Esbirros - Antonio Ortuño - E-Book

Esbirros E-Book

Antonio Ortuño

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Beschreibung

  No busquen historias Disney ni fábulas morales en estas páginas. Acaban de tropezar con la contundencia y la fuerza de la mejor literatura mexicana. Antonio Ortuño, en su libro más salvaje, navega entre la sátira y la ironía y nos obliga a asomarnos a la doble condición de víctimas y victimarios que llevamos marcada en la frente. Unas veces nos oprimen y otras oprimimos en el juego de las relaciones y la amoralidad del poder. Esbirros todos: del jefe, del hermano, del policía, del asesino, cuando no de uno mismo. Somos amos, somos esclavos y compartimos la supervivencia y la caída de estos personajes, que nos asquean, aterran o alarman en la misma medida que nos reconocemos en ellos. "Es un maestro de las variaciones sutiles", Enrique Vila-Matas, El País "Con mis allegados tratamos su estilo, su agudeza, su control de los espacios y los niveles emocionales que logra […]. Sabe cómo tocar las fibras más sensibles" Élmer Mendoza, El Universal "Observa a los seres humanos con la certeza de quien sabe que debe usar ácido para llegar al núcleo" Yuri Herrera "El espíritu punk y contestatario no excluye ni una sólida cultura ni el dominio del gesto literario: Antonio Ortuño lo ha demostrado" Ariane Singer, Le Monde

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Seitenzahl: 116

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Antonio Ortuño

Antonio Ortuño, Esbirros

Primera edición digital: Abril de 2021

ISBN epub: 978-84-8393-672-6

© Antonio Ortuño, 2021, published by arrangement with Michael Gaeb Literary Agency

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2021

Colección Voces / Literatura 309

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Para Olivia.

Esclavos levantarán catedrales para que otros esclavos las incendien

Leonard Cohen

Nota liminar

Recuerdo, allá en la adolescencia, viajar cada mañana a la escuela en un ruinoso autobús del transporte público. El vehículo solía ser abordado, a lo largo de la ruta, por todo un muestrario de pedigüeños. Unos estaban enfermos o, decían, recién mutilados, y solicitaban «una cooperación» para sus medicamentos. Otros, amenazantes, nos aseguraban que era mejor pedir «que andarlos asaltando». A algunos les daba por cantar. El más persistente entre esos últimos recurría a la misma pieza todas las veces: una copla donde se refería la historia de un padre borracho que golpeaba a su hijo (un niño pequeño) y lo mandaba a las calles a rogar limosnas para, con lo obtenido, comprar más alcohol. Previsiblemente, el final de la historia era trágico. El hijo volvía a casa de madrugada, con solo dos moneditas en la mano, pero su padre, sumergido en el sopor de la ebriedad, no lo escuchaba llamar a la puerta. El niño moría de «hambre y frío» y el borracho despertaba para encontrar el cuerpo, maldecir a su suerte y arrepentirse.

Por su condición hipócrita y predicadora, la coplita siempre me pareció repelente. Y quizá por haberla oído tan repetida es que me revientan las fábulas morales. Rebajar la literatura a los «enxiemplos» me parece, sin más, una forma de empobrecimiento. Sin embargo, debo aceptar, me fascinaba que el pordiosero, tan jeremiaco y destemplado, le sacara lágrimas y monedas a los más cándidos de ese auditorio ambulante que era el autobús. Porque lo que pretendía con su presunta enseñanza moral era, por supuesto, hacerlos caer en una trampa. Un predicador, lo sepa o no, es siempre un mentiroso. La vida es más compleja que las teorías y creencias que pretenden explicarla.

Los relatos de este libro (y, en general, los que he escrito) no pretenden operar el chantaje sentimental de aquellas coplas gemebundas. Estos cuentos abordan las oscuridades del poder y la sumisión (que se encuentran en el empleo cotidiano, en la pareja y la familia, en las relaciones personales y la política) y exploran a quienes transitan por ellas, pero carecen de moraleja o, mejor, proponen unas «moralejas» delirantes, inciertas, autocanceladas. El narrador y el moralista podrán coincidir en la observación a detalle de las mezquindades y vilezas humanas, pero sus intenciones y procedimientos son muy distintos.

Ezra Pound (¿alguien lo descalificará como pensador literario por su siniestra biografía política?) describió este asunto en el ensayo «El artista serio»: «Tal y como en la medicina, en las artes existen el arte del diagnóstico y el arte de la cura. A uno se lo llama el culto de la fealdad y al otro el culto de la belleza. El culto de la belleza es higiene, así como lo son sol, aire, mar, lluvia y nadar en un lago. La sátira es la cirugía, las inserciones y las amputaciones. En arte, la belleza nos recuerda lo que vale la pena y la sátira nos recuerda que ciertas cosas no valen la pena. Nos lleva a pensar en el tiempo perdido».

Estos relatos confían, justamente, en que ambos procedimientos (por un lado: rigor, estilo, prosa; por el otro: observación, evisceración, perspectiva) sean posibles de forma simultánea. «El culto de la belleza y el trazado de la fealdad no están en oposición mutua», concluía, quizá demasiado optimista, Pound. Pero le creo.

Ayer

Historia del cadí, el sirviente y su perro

He llegado a saber que hace tiempo, oh, afortunado Señor, vivía en la ciudad un cadí que, a fuerza de ser útil a los propósitos del visir, había conseguido hacerse de una fortuna. Tenía ese cadí un sirviente y ese sirviente un perro. Habitaban los tres una gran casa, con caballerizas, patios y fuentes, a la que acudían los habitantes del barrio de los artesanos en busca de justicia.

Eran, cadí, sirviente y perro, muy requeridos. Al cadí lo solicitaban los artesanos, sus esposas e hijos y hasta los poetas del rumbo para mediar en sus disputas lo mismo que para aconsejarlos e instruirlos. Poca sabiduría, si alguna, poseía el juez, pero amplio era el lugar que ocupaba en el corazón del visir, así que se acostumbraba a fingir ante él, ya fueran sus veredictos disparatados o sensatos, un palmario asombro ante su tino y pertinencia. Al sirviente, un esclavo comprado en el bazar de modo azaroso (pero no hay azar sino Voluntad Altísima, oh, afortunado Señor), apenas se le conocía fuera del tribunal, pero el cadí dependía de modo absoluto de él. Pues no siendo su ingenio y maña suficientes como para escribir sus propias sentencias, sino apenas para recitarlas ante los demandantes, debía el siervo arremangarse y escribirlas como le dictaban sus propias y cortas luces o, aún mejor, según la dirección de los intereses que sabía propicios a su amo.

Más embrollada era la situación del perro, en tiempos un simple chucho de callejón, pequeño y sucio, que se había visto exaltado a líder de los canes del barrio luego de su adopción por el sirviente. Quería ese perro ser diferente de los demás. Sentía, desde que dejó de roer las sobras y retazos del callejón, que una energía a la vez rectora y liberadora lo propulsaba a grandes logros. Tenía ambiciosos planes y se afanaba por informar de ellos a sus camaradas de especie.

–Mi amo, el cadí –decía el perro, a quien le placía omitir el hecho de que su verdadero patrono era el sirviente– está encargado de mantener la ley del visir. Y yo, a mi vez, resulto idóneo para hacer lo propio entre ustedes, pulguientos hermanos. Los conduciré y corregiré, ya que debo guiarlos hacia un futuro por demás espléndido.

Aunque muchos animales habían gobernado el vecindario canino gracias a su fiereza o tamaño, el perro del sirviente, en tiempos callejero, se había impuesto por medio de la teoría y la razón. Y así, como suele suceder, consiguió llegar más lejos que aquellos cuyos argumentos eran el colmillo y la garra. La baba, lo dijo el poeta, es arma de mayor alcance que la espada.

Sucedió entonces que el viejo visir murió y dos aspirantes a sucederlo comenzaron a pugnar en la ciudad. Ninguno era algo mejor que un zoquete de buena estirpe. Solo dos talentos poseían en abundancia: joyas para sobornar a los consejeros y milicianos para amedrentarlos. Buen conocedor de estas circunstancias, el cadí se apresuró a acercarse a los contendientes, ofreciéndoles lealtad y veinticinco hombres a caballo para reforzar su posición. El sirviente, que lo acompañaba a las reuniones que sobrevinieron, se aterraba ante la imprudencia del amo.

–Ay de mí, oh cadí: soy un pobre esclavo, tengo hijos pequeños y esposa en casa. Y cuando uno de los que luchan triunfe sobre el otro, sabrá que fuimos traicioneros y nos matará.

Y se golpeaba el pecho y se tiraba de los cabellos al decirlo.

El cadí, que podía adoptar una expresión de inteligencia cuando le convenía, lo reconfortó.

–Nada de eso, esbirro mío. Mucho me espanta que seas tú, bruto miedoso, quien redacte las sentencias que leo cada día ante los demandantes del barrio. No tienes un gramo de inteligencia y mira que te he instruido yo mismo. ¿No te das cuenta que cuando uno de los que ahora contiende salga triunfador, habrá resultado tan debilitado por la pelea que nos necesitará más que antes y no podrá resistirse a nuestro apoyo?

Pero demasiado miedo corroía al sirviente como para que estas palabras le sirvieran de consuelo. De noche, en su choza, mientras su esposa e hijos dormían, decíase:

–¿Y si el amo estuviera errado y termináramos acuchillados y arrojados a una zanja? ¿Será tal cosa posible?

Menos dudas sobre su papel en el mundo tenía el perro. Para demostrar que era diferente y superior a los demás, comenzó a rechazar la comida que el sirviente le echaba, toda carne y huesos, y a mascar tercamente el panizo de las gallinas. Alguno de sus pares osó burlarse, pero el can del sirviente lo amonestó.

–Ríes, infame, ya que tu miopía no te deja ver que me elevo por encima de ustedes. No soy más uno de aquellos que lametean lo mismo los huesos que las manos que se los arrojan. Soy algo distinto y mejor. Mastico granos como podría mascar piedras. ¡Ha llegado el tiempo de lo nuevo!

En ese momento, ella advirtió que se aproximaba el nuevo día y calló discretamente.

Pero cuando llegó la noche siguiente…

Ella dijo:

El cadí había prometido su apoyo a los dos aspirantes a la sucesión del visir. La ciudad se encontraba al borde de la guerra. Uno de los bandos había decidido utilizar un pabellón verde, puesto que los ojos de su líder eran de tal color, mientras el otro lo lucía negro, en honor a las tupidas cejas del propio. De ventanas y balcones pendían banderas y trapos con los colores del bando predilecto. Las milicias de unos y otros se hostilizaban por las esquinas y no era cosa rara que, luego de las reyertas, se revistieran de cadáveres las calles o que algún ciudadano fuera perseguido y atravesado por espadas si se corría el rumor de que apoyaba a un pretendiente distinto al de sus vecinos.

Sin embargo, el de los artesanos era un barrio de simpatías indefinidas y prueba de ello era que el cadí había mandado decorar la balconada de su casa con un trapo de tono parduzco, como si fuera negro desteñido, pero con brillos que podían ser interpretados como verdosos. Por más que se detuvieron a contemplarlo por horas, ninguno de los vecinos consiguió desvanecer el enigma. Esto causaba gran satisfacción al cadí, quien se daba pellizcos de gusto en las mejillas, felicitándose por su astucia. Pero el siervo era dominado por el recelo y los asistentes al tribunal comenzaron a notarlo desaliñado, pálido y belicoso. Una mañana, de puro delirante, abofeteó a su mujer ante diversos testigos. El amo, avergonzado, a punto estuvo de entregarlo a la guardia.

–¡No comprendes, insensato, que tus llantos invitan a nuestros enemigos a acechar nuestras debilidades! ¡Que los demonios del infierno te monten y atornillen si no guardas silencio!

Entretanto, los esfuerzos del perro por emprender una revolución prosperaban. O eso creía él. Dedicaba parte de la mañana a diversos estudios (y se multiplicaba en lecciones de retórica, historia, estadística e, incluso, agotadoras prácticas de caminata bípeda) y ayudado por una hueste integrada por canes tan callejeros y anhelosos como él mismo, se aventuró a la redacción de una ley general que regiría a los animales de la ciudad.

–¡Riesgo! ¡Solo el riesgo nos llevará a la sabiduría! –amonestaba a sus fieles.

Pero sucedió que, tras semanas de hostilidades encubiertas o francas entre los habitantes de la ciudad, llegó un día a sus puertas un mensajero y, rodeado por hombres de armas y heraldos con trompetas, cruzó las callejuelas y acabó por aposentarse en la plaza central, a la que llenó con grandes fanfarrias. Portaba en la mano un pergamino decorado con la caligrafía propia de los escribas del gran Jalifa.

–Vengan todos, comerciantes, ladrones, estudiosos, farsantes, fieles e infieles. El Jalifa, harto de sus devaneos, ha tomado el conflicto de la urbe en sus manos y anuncia, por mi indigna persona, la decisión de quién ha de gobernarlos. Vengan y escuchen.

De entre el cortejo se escurrió un hombrecillo de barba recortada y turbante, al cual parecían quedarle flojos los ropajes, grande el caballo y desmesurado el cargo. El mensajero lo señaló con su bastón. Ambos sonreían. Allí estaba el nuevo visir.

Los ciudadanos se precipitaron a sus casas y arrancaron y quemaron los pabellones que anunciaban sus anteriores fidelidades. Poco tardaron los contendientes al puesto en ser llevados ante la presencia del enviado del gran Jalifa y de nada sirvieron sus gimoteos, sus promesas de lealtad y la entrega ladina de pergaminos que enlistaban los nombres de quienes los apoyaron. Antes de que el sol recorriera una cuarta parte del cielo, ambos fueron desnudados, flagelados y decapitados y colgaron sus cuerpos en la balconada más alta de la ciudad.

–He aquí que los hombres han comenzado a comportarse como auténticos visionarios –tuvo a bien comentar el perro, quien esperaba la oportunidad de entrevistarse con el flamante visir y acordar con él (o mejor: imponerle) su ley de obligatoria observancia para los bichos y bestias locales.

Menos entusiasmados que el animal parecían el cadí y su siervo. Temblorosos desde el momento en que la noticia de la llegada del nuevo amo y la ejecución de los pretendientes llegó al tribunal, huyeron a ocultarse al fondo de la casa. Un millar de reproches cruzaron por la cabeza del servidor, pero este no se atrevió a expresarlos en voz alta y solo atinó a empotrarse en una despensa y lloriquear.

–Ay de mí y los míos. Por servir a un amo imbécil e inconstante, se acerca mi fin.

En ese momento, ella advirtió que se aproximaba el nuevo día y calló discretamente.

Pero cuando llegó la noche siguiente…

Ella dijo:

Con el paso de los días, ordenó el visir llevar ante su presencia a todos aquellos cuyos nombres figuraban en los listados de amigos de los ejecutados. Como el del cadí destacaba en ambos, se dispuso que fuera el primero en presentarse. Lo arrastraron diez guardias por la calle, mientras él, vestido con apresuradas ropas de noche, repasaba con mente febril las palabras que dirigiría al mandamás de la ciudad en busca de perdón. Fue metido al palacio por una puerta lateral. Lo condujeron ante el sitial de mando por pasillos henchidos de antorchas y gritos.

–Beso el suelo que pisa mi Señor –intentó decirle, coqueto, al visir. Un guardia lo pateó por la espalda y le aplastó el cuello contra el piso.