra y paz tiene unas 1.500 páginas, divididas en cuatro volúmenes y seguidas de dos epílogos. Es una historia en la que se describe la rica y variada vida social de Rusia, y también es un relato de ficción sobre los acontecimientos que tuvieron lugar entre 1805 y 1814, durante la invasión napoleónica de Rusia y los años subsiguientes. La novela presenta un gran elenco de personajes reales y ficticios: campesinos, soldados de Napoleón y del zar, cuyas vidas y acciones se entretejen para crear el cuadro general.

En el primer epílogo se retoman muchos de los hilos sueltos del relato y se resume el futuro de los personajes. El segundo epílogo es un ensayo en el que se esbozan la filosofía de la historia que la novela quiere ilustrar: es el esqueleto y la novela la carne que lo recubre. Afortunadamente la gran habilidad de Tolstói como novelista logra que los personajes de la novela tengan una vida propia, que rara vez se ve determinada por la poco convincente filosofía fatalista que no pudo evitar consignar a final.

Como hemos podido comprobar, el impulso creativo de Tolstói solía tener un fuerte componente didáctico que se suele desdeñar. Pero no deberíamos hacerlo, pues era la fuerza impulsora que lo ayudaba a pastorear a un elenco tan enorme de personajes a lo largo de las diferentes etapas de sus vidas. Hasta un escritor genial necesita una fuerza impulsora así para crear algo tan complejo como un mundo lleno de personajes y sucesos. En el siglo XX, James Joyce usó el mismo recurso en su novela Ulises, incorporando el mito de Ulises a modo estructura sobre la que construye su novela con los ladrillos de la vida cotidiana de Dublín. Tolstói creía que la vida tenía un sentido moral y resulta apenas natural que su novela lo refleje. Joyce no lo creía, y usa el mito de Ulises con propósitos exclusivamente estéticos, comparándolo con un puente sobre el que hace desfilar a su elenco de personajes; una estructura fácilmente desmontable al terminar la novela. Tolstói nunca hubiera podido eliminar de forma parecida sus creencias de Guerra y paz; eran su vida, y es su fuerza moral la que insufla vida a sus personajes, la que determina su éxito o fracaso como seres humanos junto a su evolución y destino. Es de agradecer que deje la exposición de su filosofía para el final en Guerra y paz, porque nos permite leer la novela sin dejarnos influenciar por los prejuicios del autor y hasta ignorar «el mensaje» del final.

La vida del príncipe Andréi Bolkonski, que se narra en el primer volumen, es un buen ejemplo de la evolución moral de los personajes de Tolstói o, en otras palabras, de su viaje espiritual. Al principio es un joven orgulloso, poseído de una inquebrantable fe en el heroísmo. Al final del volumen lo encontramos en la batalla de Austerlitz, donde las fuerzas rusas y austriacas se enfrentaron al ejército francés en territorio austriaco, a unos 112 kilómetros al norte de Viena. Andréi demuestra su valor en la batalla, bajando del caballo para recoger el estandarte de un oficial caído y animando al batallón que carga contra las líneas francesas. Pero resulta herido en medio de la batalla:

Le pareció que uno de los soldados que tenía más cerca le pegaba un mazazo en la cabeza con todas sus fuerzas. Dolía un poco, pero lo peor era que el dolor le distraía impidiéndole ver lo que había estado mirando.

«Pero… ¿qué es esto? ¿Me caigo? ¿Se me doblan las piernas?», pensó. Y cayó de espaldas.

Se desmaya, y cuando recupera el conocimiento:

Sobre él no se extendía más que el cielo, el cielo en lo alto, aún no claro del todo, pero inconmensurablemente elevado, lleno de nubes grises, que se deslizaban lentamente, atravesándolo. «¡Qué calma, qué paz, qué solemnidad! ¡Qué distinto es esto a la carga», pensaba el príncipe Andrei, «¡qué distinto a cuando cargábamos, gritando y peleando! ¡Qué distinto a las armas y a los franceses, con sus caras asustadas y furiosas! ¡Qué diferentes estas nubes que se deslizan en lo alto, por el cielo infinito!»

En estado semiconsciente, tirado en el campo de batalla, se pregunta cómo no había visto el cielo antes y exclama:

¡Qué contento estoy de haberme dado cuenta al fin! ¡Sí! Todo, excepto ese cielo infinito, es vanidad y engaño. No hay nada, nada más. Pero, en realidad, no existe ni ese cielo. Lo único real es la tranquilidad, la paz. ¡Alabado sea Dios!

Tolstói muestra con gran habilidad el efecto que ejerce sobre Andréi esta revelación, este momento de profunda comprensión. Unos soldados franceses lo encuentran y lo trasladan en una camilla. Al final termina en presencia de un Napoleón victorioso que inspecciona a sus prisioneros rusos. Napoleón se dirige a Andréi:

«Bien joven», dijo, «¿cómo se siente mon brave? Aunque cinco minutos antes el príncipe Andréi había dicho un par de palabras a los soldados que lo transportaban, permaneció en silencio con la mirada fija en Napoleón […] En ese momento los intereses de Napoleón, el héroe mismo, tan mezquino, con su vanidad irrisoria y su alegría por la victoria, le parecieron profundamente insignificantes comparados con el alto cielo, equitativo y amable, que había visto y entendido. No pudo responder.

Tras esta experiencia del alto cielo, «todo le parecía fútil e insignificante» comparado con «el austero y solemne hilo reflexivo, con esa debilidad generada por la pérdida de sangre, con el sufrimiento y la cercanía de la muerte, que lo elevaban». Estos detalles hacen mucho más convincente el momento de la verdad de Andréi. Consigue restar importancia hasta a la grandeza personificada, a Napoleón mismo:

El príncipe Andréi miró a Napoleón a los ojos y pensó en la insignificancia de la grandeza, en la escasa importancia de la vida que nadie entendía y en la trascendencia aún menor de una muerte, cuyo significado ningún mortal podría comprender o explicar durante su vida.

Aunque afirme que la vida no se puede comprender, Tolstói logra expresar su fe en que hay algo que entender, en que todo lo que ocurre tiene un sentido. Y aunque uno no comparta la fe de Tolstói, sí queda convencido de que sus personajes creen vivir en un mundo así. Sus páginas encierran tanta fuerza, que el sangriento caos de la batalla y la vana grandeza de Napoleón, expresados con admirable claridad, no parecen más reales que la experiencia espiritual del príncipe Andréi cuando yace herido bajo el cielo.

El primer volumen de Guerra y paz cubre los seis meses que van de junio a noviembre de 1805, pero el segundo cubre seis años, de 1806 a 1811, años de paz tras la firma del Tratado de Tilsit, antes de la masiva invasión de Rusia por parte de Napoleón en 1812. Leemos el destino de los protagonistas y de sus cinco familias que van de fiesta en fiesta, de baile en baile, recorriendo los salones, celebrando reuniones familiares y otros eventos públicos y privados. El relato se centra en los Bezújov (a los que pertenecerá Pierre), los Rostov, los Bolkonski (entre ellos el príncipe Andréi), los Kuraguin y los Drubetskóy.

Algunos de los personajes de estas familias se parecen mucho a personas cercanas a Tolstói. La princesa Maria Bolkonski, emocionalmente complicada, es un personaje descrito con gran intuición y profundidad psicológica, basado en la madre de Tolstói (según lo que había oído y lo que imaginaba). La más sorprendente de todos los personajes femeninos es Natasha Rostov, basada en Tatiana Behrs, la joven hermana de la esposa de Tolstói, Sofía. En la época en la que escribía Guerra y paz, Tolstói tuvo mucha relación con su cuñada Tatiana y se convirtió en su confidente, lo que le permitió conocer su carácter a fondo. Ella le fascinaba, tal vez porque nunca tuvieron una aventura, y esa fascinación da vida al personaje de Natasha, la protagonista femenina de Guerra y paz. Lo cierto es que pese a las semejanzas con su padre, su abuelo, su tía y otra cuñada, los personajes de Guerra y paz son creaciones independientes. No es un álbum familiar, sino la descripción de toda una gama de temperamentos humanos.

En las partes de la novela dedicadas a la «paz» se habla de la clase alta, que parece tener muchas menos inhibiciones que las sociedades civilizadas de los países de Europa occidental de la época. Los personajes de Tolstói se hubieran asfixiado en el mundo de Orgullo y prejuicio de Jane Austen, por ejemplo. Las buenas formas sociales cobran vida gracias a estallidos y reacciones claramente eslavas. No cabe confundir la conducta en los salones de Moscú con el refinamiento del balneario georgiano en la Inglaterra de aquellos años. Puede que los personajes de Tolstói tengan modales europeos, pero siguen siendo rusos, con sus propias normas de conducta, cuyos matices son descritos por Tolstói con facilidad consumada.

Cuando comparamos las reglas de conducta rusas con las prevalecientes en la Europa occidental de la época, nos vienen a la cabeza el pobre cantante tirolés y las reacciones de los huéspedes europeos del Schweitzerhof Hotel, sobre todo la del lord inglés. Si había un pueblo que desagradaba a Tolstói y al que nunca lograría entender, era el inglés. Su insensibilidad, su pragmatismo sin medida, su utilitarismo, su capacidad de vivir cómodamente consigo mismo, eran la antítesis del angustioso autoanálisis de Tolstói.

Las normas de conducta eslavas tenían sus propias sutilezas, y comparados con su ingenio y entusiasmo los modales occidentales parecían amanerados. Tolstói alterna seriedad e intensidad con momentos más ligeros e incluso graciosos, facilitando que sus personajes hablen, consigo mismos o con los demás, de cualquier cosa que les pudiera preocupar en relación con su vida y su «alma». Tras el brillo de la escena social late siempre el interés de Tolstói por los asuntos espirituales.

Pierre se acaba convirtiendo en el personaje principal de Guerra y paz. Seguimos sus intentos de autorrealización y vemos cómo satisface el ansia espiritual que alberga. Siempre está preocupado por «la vida, por el destino del ser humano». Es un personaje inepto, a menudo patoso; un reflejo de su torpe búsqueda espiritual, que le lleva a ser caritativo e incoherente. Su intento de hallar la verdad que anhela le lleva a la masonería y hasta a la numerología. Pero incluso en esa situación Pierre sigue siendo capaz de sentir emociones intensas, de enamorarse, de actuar como mediador social, de ofender a la gente. Los personajes de Tolstói son tan realistas, que el autor forma parte del relato dotando de unidad a su enciclopédica multiplicidad. Como Tolstói, Pierre es capaz de ver el interior de las personas. A veces parece entenderlas mejor de lo que se entienden a sí mismas, otras, su juicio es incorrecto y queda en evidencia.

El encuentro que tiene con un general retirado es paradigmático. El «viejo Bolkonski» está tan contento de ver a Pierre que lo besa para darle la bienvenida a su hogar. Pierre y el anciano príncipe se retiran al estudio antes de la cena. Más tarde oyeron a Bolkonski

disputando con su huésped. Pierre afirmaba que llegaría un tiempo en el que ya no habría más guerras. El anciano príncipe le llevaba la contraria bromeando, sin enfadarse.

«¡Cuando ya no corra sangre sino agua por las venas de los hombres es cuando no habrá más guerras! Cuentos de viejas, cuentos de viejas», repetía, pero daba a Pierre amistosos golpecitos en la espalda.

Tolstói quería que Pierre fuera un personaje profundamente agradable, con un ingenio muy parecido al suyo. En un pasaje Pierre habla con el príncipe Andréi mientras cruzan el río en un ferri. Pierre intenta convencer a Andréi de que existe otra vida:

«Dices que no ves ningún reino de bondad y verdad en la tierra. Yo tampoco, y nunca lo veremos si consideramos que esta vida es la única que existe. En la tierra, aquí en esta tierra», dijo Pierre señalando a los campos, «no hay verdad alguna, solo falsedad y mal. Pero en el universo, en todo el universo, existe un reino de la verdad, y nosotros, que hoy somos los hijos de la tierra también somos hijos del universo por toda la eternidad. ¿Acaso no siente mi alma que formo parte de ese todo armónico? ¿Acaso no siento que soy un eslabón, un escalón entre los seres supriores y los inferiores en los que se manifiesta la Deidad, o el Poder Supremo si se prefiere?»

Pero esta es una etapa temprana del largo viaje espiritual de Pierre, por lo demás, durante la época en la que coquetea con la masonería. Más tarde le embarga un malestar que lo lleva al borde de la desesperación e intenta alejarse de la sociedad moscovita:

Pierre ya no sufría momentos de desesperación intensa, hipocondría o melancolía, pero la enfermedad, que se había manifestado en estos agudos ataques, seguía en su interior y no lo dejaba ni un solo momento. «¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué pasa en el mundo?», se preguntaba perplejo.

En esa etapa empezaba a creer que no había respuestas a estas preguntas y huía a su club, a visitar amigos o a informarse de los últimos chismes. A veces intentaba relajarse leyendo. «Leía y leía cualquier cosa que cayera en sus manos. En cuanto llegaba a casa, mientras sus criados se hacían cargo de sus cosas, cogía un libro y se ponía a leer». Empezó a beber mucho en sus rondas por antros o clubs donde intercambiaba chismes. Los médicos le advirtieron de lo malo que era este hábito unido a su corpulencia. Una tía le amonestó por el tipo de vida que llevaba, pero «beber empezó a ser una necesidad física, casi moral». Ni eso bastaba. «Por la mañana, con el estómago vacío volvían a surgir las viejas preguntas y parecían más irresolubles y terribles que nunca».

A pesar de todo, la gente disfrutaba de la compañía de Pierre. Había algo en su modo de ser que lo alegraba todo, desde una cena masónica a un evento social en el club o en los salones. Tras una alegre cena de solteros, cuando otros decidían salir, aceptaba sus alegres invitaciones, sumándose a los gritos de placer de la compañía. Era una figura extraña: todos, sobre todo las mujeres cuya compañía disfrutaba tanto, eran conscientes de que lo diferente y excéntrico que era.

En los bailes bailaba cuando faltaba una pareja. Gustaba a las jóvenes damas, casadas y solteras, porque no hacía el amor a ninguna de ellas, pero era amable con todas, sobre todo después de cenar. Decían: «Il est charmante. Il n’a pas de sexe».

Al principio de la novela, cuando entra en posesión de su herencia, Pierre se enamora de la engañosamente bella Hélène, con la que se casa. Pierre demuestra ser el marido ideal para una mujer de sociedad como Hélène. Sus extravagancias, su ocasional aire ausente, su puesta en escena social, contribuían a dar brillo a sus salones, que pronto se hicieron legendariamente famosos. Ser invitado a uno de ellos se consideraba el mayor de los logros intelectuales.