Escándalo en la corte - Caitlin Crews - E-Book

Escándalo en la corte E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

¡Un matrimonio para robar titulares! Cairo Santa Domini era el heredero real más desenfadado de Europa y evitaba con pasión cualquier posibilidad de hacerse con la corona. Para reafirmar su desastrosa imagen y evitar las ataduras del deber, decidió elegir a la esposa más inadecuada posible. Brittany Hollis, protagonista habitual de las portadas de la prensa sensacionalista, poseía una reputación digna de rivalizar con la de Cairo. Sin embargo, con cada beso que se dieron empezó a sentirse más y más propensa a revelarle secretos que jamás había revelado a nadie. Pero un giro en los acontecimientos supuso una auténtica conmoción para su publicitada vida. Era posible que Brittany no fuera la mujer más adecuada para convertirse en reina… ¡pero llevaba un su vientre un heredero de sangre azul!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Caitlin Crews

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Escándalo en la corte, n.º 2552 - junio 2017

Título original: Expecting a Royal Scandal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9725-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Había algunas invitaciones que no podían ser rechazadas por una mujer sensata.

Y aquella en concreto había sido escrita en persona por uno de los hombres más famosos de la tierra. El escueto mensaje que incluía había resultado misteriosamente intrigante.

 

Reúnase conmigo en Montecarlo.

 

Y aunque Brittany Hollis ya había experimentado muchas cosas a sus veintitrés años, incluyendo haber sido vilipendiada en al menos dos continentes debido a su colección de matrimonios estratégicos, su aparición en un reality show en el que interpretó el papel de malvada, y su peculiar insistencia en negarse a confirmar o negar los escandalosos rumores que circulaban sobre ella, siempre se había considerado una persona sensata.

De hecho, demasiado sensata para su propio bien. O, al menos, eso había pensado siempre. Así era como una virgen intacta había llegado a ser conocida en todo el planeta como una de las mujeres más desvergonzadas que lo habitaba. A pesar de todo, siempre había logrado mantener el control y permanecer por encima de cualquier comentario insidioso, pues ella era la única que conocía la verdad.

Y aunque la hubieran llamado «mercenaria», y cosas mucho peores, su habilidad para mantener siempre la mirada puesta en su objetivo como si fuera lo único que le importara era la mejor forma que conocía de llegar a alcanzar la isla tropical de sus sueños.

Algún día lo lograría. Estaba segura de ello. Pensaba pasar el resto de su vida bebiendo cócteles y disfrutando del sol y la brisa junto al mar sin molestarse en recordar ni por un instante la época en que había sido cruelmente retratada por la prensa amarilla como un ser artero, amoral y malvado.

Brittany estaba impaciente por lograrlo. Había pasado años enviando la mitad del dinero que ganaba a los miembros de su familia, que la tildaban en público de ser un diablo, pero se ocupaban de cobrar regularmente sus cheques y de pedirle siempre más. Pero su querida abuela habría esperado que se ocupara de cumplir con su obligación después de que, diez años atrás, el huracán Katrina se hubiera llevado por delante las posesiones de su madre soltera y de casi toda su familia, dejándolos prácticamente en la indigencia en Gulfport, Mississippi.

Y Brittany había hecho lo posible por cumplir con su obligación. Año tras año, del único modo que sabía, con las únicas armas que poseía: su aspecto, su cuerpo y la fuerza de carácter que había heredado de su abuela, aunque mucha gente pensara que no era más que una tonta sin cerebro. Su medio hermana más joven estaba a punto de cumplir diez años, lo que significaba que aún faltaban ocho para que pudiera comunicar a los miembros de su familia que, para variar, debían empezar a buscarse la vida por sí mismos.

Aunque probablemente utilizaría palabras bastante más duras para comunicárselo.

Entretanto, ahorraba el resto del dinero que ganaba para poder cumplir su sueño de retirarse aún joven a alguna remota isla del Pacífico. Cuando aún estaba en el instituto había visto fotos del archipiélago Vanuatu y había decidido que quería vivir en aquel paraíso. Y cuando lo lograra no pensaba volver al sórdido mundo en que habitaba.

Nunca.

Sin embargo, antes de aquello le aguardaba el elegante esplendor de Mónaco y el hombre que la había citado en el espectacular e icónico casino de Montecarlo para tratar de una proposición que resultaría beneficiosa para ambos. Aunque Brittany no había sido capaz de imaginar de qué podía tratarse, pues no creía tener nada en común con aquel hombre excepto cierto grado de notoriedad internacional… aunque la de este estuviera basada en hechos documentados.

Documentados y a menudo expuestos en internet.

A pesar de todo, Brittany entró en el casino aquella tarde a la hora acordada. Y también se había vestido de forma adecuada para ello. Los civilizados pecados de Montecarlo siempre habían estado envueltos en un barniz de sofisticación y elegancia, y ella no había querido desentonar. Su vestido, de un discreto brillo dorado, caía desde un nudo en uno de sus hombros hasta sus elegantes zapatos de tacón a juego. Sabía que el vestido le hacía parecer a la vez apetecible y cara, algo adecuado para una mujer cuya propia madre la llamaba prostituta en su propia cara. Pero también ayudaba a transmitir una imagen de evidente sofisticación con cada paso que daba, algo que ayudaba a una chica blanca de los arrabales de una ciudad de Mississippi a fundirse adecuadamente con el fondo de glorioso mármol y delicadas hojas doradas que la rodeaban por todas partes. Y a Brittany se le daba especialmente bien fundirse con su entorno.

Sintió el impacto del hombre que había acudido a ver a Mónaco bastante antes de verlo. Se hallaba sentado a una de las mesas de juego más arriesgadas del casino, rodeado por la habitual corte de lacayos y admiradores que siempre solían acompañar a aquella clase de personajes.

La multitud se apartó a su paso y lo vio, sentado con actitud indolente, sin prestar aparente atención al juego, dejando ver que el hombre anteriormente conocido como Su Serena Majestad el Archiduque Felipe Skander Cairo de Santa Domini era tan rico y estaba tan hastiado de todo que no necesitaba prestar atención a sus apuestas ni siquiera cuando las estaba haciendo.

Cairo Santa Domini, el rey heredero exiliado del pequeño país alpino que llevaba su apellido, y el único superviviente de un augusto y reverenciado linaje familiar que se remontaba cinco siglos atrás en la historia. La prensa solía calificarlo como «el azote de las mujeres europeas moralmente comprometidas», aunque también solía decirse que cualquier mujer de reputación impecable podía verse comprometida por el mero hecho de estar a su lado, aunque fuera en alguna aburrida y sosa función oficial.

Al parecer, Cairo Santo Domini, se había empeñado en recordar al mundo con su disoluto y escandaloso comportamiento por qué no debía seguir tolerándose el exceso de antiguas monarquías que aún anidaban en el mundo.

Aquel era el hombre que había citado a Brittany en el casino, y ella sabía bien de quién se trataba. A pesar de todo, el impacto de verlo en persona fue tal que se quedó paralizada en medio del casino. A pesar de estar habituada en sus relaciones a un juego de espejos y miradas, de sutiles sugerencias y simulado desinterés, se sintió incapaz de seguir avanzando.

Y cuando Cairo volvió la mirada hacia ella, una mirada atrevida y a la vez perezosa, Brittany temió no volver a ser capaz de moverse nunca más.

Había visto cientos de fotos de aquel hombre y ya sabía que era guapísimo. Pero también sabía que casi siempre suponía una decepción ver en carne y hueso a los personajes que tan atractivos resultaban en las imágenes de las revistas y las pantallas.

Sin embargo, aquel no era el caso de Cairo.

Poseía una de aquellas cautivadoras y carnosas bocas europeas que le produjo de inmediato un peculiar cosquilleo en la boca del estómago y le hizo imaginar besos ardientes y desesperados en frías ciudades de arquitectura barroca llenas de tiendas de peculiares reposterías, cuando lo cierto era que llevaba años sin imaginarse a sí misma siendo besada por nadie. Su cabeza, grande y perfecta, estaba cubierta por una mata de pelo intensamente negro ligeramente revuelto y cuidadosamente descuidado.

¡Y sus ojos! En las fotos ya se notaba que eran realmente especiales, intensos y bonitos, pero en persona resultaban increíblemente maravillosos. No había otra forma de definirlos. Su exultante color caramelo hicieron que Brittany sintiera que se derretía dulcemente de la cabeza a los pies. La boca se le hizo agua y, a pesar de la distancia que los separaba, sintió que el calor que emanaba del cuerpo de Cairo la envolvía y penetraba hasta el rincón más recóndito de su cuerpo.

Jamás en su vida había experimentado algo parecido a aquello.

Brittany había sido prácticamente inmune a los hombres desde que había visto a los primeros novios de su madre deambulando borrachos por el miserable remolque en que vivían, cuando aún era una niña. El hecho de que hubiera estado casada ya tres veces por motivos meramente prácticos no le había hecho cambiar de opinión sobre el sexo opuesto. Y, desde luego, ninguno de sus exmaridos la había afectado nunca de aquel modo.

Apartó instintivamente los ojos de la atenta mirada de Cairo para deslizarlos por el resto de su cuerpo. La exquisita y oscura camisa que vestía se ceñía como un guante a su espléndido y masculino torso, y la chaqueta, también oscura, hacía que su varonil mandíbula, apenas cubierta por una sombra de barba, resultara aún más decadente y atractiva. Sus piernas, atléticas, largas y cubiertas por unos pantalones negros que debían costar más que las hipotecas de algunas personas, estaban ligeramente extendidas ante su cuerpo, con la indolencia de alguien para quien las afamadas mesas de Montecarlo no eran más que un mero accesorio.

Como ella misma, comprendió Brittany al ver que Cairo alzaba una de sus oscuras cejas con una expresión mezcla de aburrimiento y autoridad a la vez que doblaba imperiosamente un dedo para indicarle que se acercara. Todos sus instintos le gritaron que se diera la vuelta y saliera corriendo, que huyera y se alejara de aquel hombre antes de que la destruyera.

Aquel último pensamiento le hizo temblar como si se tratara de una terrible profecía.

Trató de alejar aquella sensación diciéndose que solo eran meras imaginaciones suyas, meras tonterías.

A pesar de todo avanzó hacia Cairo con una expresión ligeramente burlona, como si no lo hubiera reconocido de inmediato, como si solo se hubiera detenido en medio del casino porque no había estado segura de qué dirección tomar, no porque se hubiera quedado paralizada al verlo.

–¿Es usted Cairo Santa Domini? –preguntó, remarcando un poco su acento sureño para conseguir un efecto más dramático. Sabía que aquel acento solía hacer creer a los que lo escuchaban que estaban hablando con alguien un poco tonto, algo que a ella siempre le había gustado utilizar para su propio provecho.

Como era de esperar, su falsa incapacidad para identificar a uno de los hombres más reconocibles de la tierra fue recibida con expresiones de asombro y murmullos de incredulidad por parte de quienes los rodeaban.

La boca de Cairo, un estudio labrado de pura sensualidad que parecía directamente conectado con el estómago de Brittany, se curvó apreciativamente.

–Me temo que sí –su voz sonó a oídos de Brittany como chocolate derretido, espesa, profunda, con un ligero e intrigante acento–. Pero solo porque nadie más ha decidido dar un paso adelante para ocupar mi puesto, por mucho que yo me haya empeñado en cederlo.

–Una lástima –Brittany se detuvo justo al borde de las piernas separadas de Cairo, segura de que apreciaría el simbolismo. Al ver cómo se intensificaba el brillo de sus ojos supo que así había sido–. Pero supongo que nadie más en el mundo podría alardear de un pene tan infatigable como el suyo y de sus innumerables y lascivas conquistas, ¿no? A fin de cuentas ¿qué supone un reino perdido comparado con eso?

Brittany fue muy consciente del revuelo que provocó a su alrededor lo que acababa de decir. Y aquello era precisamente lo que había pretendido. Sin embargo, no fue capaz de apartar la mirada del sonriente hombre ante el que se encontraba, aunque notó que aquella sonrisa no llegaba a alcanzar sus ojos.

–Y supongo que usted es la señorita Hollis.

Brittany estaba segura de que la había reconocido de inmediato, pero sabía que todo aquello formaba parte del juego, de manera que se limitó a asentir condescendientemente.

–He vivido en el exilio casi toda mi vida –continuó Cairo un momento después sin dejar de mirarla–. Solo los revolucionarios me consideran rey hoy en día, pero supongo que es mejor no contar con esa clase de lealtad, pues suele ir acompañada de gobiernos derrocados y ciudades destruidas –Cairo ladeó la cabeza de un modo que hizo comprender a Brittany que, por muy bajo que hubiera caído, había sido criado para gobernar un país–. Espero que haya llegado hoy hasta aquí sin mayores incidentes. Montecarlo no es exactamente el vestíbulo de las alcantarillas de París. Espero que aquí no se encuentre… fuera de lugar.

Brittany no había esperado que aquel playboy perteneciente a la realeza pudiera ser tan perspicaz. No se le había pasado por la cabeza que pudiera insultarla con tanta maña. A pesar de sí misma, no pudo evitar sentir cierta admiración por aquella cualidad.

–Como suele decirse, las aguas buscan por sí mismas su propio nivel –dijo antes de esbozar una radiante sonrisa–. Y por eso estoy aquí.

Los carnosos labios de Cairo se curvaron de nuevo y Brittany volvió a sentir que alentaban el rescoldo de fuego que, incomprensiblemente, había comenzado a arder en su interior nada más verlo.

–Sin duda debe sentirse halagada por el hecho de que me haya fijado en usted. Por no decir nada sobre mi invitación –dijo Cairo mientras se ponía en pie–. Sin embargo, no parece estar disfrutando de su buena suerte, cara.

A pesar de los altos tacones que calzaba, Brittany tuvo que alzar la mirada hacia su rostro.

–Desde luego que me siento muy afortunada, su excelencia –replicó en un tono exagerada e insultantemente educado–. Realmente afortunada.

A pesar del evidente tono burlón que utilizó, Brittany no se sentía en su salsa. No entendía por qué se sentía prácticamente hipnotizada por la presencia de aquel hombre, pues todo el mundo sabía que, por muy poderosa que resultara su imagen, no era más que un típico gandul contemporáneo.

El modo en que Cairo entrecerró por un instante los ojos le hizo pensar en el seco sonido de un latigazo.

–Vi su actuación –dijo.

Brittany contuvo la respiración. ¿Había estado allí? ¿Entre la audiencia del pequeño club al que el mero hecho de asistir hacía que los personajes más ricos y consentidos del mundo imaginaran que estaban tonteando con el lado más salvaje de sus caprichosas y pequeñas vidas? No podía creer que no hubiera sentido la intensidad de su presencia.

–Tiene una forma muy interesante de abordar el arte de la parodia, señorita Hollis –continuó Cairo–. Todos esos insinuantes paseos por el escenario, enseñando de esa aterrorizadora manera los dientes ante su público, retándolos a negarle sus ofertas de unos cuantos billetes a cambio de poder echar una lasciva ojeada a su diminuta ropa interior… Creo que estaría mejor con un látigo en la mano, simulando un completo desinterés por las fantasías habituales del resto de los mortales.

A pesar del temblor interior que le produjo el preciso retrato que Cairo acababa de hacer de la actuación que había llevado a cabo para conseguir algunos titulares escandalosos más, Brittany logró sonreír con ironía.

–Veo que se fijó atentamente en mi actuación. ¿Acaso está escribiendo una crítica para algún periódico?

–Considérelo la estudiada reacción de un ardiente fan de esa forma de arte.

–No sé qué me sorprende más, si el hecho de que todo un aristócrata como usted acudiera a ese club de las «alcantarillas de París», o que esté admitiendo haberlo hecho a la vista de toda esta exigente elegancia de Montecarlo –Brittany se inclinó ligeramente hacia delante antes de susurrar–: Supongo que es consciente de que sus desesperados acólitos lo están escuchando. Debería tener más cuidado, su exiliada Majestad.

–Tenía la impresión de que mi comportamiento ya no suponía ninguna conmoción para nadie, o al menos eso me ha hecho llegar a pensar la aburrida prensa británica. En cualquier caso, ¿cree realmente que ese regreso a los tugurios de su conocido pasado suponen una buena inversión en su futuro? Había llegado a creer que con su último matrimonio había tratado de cambiar de rumbo. Fue una pena lo del testamento. Se lo digo como amigo, por supuesto –añadió Cairo con una demoledora sonrisa.

–Me sorprendería mucho que tuviera algún amigo de verdad –replicó Brittany mientras le devolvía la sonrisa–. Pero, si me permite hacer un inciso, poder echar un vistazo a mi diminuta ropa interior se consideraría un regalo muy generoso en determinados círculos que usted conoce muy bien.

–Vamos, vamos, señorita Hollis. Al final no se desnudó, como se había anunciado a bombo y platillo. De hecho, apenas actuó, a pesar de que se suponía que la oportunidad de ver desnuda a la desgraciada viuda de Jean Pierre Archambault era la principal atracción del espectáculo. Todo resultó ser una lamentable farsa.

Brittany se encogió de hombros con delicadeza.

–Supongo que ello supuso una experiencia novedosa para un hombre tan bien conocido por sus depravadas costumbres.

Cairo ladeó la cabeza mientras le dedicaba una mirada que no habría podido ser calificada precisamente de amistosa. Por algún motivo, aquello hizo que resultara aún más atractivo.

–Todo el mundo sabe que ni siquiera fue capaz de terminar sus estudios en el instituto.

Brittany no mostró la más mínima reacción ante aquel brusco cambio de tema, una simbólica e innecesaria bofetada para ponerla en su sitio, pues nunca había lamentado nada de lo que había hecho para escapar de su miserable existencia en Gulfport.

–¿Y cómo califican el hecho de que usted tampoco pudiera terminarlos a pesar de haber acudido a un colegio privado tras otro? –preguntó con dulzura. A fin de cuentas «Su Majestad» no era el único que tenía acceso a Internet–. ¿Cuántos fueron? ¿Seis o siete? Sé que los obscenamente ricos tienen sus propias reglas, pero tenía la impresión de que sus numerosas expulsiones significaban que, al igual que yo, está pasando por la vida sin el título de bachiller. Tal vez incluso podríamos acabar siendo buenos amigos…

Cairo ignoró las palabras de Brittany, aunque esta creyó captar cierto destello de aprecio en su mirada.

–Huyó a los dieciséis años en compañía de su primer marido. Y menuda elección. Era lo que podríamos llamar…

Cairo se interrumpió, como en deferencia por sus sentimientos. O como si de pronto hubiera recordado sus modales.

Brittany rio.

–Consideraba a Darryl una forma de salir de Gulfport, Mississippi –replicó–. Y le aseguro que uno quiere salir de allí corriendo, sin preocuparse por lo que tenga que hacer para conseguirlo. Pero supongo que habiendo crecido mimado y adorado en alguna de las numerosas propiedades de su familia en el extranjero usted nunca tuvo que tomar ese tipo de decisiones.

–Sin embargo, su segundo marido resultó mucho más adecuado para el estilo de vida al que no tardó en acostumbrarse, ¿verdad? Acabaron haciéndose bastante famosos en aquel lamentable programa de televisión que protagonizaron.

–Hollywood Hueste duró dos temporadas en pantalla, y se considera uno de los reality shows menos atroces de los muchos que hay y ha habido. Y la mayoría de los televidentes estaban obsesionados con la historia de amor entre Chaz y Mariella, no con la mía con Carlos.

–La historia del «artista» del tatuaje y la triste secretaria que lo alentaba a seguir los impulsos de su corazón para convertirse en un verdadero paisajista –dijo Cairo con ironía.

Brittany rio abiertamente.

–Historias fascinantes, sin duda.

Todo había sido completamente falso, por supuesto. A Carlos le dijeron que el personaje gay para cuya prueba se había presentado ya había sido elegido, pero que había una oportunidad para los personajes de una chica mala y su desafortunado marido, con la condición de que estuvieran realmente casados. Brittany era la única mujer que había conocido Carlos que tuviera tantas ganas como él de salir de Texas, de manera que no tuvieron que pensárselo demasiado. Lo cierto era que, tras su experiencia con Darryl, Brittany no tenía en especial estima la institución del matrimonio, de manera que no mostró remilgos al respecto. Carlos y ella permanecieron juntos el tiempo suficiente para hacerse famosos en el mundillo de los reality shows y, cuando los índices de audiencia comenzaron a desplomarse, Brittany «dejó» dramáticamente a su marido para que Carlos pudiera lamentarse de ello en la prensa amarilla y conseguir un nuevo programa gracias a la publicidad. Ella quedó como la típica fulana de clase baja que había arruinado la vida de un buen hombre, dulce, pobre y joven.

–Jamás lo habría imaginado como un fan de aquel reality show –dijo con una ceja alzada–. Ni de ningún otro, la verdad. Suponía que los habitantes de su estrato social solían deambular por ahí simulando leer como mínimo a Proust.

–Paso mucho tiempo viajando, y no suelo dedicarlo precisamente a leer a Proust –replicó Cairo con indiferencia–. Y por cierto, ¿aún estaba casada con Carlos cuando conoció a Jean Pierre?

Brittany no necesitó esforzarse para dejar escapar una risa completamente falsa.

–Su Majestad parece estar confundiendo mi currículum con el suyo.

–Hablando de Jean Pierre, que descanse en paz, ¿qué fue lo que llegó a reunirlos? A fin de cuentas él era una anciano confinado a una silla de ruedas al que le quedaban pocos meses de vida y, sin embargo, usted… –Cairo dejó sin concluir la frase mientras deslizaba una lenta y expresiva mirada por la figura de Brittany.

–Compartíamos nuestro común interés en las ciencias aplicadas, ¿qué si no? –replicó ella con alegre desparpajo.

–Un interés que, evidentemente, los hijos de Jean Pierre no compartían, dado que apenas tardaron unas horas en echarla del castillo cuando su padre murió. Además, luego fueron con el cuento a la prensa. Una lástima.

–Su invitación no mencionaba que íbamos a dedicarnos a estos juegos biográficos –dijo Brittany animadamente, como si le diera igual ser eviscerada en público de aquella manera–. Lamentablemente, no he venido preparada para ello. Pero veamos… –añadió a la vez que sujetaba su bolso bajo el brazo y empezaba a señalarse los dedos uno a uno–. Sangre real. Sin trono. Casi siempre desnudo. Ocho mil mujeres. Un montón de escandalosas cintas de sexo…