En torno a la luna - Julio Verne - E-Book

En torno a la luna E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

Continuación de la anterior novela De la Tierra a la Luna, donde dejamos a nuestros simpáticos personajes metidos en una gigantesca bala de cañón rumbo a la Luna. Julio Verne no quiso dejarnos con la duda sobre el destino de sus personajes, y escribió esta novela para cerrar la aventura. El proyectil, dotado de todas las comodidades de la época, siguió su curso, no sin ciertos percances debidos a la ausencia de gravedad, que luego han resultado sorprendentemente reales. Cómo lograron llegar, ver y volver, es el secreto que el autor desvela a los lectores. Verne crea personajes entrañables y, sobre todo, consigue adelantarse al futuro de un modo sorprendente. La imaginación y espíritu pedagógico de Julio Verne puede ser de gran ayuda para despertar el interés práctico hacia las matemáticas, la física, la química o la geografía.

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EN TORNO A LA LUNA
JULIO VERNE
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 CENTURY PUBLISHERS S.L.
Reservados todos los derechos.Introducción de Juan LeitaTraducción de Antonio Pascual
Contenido
Página del título
Derechos de autor
EN TORNO A LA LUNA
Capítulo I
Capítulo II LA PRIMERA MEDIA HORA
CAPÍTULO III EN EL QUE SE PREPARA LA INSTALACIÓN
Capítulo IV UN POCO DE ALGEBRA
Capítulo V LOS FRÍOS DEL ESPACIO
Capítulo VI PREGUNTAS Y RESPUESTAS
Capítulo VII EMBRIAGUEZ
capítulo VIII A 312.456 KILÓMETROS
Capítulo IX CONSECUENCIAS DE UNA DESVIACIÓN
Capítulo X LOS OBSERVADORES DE LA LUNA
Capítulo XI FANTASIA Y REALISMO
Capítulo XII DETALLES OROGRAFICOS
Capitulo XIII PAISAJES LUNARES
Capítulo XIV
Capítulo XV HIPÈRBOLA O PARABOLA
CAPÍTULO XVI EL HEMISFERIO MERIDIONAL
Capítulo XVII TYCHO
Capitulo XVIII PROBLEMAS SERIOS
Capítulo XIX LUCHA CONTRA LO IMPOSIBLE
Capítulo XX LOS SONDEOS DEL SUSQUEHANNA
Capítulo XXI MASTON ES LLAMADO
Capítulo XXII EL SALVAMENTO
Capítulo XXIII CONCLUSIÓN
EN TORNO A LA LUNA
Capítulo preliminar
EN EL QUE SE RESUME LA PRIMERA PARTE DE ESTA OBRA A FIN DE SERVIR DE PREFACIO A LA SEGUNDA
Durante el curso del año 186..., el mundo entero fue sacudido extraordinariamente por una experiencia cientí­fica sin precedentes en los anales de la ciencia. Los miembros del Gun Club, circulo de artilleros fundado en Bal­timore después de la guerra de Secesión americana, habían tenido la idea de ponerse en comunicación con la Luna —sí, con la Luna—, remitiéndole un proyectil. Su presidente, Barbicane, promotor de la empresa, había consultado sobre este tema a los astrónomos del observatorio de Cambridge y tomó todas las medidas necesarias para que aquella extraordinaria empresa —que la mayoría competente declaró practicable— tuviera éxito. Después de haber organizado una suscripción pública, que produjo más de treinta millones de francos, dio comienzo a sus gigantescos trabajos.
Según la nota redactada por los miembros del obser­vatorio, el cañón destinado a lanzar el proyectil tenía que ser montado en un país situado entre los 0 y los 28° de latitud norte o sur, a fin de apuntar a la Luna en su cenit. Al proyectil se le debería dar una velocidad inicial de 11.000 metros por segundo. Si era disparado el 1 de diciembre a las once menos trece minutos y veinte segundos de la noche, tenía que encontrar a la Luna cuatro días después de su salida, el 5 de diciembre, justo a las doce de la noche, en el mismo instante en que la Luna se hallara en su perigeo, es decir, en su distancia más cercana a la Tierra.
Los principales miembros del Gun Club, el presidente Barbicane, el mayor Elphiston, el secretario Maston y otros cientificos, tuvieron varias sesiones de consejo en las que fueron discutidas la forma y la composición del proyectil, la disposición y la naturaleza del cañón, la calidad y la cantidad de la pólvora que se tenía que emplear. Se decidió, primero, que el proyectil sería un obús de aluminio de dos metros ochenta centímetros de diámetro y con un espesor de treinta centímetros en sus paredes, que pesaría diez toneladas; en segundo lugar, que el cañón se­ria un Colúmbia de hierro de 270 metros de longitud, fundido directamente en el suelo; y, finalmente, que se emplearía como explosivo el fulmicotón, unos doscientos mil kilos, que al producir seis mil millones de litros de gas por debajo del proyectil, lo impulsarían fácilmente hacia nuestro satélite.
Resueltas estas cuestiones, el presidente Barbicane, ayudado por el ingeniero Murchison, escogió el lugar, ubicado en La Florida en los 27° 7' de latitud norte y 5° 7' de longitud oeste. Fue en este lugar donde se moldeó el cañón después de extraordinarios esfuerzos.
Así estaba la situación cuando aconteció un hecho que centuplicaría el interés con que era seguida aquella extraordinaria empresa.
Un francés, un parisiense lleno de fantasía, un artista tan espiritual como audaz, pidió encerrarse en el proyec­til para alcanzar la Luna y reconocer el satélite de la Tie­rra. Aquella valiente aventurero se llamaba Michel Ardan. Llegó a América, fue recibido con entusiasmo, mantuvo mítines, fue llevado a hombros, reconcilió al presidente Barbicane con su mortal enemigo, el capitàn Nicholl y, como prueba de la reconciliación, decidió embarcarlos consigo en el proyectil.
Su proposición fue aceptada. Se modificó la forma del proyectil para hacerlo cilindrocónico. Fue cuidadosamente acondicionado con potentes resortes y tabiques móviles, que tenían que amortiguar el contragolpe de la salida. Fue provisto de víveres para un año, agua para algunos meses y gas para unos cuantos días. Un aparato automàtico fabricaba y proporcionaba el aire necesario para la respiración de los tres viajeros. Simultáneamente el Gun Club construía en una de las más altas cimas de las Montañas Rocosas un gigantesco telescopio con el que se podría seguir la trayectoria del proyectil en su viaje a través del espacio. Todo estaba dispuesto.
El 1 de diciembre, a la hora fijada y ante un extraordinario concurso de espectadores, tuvo lugar la salida. Por primera vez tres seres humanos abandonaban el globo terráqueo y se lanzaban a los espacios interplanetarios con la casi seguridad de alcanzar su meta. Aquellos valientes pasajeros, Michel Ardan, el presidente Barbicane y el capitàn Nicholl, tenían que realizar su travesía en noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos. Por consiguiente su llegada a la superficie lunar no tendría lugar hasta el 5 de diciembre a medianoche, en el momento exacto del plenilunio, y no el 4 como habían dicho algunos periódicos mal informados (1)(1) El error fue cometido por el propio Julio Verne en De la Tierra a la Luna.
Pero una inesperada circunstancia, provocada por la detonación del Columbia, tuvo como efecto inmediato la perturbación de la atmosfera, acumulando una enorme cantidad de vapores. El fenómeno suscitó la indignación general, dado que la Luna permaneció oculta durante al- gunas noches y no se dejó ver a los ojos de sus admira­dores.
El digno J.-T. Mason, el más compenetrado amigo de los tres viajeros, marchó hacia las Montañas Rocosas, acompañado del honorable J. Belfast, director del observatorio de Cambridge, hasta llegar a Long's Peak, donde se encontraba el telescopio que situaba la imagen de la Luna a una decena de kilómetros. El honorable secretario del Gun Club quería observar por sí mismo el proyectil de sus audaces amigos.
La gran masa de nubes en la atmosfera impidió cualquier observación durante los días 5, 6, 7, 8, 9 y 10 de diciembre. Se pensó incluso que la observación tendría que ser diferida hasta el siguiente año, al 3 de enero, porque, habiendo entrado la Luna el día 11 en su último cuarto, solo mostraría en los días siguientes una parte decreciente de su disco, demasiado pequeña para poder seguir la trayectoria del proyectil.
Al fin, con gran satisfacción del público, un fuerte tem­poral despejó la atmosfera en la noche del 11 al 12 de di­ciembre y la Luna, con suficiente luz, apareció nítidamente sobre el fondo negro del cielo.
Aquella misma noche un telegrama fue enviado desde Long's-Peak por J.-T. Maston y J. Belfast a los miembros de la junta del observatorio de Cambridge.
¿Cuál era el contenido del telegrama?
Decía que el 11 de diciembre, a las ocho cuarenta y siete de la noche, el proyectil lanzado por el Columbia de Stone's Hill había sido visto por los señores Belfast y Maston; que la bala de cañón, desviada de su trayecto­ria por causas desconocidas, no había podido alcanzar su objetivo, aunque había pasado lo bastante cerca como para ser retenida por la atracción lunar; que su movimiento rectilíneo se había transformado en un movimiento circular y que entonces, arrastrada según una órbita elíptica alrededor del astro de la noche, se había convertido en su satélite.
El telegrama añadía que los elementos del nuevo astro no habían podido ser calculados todavía. Porque, para determinar dichos elementos, se requieren tres observaciones que capten el astro en tres posiciones distintas. Indicaba luego que la distancia que separaba al proyectil de la superficie lunar «podía» ser calculada en unos cuatro mil kilómetros.
Como conclusión emitía una doble hipótesis. O la atrac­ción de la Luna actuaría de tal forma que los viajeros llegarían a su meta; o el proyectil, mantenido en una órbita inalterable, gravitaría alrededor del disco lunar hasta la consumación de los siglos.
Entre aquellas alternativas, ¿cuál seria la suerte de los viajeros? Tenían alimentos para un tiempo largo, es verdad. Pero, aun suponiendo el éxito de su arriesgada em­presa, ¿cómo regresarían? Estas cuestiones, debatidas por las plumas más cultas de la época, encendían al público.
Hay que hacer una observación en este punto que tiene que ser meditada por los observadores demasiado im­pacientes. Cuando un científico anuncia al público un descubrimiento puramente especulativo, siempre le faltará prudencia. Nadie está obligado a descubrir un planeta, un satélite o un cometa y quien se equivoca en tal caso se expone justamente a las burlas de la opinión pública. Es preferible, pues, esperar. Esto es lo que tendría que haber hecho el impaciente Maston antes de lanzar al mundo aquel telegrama que, según él, ponía punto final a aquella empresa.
Efectivamente, aquel telegrama contenía dos clases de errores, como mas adelante pudo comprobarse. En pri­mer lugar, errores de observación referentes a la distancia entre el proyectil y la superficie de la Luna, dado que en la fecha del 11 de diciembre resultaba imposible la ob­servación y lo que Maston había visto o creído ver no podía ser el proyectil del Columbia. En segundo lugar, errores teóricos sobre la suerte reservada a ese mismo proyectil: convertirlo en satélite de la Luna era situarlo en contradicción total con las leyes de la mecánica ra­cional.
Solo una de las hipótesis emitidas por los observado­res de Long's Peak podía realizarse. La que suponía que los viajeros, en caso de encontrarse en vida, combinarían sus esfuerzos con la atracción de la Luna para poder alcanzar la superficie del disco.
Ahora bien, aquellos hombres tan inteligentes como atrevidos habían sobrevivido al terrible contragolpe de la salida. Su viaje en el coche-proyectil será el objeto de la siguiente narración, tanto en sus detalles más dramáticos como en sus más singulares pormenores. Este relato desvanecerá muchas ilusiones y previsiones. Pero también dará una idea justa de las aventuras reservadas a semejante empresa y pondrá de relieve el instinto científico de Barbicane, la habilidad del voluntarioso Nicholl y la audacia matizada de humor de Michel Ardan.
Demostrará, además, que el digno amigo Maston perdía su tiempo, cuando, colgado de su gigantesco telescopio, observaba la marcha de la Luna a través de los espacios estelares.
Capítulo I
DE DÍEZ VEINTE A DÍEZ CUARENTA Y SIETE DE LA NOCHE
Cuando el reloj señaló las diez, Michel Ardan, Barbica­ne y Nicholl se despidieron de los numerosos amigos que dejaban en tierra. Los dos perros, destinados a aclimatar la raza canina en los continentes lunares, se encontraban ya encerrados en el proyectil. Los tres viajeros se acer- caron a la boca del enorme cilindro de hierro fundido y una grúa volante les ayudó a descender hasta la punta cónica del proyectil.
Allí un orificio practicado con este fin les dio paso al vehículo de aluminio. Las poleas de la grúa habían sido retiradas desde el exterior y la boca del cañón fue liberada de sus últimos andamiajes.
Nicholl, una vez metido con sus compañeros en el in­terior del proyectil, se ocupó de cerrar el orificio por medio de una fuerte placa sostenida interiormente por tornillos de presión. Otras placas, sólidamente adaptadas, cubrían los cristales lenticulares de los ojos de buey. Los viajeros, herméticamente cerrados en su cárcel metálica, estaban inmersos en una profunda oscuridad.
—Ahora, mis queridos compañeros —dijo Michel Ar­dan—, comportémonos como si nos encontráramos en nuestra propia casa. Soy hombre hogareño y experto en tareas caseras. Se trata de sacar el mejor partido posible de nuestra nueva vivienda y encontrarnos en ella a nuestras anchas. Primero, intentemos tener un poco de luz. ¡Qué diablos! ¡El gas no ha sido inventado para los topos!
Diciendo esto el despreocupado personaje encendió la llama de una cerilla que rascó en la suela de su zapato y la acercó al pico de lámpara conectado con el depósito de hidrógeno carburado, almacenado a una presión muy alta y suficiente para dar luz y calor al proyectil durante ciento cuarenta y cuatro horas, es decir, seis días y seis noches.
El gas se encendió. Una vez iluminado, el proyectil se les mostró como una habitación cómoda, de paredes almohadilladas, amueblada con divanes circulares y cuya bóveda se redondeaba progresivamente por la parte su­perior en forma de cúpula.
Los objetos que contenía, armas, instrumentos, utensilios sólidamente sujetos y apoyados en el almohadillado de las paredes, podían soportar impunemente el golpe de la salida. Se habían tomado todas las precauciones humanamente posibles a fin de conducir al éxito de tan aven­turada empresa.
Michel Ardan lo revisó todo y se sintió satisfecho de la instalación.
—Es una cárcel —dijo—, pero una cárcel viajera y tenemos el derecho de asomarnos por las ventanas. ¡Con gusto la alquilaría para cien años! ¿Ríes, Barbicane? ¿En qué piensas? ¿Que esta prisión puede convertirse en un ataúd? Aunque así fuera, no la cambiaría por la tumba de Mahoma que flota en el espacio y no anda.
Mientras Michel Ardan hablaba de esta forma, Barbi­cane y Nicholl hacían los últimos preparativos.
El cronómetro de Nicholl señalaba las diez y veinte de la noche cuando los tres viajeros se vieron definitivamente encerrados en su proyectil. El cronómetro estaba sincronizado con el del ingeniero Murchison, hasta la décima de segundo. Barbicane lo consultó.
—Amigos míos —dijo—, son las diez y veinte. A las diez cuarenta y siete, Murchison disparará la chispa eléctrica por el hilo que comunica con la carga del Columbia. En ese preciso momento abandonaremos nuestro esferoide. Tenemos, por tanto, veintisiete minutos todavía para permanecer sobre la Tierra.
—Veintiséis minutos y trece segundos —respondió el metódico Nicholl.
—¡Pues bien! —exclamó Michel Ardan con un tono matizado de humor—, en veintiséis minutos se pueden hacer muchas cosas. Podemos discutir las más sérias cuestiones de la moral o de la política, ¡e incluso resolverlas! ¡Veintiséis minutos bien empleados valen más que veintiséis años en los que no se hace nada! Algunos segundos de un Pascal o de un Newton son más preciosos que toda la indigesta existencia de una muchedumbre de imbéciles...
—¿A qué conclusión quieres llegar, eterno charlatán? —preguntó el presidente Barbicane.
—A la siguiente: que aún disponemos de veintiséis mi­nutos —respondió Ardan.
—De veinticuatro solo —dijo Nicholl.
—Veinticuatro, si te empeñas, mi valiente capitán, du­rate los cuales podríamos profundizar...
—Michel —dijo Barbicane—, durante nuestra travesía tendremos todo el tiempo que queramos y necesitemos para profundizar en las cuestiones más difíciles. Ahora, ocupémonos de la salida.
—¿No estamos ya preparados?
—Sin duda. Pero hay que tomar todavía algunas precauciones para poder atenuar lo más posible el primer golpe.
—¿No tenemos ya esas capas de agua dispuestas entre los tabiques que se van a romper y cuya elasticidad nos protegerá suficientemente?
—Lo espero, Michel —respondió suavemente Barbica­ne—, ¡pero no estoy muy seguro!
—¡Ah, comediante...! —exclamó Michel Ardan—. ¡Esperas...! ¡No éstas seguro...! ¡Y aguardas el momento en que nos encontramos en este barril para hacernos esta confesión...! ¡Me quiero marchar!
—¿Cómo? —replicó Barbicane.
—Sí, claro, es difícil —dijo Michel Ardan—. Estamos ya en el tren y el silbato del conductor resonará antes de veinticuatro minutos.
—Veinte —interrumpió Nicholl.
Durante unos momentos los tres viajeros se miraron entre sí. Luego examinaron los objetos que estaban encerrados con ellos.
—Todo está en su lugar —dijo Barbicane—, Se trata de decidir ahora cómo nos colocaremos para poder soportar el choque de la salida. La posición que hay que adop­tar no es indiferente y, en la medida de lo posible, es preciso impedir que la sangre afluya con demasiada violencia a la cabeza.
—Justo —exclamó Nicholl.
—Entonces —respondió Michel Ardan dispuesto a añadir la acción a la palabra— pongámonos cabeza para abajo y pies en alto, como los payasos del Gran Circo.
—No —dijo Barbicane—, acostémonos de lado. De esta forma resistiremos mejor el golpe. Tengamos en cuenta que en el momento de la salida, el hecho de encontrarnos dentro es más o menos lo mismo que si nos encontráramos delante.
—Este «más o menos» me tranquiliza —respondió Mi­chel Ardan.
—¿Aprueba mi idea, Nicholl? —preguntó Barbicane.
—Totalmente —respondió el capitán—. Faltan aún trece minutos y medio.
—Esto no es un hombre —exclamó Michel mirando a Nicholl—, sino un cronómetro de segundos, décimas de segundo, centésimas de segundo, milésimas de segundo...
Pero sus compañeros no le escuchaban. Se preparaban con una sangre fría que nadie hubiera sospechado. Parecían ser dos viajeros metódicos, recién subidos a un vagón, que intentaran colocarse lo más cómodamente posi­ble. Hay para preguntarse de qué están hechos los corazones americanos, a los que la proximidad del peligro añade solo un latido más.
Tres pequeños colchones, gruesos y sólidamente confeccionados, habían sido colocados en el interior del pro­yectil. Nicholl y Barbicane los dispusieron en el centro del disco que formaba la plancha móvil. Allí se tenderían los tres viajeros momentos antes de la salida.
Durante ese tiempo Michel Ardan, sin poderse estar quieto, daba vueltas en la estrecha prisión como un ani­mal salvaje en su jaula, charlando con sus amigos, hablando a los perros, Diana y Satélite, a los cuales, como puede verse, les había dado esos significativos nombres.
¡Diana! ¡Satélite! —gritaba estimulándoles—. ¡Vais a enseñar a los perros de la Luna la buena educación de los perros de la Tierra! ¡Seréis el honor de la raza ca­nina! ¡Caray! ¡Si regresamos aquí abajo, me quiero traer un tipo cruzado de «perro lunar» que causará estruendo!
—Eso si hay perros en la Luna... —insinuó Barbicane.
—Los hay —afirmó Michel Ardan—, de la misma for­ma que hay caballos, vacas, asnos y gallinas. Apuesto a que encontraremos gallinas.
—Cien dólares a que no —dijo Nicholl.
—Apostados, capitán —respondió Michel Ardan estrechando la mano de Nicholl—, A propósito, hasta el momento has perdido tres apuestas con nuestro presidente, ya que se han reunido los fondos necesarios para la em­presa, la operación del fundido ha tenido éxito, y, en fin, el Columbia ha sido cargado sin ningún accidente. Has perdido en total seis mil dólares.
—Es verdad —respondió Nicholl—. Las diez treinta y siete minutos y diez segundos.
—De acuerdo, capitán. Pues bien, antes de un cuarto de hora tendrás que dar otros nueve mil dólares al pre­sidente. Cuatro mil porque el Columbia no estallará y cinco mil porque el proyectil ascenderá más allá de los diez kilómetros.
—Aquí está el dinero —respondió Nicholl meneando el bolsillo de su traje—. ¡Y ojalá tenga que pagar!
—Por lo visto, Nicholl, eres un hombre ordenado, lo cual nunca he conseguido yo. Pero permíteme decir que has hecho tus apuestas en condiciones muy desventajosas para ti.
—¿Por qué? —preguntó Nicholl.
—Porque, si ganas la que sigue, significará eso que el Columbia ha reventado y con él el proyectil, y no creo que Barbicane se encuentre en disposición de pagarte la suma convenida.
—Mi apuesta se encuentra depositada en el Banco de Baltimore —respondió con sencillez Barbicane—; caso de no ir a manos de Nicholl, la recibirán sus herederos.
—¡Ah, hombres prácticos! —exclamó Michel Ardan—. ¡ Espíritus positivos! ¡Os admiro tanto como no os entiendo!
—¡Las diez cuarenta y dos! —exclamó Nicholl. —¡Solo cinco minutos! —respondió Barbicane. —Sí, cinco minutitos —replicó Michel Ardan—. Y nosotros estamos encerrados en un proyectil y en el fondo de un cañón de doscientos setenta metros. Debajo del pro­yectil hay doscientos mil kilos de pólvora. El amigo Murchison, cronómetro en mano, mirando la aguja y con el dedo puesto en el interruptor eléctrico, cuenta los segundos y nos va a arrojar a los espacios interplanetarios...
—¡Basta, Michel, basta! —exclamó Barbicane con voz seria—. Preparémonos. Nos quedan pocos instantes para el momento supremo. Amigos míos, ¡un apretón de manos!
—Sí —exclamó Michel Ardan, más conmovido de lo que quería aparentar.
Y aquellos tres valientes compañeros se unieron en un último saludo.
—¡Que Dios nos proteja! —dijo el religioso Barbicane. Michel Ardan y Nicholl se tendieron encima de los colchones colocados en el centro de disco.
—¡ Las diez y cuarenta y siete minutos! —murmuró el capitán.
¡Aún quedaban veinte segundos! Barbicane apagó rápidamente la llama del gas y se fue a acostar junto a sus compañeros.
El profundo silencio que siguió solo fue interrumpido por los movimientos del cronómetro y el ruido de la segundera.
De repente, un golpe espantoso y el proyectil, con el impulso de los seis mil millones de litros provocados por la deflagración de la piroxilina, ascendió hacia el espacio.
Capítulo II LA PRIMERA MEDIA HORA
¿Qué había sucedido? ¿Qué efectos había causado aque­lla tremenda sacudida? La habilidad de los constructores,
¿había conseguido un feliz resultado? ¿Se había amortiguado el choque gracias a los resortes, a los cuatro muelles, a los almohadones de agua y a los tabiques rompibles? ¿Se había logrado dominar el terrible impulso de aquella velocidad inicial de 11.000 metros por segundo, lo bastante grande para atravesar París o Nueva York en un segundo? Evidentemente estas eran las preguntas que mil testigos se hacían ante aquella emocionante escena. Olvidaban la meta del viaje para pensar únicamente en los viajeros. Y si alguno entre ellos —Maston, por ejemplo—, hubiera podido dar una ojeada al interior del pro­yectil, ¿qué habría visto?
En aquel momento, nada. La oscuridad era profunda en el interior del proyectil. Pero sus paredes cilindrocónicas habían resistido espléndidamente. No había ni una resquebrajadura, ni una flexión, ni tan solo una deformación. Aquel admirable proyectil no había sufrido el más mínimo daño a causa de la intensa deflagración de la pólvora, ni se había convertido en una lluvia de aluminio, como se temía.
En el interior el desorden era escaso. Algunos objetos habían sido arrojados violentamente hacia el techo. Pero los más importantes no parecían haber experimentado el choque. Sus ataduras permanecían intactas.
Encima del disco móvil —desplazado hacia el fondo después de haberse liberado de los tabiques y del agua— tres cuerpos permanecían inmóviles. Barbicane, Nicholl y Michel Ardan, ¿respiraban todavía? ¿Se había converti­do el proyectil en un féretro metálico que transportaba tres cadáveres al espacio...?
Pocos minutos después de la salida del proyectil, uno de los cuerpos empezó a moverse. Sus brazos dieron señales de vida, la cabeza se levantó y el cuerpo se puso de rodillas. Era Michel Ardan. Se palpó, soltó una interjección sonora y después dijo:
—Michel Àrdan está enterito. ¡Vamos a ver los otros!
El valiente francés quiso levantarse, pero no podía permanecer en pie. Su cabeza vacilaba, la sangre, violenta­mente inyectada, le dejaba sin visión y su estado general era semejante a la embriaguez.
—¡Brrr! —exclamó—, Esto me ha producido el mismo efecto que dos botellas de Corton. Lo que sucede es que es menos agradable de tragar.
Después se pasó varias veces la mano por la frente, se frotó las sienes y gritó con voz firme:
—¡Nicholl! ¡Barbicane!
Esperó con ansiedad. Ninguna respuesta, ni tan solo un suspiro que mostrara que el corazón de sus compañeros estaba latiendo. Volvió a repetir la llamada. El mismo silencio.
—¡Diablos! —exclamó—. Parece como si hubieran caído de un quinto piso y de cabeza. ¡Bah! —añadió con la imperturbable confianza que nada podía alterar—, si un francés ha podido ponerse de rodillas, dos americanos podrán ponerse en pie. Pero, ante todo, iluminemos la escena.
Ardan sentía que la vida le volvía a oleadas. Su sangre se apaciguaba y volvía a reemprender la circulación ha­bitual. Consiguió levantarse, sacó del bolsillo una cerilla y prendió fuego frotándola.
Después la acercó a la lámpara de gas y la encendió. El recipiente no había sufrido el menor daño. El gas no había escapado. Por otra parte, su olor lo hubiera traicionado y en tal caso Michel Ardan no habría paseado impunemente una cerilla encendida en una atmosfera llena de hidrógeno. El gas combinado con el aire hubiera producido una mezcla explosiva y la explosión habría concluido con el posible trabajo empezado por la sacudida.
Cuando la lámpara estuvo encendida, Ardan se inclinó sobre los cuerpos de sus compañeros. Aquellos cuerpos estaban tendidos boca arriba, uno encima del otro, como masas inertes. Nicholl encima y Barbicane debajo.
Ardan levantó al capitán, lo apoyó contra un diván y le hizo un vigoroso masaje. El masaje, practicado con inteligencia, reanimó a Nicholl. Abrió los ojos y recobró instantáneamente su sangre fría. Apretó la mano de Michel Ardan. Después, mirando a su alrededor, preguntó:
—¿Barbicane?
—Uno a uno, señores —respondió tranquilamente Ardan—. He empezado por ti porque estabas encima. Vamos ahora por Barbicane.
Una vez pronunciadas estas palabras Ardan y Nicholl pusieron en pie a Barbicane, y colocaron al presidente en­cima del diván. Barbicane parecía haber sufrido más que sus compañeros los efectos de la sacudida. Había derramado sangre, pero Nicholl se tranquilizó al comprobar que la hemorragia provenía solo de una ligera herida en la espalda. Un pequeño rasguño que apretó con cuidado.
Sin embargo, Barbicane tardó cierto tiempo en volver en sí, lo cual atemorizó a sus compañeros que seguían friccionando su cuerpo.
—Aún respira —decía Nicholl acercando el oído al pecho del herido.
—Sí —respondía Ardan—, respira como alguien que tiene la costumbre de hacerlo cada día. Sigamos con nuestro masaje, Nicholl, ¡y fuerte!
Los dos improvisados socorristas desempeñaron tan espléndidamente su función que Barbicane recobró el uso de sus sentidos. Abrió los ojos, se levantó, tomó la mano de sus amigos y dijo como primera palabra:
—Nicholl, ¿vamos bien?
Nicholl y Ardan se miraron. Aún no se habían preocupado del proyectil. Sus primeros cuidados habían sido para los pasajeros, no para el vehículo.
—¿Vamos bien?
—A lo peor reposamos tranquilamente en el suelo de La Florida —insinuó Nicholl.
—O en el fondo del golfo de México —añadió Michel Ardan.
—¡Por ejemplo! —gritó el presidente Barbicane.
Y aquella doble hipótesis sugerida por sus compañeros tuvo como efecto inmediato devolverle rápidamente los sentidos.
Sea lo que sea no podía decirse nada sobre la situación del proyectil. Su aparente inmovilidad, la falta de comunicación con el exterior, no permitían responder a la pre­gunta. Quizás el proyectil estaba recorriendo su trayecto por el espacio. Quizá, después de una pequeña ascensión, había vuelto a caer en el suelo o incluso en el golfo de México, lo cual era posible dada la estrechez de la pe­nínsula de La Florida.
El caso era grave, el problema interesante. Era preciso resolverlo cuanto antes. Barbicane, sobreexcitado y triunfando por su energía moral de su debilidad física, se levantó. Escuchó. En el exterior reinaba un profundo silen­cio. Pero el espesor de las paredes bastaba para inter­ceptar todos los ruidos de la Tierra. Con todo, algo excitó la curiosidad de Barbicane. La temperatura del interior del proyectil se había elevado bastante. El presidente sacó un termómetro de la funda que lo protegía y lo miró. El instrumento señalaba cuarenta y cinco grados centígrados.
—¡Sí! ¡Sí! —exclamó—. ¡Vamos bien! ¡Este insoportable calor que viene de las paredes del proyectil! ¡Ha sido producido por el roce del obús con la atmosfera! Pronto va a disminuir porque flotamos ya en el vacío, y después de casi ahogarnos vamos a tiritar de frío.
—¿Cómo? —preguntó Michel Ardan—, ¿Según tú, ahora nos encontramos ya fuera de los límites de la atmosfera...?
—Sin duda, Michel. Óyeme. Son las diez y cincuenta y cinco minutos. Hemos salido hace unos ocho minutos aproximadamente. Ahora bien, si nuestra velocidad inicial no hubiera disminuido con el roce, nos habrían bastado seis segundos para haber atravesado la atmósfera que rodea el esferoide, es decir, unos sesenta y cuatro kilómetros.
—Perfectamente —respondió Nicholl—, ¿pero en qué proporción cree usted que habrá disminuido con el rozamiento la velocidad del proyectil?
—En la proporción de un tercio, Nicholl —respondió Barbicane—; la disminución es considerable, pero según mis cálculos, es así. Si, pues, teníamos una velocidad ini­cial de 11.000 metros por segundo, al salir de la atmósfera esa velocidad se habrá reducido a siete mil trescientos treinta y dos metros; en fin, sea lo que sea, ya hemos atravesado ese espacio, y...
—Y entonces —dijo Michel Ardan—, el amigo Nicholl ha perdido sus dos apuestas. Cuatro mil dólares, puesto que el Columbia no ha estallado; cinco mil dólares, por­que el proyectil se ha elevado a una altura superior a los nueve kilómetros. Por tanto, Nicholl, paga.
—Comprobémoslo antes —respondió el capitán— y en seguida pagaré. Es muy posible que los razonamientos de Barbicane sean exactos, y que yo haya perdido mis nueve mil dólares. Pero una nueva hipótesis se me está ocurriendo, que anularía la apuesta.
—¿Cuál? —preguntó rápidamente Barbicane.
—La hipótesis siguiente: que no se haya prendido fuego a la pólvora y que no hayamos partido aún, por la razón que sea.
—¡Caray! —gritó Michel Ardan—. ¡Esta es una hipótesis digna de mi cerebro! ¡No es seria! ¿No nos ha puesto fuera de combate la sacudida? ¿Acaso no he tenido que reanimarte? ¿La espalda del presidente no está sangrando a causa de una herida recibida en el contragolpe?
—Sí, de acuerdo, Michel —repitió el capitán—, pero déjame hacerte solo una pregunta.
—Hazla, capitán.
—¿Has oído la detonación, que ha tenido que ser es­trepitosa sin lugar a dudas?
—No —respondió Ardan muy sorprendido—. En efecto, no he oído la detonación.
—¿Y usted, Barbicane?
—Tampoco yo la he oído.
—¿Pues bien? —preguntó Nicholl.
—¡Sí! —murmuró el presidente—. ¿Cuál es la razón de que no hayamos oído nada?
Los tres amigos se miraron desconcertados. Se hallaban ante un fenómeno inexplicable. Sin embargo el proyectil había partido y por consiguiente la explosión tenía que haberse producido.
—Averigüemos primero dónde nos encontramos —dijo Barbicane—. Abramos los paneles.
Esta operación, extremadamente sencilla, fue llevada a cabo inmediatamente. Las tuercas que apretaban los pasadores sobre las placas exteriores cedieron fácilmente ante la presión de una llave inglesa. Los pasadores fueron extraídos y unos obturadores encauchados cerraron el orificio que les daba paso. Rápidamente la placa exterior cayó sobre su eje como la puerta de un barco y el cristal lenticular que cerraba el tragaluz se dejó ver. En la pared frontal del proyectil se había practicado otro agujero idéntico. Un tercer ojo de buey se hallaba en el vértice de la bóveda que remataba el vehículo y, por último, un cuarto se encontraba en el centro de la plataforma infe­rior. Por tanto, el firmamento podía ser observado en cua­tro direcciones opuestas a través de los cristales, pudiendo verse directamente la Tierra y la Luna por los tragaluces superior e inferior del vehículo.
Barbicane y sus dos compañeros se abalanzaron inmediatamente sobre el cristal descubierto. No lo animaba ni un solo rayo luminoso. Una profunda oscuridad envolvía al proyectil. Lo cual no impidió la exclamación del presidente Barbicane:
—No, amigos míos, no hemos vuelto a caer en la Tie­rra. Tampoco nos hemos sumergido en las profundidades del golfo de México. ¡Sí, ascendemos por el espacio! ¡Mirad las estrellas que brillan en la noche y esta impenetra­ble oscuridad que se interpone entre nosotros y la Tierra!
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron simultáneamente Michel Ardan y Nicholl.
En efecto, aquellas espesas tinieblas demostraban que el proyectil había dejado la Tierra. Si no fuera así, el suelo, bien iluminado por la fuerte claridad de la Luna, ha­bría aparecido a los ojos de los tres viajeros al reposar ellos en su superficie. La oscuridad demostraba también que el proyectil había atravesado la capa atmosférica dado que la luz difusa esparcida por el aire habría dado a las paredes metálicas un reflejo del que carecía. La luz ha­bría iluminado el cristal del tragaluz, en lugar de dejarlo a oscuras. No había lugar a dudas. Los viajeros habían abandonado la Tierra.
—He perdido —dijo Nicholl.
—Y yo te felicito —respondió Ardan.
—Aquí tiene los nueve mil dólares —dijo el capitán extrayendo de su bolsillo un fajo de billetes.
—¿Quiere un recibo? —preguntó Barbicane al coger el dinero.
—Si no es una molestia... —respondió Nicholl—. Es lo más correcto.
Seria, flemáticamente, como si se encontrase ante una caja de administración, el presidente Barbicane sacó su agenda de notas, arrancó una página en blanco y extendió con un lápiz un recibo en toda la regla. Puso la fecha, es­tampó la firma, rubricó y lo entregó al capitán, el cual se lo guardó cuidadosamente en la cartera.
Michel Ardan, sacándose la gorra, se inclinó sin decir una sola palabra ante sus compañeros. Tanto ritualismo en semejantes circunstancias le dejaba mudo. Nunca ha­bía visto nada tan «americano».
Barbicane y Nicholl, una vez liquidadas las cuentas, habían vuelto a ponerse ante el cristal y contemplaban las constelaciones. Las estrellas destacaban como puntos vivos sobre el fondo negro del cielo. Pero por aquella parte no podían ver al astro de la noche, el cual, yendo del Este hacia el Oeste, se elevaba poco a poco hacia el cenit. De esta forma su ausencia suscito una reflexión en Mi­chel Ardan.
—¿Y la Luna? —preguntó—. ¿Acaso faltará a nuestra cita?
—Tranquilo —respondió Barbicane—. Nuestro futuro esferoide se encontrará en su lugar, pero nosotros no lo podremos ver desde este lado. Vayamos a abrir el otro tragaluz lateral.
En el momento en que Barbicane iba a abandonar el cristal a fin de destapar el tragaluz opuesto, su atención fue reclamada por la proximidad de un objeto luminoso. Era un disco inmenso cuyas colosales dimensiones no po­dían ser apreciadas. La cara vuelta a la Tierra aparecía iluminada vivamente. Parecía una pequeña luna que reflejaba la luz de la mayor. Iba a gran velocidad y parecía describir en torno de la Tierra una órbita que cortaba la trayectoria del proyectil. El movimiento de traslación del astro era completado por otro de rotación sobre sí mismo. Por tanto, se presentaba como todos los cuerpos ce­lestes que se mueven por el espacio.
—¡Eh! —gritó Ardan—. ¿Qué es eso? ¿Otro proyectil?
Barbicane no respondió. La aparición de aquel cuerpo grandioso le sorprendía y le inquietaba. El choque era posible, lo cual hubiera tenido fatales consecuencias, tan­to si el proyectil era desviado de su camino, como si el choque alteraba su impulso y lo precipitaba a la Tierra. Otra posibilidad desastrosa era que el vehículo fuera arras- trado poderosamente por la fuerza de atracción del aste­roide.
El presidente Barbicane había captado rápidamente las consecuencias de las tres posibilidades que, de una u otra forma, llevaban fatalmente al fracaso de su tentativa. Sus compañeros, mudos, miraban a través del espacio. El objeto aumentaba prodigiosamente al acercarse. Por alguna ilusión óptica parecía que el proyectil se precipitaba hacia él.
—¡Por los mil dioses! —gritó Ardan—. ¡Los dos trenes van a chocar!
Instintivamente los viajeros se habían echado para atrás. Su espanto fue grande, pero no duró mucho tiempo, quizás solo algunos segundos. El asteroide pasó a varios centenares de metros del proyectil y desapareció, no tanto a causa de la velocidad de su carrera como porque su rostro opuesto al de la Luna se confundió súbitamente con la absoluta oscuridad del espacio.
—¡Buen viaje! —gritó Michel Ardan lanzando un suspiro de satisfacción—. ¿Cómo? ¿El infinito no es lo bastante grande como para que un pobre y pequeño proyectil no pueda meterse en él sin correr peligro? ¿Cuál es este pretencioso globo con el que por poco chocamos?
—Yo lo sé —respondió Barbicane.
—¡Por todos los diablos! ¡Tú lo sabes todo!