Escapa de las tinieblas - Pol Turró - E-Book

Escapa de las tinieblas E-Book

Pol Turró

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Beschreibung

Pol Turró es un joven empresario dotado de un carisma especial para las relaciones de amistad y de seducción amorosa. Como tantos jóvenes fuma porros y es inquieto. Tras un largo periodo de euforia le diagnostican una bipolaridad. En "Escapa de las tinieblas" narra en primera persona todo su proceso vital, sus relaciones familiares, las amigas y amigos, tanto los que siguen siéndolo como los se quedaron por el camino, los médicos y terapeutas que le han ayudado y los que no y hasta las diferentes medicaciones que le han prescrito, así como sus virtudes y defectos. Varios intentos de suicidio le llevan a recorrer un periplo por hospitales e instituciones dedicadas a la rehabilitación, lo que le lleva a conocer en profundidad la situación de la salud mental en Cataluña y España. El testimonio de Pol Turró es único, nadie ha contado desde dentro ni lo ha hecho con tanta sinceridad, lo que siente y padece una persona diagnosticada de bipolaridad (hay muchas no diagnosticadas) y simultáneamente adicta al cannabis. Es un desnudo inte- gral, conmovedor, emocionante y trufado de anécdotas que te harán llorar, pero también sonreír.

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ESCAPA DE LAS

TINIEBLAS

Pol Turró

Escapa de las tinieblas

© Pol Turró Sánchez, 2024

© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores

Diseño y maquetación ePub: Sergio Verde (www.sergioverde.com)

Foto composición portada: Bolaberunt

Corrección de texto: Anna Altés

ISBN:978-84-19880-23-9

Para más información sobre la presente edición, contactar a:

Editorial Alt autores

Henao, 60. 48009 Bilbao (España)

CIF: B95888996

www.altautores.com

El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional

Gautama Buddha

NOTA DEL AUTOR:He modificado el nombre de la mayoría de las personas que aparecen en este libro para proteger así su privacidad. Solo con el mío, los de mi familia y el de mi amigo Álex, he mantenido el nombre real.

Table of Contents
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
MI INFANCIA
ORÍGENES
TELEMAKI
AMELIA
EL LOCO DE WALL STREET
ES USTED BIPOLAR
TELEMAKI SUBE COMO UN COHETE
CELIA AL ALBA
DEPRESIÓN
CANNABIS
JOANA BY JOANA & JOANA BY ME
BYE BYE DEPRESSION, WELCOME MANIA & PSYCHOSIS
ME PUEDE LA RABIA
LA CIUDAD DE LOS LOCOS
EL FATÍDICO 21 DE JULIO DE 2017 (MI VERSIÓN)
EL FATÍDICO 21 DE JULIO DE 2017 (VERSIÓN JOANA)
AFTER THE FALL
LA MONTAÑA RUSA
CON LA VERDAD POR DELANTE
MI AMIGO ÁLVARO
INGRESO VOLUNTARIO
MIS AMIGOS DEL CENTRO DE RECUPERACIÓN DE BARCELONA
VOLVER A EMPEZAR
ÁLEX
BUDA
XEPLION
Y LLEGÓ LA COVID
DEPORTE Y NOVIA DE CONFINAMIENTO
¿DÓNDE ESTÁ ÁLEX?
LA NUEVA (NO)RMALIDAD
EN LA GARRIGA, EL PUEBLO DE ÁLEX
LLÚRIA
ADRIANA
SER Y PARECER
SANT BOI REVISITADO
CORBERA
DOS REALIDADES EN UNA
LA CONFESIÓN
OLIVIER Y JOAN, MIS DOS TERAPEUTAS
DUALES Y ESTÁNDARES
BYE BYE VOCES
VOY A HABLAR DE MI LIBRO
TRAS EL 10 DE DICIEMBRE DE 2021
CONSEJOS DESDE LA EXPERIENCIA
AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

Prepárate para sentir un puñetazo en la boca del estómago. Un golpe seco cuyos efectos se prolongan en el tiempo a medida que lees. Prepárate para asomarte al abismo de un pozo oscuro cuyo fondo no se atisba, y esa negrura aterra. Los seres humanos buscamos experiencias predecibles, incluso aquellas que prometen novedad, pero la sensación de sorpresa controlada no existe en el texto de Pol. Lo suyo es un delirante “más difícil todavía” en el que lector se sumerge con incrédula estupefacción. ¿Puede un ser humano vivir un infierno tan prolongado? A fe que sí.

Conozco a Pol desde las sombras, agazapada en mi cariño hacia Joana, su madre, cuyo relato me ha acercado a su enfermedad a largo de estos años. Nunca hubiera hablado de él si este libro no existiera, pues de igual modo que Pol explica que la familia nuclear es esencial en la mejora de la salud mental, la lealtad y la discreción son ingredientes irrenunciables en una amistad; pero ella ha querido que leyera el texto antes del bautismo de su impresión y trato ahora de resumir la huella de su impacto. Me resulta muy difícil no estremecerme. Difícil no empatizar con la madre, la hermana, la amiga… difícil que la sororidad no me conecte con esas mujeres que han amado a un joven cuya cabeza se volvió su peor enemigo, a sabiendas de que ese amor no discierne la perversa dualidad que habita dentro de ella. Existe en el alma femenina una vocación redentora afanada en curar el dolor del ser querido, pero el relato de Pol enseña que no hay amor que redima al cien por cien la tortura de la enfermedad mental y se precisa, en cambio, una maquinaria bien engrasada que la aborde desde todos sus ángulos. Necesitábamos la transcripción sin eufemismos de lo que experimenta alguien diagnosticado con un trastorno bipolar, no por nombrar la patología sino por comprender lo que significa, ya que, como el propio Pol advierte, hemos blanqueado la enfermedad mental, dejando que sean solo los médicos quienes la expliquen. Como si los números no reflejasen historias. Como si los pacientes fueran apestados. Como si al invisibilizarlos, no los viéramos.

Con un “he decidido contar mi biografía” arranca Pol, porque la suya es una de esas vidas tan exprimidas que suman muertes y resurrecciones -en su caso, literales-, anticipándose quizá a quien piense que a los 30 no se escriben memorias, salvo que te llames Taylor Swift. Enseguida entiendes el porqué. La enfermedad hace que convivan en él la depresión y el delirio, el fracaso y el triunfo, la desidia y el deseo patológico, como si fuesen compañeros de piso en el reducido espacio de un cerebro en llamas. Siento que la enfermedad ha robado a Pol también los puntos intermedios. Esos grises que nos ayudan a relativizar lo que resulta difícil sin ellos. El libro recoge las voces que hablan, los centros de internamiento, las mil y una medicaciones, las alucinaciones, el martilleo del suicidio entre sus sienes, las cuerdas, los cinturones, las piedras… las veces en que parecía que sí y luego volvía a ser que no. Diría que su escritura fluye, a propósito, con el mismo ímpetu con el que brotan sus estados de ánimo porque Pol evita cualquier giro o expresión que la vuelva cosmética, eso sería tanto como administrar benzodiacepinas al lector. “La enfermedad mental libra varias batallas, la interna y la externa, en un historial de dinero malgastado, mujeres, drogas, putas, una película de terror en la que el protagonista a veces entiende y otras no”. Así es él, un “padeciente”, fortalecido al compartir, primero con su terapeuta y su familia, después con el lector, una revelación dantesca a la que cuesta acostumbrarse incluso en la distancia del papel, aunque si buscas conmiseración te equivocarás. Tampoco el mito del héroe que resurge de sus cenizas. En cambio, sí la liberación del alma a través de la escritura y el reconocimiento a quienes no dejaron de amarle, incluso cuando entendieron que el afecto era poca medicina.

Me viene a la memoria una conversión conversación con Joana, su madre, en uno de sus episodios más críticos, y mi sensación de no saber ofrecer otra cosa que la escucha, porque qué consuelo hay para una madre cuyo hijo agoniza tras un intento de suicidio. Solo hay que leer el capítulo sobre aquel 21 de julio de 2017 para imaginar su desesperación buscando al hijo que teme muerto; es de justicia reconocer que Escapar de las tinieblas hubiera sido imposible sin ella, sin el padre o Carla, la hermana que decide convertirse en médico para comprender esa ecuación repleta de incógnitas que es la mente de Pol. Cierto que la ciencia se aproxima, pero difícilmente predice el amor propio que ha desarrollado como arma sanadora al escribir este libro. No todo el cerebro queda reflejado en un escáner.

“Como ocurre en todos los viajes, uno nunca es el mismo cuando va que cuando vuelve”. Una de últimas frases del Pol refleja el rastro que él nos deja: la certeza de que nadie permanece indemne tras la lectura de un libro que busca conectar con la vulnerabilidad, a sabiendas de que ese lugar en el que estuvo el autor es más común y cotidiano de lo que sospechamos. ¿Y si en lugar de apagar la luz para no verlo encendemos el foco y hablamos sobre él?

Teresa Viejo Escritora y conferenciante. Presidenta Fundación Diversidad.

INTRODUCCIÓN

Al comenzar este libro tengo casi treinta años, tengo una bipolaridad diagnosticada y mis crisis maníacas y depresivas me han llevado a extremos asombrosos. No escribo para contar mi vida, aunque daría para una serie. Desde mi posición de paciente, mi testimonio intenta ayudar a todas las personas interesadas en la salud mental, en especial a los familiares directos de los enfermos, que sufren doblemente. Por su enfermedad y por el estigma social que representa padecerla.  

Repaso los últimos diez años de mi intensa vida sin esconderme, en estado de desnudez integral en cuanto a mis vivencias y con absoluta libertad en la expresión de mis opiniones sobre lo mal que funciona la salud mental en la España actual. Lo detallaré, pero les anticipo que replicar los métodos de la salud física a la mental ha conducido a un desastre que podemos y debemos reparar.

Además de bipolar soy adicto al cannabis. En la jerga de los centros terapéuticos soy un caso dual, algo que se da con bastante frecuencia. Las adicciones también son enfermedades como las esquizofrenias o las depresiones crónicas. Ambas necesitan largos tiempos de sanación, mucha atención profesional y una fuerte colaboración activa del paciente. Obviamente, esto exige invertir en recursos humanos y técnicos.

El estigma social de la salud mental tiende a aislar a las personas con problemas. Y así no hay manera de salir del pozo. Por suerte, yo tengo una familia que me sostiene, me acompaña y me comprende. Y me quedan algunos buenos amigos. Puedo entender a los que se alejaron de mí a causa de mi enfermedad, hace falta una buena dosis de empatía para mantener una relación afectiva con alguien diagnosticado.

Tanto por parte de padre como de madre, mi familia procede de la cultura del esfuerzo y la formación continuada. De natural impulsivo, hice crecer esa semilla y me lancé al campo empresarial. Con un amigo fundé una cadena de restaurantes de comida a domicilio. Fue un éxito fulgurante que me llevó a una vida acelerada, excesiva en todo. Mi físico y el carisma que me atribuyen me llevaron a conquistar y dañar a varias mujeres, algo que lamento de veras.

Pero mi éxito en la vida no ha sido triunfar prematuramente en un negocio que no se sostuvo mucho tiempo, sino superar mi caída a las tinieblas, a una oscuridad tan dolorosa que me condujo a varios intentos de suicidio por saltos al vacío desde gran altura, que me han conducido a largos periodos de recuperación física y posteriores ingresos en centros terapéuticos. Varias veces me creí recuperado, pero al no haberlo fundamentado en bases sólidas, he recaído. Detallo los porqués y los cómos a lo largo del libro.

Cumplo los treinta en un espacio de sanación comunitario, rodeado de naturaleza y realizando un profundo trabajo terapéutico individual y grupal, reinventándome en cuanto hábitos, valores y recuperando el control de mi vida que tantas veces di por perdido. Escapo de las tinieblas, veo la luz en mi vida y, poco a poco, con ayuda y en compañía me recupero. Atisbo un final feliz y me aferro a esa esperanza.

Te invito a leer este libro, que no está basado en hechos reales, sino que cuenta hechos reales y está escrito desde el dolor de unas experiencias traumáticas. Son las memorias de un joven entre los veinte y los treinta años en pleno siglo veintiuno. Un siglo acelerado, el de las redes sociales y las drogas de diseño, un tiempo donde te venden la promesa de vivir meses en días. 

Te invito a bucear en mi vida, no voy a defraudarte. No vendo humo, soy fuego y mi intención es abrasarte.

Abrasarte y abrazarte.

MI INFANCIA

He vivido toda mi infancia en la casa familiar de Sant Just Desvern, un municipio que forma parte del área metropolitana de Barcelona. Para quienes no conozcan la zona, añadiré que Sant Just es reducido en volumen de habitantes y elevado en lo que toca a renta per cápita. Cuando me emancipé, con veintitrés años, viví de alquiler en muchos pisos, más de diez que recuerde, pero la casa de mi madre siempre ha sido mi referencia de lugar, eso tan importante para las personas que llamamos hogar.

Estudié en el Colegio Garbí, que está en Esplugues de Llobregat, muy cerca de Sant Just. No creo mucho en las coincidencias, pero aquí van dos: el velero de mi padre, del que hablaré dentro de unos capítulos, se llama igual. Garbí es el viento más típico de la Costa Brava junto a la tramontana. Los barcos y los colegios buscan lo mismo: llevar a sus pasajeros a buen puerto, eso tienen en común Y la segunda: fue en Esplugues donde abrí mi primer restaurante japonés con veinte años. Eso lo contaré también más adelante.

Algunos amigos del colegio me han acompañado toda la vida, como Adriá, Ángel y alguno más. A Ángel le hice una buena putada, como veréis, pero terminamos por reconciliarnos. Del resto del grupo estoy distanciado ahora. Formamos una bonita pandilla, aunque yo, además de con ellos, me relacionaba con compañeros de lo más variado. Fuera del colegio, en Sant Just solía acudir a un club donde jugaba al baloncesto. Es el momento de indicar que mido uno ochenta y cinco, algo que ayuda en ese deporte aunque no determine. Era y sigo siendo desigual: fui el peor jugador del equipo con doce años, con dieciséis me nombraron capitán por ser el mejor y dos años después volví a ser el peor y arrastrarme por la cancha. 

Como estudiante me caractericé por sacar buenas notas sin dar ni golpe en las materias que no me interesaban. Me gustaba la filosofía. Es otra coincidencia, o tal vez no, que mi madre estuviera a punto de estudiar esa carrera en la Universidad. Mi filósofo favorito era Diógenes de Sinope, el emblema de la escuela cínica. Llevó tan al extremo su modo de vida austero que su casa era la calle. Por entonces, Maslow no había publicado su famosa pirámide, que Diógenes contradijo al poder realizarse con lo mínimo. Hasta el punto de que, siendo un indigente, era considerado como uno de los mayores sabios en la Antigua Grecia.

Su fama era tal que el rey Alejandro, el Magno, se empeñó en conocerle. Fue al lugar donde estaba sentado y le dijo:

— Soy el Rey.

— Y yo Diógenes, el perro.

— ¿Por qué te llaman el perro?

— Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no me dan y a los malos les muerdo.

— Pídeme lo que quieras —le dijo Alejandro, impresionado.

— Que te apartes de donde estás porque me tapas el sol.

Aparte de esta anécdota, que me encanta, me interesé por Aristóteles y por Platón y su caverna, donde las sombras reflejadas en una pared consideramos que son la realidad. También me interesó la paradoja del gato de Schrödinger, cómo se puede estar a la vez vivo y muerto, vivo si nadie te observa y muerto en cuanto el mundo interactúa contigo. Tanto el mito de la caverna como la paradoja del gato pueden aplicarse a mi vida, no las he citado aquí para dármelas de trascendente.

En el terreno de las anécdotas escolares, una vez perdí el libro de Filosofía. Ofrecí una recompensa de cuarenta euros, un dineral para un estudiante, a quien lo encontrara. No apareció y acabé robando uno de un pupitre cercano. También la lie en clase, haciendo destrozos en el aula solo por diversión. En esto también fui premonitorio. Como en esta ocasión no dejé rastro no me pillaron, aunque sospecharan de mí.

En Historia fui bueno y más aún en Historia del Arte. Los profesores me respetaban y a la vez me odiaban porque me reía literalmente en su cara. Sabían que no estudiaba más que la víspera de los exámenes, a veces incluso el mismo día, y sin embargo tenían que ponerme buenas notas por mis contestaciones. ¿Cómo lo conseguía? Con la ayuda de mis amigos, nunca fui un chaval solitario. Un ejemplo: al profesor de Literatura le dio por hacernos leer Mirall trencat de Merce Rodoreda, Espejo roto. A toda la clase le daba un palo tremendo leerse un libraco de cuatrocientas páginas, pero no les quedó otra que dedicarle horas y horas.

Yo decidí no leerlo y eso que el profesor nos avisó de que íbamos a pasar un duro examen de comprensión de textos. A mí lo que me importaba era la nota y no tener que estudiar para sacar una buena. Demostrar poder intelectual sin aburrirme, entregando mi esfuerzo a lo que me gustaba. Uno de mis mejores amigos, un tipo muy inteligente, me resumió el libro capítulo a capítulo horas antes del examen. Mientras me lo contaba, yo iba tomando notas esquemáticas de las cuestiones conceptuales y de los personajes y fechas más relevantes. El profesor suspendió a toda la clase menos a tres y mi nota fue la segunda, si no la mejor. Como era público y notorio que no había leído el libro, mis compañeros me odiaron. Por el vacile anterior al examen y por el posterior a la nota.

En otra ocasión, el profesor de Lengua nos hizo un examen sorpresa de fonética. Tengo que decir que no tenía ni idea de qué era eso. Le pregunté a mi compañero de qué iba y me lo explicó en poco tiempo, pero tan bien que me preparé una chuleta y, aunque nunca he sido partidario de copiar, aquella vez me sirvió para sacar una nota mayor que la suya.

Además de pedir ayuda a mis compañeros, también socializábamos. Seguramente, no me hubieran prestado tanta ayuda de no haber salido a divertirme con ellos, aunque creo que había en clase más gente que no me soportaba que amigos. Porque si era hábil para sacar buenas notas, tampoco era manco en modo diversión. Yo no me cortaba un pelo con mis colegas, decía lo que se me ocurriera en cada momento sin controlarme demasiado. Cuando acababa la clase del mediodía y tocaba ir a casa, mis amigos y yo corríamos a un bar vasco a comer pinchos y tomarnos una birra o una sidra antes de volver al colegio.

De mis experiencias al final del colegio con el alcohol, el cannabis y las chicas hablaré largo y tendido a lo largo de este libro, pero por ahora lo dejo aquí para contar mis primeras aproximaciones al mundo empresarial y al universitario.

ORÍGENES

Desde niño he vivido el mundo de la empresa. Mi padre y mi madre, los dos, son empresarios y desempeñan cargos ejecutivos. Con dieciocho años me metieron en el Consejo de administración de una empresa recién creada. Imaginaros lo importante que me sentí siendo un chaval en medio de unos socios que como poco me doblaban la edad. Intentaba ser prudente, pero mi energía juvenil me lo impedía. Sin saber nada de negocios opinaba con desparpajo sobre los asuntos en las reuniones y eso que allí sobraban inteligencia, experiencia y conocimiento empresarial.

Solía esperar a las conversaciones de después de los Consejos para desplegar mis habilidades, aunque no me callé el día que detecté un descuadre en el balance y un fallo en la proyección de la cuenta de resultados. Era una época donde el liberalismo político y, sobre todo, el económico resurgía de la mano de Albert Rivera. Como ferviente liberal, recuerdo que opinaba sobre la bondad de las bajadas de impuestos, especialmente del de sociedades. Tampoco escondía mis opiniones políticas a pesar de que mi padre había trabajado en altas esferas de gobiernos de la Generalitat. Medio en broma, medio en serio, me instaban a presentarme en un futuro a presidente del gobierno.

Por entonces yo estudiaba Administración de Empresas en ESADE, una universidad de élite de la que se nutren multinacionales y grandes despachos. Las primeras semanas fui a clase y hasta saqué un sobresaliente en un parcial de Sociología. Pronto me aburrí y dejé de ir a clase. Como no quería que mis padres se enteraran iba todos los días a la biblioteca donde leía prensa económica y los libros que me interesaban. No debí de perder el tiempo porque mi padre, antiguo profesor de Económicas, me preguntaba sobre macro y microeconomía y sabía contestarle. 

La Universidad no fabrica millonarios. Lo que yo quería era fundar mi propia empresa y hacerme rico. Una idea que compartía con mi amigo de la infancia Antón. Vivíamos en el mismo pueblo, San Just Desvern, cerca de Barcelona y compartíamos la misma ilusión. Siempre le he considerado inteligente y él también a mí. Hoy en día ya no somos amigos aunque seguimos siendo socios. Él ha navegado siguiendo un rumbo pensado de antemano y yo he ido dando tumbos. Una de las cosas que más siento es haber perdido esa amistad.

Antón y yo nos conocimos a través de un amigo común, un compañero mío del equipo de baloncesto que iba al instituto con él. Teníamos trece años y lanzamos unos tiros a canasta. Claramente vimos que el baloncesto no era lo suyo. Conectamos hablando de negocios, aun siendo adolescentes, compartíamos el sueño de fundar una empresa juntos. Íbamos a restaurantes e intentábamos deducir los beneficios a base de estimar los ingresos y gastos. Fuimos también a la Bolsa de Barcelona, hasta que nos dimos cuenta de lo poco que nos servía.

Un par de años después, en el apartamento de mi familia en Playa de Aro vimos Wall Street y nos quedamos alucinados viendo cómo el personaje que interpretaba Michael Douglas, Gordon Gekko, como manipulaba a su antojo el mercado financiero. Sobre todo, nos impresionó apreciar el poder que el dinero ejerce sobre las personas, aunque en aquel momento no pensábamos en operaciones como las suyas.

Sembramos la semilla de la empresa en un viaje a Ibiza con dieciocho años. Aunque lo conocía por mis padres, el sushi en Barcelona era muy exclusivo y, sin embargo, hacía furor en la isla. Lo comíamos y cenábamos casi a diario y después nos fumábamos un Cohiba en el club Ushuaïa, planeando nuestro asalto al fortín del dinero. Alquilamos un coche y ligamos los dos. Una noche camino de una discoteca vimos un control de policía. Para eludirlo, se me ocurrió aparcarlo en prohibido, de manera que cambiamos el cepo por un soplado que hubiera dado positivo y nos hubiera dejado sin carné.

— Yo estaré forrado —me dijo un día en la playa—, pero lo tuyo ni me lo puedo imaginar.

Lo teníamos todo en común salvo el deporte. Nuestras familias se conocían y se llevaban bien y los dos queríamos hacernos ricos fundando una empresa a medias.

Como ya he apuntado, a mis padres les encantaba la comida japonesa. Desde muy niños, nos llevaban a mi hermana Carla y a mí a los primeros japos de Barcelona a comer sushi.

— No miréis —nos decía mi madre delante de un maki de salmón o de atún—. Cerrad los ojos para saborearlo.

Con mis padres y mi hermana y luego sin ellos he conocido decenas y decenas de restaurantes. En Barcelona, en Madrid o en Baleares. Sé diferenciar un buen yakisoba de uno mediocre y una tempura conseguida de una aparente. Por cierto, la tempura la introdujeron en Japón los misioneros jesuitas españoles en mil quinientos y pico.

Mi padre era un hombre moderno. Los sábados por la mañana hacía la compra y a mediodía se ponía a cocinar. Preparaba unas paellas y unas fideuás exquisitas. A Carla y a mí nos encantaban, pero acabamos cansados de tanta repetición. Así que, además de la faceta empresarial, heredé de mi padre la habilidad y la pasión por cocinar.

Me atrevo con todo. Durante un tiempo estudié un método infalible para ganar dinero en Bolsa. Se basaba en la limitación autoimpuesta tanto de pérdidas como de ganancias. Hice un montón de simulaciones para perfeccionarlo. Me sentía tan eufórico con mi invento que convencí a mis padres y a mi amigo Adriá para que me prestaran un dinero que iba a devolverles con suculentos beneficios.

La teoría no era mala, pero no funcionó tan bien en la práctica, así que ideé otro negocio: vender marihuana. Lo monté con un socio, cuyo nombre no mencionaré, y pronto encontramos un proveedor. Compramos un kilo y lo guardamos en un trastero de alquiler donde empaquetábamos la droga en bolsas herméticas de veinte o veinticinco gramos. Mi socio se encargaba de venderlas o de encontrar quienes lo hicieran por él. Yo no tocaba casi la mercancía. Cuando vendimos el tinglado sacamos un beneficio razonable.

Analizando el balance de esta empresa, descubro tres errores que un dealer no debe nunca cometer: no llevar al día la contabilidad, consumir sin tasa mi propia mercancía y despilfarrar el dinero que entraba. Lecciones que tenía que haber aprendido de cara al negocio de sushi a domicilio que abrí con Antón.

TELEMAKI

Estando fumado una noche con mi novia de entonces, Amelia, se me ocurrió el nombre ideal para la primera, y la mejor, cadena de sushi a domicilio: Telemaki. Pero para poner en marcha una empresa tan ambiciosa hace falta capital. Lo calculamos Antón y yo en cuarenta mil euros. Con parecidas artes que las utilizadas para conseguir de mis padres y mi amigo Adriá su dinero para que yo invirtiera en Bolsa, más lo que puso mi socio, abrimos en Esplugues del Llobregat el primer Telemaki.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Era el 8 de febrero de 2013 y yo estaba a cuatro días de cumplir veintiún años. Ese viernes me lo jugaba todo a una carta. No solo por los treinta mil euros que me habían prestado mis padres, sino por mi autoestima como empresario. La gente de mi edad de entonces estudiaba ADE y como no hay tantas empresas para el montón de administradores titulados que saca cada año la universidad terminan sabiendo menos que yo, que a falta de título tengo más ideas que arena una playa.

Si alguna vez os habéis jugado tanto de una sola vez entenderéis el estrés brutal que me dominaba. Triunfador o estafador, sin espacios intermedios. Antón y yo dominábamos la teoría: no puedes abrir una tienda/restaurante sin una fuerte campaña de promoción. La llamamos “La fiesta del sushi”, barra libre de comida japonesa a doce euros y además una copa de cava de bienvenida. Rematando las obras del local, que nos quedó muy cuco aunque miramos bastante la pela, me olvidé de todo lo demás, incluida Amelia.

Abrimos a las cuatro de la tarde de ese viernes. Aparte de Antón y yo, estábamos un chef, Tomás, una ayudante de cocina, una chica para atender a la clientela y un par de motoristas para los repartos a domicilio. Todos quietos esperando a un público que no venía. Dieron las cinco, las seis y las siete y no venía nadie. Yo intentaba calmar mi ansiedad fumando un Marlboro tras otro. Me iba haciendo a la idea del fracaso, la putada de montar un negocio para mandar pedidos a mis padres y a los de Antón. Tanto esfuerzo para nada.

No me había dado cuenta del día que era y que los viernes la gente sale más tarde y de golpe. Para la ocho, empezaron a llegar clientes y a las nueve el local estaba a rebosar. Había cola en la puerta y el teléfono no paraba de sonar. Yo atendía a los clientes, dándoles consejos sobre qué pedir y después de un buen rato subí un instante al despacho a fumarme un cigarrillo. Al bajar pasé por cocina y les vi sobrepasados. Me dijeron que había algunas quejas por la tardanza en servir los pedidos. 

Por carácter yo no puedo levantar los hombros como diciendo esto es lo que hay. De modo que me puse el delantal y empecé a cocinar mientras Tomás y la ayudante elaboraban el sushi. La comida salía deprisa, trabajábamos a un ritmo frenético y parecíamos tener más manos que tentáculos un pulpo. Debía de estar todo muy rico porque hasta venían clientes a cocina a felicitarnos. Cuando pudimos relajarnos un poco cruzamos nuestras miradas Tomás y yo.

— ¿Quieres un Porsche Cayenne? Pues yo una casa con piscina —le dije entusiasmado.

Terminamos la noche facturando más de mil euros. Me fui a la caja, cogí un fajo de billetes y los lancé al aire mientras me fumaba un porro. Me sentía un empresario de éxito, el Steve Jobs del sushi, con veinte años, junto a un socio de otros veinte y todo eso en un local de cincuenta metros cuadrados. Estaba eufórico y cuando me pongo así no hay quien me pare. Me olvido de todo y me vuelvo arrollador. Llegaron dos amigos y me los llevé a un bar de copas cercano. Otro negocio montado por dos jóvenes, como el nuestro. Pero mal concebido según mi criterio empresarial, que en ese momento pensaba que valía más que una cátedra de economía.

Cubatas a dos euros cincuenta era su reclamo. El ron o la ginebra si querías te lo servías tú mismo. La fórmula mágica consistía en que el refresco del combinado en lugar de ponerlo en botella lo tiraban de grifo. No tenía ningún sentido hacer las cosas así, ahorrar en lo barato y desperdiciar lo caro. Lo único que tenía sentido allí era Olivia, la camarera, una chavala preciosa con la que me dediqué a flirtear desde mi llegada. Nada de qué guapa eres y lugares comunes así.

— Con ese precio la ginebra tiene que ser de garrafón —la entré picándola.

— Para nada, guapito. Es de marca.

— No me lo creo, me engañas.

Ella que no, yo que sí. Los cubatas volaban y salí a las tantas con un ciego brutal y su número de teléfono. De Amelia no me acordé hasta la mañana siguiente. Olivia era la camarera más guapa del bar. Nunca nos consideramos novios aunque lo fuéramos. Arrastraba muchos problemas familiares, su padre abusaba física y mentalmente de ella y su madre no la quería como una madre. Yo me empeñé en ayudarla y conseguí que mi madre le diera trabajo en su empresa. Regresó con su padre a Cádiz, desde donde me llamó llorando para decirme que no aguantaba más el maltrato y yo sin pensarlo dos veces le pagué unos billetes a Barcelona y la tuvimos en casa unos días.

Volviendo a Telemaki, el primer mes facturamos treinta mil euros. Se dice fácil, pero para un local enano y vendiendo sushi en un pueblo de cuarenta y pico mil habitantes me parece una barbaridad. Volvía a casa agotado, roto pero exultante. Despertaba a mis padres y les decía lo que había facturado esa noche: mil quinientos, dos mil, lo que fuera. No solo porque fueran mis padres, sino por la necesidad de descargar la adrenalina que traía a cuestas.

Al segundo mes después de aquella noche un empresario amigo de mi familia vino por casa y le conté mi negocio y la caja que estábamos haciendo.

— Tengo decenas de tiendas, sé por experiencia que una tienda pequeña que facture mil euros al día o más es un negocio asegurado. Vosotros lo habéis conseguido en muy poco tiempo. Creo en vosotros, os doy tres o cuatro veces lo que hayáis invertido y me uno al carro.

Siempre gusta que gente de fuera valore lo que he hecho, pero en ese instante mis planes iban mucho más allá de una única tienda y con nuestros ingresos estaba seguro de crecer mucho y deprisa. Así que Antón y yo desestimamos la oferta.

AMELIA

Cuando abrimos el primer Telemaki, Amelia era el amor de mi vida. Amiga de Carla, mi hermana, me la presentó en Mallorca el verano de mis diecinueve años. La llevó a navegar en el velero que tenía mi padre atracado en el puerto de Andratx. El Garbí se llamaba y fue su sueño desde niño. Lo construyó él mismo durante trece años y era un magnífico barco de trece metros de eslora. Que fuera capaz de construirlo siendo economista y no ingeniero naval le daba para mí un mérito enorme. Puede que ese ejemplo, perseguir un sueño hasta conseguirlo, tuviera que ver con lo que luego fue Telemaki.

El Garbí no fue su primer barco. Antes tuvo una pequeña menorquina de cinco metros, La Gavina. Mi padre, Joan, posee una fuerte determinación. Siendo adolescente se fue de Sant Feliu de Guíxols a Barcelona, estudió Económicas y dio clase en la UAB, la Universidad Autónoma, donde fue profesor de Joana, mi madre. Por entonces, yo lo veía dotado de una fuerte autoridad y lo admiraba. Montar en el Garbí me encantaba y poder compartir navegación con mis padres, Amelia y Carla añadía aún más placer a un verano prometedor.

Amelia me pareció una chica bellísima, con ojos de un azul celeste parecidos a los de un husky. De hecho, sus amigos la llamaban husky en ocasiones. Además era lista y tenía un desarrollado sentido del humor. Quería ser abogada y creo que lo consiguió, aunque no lo sé a ciencia cierta. Una noche que salimos a bailar a mi discoteca favorita de la isla nos liamos y allí empezó nuestra bonita historia de amor. Esa relación me marcó de por vida, ya que llegó en un momento crucial para mí y pude experimentar lo que significaba estar enamorado y tener pareja. Querer y ser querido es una sensación increíble.