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Las descaradas excentricidades de Hugo, el duque de Grovesmoor, y la ristra de mujeres dispuestas a adornar su cama eran noticias valoradas en la prensa amarilla. No obstante, Eleanor Andrews, la nueva institutriz de la pequeña pupila del duque, solo podía verlo como su jefe. Ella necesitaba el trabajo desesperadamente y no podía arriesgarse por muy guapo que fuera… Acostumbrado a la traición y a la mentira, Hugo era un hombre cínico e insensible, que no se preocupaba por desmentir los rumores escandalosos sobre él. Pero había algo en Eleanor que hacía que le hirviera la sangre, y él no era capaz de rechazar el reto de desnudar a aquella empleada tan correcta.
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Seitenzahl: 171
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Caitlin Crews
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En brazos del duque, n.º 2684 - febrero 2019
Título original: Undone by the Billionaire Duke
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-500-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Eleanor Andrews estaba segura de que podría manejar a Hugo Grovesmoor, aunque nadie hubiera conseguido manejarlo jamás. Según decía la prensa a diario, el décimo segundo Duque de Grovesmoor no solo era conocido por ser un hombre terrible, en todos los aspectos, sino que era imposible. Demasiado rico. Demasiado engreído. Y peor aún, tan tremendamente atractivo que parecía haber nacido ya mimado y que hubiera empeorado desde entonces.
Y Eleanor estaba poniéndose directamente en sus garras.
–No seas tan dramática –le había dicho Vivi, su hermana pequeña, después de que Eleanor expresara una pizca de preocupación sobre su nuevo papel de institutriz de la pobre criatura de siete años que estaba bajo el cuidado de Hugo.
Aunque, de vez en cuando, Vivi era una persona complicada, Eleanor no podía evitar quererla. Desesperadamente. Vivi era todo lo que le quedaba después de que sus padres fallecieran en un trágico accidente de coche que estuvo a punto de cobrarse también la vida de Vivi. Eleanor nunca olvidaría que había estado a punto de perderla a ella también.
–No creo que esté siendo dramática –contestó Eleanor.
Vivi estaba mirando a Eleanor a través del espejo del llamado «dormitorio» del pequeño apartamento de una habitación que compartían en el barrio menos acomodado de Londres. Vivi se estaba poniendo la tercera capa de rímel para resaltar aquellos ojos que uno de sus novios había descrito como cálidos y brillantes como el oro. Eleanor se lo había oído gritar, estando borracho, bajo la ventana de la casa de los primos con los que se habían ido a vivir después del accidente en el que fallecieron sus padres.
Vivi guardó el rímel y la miró:
–De hecho, no vas a ver a Hugo. Vas a ser la institutriz de la criatura que tiene a cargo y al que, seamos sinceras, no creo que le tenga mucho cariño teniendo en cuenta lo enrevesada que es la historia. ¿Por qué os iba a dedicar a cualquiera de vosotros parte de su día?
Gesticulando con la mano resumió los detalles escabrosos que todo el mundo conocía acerca de Hugo Grovesmoor, gracias a la fascinación que la prensa amarilla siempre había mostrado por él.
Eleanor conocía muy bien los detalles. Su inconstante y dramática relación con Isobel Vanderhaven, de la que todo el mundo pensaba que Hugo estropearía con su fama de malvado y que ni siquiera la bondad innata de Isobel podría curar. La manera en que Isobel lo había abandonado al quedarse embarazada de Torquil, el mejor amigo de Hugo, ya que como todo el mundo decía, el amor había triunfado sobre la maldad e Isobel merecía algo mejor. Y el hecho de que, tras la boda, Isobel y el mejor amigo de Hugo tuvieran un accidente de barco y Hugo terminara siendo nombrado el tutor legal del pequeño, cuya existencia había estropeado su oportunidad de mantener una relación con Isobel.
Entre tanto, los ciudadanos aplaudían y lloraban, como si conocieran a todas aquellas personas personalmente y su respectivo sufrimiento.
–Un hombre tan rico como Hugo tiene tantas propiedades que no tiene tiempo de visitar ni la mitad de ellas en el plazo de un año. O en cinco años –dijo Vivi con indiferencia, y Eleanor recordó que Vivi era la que había pasado tiempo con gente del estilo de Hugo Grovesmoor.
Había sido ella la que había asistido a colegios de gente bien y, aunque no había destacado académicamente, había tenido una gran vida social en Londres. Todo ello estaba al servicio del matrimonio triunfal que ambas sabían que Vivi tendría algún día.
Vivi era diecinueve meses más joven que Eleanor y la guapa de las hermanas. Tenía un cuerpo, una mirada y una boca que dejaba a los hombres boquiabiertos cuando la miraban. Literalmente. Su melena rizada y alborotada hacía que pareciera que acabara de salir de la cama de alguien. Su pícara sonrisa insinuaba que estaba dispuesta a correr cualquier aventura y sugería que, si un hombre hacía bien su jugada, podría acostarse con ella.
¡Y pensar que, después del accidente, los médicos habían dudado de que pudiera volver a caminar!
Vivi se había demostrado a sí misma que era como una tentación para ciertos hombres. Normalmente para aquellos con muchas propiedades y mucho dinero, aunque, hasta el momento, no había conseguido escapar de la etiqueta de «posible amante».
Por otro lado, Eleanor había ido a muy pocas fiestas, puesto que trabajaba y, a veces, cuando la situación era difícil, tenía más de un empleo. Mientras que Vivi era la guapa, Eleanor era la sensata Y aunque en ocasiones había deseado ser tan guapa y encantadora como su hermana, a los veintisiete años había encontrado su lugar en la vida y se sentía tranquila. Habían perdido a sus padres y Eleanor no podía recuperarlos. Tampoco podía cambiar los años que Vivi había pasado entre los quirófanos de los hospitales, pero sí podía ejercer parte del papel de una madre con Vivi. Intentar tener buenos trabajos y pagar los gastos de sus vidas.
Bueno, los gastos de Vivi, ya que Eleanor no necesitaba ponerse esa ropa tan cara que Vivi utilizaba para mezclarse con sus amistades de clase alta. Vestir bien costaba mucho dinero. Y Eleanor siempre había conseguido ganarlo de una manera u otra.
El último empleo que había conseguido, trabajando como institutriz para el hombre más odiado de Inglaterra, era el más lucrativo de todos. Por ese motivo, Eleanor había dejado su puesto de recepcionista en una importante empresa de arquitectura. Puesto que se rodeaba de gente de clase alta, Vivi se había enterado de que el duque necesitaba una institutriz y de lo que pensaba pagar a la persona que ocupara el puesto era mucho más de lo que Eleanor había cobrado nunca.
–Se rumorea que el duque ha rechazado a todas las institutrices que ha entrevistado. Al parecer, el mayor motivo para ello ha sido el riesgo de que se convirtieran en una distracción para él y… –le había comentado Vivi, encogiéndose de hombros–. ¡A lo mejor tú eres perfecta para el puesto!
La agencia que le había hecho la entrevista la había aceptado, así que Eleanor estaba preparando la maleta para su viaje hasta los páramos de Yorkshire.
–El cargo de institutriz está entre los puestos bajos de los empleados del hogar, Eleanor –le decía Vivi–. Es muy difícil que te encuentres con Hugo Grovesmoor allí.
A Eleanor, eso le parecía bien. Era inmune al poder de la fama y a la sensación de prepotencia que iba asociada con ella. Al menos, eso era lo que se repetía a la mañana siguiente durante el trayecto en tren hasta Yorkshire.
No había ido al norte de Inglaterra desde que era una niña y sus padres todavía vivían. Eleanor recordaba vagamente pasear junto a las murallas que rodeaban la ciudad de York, sin ser consciente de lo pronto que cambiaría todo.
«No tiene sentido ponerse sentimental», se regañó mientras esperaba al tren de cercanías que la llevaría a las afueras, expuesta al frío del mes de octubre en la estación de York. La vida continuaba avanzando con despreocupación.
Sin importar todo aquello que las personas perdían durante el camino.
Eleanor esperaba que alguien la recogiera al llegar a la pequeña estación de tren de Grovesmoor Village, sin embargo, la plataforma estaba vacía. No había nadie más aparte de ella, el viento de octubre y los restos de la niebla matinal. No era un comienzo muy alentador.
Eleanor miró la maleta que se había preparado para pasar las seis primeras semanas en Groves House, después miró el mapa en su teléfono móvil y descubrió que tenía unos veinte o treinta minutos caminando hasta la única casa señorial de la zona: Groves House.
–Será mejor que empiece a caminar –murmuró.
Se colgó la mochila de mano al hombro, agarró el asa de la maleta con ruedas y comenzó a andar. Cinco minutos después, se percató de que avanzaba en dirección contraria y que se había equivocado.
Una vez en la dirección correcta, Eleanor avanzó por la carretera solitaria que se adentraba cada vez más entre la niebla, concentrándose únicamente en su respiración. Después de vivir rodeada de la actividad de una ciudad como Londres, había olvidado lo que era la tranquilidad del campo, sobre todo en una zona rodeada de colinas.
Encontró el desvío hacia Groves House entre dos mojones de piedra y se metió por el camino. El recorrido era sinuoso y, cuando por fin vio la casa, Eleanor había perdido la noción de la distancia que había recorrido.
Nada podría haberla preparado.
La casa se encontraba en un alto y era una muestra de prepotencia. Sin embargo, ninguna de las fotos que ella había visto le había hecho justicia. Había algo en ella que provocó que a Eleanor se le formara un nudo en la garganta. Por algún motivo, la manera en que las luces del interior contrastaban con la del atardecer hizo que ella no pudiera mirar hacia otro lado.
No era una casa acogedora. De hecho, no era una casa. Era demasiado grande y claramente intimidante, sin embargo, a Eleanor solo se le ocurría una palabra para describirla: perfecta.
Algo resonó en su interior, y cuando comenzó a caminar de nuevo se dio cuenta de que respiraba con agitación.
Fue entonces cuando oyó el ruido de unos cascos acercándose a ella.
Como el destino.
Su excelencia el Duque de Grovesmoor, Hugo para los pocos amigos que le quedaban y para la prensa, tenía pocas cosas claras esos días. La bebida había provocado que le doliera la cabeza. Los deportes extremos habían perdido su atractivo puesto que sabía que, tras numerosos siglos, su muerte significaría el fin de la línea de sucesión de la familia Grovesmoor y dejaría el ducado en manos de unos primos lejanos que salivaban pensando en las propiedades y en la renta que les proporcionaría.
Incluso el sexo indiscriminado había perdido su encanto después de que cada una de sus «indiscreciones» se publicara en prensa. O bien se hartaba hasta la saciedad para esconderse de sus peores remordimientos, o era tan frívolo que no era capaz de tener más de uno o dos encuentros sexuales. Siempre eran las mismas historias e igual de aburridas.
Odiaba admitirlo, pero era posible que la prensa amarilla hubiera ganado.
El caballo que montaba ese día, el orgullo de sus establos según le habían comentado, sentía tan poca conexión con él que había empezado a cabalgar por el campo tan deprisa como si ambos hubieran escapado de una sangrienta novela del siglo XVIII.
A Hugo solo le faltaba la capa.
Daba igual la distancia que cabalgara, no podía escapar de sí mismo. Ni de su cabeza y sus remordimientos.
Era evidente que el caballo lo percibía. Llevaban semanas jugando a un juego de dominación, recorriendo toda la finca al galope.
Al ver una figura caminando entre las sombras hacia Groves House, lo único que pudo pensar fue que era algo diferente en medio de una tarde otoñal.
Hugo estaba desesperado por cualquier cosa que fuera diferente.
Un pasado diferente. Una reputación diferente… porque ¿quién podía haber anticipado a dónde lo llevaría el hecho de menospreciar todas las noticias que la prensa amarilla había publicado sobre él?
Deseaba ser una persona diferente, pero eso nunca había sido posible.
Hugo era el decimosegundo Duque de Grovesmoor le gustara o no, y el título era lo más importante sobre su persona, lo único importante que su padre había tratado de inculcarle. A menos que arruinara sus fincas y se deshiciera del título al mismo tiempo, o muriera mientras realizaba alguna actividad irresponsable, Hugo siempre sería otro apunte más en la interminable lista de duques que portaban el mismo título y una gota de la misma sangre. Su padre siempre había dicho que esa noción le había proporcionado tranquilidad. Paz.
Hugo no estaba familiarizado con ninguna de esas sensaciones.
–Si eres un cazador furtivo, lo estás haciendo muy mal –dijo Hugo cuando se acercó al extraño que se había metido en su propiedad–. Al menos deberías intentar escapar en lugar de seguir caminando.
Avanzó con el caballo y se colocó delante del extraño. Entonces, se dio cuenta de que era una mujer.
Y no cualquier mujer.
Hugo era famoso por sus mujeres. Por la maldita Isobel, por supuesto, pero por todas las demás también. Antes y después de Isobel. Aunque todas habían tenido las mismas cosas en común: todo el mundo las consideraba bellas y ella siempre quería fotografiarse a su lado. Eso significaba pechos falsos, dientes blanqueados, extensiones en el cabello, uñas impecables, pestañas postizas y todo lo demás. Habían pasado muchos años desde la última vez que había visto una mujer de verdad, a menos que fuera una mujer que trabajara para él. Por ejemplo, la señora Redding, su malhumorada ama de llaves, a la que mantenía porque siempre se disgustaba tanto como se había disgustado su padre cuando él aparecía en los periódicos. Y a Hugo le parecía una sensación agradable.
La mujer que lo observaba en aquellos momentos no era nada bella.
O si lo era, había hecho todo lo posible para disimularlo. Llevaba el cabello recogido en un moño que, solo con mirarlo, provocaba que Hugo le doliera la cabeza. Vestía una chaqueta amplia que le cubría desde la barbilla hasta la pantorrilla y que la hacía parecer el doble de grande de lo que era. Además, llevaba una mochila grande en el hombro y arrastraba una maleta con ruedas. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío y una nariz delicada que habrían envidiado muchos de sus antepasados, teniendo en cuenta que habían sido maldecidos con lo que se conocía como la narizota de los Grovesmoor.
No obstante, lo que más llamó la atención de Hugo fue la expresión de su rostro. Sin duda, tenía el ceño fruncido.
Y eso era imposible porque él era Hugo Grovesmoor y las mujeres que solían entrar en su propiedad sin invitación, consideraban tan atractiva la idea de conocerlo que no dejaban de sonreír. Nunca.
Aquella mujer parecía que se iba a partir en dos si intentaba poner la más mínima sonrisa.
–No soy una furtiva, soy una institutriz –dijo con frialdad–. Nadie me ha recogido en la estación, de lo contrario, le aseguro que no estaría caminando y menos todo este trayecto. Cuesta arriba.
Hugo se percató de que estaba molesta. Nadie se mostraba molesto con él. Quizá lo odiaban y lo llamaban Satán u otras cosas horribles, pero nunca se mostraban molestos.
–Teniendo en cuenta que se ha ocultado en mi propiedad, creo que debería haberme presentado –dijo él, mientras el caballo se movía con nerviosismo de un lado a otro. La mujer no parecía ser consciente del peligro que corría. O no le importaba.
–Caminar hacia la entrada principal no es ocultarse –contestó ella.
–Soy Hugo Grovesmoor –dijo él–. No hace falta que haga una reverencia. Después de todo, se me conoce por ser un terrible malvado.
–No tenía intención de hacer una reverencia.
–Por supuesto, prefiero considerarme un antihéroe. Seguro que eso merece una reverencia. ¿O al menos cierto reconocimiento?
–Me llamo Eleanor Andrews y soy la institutriz contratada más recientemente, según dicen, de una larga lista –comentó la mujer–. Tengo intención de ser la definitiva y, si no me equivoco, la manera de conseguir que eso suceda es manteniendo la distancia.
–Su Excelencia –murmuró él.
–¿Disculpe?
–Debería llamarme Su Excelencia, especialmente cuando cree que me está reprendiendo. Eso añade ese pequeño toque irreverente que me encanta.
Eleanor no se mostró afectada por el hecho de haberse dirigido de manera inapropiada a su nuevo jefe.
–Le pido disculpas, Su Excelencia –dijo ella, como si no estuviera nada intimidada por él–. Esperaba que alguien me trajera desde la estación. No tener que darme un paseo helador por el campo.
–Dicen que el ejercicio mejora la mente y el cuerpo –contestó él–. Yo tengo un metabolismo alto y una gran inteligencia, así que, no he tenido que ponerlo a prueba, pero no todos tienen tanta suerte.
Había suficiente luz como para que Hugo se percatara de que Eleanor lo miraba con furia y de que sus ojos eran de color miel.
–¿Sugiere que no soy tan afortunada como usted? –preguntó ella conteniendo su furia, tal y como él esperaba.
–Depende de si cree que la vida de un duque consentido es una cuestión de suerte y de las circunstancias, en lugar del destino.
–¿Y usted qué cree?
Hugo estuvo a punto de sonreír. No sabía por qué. Tenía algo que ver con el brillo de su mirada.
–Le agradezco que piense en mi bienestar –añadió ella–, Su Excelencia.
–No era consciente de que la última institutriz se hubiera marchado, aunque he de decir que no me sorprende. Era una mujer delicada. Se decía que no paraba de llorar en el ala este. Soy alérgico a las lágrimas de mujer. He desarrollado un sexto sentido. Cuando una mujer llora cerca de mí, huyo al instante, y de forma automática, al otro lado del planeta.
Eleanor lo miró sin más.
–No soy una llorona.
Hugo esperó.
–Su Excelencia –añadió él, al ver que ella no tenía intención de decirlo–. No insistiría en dicha formalidad de no ser porque parece que le molesta. De veras, Eleanor, no pretenderá moldear la mente de una joven a su voluntad, convirtiéndola en carne de terapia, si ni siquiera puede recordar la necesidad de emplear una manera cortés de dirigirse a mí. Es como si nunca hubiera conocido a un duque.
Ella pestañeó.
–Nunca había conocido a uno.
–Yo no soy un buen representante. Soy demasiado escandaloso. Quizá lo haya oído alguna vez –se rio, al ver que ella trataba de mantenerse inexpresiva–. Veo que sí lo ha oído. Sin duda es una ávida lectora de prensa amarilla y de sus artículos sobre mis múltiples pecados. Solo espero que en persona resulte la mitad de llamativo.
–Soy la señorita Andrews.
–¿Disculpe?
–Preferiría que me llamara señorita Andrews –inclinó ligeramente la cabeza–, Excelencia.
Hugo sintió que algo se movía en su interior. Algo peligroso.
Imposible.
–Permita que le aclare algo desde un principio, señorita Andrews –comentó él, mientras el caballo no paraba de moverse–. Soy igual de malo como me pintan. O peor. Soy capaz de arruinar una vida con solo mover un dedo. La suya. La de los niños. La de los peatones que caminan por la plaza del pueblo. Tengo tantas víctimas que el hecho de que el país siga en pie es cuestión de suerte. Soy mi propio enemigo. Si eso le supone algún problema, la señorita Redding se encargará de buscar una sustituta. Solo necesita decirlo.
–Ya le he dicho que no tengo intención de que me sustituyan. Y desde luego, no por voluntad propia. Si quiere sustituirme o no, dependerá de usted.
–Quizá lo haga –arqueó una ceja–. Detesto a las cazadoras furtivas.
Ella lo miró como si él estuviera a su cargo, y no al revés. Odiaba el hecho de que Isobel hubiera hecho lo que le había prometido que haría: mantener sus garras sobre él incluso desde la tumba.
–Debe hacer lo que le plazca, Excelencia, y algo me dice que lo hará…
–Es mi don. La expresión de mi mejor yo.
–Sin embargo, le sugiero que vea cómo me ocupo de la niña antes de que me envíe a hacer las maletas.
La niña. Su pupila.
Hugo odiaba tener que pensar en el bienestar de otra persona cuando él se ocupaba tan poco de su propio bienestar.