En tiempos del pan de maíz - Carmen Vaqueiro - E-Book

En tiempos del pan de maíz E-Book

Carmen Vaqueiro

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Beschreibung

La "democracia" que disfrutamos parece querer cubrir con un tupido velo lo que fue el servicio doméstico, un resto de esclavitud que en este país se mantuvo vigente hasta 1985, pues fue en ese año que los socialistas promulgaron un amago de ley que recogía unos mínimos derechos. Estando los Beatles de rabiosa actualidad, las criadas españolas (en aquellos momentos no había extranjeras) salían a la calle las tardes de jueves y domingos, después de recoger la cocina del mediodía, para estar de vuelta a las diez. Todas, o casi todas, habían sido reclutadas en pueblos o aldeas siendo aún niñas con apenas estudios y sin ningún oficio. Eran las condiciones más idóneas para poder domesticarlas. A nadie ha de extrañar, por tanto, que las criadas, por no tener ni tan siquiera tuviesen conciencia de clase, eso estaba al abasto del obrero porque iba a parar a barrios donde convivía con gente, más o menos de su condición y, sobre todo, porque no trabajaba solo, sino con compañeros. Tal estado de cosas ocurría con la connivencia de la Iglesia que, sobre este colectivo de mujeres, ejerció un paternalismo mezquino con lo cual las criadas nunca merecieron figurar entre el sector que compasivamente denominan marginados. Convenía que las criadas fuesen consideradas tontas útiles, indignas de un destino mejor.

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Carmen Vaqueiro

EN TIEMPOS DEL PAN DE MAÍZ

ISBN: 9788494422683
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

tabla de contenidos

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

EPÍLOGO

CARMEN VAQUEIRO

Primera edición papel: marzo de 2017

Primera edición ebook: abril de 2017

© Carmen Vaqueiro Martínez, 2016

© de esta edición, Parnass Ediciones, 2017

Aragó, 336 baixos 08009 Barcelona

Tel. 932 073 438

[email protected]

www.parnassediciones.com

Diseño de cubierta: Ricard Sans

ISBN papel: 978-84-945914-7-1

ISBN ebook: 978-84-944226-8-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (centro español de derechos reprográficos, www.conlicencia.com) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para Rosa

I

La idea de ir a visitar los capuchinos surgió de la madre de Manolo. El día anterior me había comentado que en los momentos difíciles por los que habían pasado, sus consejos les habían sido de gran ayuda. Sin más preámbulos, aquella tarde nos dirigimos al convento que, por cierto, no quedaba lejos de su casa.

Traspasamos el portalón, subimos la cuesta y arriba, en la explanada, nos encontramos con un mendigo. La madre se metió la mano en el bolsillo haciendo sonar la calderilla, extrajo alguna moneda y se la puso en la mano. Percibí cierta estratagema en aquel gesto, al tiempo que me vinieron a la cabeza el par de páginas que, un tiempo atrás, había ojeado en el Faro. Debido a alguna efeméride, estaban dedicadas al filósofo Immanuel Kant y mencionaban sus tratados filosóficos, de los cuales solo retuve dos títulos: Crítica de la razón pura y Crítica de la razón práctica, más una frase que el articulista ponía en boca del filósofo: «La religión no es más que una miserable adulación».

En aquel instante se me antojó palpable, como si a cambio de aquella mísera limosna la madre de Manolo pretendiese poner a Dios de su parte. Fue la sensación que tuve, quizá porque los seres humanos entendemos muy poco de gratuidad y, de un modo u otro, esperamos ser retribuidos por nuestras obras.

Dejamos atrás al mendigo y nos dirigimos a la entrada. De las puertas que daban al pórtico, la madre pulsó el timbre de la que estaba a mano derecha. Al instante, nos abrió un monje joven y apuesto que, tras saludar a la madre, nos invitó a pasar a lo que era una salita y a sentarnos. Ya sentadas, preguntó:

–¿Quién es esta muchacha que la acompaña?

A lo que la madre contestó, entre displicente y acongojada:

–Es una de las pobres chicas que salía con mi hijiño.

Muy resuelto, el capuchino se dirigió a mí para decirme:

–Eso ya está pasado. Tú todavía eres joven y pronto encontrarás otro con el que poder casarte.

De pie, arrimado al quicio de la puerta que comunicaba con el interior, otro capuchino, no tan apuesto y de más edad, corroboró lo dicho por el joven.

–Sí, porque eso es lo que tienes que hacer: casarte y tener muchos hijos.

Lo de que era joven y pronto encontraría a otro ya me lo habían dicho. Primero, la persona que me había dado la noticia, y un poco después la misma madre. Que me lo dijeran aquellas dos mujeres podía admitirlo, pero oírle decir exactamente lo mismo a los religiosos, añadió a mi perturbado estado de ánimo una sensación nauseabunda.

El monje joven interrogó de nuevo a la madre, esta vez para preguntarle dónde vivía y qué era lo que hacía. A lo que la madre contestó, en seguida y sin titubear, que no hacía nada y que vivía en su casa. Tras la respuesta, el monje se levantó y desapareció sin decir palabra regresando al cabo de un instante con lápiz y papel para pedirme que dibujase un muñeco. De entrada me resistí, objetando que no sabía dibujar. Pero él insistió en que lo dibujase aunque no supiera. Así que me vi forzada a trazar unos garabatos que semejasen un muñeco. Lo ojeó y lo que hizo fue meterse con la postura: que tenía los brazos colgando y que así era como estaba yo, que no podía ir por el mundo de aquella manara, que tenía que buscar un empleo y ponerme a trabajar para no tener que depender de nadie. Finalizó la prédica en un tono que pretendía ser más amigable y confidencial:

–Lo que no puedes hacer es estar comiendo de la sopa boba, como suele decirse vulgarmente.

Fue mucho después cuando pensé que podía haber alegado en mi defensa que estaba de vacaciones, pero en aquellos instantes ni se me pasó por la cabeza. Solo fui capaz de intuir atropelladamente que me estaban tendiendo una emboscada y mis pobres fuerzas únicamente me alcanzaron para replegarme como lo hubiera hecho un animal acorralado que no sabe a dónde huir.

Puede que para hacerme reaccionar, se dispuso entonces a relatar cierto episodio, supuestamente personal; pero no le sirvió de nada. Tras ello, intervino de nuevo el capuchino mayor, que no había cambiado de sitio ni de postura, para decir en tono enérgico:

–¿Qué es lo que quieres, hacer como Juan el Bautista, coger una arpillera, marcharte al monte y alimentarte de raíces?

Seguí sin responder y sin dar señales de inmutarme, pese a que el asunto tomaba un derrotero más coherente y acorde con el lugar y las circunstancias. Finalmente, el capuchino joven me preguntó el nombre de pila:

–Pues mira, Amelia, aunque dispongo de muy poco tiempo, estoy dispuesto a ayudarte. Pero para poder hacerlo has de desnudarte, debes contármelo todo.

II

Cuando de nuevo pisé la explanada de delante del convento, lo que tuve más claro fue que no volvería a aquel lugar y que lo acabado de vivir no saldría jamás de mi memoria. Pero con el paso del tiempo, la propuesta comenzó a perseguirme a modo de reclamo. Al principio me resistí, procuraba no prestarle atención, hasta que poco a poco me fui metiendo en la tarea de buscar en la memoria los hilos con los que poder tejer la respuesta.

Nací el año de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la fundación del nuevo estado de Israel, aunque hubieron de pasar cuarenta años para tener conocimiento de tales hechos. El escenario de mi infancia tuvo de telón de fondo los montes portugueses. Cuando en verano ardían, desde mi pueblo apreciábamos, de noche, algo parecido a una hoguera, y el comentario que suscitaba era que los portugueses ya estaban asando castañas.

Al pueblo lo divide un río. De un lado vivían los «señoritos»: el alcalde, el médico, el boticario, los empleados del ayuntamiento, la guardia civil, los dueños de los establecimientos… Como tantos, tenía una plaza rectangular frente al Ayuntamiento, aunque, por entonces, mediaba la carretera. Al oeste, lindaba con la carretera principal, pavimentada de adoquines, y a ambos lados se hallaban la mayoría de establecimientos.

A la plaza acudían todos los miércoles del año comerciantes que instalaban tenderetes con telas, calzado y cachivaches para la casa. En esa parte también estaban el cine, un salón de juego, el campo de fútbol y, algo más retirado, un salón de baile que abría únicamente en invierno, porque en verano la juventud bailaba en las fiestas del pueblo y en las de los pueblos colindantes.

Del otro lado vivíamos nosotros, los destripaterrones, con la excepción del cura, la maestra, en aquella época también el teniente de alcalde y los cuatro que habían vuelto con el riñón más o menos cubierto de América. Decir América, para nosotros casi equivalía a decir Brasil; posiblemente influyese en ello el habla. No es que hubiesen emigrado solo aquellos cuatro, eran muchas las familias con algún miembro fuera. En ocasiones reclamados por el cabeza de familia, esposa e hijos también acababan abandonando el pueblo tras subastar tierras y enseres. Pero aun siendo el propósito que los llevaba tan lejos, no todos lograban regresar ricos.

Por entonces, en la parte de los destripaterrones, había una única tienda de ultramarinos que vendía desde pan de trigo hasta alpargatas. La iglesia pertenecía a nuestra parte, aunque estaba bastante cerca del río, y las casas quedaban todas antes. También allí, en la iglesia, cada cual tenía su sitio: los hombres se instalaban en la parte trasera y en la tribuna que la cubría, donde terminaba el lugar de los hombres comenzaba la hilera de bancos que cubría el centro y que solían ocupar las mujeres más mayores; a su derecha se situaban las mujeres de la parte de los «señoritos», una gran mayoría poseía reclinatorio propio. El nuevo cura ordenó que pagasen una peseta mensual al sacristán por la extorsión que le causaban al barrer. El lado izquierdo era el nuestro y allí solo había un par de sillas: la de la casa del cura y la de la maestra. Las mujeres de los brasileños ricos también habían instalado su silla al otro lado.

Al penetrar en el recinto para acceder a la puerta principal, que era por donde entraban los «señoritos», a mano derecha estaba el viejo olivo del que obteníamos ramas para el domingo de ramos y que también utilizaban los hombres como tablón de anuncios: le clavaban con chinchetas todo tipo de avisos, incluida la intención de vender alguna tierra.

Aunque todos perteneciésemos al mismo municipio, nos diferenciábamos hasta en el habla. Mientras los «señoritos» hablaban la lengua oficial del Estado, nosotros nos valíamos de la jerga que transmitía oralmente generación tras generación. De poco servía que en la escuela se nos obligase a leer y escribir en la lengua oficial; demasiada complicación. Por lo que nos despedíamos de la escuela sin saber leer ni escribir con normalidad. Los mayores, en general, consideraban que era bueno que aprendiésemos de cuentas, además de a leer y escribir. Para dar fe de la importancia que tenía apelaban a lo penoso que era, para los que no sabían, tener que recurrir a personas de afuera para que les leyesen y contestasen las cartas de los familiares emigrados. Pero no veían la utilidad que se podía sacar de aprender lo que era una línea recta y una línea curva; opinaban que era hacernos perder el tiempo.

En la década de los cincuenta, pocas eran las casas en las que había reloj, y si lo había en alguna, era más para adornar que para saber la hora. Por la mañana nos despertaban los gallos, los pájaros, los rayos del sol o las campanas que tocaban a oración; en verano más temprano y en invierno más tarde. A continuación, los días laborables, había misa por el alma de algún difunto. Las campanas volvían a tocar a oración al atardecer; en verano era corriente que cogiese a la gente trabajando por los campos. Los hombres, menos propensos a rezar que las mujeres, se limitaban a permanecer de pie unos instantes con la boina entre las manos. Tras el toque de oración, solía haber rosario, que algunas veces conducía el cura y otras el mismo sacristán. Finalmente, cuando ya era noche cerrada, sonaba el toque de ánimas, y entonces el que más y el que menos procuraba meterse en casa y no salir para no tener que toparse con la estantigua.

Sobre aquel asunto corrían numerosos dichos. Decían que cierto joven solía ver con frecuencia a tales cofradías portando velas. Le habían aconsejado que, cuando tal cosa le ocurriese, se apartara del camino y dejara ir los muertos a su vida. Cosa que hacía, hasta que un día, cansado de tanto apartarse, incluso cuando iba cargado, se quedó de pie al lado del camino y cuando pasaron le arrancó a uno la vela de la mano. Al llegar a casa, se encontró con que la vela era nada menos que un hueso de la canilla. Tras mucho cavilar, decidió envolver el hueso en un papel de estraza y llevárselo al cura, el cual ordenó enterrarlo en el cementerio y que se callase la boca.

Otro dicho era el de que una noche habían cogido a la que todos conocíamos por el apodo de «Víbora»: primero la habían arrastrado por debajo de las viñas del finado señor Felipe, después la habían llevado al monte y puesto en la cima de una roca. Aquello resultaba increíble, porque la roca a la que se referían era enorme y de forma ovoide, por lo que no podía ser escalada. Lo que sí se sabía con mayor certeza era que la «Víbora» tenía un campo que lindaba con el del señor Felipe y que, en vida de este, en el tiempo de regar, agujereaba la poza de forma que pareciese obra de un topo y conducía el agua para su tierra.

La vida se repetía año tras año. En febrero se podaban las viñas, luego había que atarlas y darles unas tres manos de sulfato antes de que las uvas estuviesen a punto. También antes de que asomase la primavera, se sembraban patatas, verduras y legumbres. Ya en plenos calores, se segaba y se ataba la hierba con la que finalmente se construía el almiar. Era con la hierba seca del almiar, convenientemente cortada y mezclada con verde, como se alimentaba al ganado vacuno, especialmente en invierno. Una vez segada la hierba, se araban los campos para sembrar maíz; entre los granos de maíz se solían meter algunas habichuelas que, al crecer, se enroscaban a la planta y, así, se ahorraban las cañas. Antes de recoger el maíz, se volvía a sembrar hierba.

Terminada la cosecha y la vendimia, ya en octubre y con los primeros fríos, llegaba el tiempo de hacer el aguardiente. En cada barrio, todos los años, se colocaba el alambique bajo el mismo cobertizo. La elaboración no se interrumpía mientras hubiese bagazo, por lo que para cada alambique había dos aguardenteros que se turnaban sucesivamente al cabo de un día y una noche. Y por la noche era cuando hombres maduros y mozalbetes se acercaban al lugar para divertirse con lo que se presentara. Los aguardenteros agradecían aquellas algarabías porque les hacían más llevadera la noche, y además siempre podía haber alguien que le cuidase del fuego mientras ellos echaban un sueño reparador sobre la paja.

Pero aquellas salidas nocturnas era habitual que diesen lugar a que se armase algún revuelo. Para evitarlo, el nuevo cura suprimió el toque de ánimas y dijo, desde el púlpito, que a quien había que tenerle miedo era a los vivos, que los muertos no hacían nada. Aun así, todo lo que sucedía por la noche seguían achacándoselo a los muertos: golpes en las puertas, sombras y cosas más rebuscadas. Como lo de cierta persona que, al ir una noche por vino a la bodega –se supo luego–, al cerrar la puerta, con el golpe, se desprendió una teja del alero yendo a darle justo en la cara. En aquel instante la susodicha persona entró en la casa presa de pánico explicando que una mano helada le había propinado una tremenda bofetada.

Lo que hacían en tales circunstancias era acudir a cierta señora, de quien decían tenía el «don» de prestar su cuerpo a los espíritus para que estos pudiesen manifestarse de palabra con los mortales. Se creía que los muertos atacaban a los vivos para que les cumpliesen promesas que habiéndolas ofrecido en vida habían muerto sin cumplir. Entre la señora y las visitas mediaba un viejo sacerdote que se encargaba de decir las misas y novenas, ya que en ello consistían la mayoría de promesas a cumplir.

La Santa Madre Iglesia era como nuestro segundo regazo, contiguo al biológico; nos acogía nada más nacer con el sacramento del bautismo. La Madre Iglesia Católica lo sabía todo, de ahí que holgasen interrogantes de tipo metafísico. Todo lo que debíamos hacer era obedecerla, acatando Los Mandamientos y Los Sacramentos.

A lo largo del año se celebraban un montón de festejos, casi todos en honor a santos cuyas imágenes podíamos contemplar en el templo parroquial. Las patronales eran en honor a la Virgen de la Concepción que, en lugar del 8 de diciembre, se celebraban el primer domingo de agosto. Comenzaban con la instalación de la bandera en lo alto del campanario el día de Santiago Apóstol, y desde el sábado anterior se celebraba una novena al atardecer: ocho días de novena cuyo final enlazaba con los festejos.

El sábado al mediodía, un alarde pirotécnico anunciaba los festejos tanto a nosotros como a los pueblos vecinos. La fiesta de vísperas comenzaba tarde y tras un día de trabajo, de ahí que la concurrencia fuera escasa, y especialmente las mujeres de bien, se abstuviesen. Aún estaba por llegar la era de los conjuntos, así que las veladas las amenizaba un gaitero.

El día cumbre era el domingo. Cerca del mediodía, tenía lugar la misa solemne, misa con asistencia multitudinaria que se había constituido en el evento más apropiado para estrenar vestido; era por ello que la principal atención se centraba en fisgonear quién podía y quién no. Como el sermón se alargaba más de lo habitual, había quien se tomaba la licencia de salir fuera, so pretexto de sofocarse por el calor. A la salida, la banda daba un concierto al que se quedaban a escuchar solo hombres.

Tras la misa, la gente se retiraba a sus casas para atender a los animales, comer y echar la siesta. Cuando el sol aflojaba, volvían al pie de la iglesia y al lado del cementerio, que era donde se celebraba la fiesta. Dos bandas, una instalada en el palco fijo y la otra en uno levantado para la ocasión, se encargaban en un mano a mano de ofrecer música hasta altas horas. Con el bailoteo de la juventud, a las pocas horas desaparecía la hierba que había crecido a lo largo del año y se levantaba una polvareda bastante molesta, pero casi nadie abandonaba el lugar por ello. Tocaba divertirse, y con un poco de suerte, los casaderos podían echarse novio o novia. Las mujeres mayores contemplaban las incidencias sentadas en derredor, mientras los niños, arremolinados, se entrenaban para cuando dejasen de serlo. No faltaban los puestos de bebidas que era a donde iban a parar la mayoría de hombres, ni las rosquilleras con sus cestos a la entrada que, acosadas por un enjambre de moscas, vendían las rosquillas por docenas: las redondas engarzadas en un palo pelado que terminaba en gancho y las otras en cartuchos de papel. El lunes continuaba habiendo fiesta, pero ya no revestía tanta solemnidad.

Tiempo atrás, en las misas solemnes estaba presente la banda. Se instalaba en la tribuna y en el momento de la consagración interpretaba el himno nacional, mientras fuera repicaban campanas y estallaban cohetes. Los músicos llevaban sombrero si se trataba de santo, y la cabeza descubierta si era santa. Hasta que el nuevo cura salió con que aquello era mezclar lo sagrado con lo profano, y para separarlo llevó a cabo una serie de cambios. Los más afectados fueron los «santos», porque la mayoría disponían de mayordomo que los servía (solía deberse a un voto que podía durar un año o más). La labor de los mayordomos consistía en, una vez hecha la cosecha, recorrer el pueblo casa por casa para recaudar una pequeña porción de la misma. Con lo recaudado, una vez vendido en pública subasta un domingo a la salida de misa, cuando llegaba el día del santo lo honraban celebrando un oficio solemne por la mañana y, con lo sobrante, por la tarde, en el recinto o albero más cercano a la casa del mayordomo, montaban el festejo popular.

El cura dijo entonces que lo recaudado para el santo debía ser exclusivamente para el santo, que si se quería seguir con los festejos se debía recaudar lo del santo por un lado y lo de la fiesta por otro. Tal consejo nunca fue puesto en práctica, y lo que ocurrió fue que se abandonó la costumbre de ofrecerse para mayordomo. El cura, por su parte, visitó personalmente casa por casa con el fin de recaudar dinero contante y sonante para comprar un órgano. Una vez comprado, la banda no volvió a entrar en la iglesia.

No obstante, prevalecieron los festejos más significativos. Además de la Concepción, quedaba San Cipriano, que igualmente por motivos climatológicos, no se conmemoraba el día propio del santo sino el último domingo de mayo. El origen se debía –según dichos– a una peste o sequía (no sé con cuál de los motivos quedarme). Total, que para que tamaña desgracia no volviese a asolar el pueblo, habían ofrecido salir en rogativa con los santos cada año hasta la cima del monte en que se encontraba la ermita.

Así pues, cuando llegaba el último domingo de mayo y si no amenazaba lluvia, anunciado con un repique de campanas salían de buena mañana con santos, estandartes, bolsas de comida, garrafones o botas de vino y el gaitero. Trepaban monte arriba por un sendero que apenas era transitado el resto del año, por eso unos días antes subían unos cuantos hombres armados con legón para allanar los socavones causados por la lluvia. A medio camino, en el sitio de costumbre, la comitiva hacía un descanso para almorzar. Cuando se levantaban para seguir, dejaban atrás cáscaras de huevo duro y otros desechos y ya no paraban hasta llegar a la ermita.

Años atrás, habían subido procesiones de más parroquias, pero había ocurrido que estando arriba se había puesto a llover y como la ermita no tenía cabida para resguardar a tanto santo, se habían desencadenado peleas en las que habían participado los propios curas. Por tal motivo, aunque subía gente de muchas parroquias, únicamente las cuatro colindantes subían los santos. Una vez arriba, antes de instalarlos y celebrar misa, las cuatro comitivas ofrecían un ceremonial consistente en un símil de saludo entre los santos. Al finalizar la misa, en familia o en grupos, la gente buscaba un rincón donde acomodarse para comer y pasar parte del día. Era una cima desarbolada llena de matojos, pero a falta de árboles había rocas que le daban al lugar cierta hospitalidad, ya que algunas tenían dimensiones considerables con formas caprichosas que ofrecían recovecos donde la gente buscaba abrigo y acomodo.

Cada parroquia vivía apegada a sus santos, de tanto contemplarlos, acababan siendo rostros familiares. A San Cipriano subían los mejores; las vírgenes que tenían ropero aquel día exhibían sus mejores galas. Yo estaba convencida de que en todo el universo no había otra virgen más hermosa que la Concepción que teníamos nosotros; por más que me fijaba en las ajenas, en ninguna veía el brillo de sus ojos ni la dulzura de su rostro. Por eso sufrí un desengaño al comprobar que no la subían. Al indagar la causa, supe que las vírgenes famosas de los pueblos vecinos eran como las nuestras de segunda fila. Por ejemplo, la del Rosario o la del Carmen, que de verdadero solo tenían la cabeza, el resto eran aros de madera que ocultaba la vestimenta. Mientras que nuestra Concepción era una imagen maciza de pies a cabeza, pero el peso que ello comportaba hacía que fuese difícil transportarla monte arriba. Al parecer lo habían hecho un año y se les habían quitado las ganas.

A media tarde se emprendía la bajada. Al entrar en el pueblo, había un lugar destinado para que la comitiva se detuviese un rato y el gaitero tocase un par de piezas para los que no habían subido. Llegaban a la iglesia con la última luz del día y colocaban de nuevo a los santos en sus correspondientes hornacinas.

El único año que subí, el día anterior había sido lluvioso, lo que hacía prever que no saldríamos. Pero amaneció un domingo despejado presagiando un día de sol. No sería así. Nada más llegar arriba, el cielo comenzó a poblarse de nubarrones negros que no tardaron en descargar agua y truenos acompañando a un frío que hacía tiritar al más valiente. Puesto que la ermita no llegaba para albergar a todos, y además, la gente tenía ganas de diversión, nos dispusimos a buscar cobijo al socaire de las rocas. Los mozos encendieron una fogata en una especie de cueva formada por dos rocas adosadas y los más pequeños se entretuvieron buscando rendijas en donde esconderse y burlar al mal tiempo. Los más responsables mostraban preocupación por los santos: si no cambiaba el tiempo no sería posible devolverlos al pueblo el mismo día, como mandaba la tradición.

Pero he ahí que, a media tarde, se arrumbaron los nubarrones para dar paso de nuevo al sol. Dado que una de las cuatro parroquias en vez de gaitero se había acompañado de una banda ¡a toda prisa! decidieron que tocase una pieza a la puerta de la ermita y bailar todas las parroquias juntas. Tras lo cual montaron los santos en las andas y bajamos a todo gas. A medio camino, volvieron las nubes a hacer acto de presencia y descargaron alguna gota. Para evitar que los santos se mojasen, los hombres se desprendieron de gabardinas, chaquetas y boinas para cubrirlos. Y de tal guisa llegamos con los santos al pueblo.

A san Pedro lo honraban únicamente los mozos. Aprovechaban la noche para apropiarse sigilosamente de los carros y llevarlos arrastrando hasta la puerta de la iglesia, lo que obligaba a los cabeza de familia a esconderlos o a pasar la noche en vela.

La Nochebuena la celebrábamos cenando bacalao o pulpo y como extra frutos secos. Acudiésemos o no a la Misa del Gallo, aquella noche se reunía la vecindad y se hablaba o se jugaba a las cartas, mientras en las cocinas se mantenía un buen fuego; era para aquella noche que reservábamos los leños más gordos. La Nochevieja seguía la misma tónica, con la diferencia de que al cambiar de día los mozos recorrían el pueblo despertando, en caso de que estuviesen dormidos, a los que llevaban de nombre Manolo.

Para la festividad de Reyes, un trío, al que denominábamos «rancho», acaparaba la atención de todos. Lo formaban dos danzantes –dos mozos– y una dama, papel que recaía también en un varón de seis a nueve años. Los danzantes vestían pantalón bombacho de color negro ribeteado de rojo, medias blancas caladas y zapatos negros; se cubrían durante el trayecto con una capa negra y un sombrero alto en forma de barco adornado con vistosas plumas. La dama, como el nombre indica, vestía atuendo femenino, excepto los zapatos, cosa que apenas se apreciaba porque la falda le llegaba hasta los pies, falda a la que daban cuerpo las enaguas almidonadas. Se cubría la espalda con un mantón que dejaba a la vista una pechera de la que pendían casi todas las medallas, broches y cadenas de oro de las mujeres del pueblo; no le faltaba pendientes, ni colorete en las mejillas, ni carmín en los labios. Le cubrían la cabeza, un sombrero redondo acabado con flores artificiales y recubierto de espejuelos alrededor, por último, de la parte trasera le salían cintas de colores que le colgaban por la espalda.

La comitiva que los acompañaba la formaban un dúo de mujeres que cuidaban del vestuario –especialmente del de la dama–, un gaitero que interpretaba un repertorio exclusivo para la ocasión, más el que se encargaba de la bolsa del dinero.

El «rancho» asistía a la primera misa y después recorría el pueblo. Los hogares que disponían de un espacio apropiado, por una módica cantidad de dinero eran agasajados con su danza. La tarea de los dos danzantes requería ciertas dotes de bailarín, al margen del entrenamiento previo que llevaban a cabo los designados y los interesados en mantener la tradición. Comenzaban poniéndose los tres alineados en un extremo, ocupando el centro la dama: primero, hacían una reverencia a los presentes y seguidamente salía la dama dando unos pasos en línea recta y retrocediendo al punto de partida sin volverse, el suyo era un movimiento suave, sin apenas levantar los pies del suelo. En una mano sostenía por una punta un pañuelo blanco bordado que subía y bajaba acompasadamente. Tras la apertura, tomaban la alternativa los danzantes, que rodeaban a la dama con una danza briosa e incorporaban al son de la gaita el sonido de sus castañuelas.

Pero nuestro verdadero patrón era el antruejo que aparecía cada año como las flores de las mimosas. A ningún otro acontecimiento le dedicábamos tanto empeño ni entusiasmo. El espíritu dionisiaco invadía corazones y mentes, alcanzando incluso a los que guardaban luto, ya que no faltaban los que, acogiéndose a la connivencia, se camuflaban bajo cualquier disfraz.

Para tales fechas, la parte de los destripaterrones quedaba dividida en dos por un regato, y de esa forma unos eran los de arriba y otros los de abajo. Durante el resto del año permanecíamos más o menos unidos, pero al acercarse los Carnavales volvíamos a la rivalidad de cada año, sin tener en cuenta ni amistades ni vínculos familiares. Los niños tampoco quedaban al margen. En la escuela se formaban dos bandos y a la hora del recreo se disputaban la cuerda de saltar, las canicas o los trompos en una guerra de enemigos. Mientras tanto, los adultos escatimaban horas al sueño y al trabajo para entregarse a la heurística. La rivalidad comenzaba con una antelación prudencial, acentuándose a medida que se acercaba la fecha. La explosión tenía lugar el domingo de Carnaval, día en que nos levantábamos sumidos en una fiebre que nos duraba justo hasta el martes a las doce de la noche. A partir de aquella hora, de forma respetuosa, dábamos paso al miércoles de ceniza.

Para la mejora de los Carnavales, el pueblo había trabajado de manera altruista transformando los caminos en carreteras. De ese modo se pudo sustituir a los bueyes, que fueron los que en principio transportaban las carrozas, por camiones. Igualmente, los de abajo, en lo que había sido un lugar lleno de casetas viejas, y los de arriba, en lo que había sido un lodazal, construyeron recintos amplios y circulares, cuyo muro de contención acababa en un asiento comunitario con una barandilla como respaldo. De ambos recintos partía la carretera que se unificaba en el crucero que había un poco antes de la iglesia.

En los recintos se daban cita los lunes y, sobre todo, los martes de Carnaval, gente venida de los otros pueblos. Cuando se acercaba la fecha, levantaban un escenario donde escenificaban para la concurrencia mojigangas que constituían la principal atracción del martes; amén del consabido bochorno para el que, si se daba el caso, había servido de inspiración. Era por ello que cuando se olía a Carnaval la gente se tornaba suspicaz y procuraba no ponerse en evidencia. Si el año no deparaba suficientes sucesos, siempre quedaban costumbres a las que echar mano.

El hombre más corpulento del pueblo era conocido por el apodo de «san Grande». Cada año se disfrazaba de mujer, y como no le era posible encontrar ropa para sus medidas, se la procuraba personalmente y, gracias a su oficio de carpintero, aún exageraba más la estatura, añadiendo tacones de madera a sus zapatos habituales. El celo de los «mamarrachos» por mantenerse en el anonimato no contaba para él. Un año, en compañía de otros igualmente disfrazados de mujer, representaron un simulacro de lavadero: acudieron con tinas de ropa y mientras enjabonaban, restregaban y aclaraban, se entregaban apasionadamente a los chismes. En ello estaban cuando apareció otra «mujer» con un recipiente en la cabeza, que todos identificaron como las tripas del cerdo; la función concluyó con la correspondiente pelea por adueñarse del chorro de agua transparente.

El domingo de Carnaval casi todo el pueblo iba a la primera misa, ya que tras la misa salían las carrozas, comparsas, músicos y demás acompañamiento, trasladándose a la parte de los «señoritos» a donde llegaba numeroso gentío de los otros pueblos y aldeas. Lo más insospechado podía darse cita allí. Así, los de abajo aparecieron un año con una comparsa que imitaba a las chicas de siempre, pero en vez de mozas casaderas habían reclutado a los viejos, que bailaban y entonaban una canción entonces en boga que hablaba de Brigitte Bardot.

El lunes, la fiesta propiamente dicha, comenzaba un poco tarde y los recintos no llegaban ni a mediarse porque la concurrencia foránea era escasa. No obstante, a lo largo de todo el día los «mamarrachos» correteaban por todas partes incordiando a los que pretendían trabajar. Reinaba un ambiente dislocado. Bajo los disfraces se producía una fuga de sexos que solo los más avispados eran capaces de detectar al menor indicio.

El martes era cuando los ánimos alcanzaban el clímax. Desde buena mañana funcionaban los altavoces emitiendo música o manteniendo desafíos verbales de lado a lado. Aquel era un día consagrado al Carnaval, cosa que, según decían, no había quebrantado ni la guerra. En tiempos de la contienda, los viejos, con la guardia civil merodeando a su entorno, habían salido a los caminos para ponerse a jugar a la tala, las canicas o lo que fuera. El Carnaval era cosa de mayores, los niños lo vivían recelando de que a algún «mamarracho» le diese por perseguirlos. Para tal fin se acostumbraba, cuando la matanza, a inflar la vejiga del cerdo y ponerla a secar con las longanizas, y en los Carnavales se hacían servir como artilugio de castigo.

La fiesta comenzaba formalmente después del medio día, en que de nuevo volvían a desfilar, pero únicamente dando una vuelta al recinto, que a esa hora ya estaba abarrotado, y el camino que llevaba de uno a otro no descansaba. La rivalidad había contribuido a mejorar la fiesta, pero también los había embarrancado en gastos difíciles de afrontar para muchas familias. Sucedía, además, que los cuatro que habían vuelto con dinero de Brasil residían todos en la parte de abajo. Cuando me enteré que en Brasil también celebraban Carnavales, creí que había sido la gente de mi pueblo la que había implantado allá la fiesta. La cuestión era que, tras una emigración casi vitalicia, a la vuelta los brasileños se volcaban incondicionalmente (los niños aprendíamos a identificar conjuntamente la bandera brasileña y la española porque ondeaban juntas en Carnaval). La forma de involucrarse era personal y, sobre todo, económica. Gracias a ello, los de abajo conseguían año tras año desbancar a los de arriba echando por tierra sus esfuerzos y desvelos.

El primero de los agravios había consistido en unos silbidos que sacaron a las mujeres a la puerta con mandil y todo creyendo que alguien las requería, pero a la puerta no había nadie. Seguidamente, comenzó a sonar música como si también la tuviesen delante. Entonces, abandonaron las tareas para saber qué era aquello. Hasta que llegaron al recinto de abajo y allí descubrieron el invento: eran altavoces, unos aparatos con forma de embudo que habían atado en lo alto de un palo. Después le siguieron aventajando con mejores carrozas, mejores ropajes…

Para no ser menos, los de arriba hubieron de asignarse cuotas que sobrepasaban las posibilidades de buena parte de los vecinos, lo que obligó a que algunas mujeres, para hacer frente a los gastos, se apuntaran a trabajar en la repoblación forestal. Un asunto que los de abajo no dudaron en sacar a la palestra; fue la gota que colmó el vaso. La comisión de arriba, compuesta por un puñado de hombres, decidió poner punto y final a sus Carnavales. Para celebrarlo, sacrificaron un par de corderos y se zamparon una comilona, tras lo cual se disfrazaron de mujeres y se encaminaron al recinto de abajo a divertirse.

Siguieron años en que los de abajo intentaron, vanamente, movilizar a los de arriba haciéndolos objeto de burlas y chanzas. Los de arriba aguantaban estoicamente y a lo sumo argumentaban que ahora se divertían descansados con los Carnavales de abajo. Estando así las cosas, a primera hora de la tarde del martes se oyó por megafonía una llamada a «todos» los chavales. A la hora acostumbrada, se organizó el desfile, pero en vez de limitarse a dar la vuelta al recinto enfilaron carretera abajo, como si tuviesen intención de repetir lo del domingo e ir a parar a la parte de los «señoritos». No llegaron tan lejos. A la altura del crucero, la concurrencia pudo ver cómo por la carretera que partía del recinto de arriba se acercaba una comparsa compuesta de harapientos que se amenizaba con un ruido infernal arrancado a una cacharrería variopinta.

A las mentes más lúcidas de abajo no se les escapó el abandono en el que estaba cayendo el recinto de arriba. De ahí que el domingo, al paso de la carroza, repartieran un folleto, escrito en argot familiar, donde se relataba cómo un chaval de arriba calzando zapatillas pedía permiso al padre para ir a jugar al recinto de abajo. El padre le preguntaba si no le servía el que tenían arriba, a lo que el chaval contestaba que iba a sacarse las zapatillas y ponerse las tamancas. Volvía a preguntar el padre si no le servían las zapatillas, a lo que el chaval respondía que no porque había tojo y se pinchaba. El padre concluía, a modo de reflexión, que acababa de entender porqué el burro del chatarrero había parado allí tanto tiempo. La canción que entonaba la comparsa aludía a la misma cuestión, ofreciendo soluciones que pasaban por el cultivo de patatas y nabos o bien para la repoblación forestal.

Transcurridos unos años, fueron capaces de organizar el domingo de Carnaval, en el campo que había en la parte de los «señoritos», un partido de fútbol entre las chicas de arriba y las de abajo, lo que constituyó un acontecimiento bastante insólito para la época, por lo que había tenido eco en las páginas del Faro de Vigo.

Trece años estuvieron los de arriba sin Carnaval, al cabo de los cuales, y en el mayor de los sigilos, en la noche del domingo al lunes apareció levantado un escenario en el recinto de arriba. El hecho convulsionó tanto a los de abajo, que se movilizaron para hacerse con un ataúd y lo pasearon destapado con un muerto que sacaba una mano de la que pendía un cartel en el que daba las gracias a los nietos por haberlo resucitado.

La chispa la había encendido un anónimo vecino de arriba. En las entrañas del recinto estaba el manantial que aprovechaban como fuente para abastecer de agua a los vecinos más próximos. El susodicho vecino, irrumpió una noche en la tienda-bar, que para entonces ya había en la parte de arriba, diciendo a los allí presentes: «Si no tenemos Carnaval, no podremos ir a por agua al Barreiro. Esta noche, cuando estaba llenando el caldero, me salió una mano por el caño mientras una voz dentro gritaba: ¡Sacadme de aquííí, sacadme de aquííí! Tiré el caldero, salí corriendo y aquí me tenéis».

A los descabellados Carnavales les seguía la fúnebre Cuaresma. Cuarenta días con sus correspondientes siete domingos, que contabilizábamos con los nombres de «Ana, Mangana, Rebeca, Susana, Lázaros, Ramos y en Pascuas estamos». Era tiempo de contrición y penitencia. Únicamente se podían cantar canciones religiosas, una prohibición que los niños se saltaban escondiéndose en algún pajar para cantar, con la conciencia de estar cometiendo un pecado. La última semana era la más severa. El pueblo en pleno estaba obligado a pasar por la sacristía, donde el cura actualizaba el censo y nos sometía a un examen de catecismo. Era también la fecha en que todos pasábamos por el confesionario, hasta los hombres más díscolos se preparaban para la comunión totalitaria del domingo de Pascua.

El Jueves y el Viernes Santo, especialmente las mujeres, pasaban parte del día en la iglesia, las había que para matar el tiempo, controlaban a las que, al entrar, metían la mano en la pila del agua bendita; se consideraba un error, porque aquellos días las pilas estaban secas. El sábado de Gloria acudíamos al oficio nocturno con todo tipo de frascos, ya que se volvían a llenar las pilas y era el día que podíamos llevar agua bendita para casa.

Metidos ya en la Pascua Florida o de Resurrección, una estampa típica era ver a los niños con enormes barras de pan de trigo bajo el brazo, ya que en ello consistía el regalo más común de los padrinos a los ahijados; los más pudientes sustituían el pan por un roscón. Lo esencial de la fiesta era el recorrido que hacía el cura de casa en casa para pasar la cruz. Le acompañaban el sacristán y el gaitero. Comenzaban el domingo por la parte de los «señoritos», continuaba el lunes con la parte de arriba y terminaba el martes con la parte de abajo. Era una visita fugaz, y más si se tenía en cuenta los preparativos que comportaba. El día anterior las mujeres se dedicaban como ninguna otra jornada del año al baldeo de la casa. El día que pasaba la cruz se ponía la mejor colcha en la cama, el mejor mantel en la mesa, se hacían floreros, se cambiaban los papeles de las alacenas y se renovaban las empalizadas de caña de los jardines que muchas mujeres plantaban al lado de la puerta. La comitiva se desplazaba por caminos y atajos y, sin distinción de pobres ni ricos, llegaba a todos los hogares. El cura, más campechano que de ordinario, se anunciaba con unas palabras en latín al entrar por la puerta. Las familias lo recibíamos arrodillados en coro en la mejor estancia de la casa. Una vez dentro, tomaba el hisopo de la cubeta del agua bendita que le acercaba el sacristán y nos rociaba. Después, tomaba la cruz y nos la pasaba de uno en uno para que la besásemos. Mientras tanto, un miembro del gaitero se dirigía al platillo que solía ponerse sobre la mesa y recogía el dinero. La costumbre mandaba dejar el dinero fragmentado y camuflado entre pétalos. El gaitero solo tocaba durante la marcha, de ese modo animaba y orientaba a la gente de por dónde andaban.

III

Había dos pazos, que en la voz del pueblo eran «casas grandes». El de la parte de los «señoritos» incluía una capilla dedicada a san Benito; el otro estaba en la parte de los destripaterrones. Eran las únicas casas con una considerable extensión de terreno unida a la vivienda. El resto sobrevivíamos, unos mejor que otros, inmersos en un minifundismo que era la causa de que nos cruzásemos por los caminos que nos llevaban de los diferentes trozos de tierra a casa y de casa a los trozos de tierra.

La primera casa donde recuerdo haber vivido, y donde al parecer nací, pertenecía a la parte de abajo. La puerta de entrada hacía las veces de ventana, ya que se podía abrir entera o solo la media hoja de arriba. A mano derecha estaba la cocina con piso de tierra, que contenía la artesa de amasar, el horno de cocer pan y, en un rincón, la letrina para hacer las necesidades que se cubrían con hojarasca u otro tipo de broza. No existía la palabra basura ni nada equivalente; todo lo desechable pasaba a convertirse en el estiércol para luego abonar la tierra. A mano izquierda quedaba el resto de la casa, pavimentada de madera: no era más que un pequeño cuarto oscuro y la sala más amplia con la única ventana mirando a la parte de arriba.

Entre el hogar o lareira y la pared de lo que era un establo, quedaba un rincón que era donde depositábamos la leña. Sentado sobre el brazado de la leña y sosteniéndome sobre sus rodillas mientras hablaba con mis padres, es el único recuerdo que conservo de mi tío Casiano. Era la noche antes de embarcarse para Brasil. Al cabo de unos meses recibimos un paquete de café. Dado el entusiasmo con que mis padres se dispusieron a prepararlo, lo tomé por algo exquisito y la impaciencia por probarlo hizo que me lo llevase a la boca nada más vertido en la taza: el aviso de que sin azúcar era amargo me llegó demasiado tarde y nunca más fue objeto de mi predilección.

Tanto o mejor que el interior de la casa, recuerdo la era de enfrente. Allí, en pleno verano, el hermano que me sigue y yo habíamos chapoteado desnudos dentro de una tina de agua que nuestra madre había calentado al sol. Estaba casi toda rodeada de viña. Al norte, encaramándose por detrás del hórreo, se alzaban las casas de arriba. En aquella época incipiente de mi vida contemplaba la panorámica distinguiendo entre aquel grupo de casas la que pertenecía a los abuelos maternos.

Un día, acompañada de un niño vecino, me puse en camino hacia allí. De mi madre había partido la iniciativa de que fuésemos a buscar fruta. Una decisión que entendí años después, cuando mi madre se arrogaba la propiedad de los frutales por haberlos plantado ella, según decía. La memoria que tengo de aquel primer viaje es que mientras lo realizaba reconocía el trayecto, y cuando llegamos también reconocí la higuera grande al pie de la escalera. Pero después, lo que se me hizo más familiar fue el olor que desprendían las habitaciones. También lo entendí años más tarde, al enterarme de que había pasado en la casa unos meses. Los detalles precisos de por qué me habían tenido con ellos y por qué había vuelto con mis progenitores, nunca los llegué a saber del todo.

La cuestión era que despertaba a la vida atrapada en una zozobra de la que no sabía dar razón. Era como si padeciésemos una sarna que nos hacía diferentes del resto. Lo pensaba en plural porque incluía a mis hermanos. Nuestra madre ni estaba loca ni padecía ninguna enfermedad somática, solo atinábamos a decir que era «rara», «muy rara». A medida que íbamos sufriendo la situación, entre nosotros y nuestro padre se creó un contubernio donde, de alguna manera, intentábamos abordar la cuestión. Tanto mi padre como mis hermanos adoptaron el acuerdo tácito de que el mal estaba en que éramos pobres, de que con dinero todo estaría resuelto. Al parecer habían encontrado en ello la manera de solidarizarse con el mundo y la situación.

A mí no me resultaba tan claro. Tenía como ejemplo a los hijos de la tía Irene: el tío Casiano se había largado para Brasil y se había desentendido de la mujer y los cinco hijos. La tía trabajaba de jornalera y de todo lo que se le presentaba para poder darles de comer. Y, a pesar de tan extrema pobreza, me constaba que mis primos no eran tan desgraciados como nosotros.

Estando sentada a la puerta de una casa vecina, vislumbré la figura de un hombre alto y delgado portando una cesta de mimbre al hombro. Nada raro, ya que era día catorce y había feria en Puenteareas. Al tenerlo delante reconocí al abuelo, que bajó la cesta al suelo, extrajo de dentro unas tamancas nuevas pequeñitas y me calzó. Después, volvió a subirse la cesta al hombro y desapareció.