Escuela de Robinsones - Julio Verne - E-Book

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Julio Verne

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Beschreibung


Un joven llamado Godfrey, sobrino de un rico comerciante estadounidense, decide viajar en busca de emociones. Cuál es su sorpresa al verse náufrago en una isla aparentemente virgen donde vivirá multitud de aventuras junto a su profesor de baile y amigo Tartelett.Pasados más de 6 meses en la isla, su existencia se hace insoportable: la isla, inicialmente sin depredadores, se llena de ellos; el fuego de las tormentas destruye su pequeña cabaña en el tronco de un árbol; la comida escasea…
Cuando se veían ya resignados a su terrible final, el tío de Godfrey aparece triunfante en la isla, explicando que todo lo que allí había acontecido había sido organizado por él para satisfacer los deseos de su sobrino sin que corriera realmente peligro.

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Julio Verne

ESCUELA DE ROBINSONES

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-100-4

Greenbooks editore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-100-4
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Indice

ESCUELA DE ROBINSONES

ESCUELA DE ROBINSONES

1

En que el lector hallara, si lo desea, ocasión de comprar una isla en el Océano Pacífico

“¡Se vende isla al contado, sin gastos, al último y mejor postor!”, repetía una y otra vez, sin tomar aliento, Dean Felporg, comisario tasador de la subasta en que se debatían las condiciones de esta venta singular.

“¡Isla en venta, isla en venta!”, repetía con voz más y más sonora el pregonero Gingrass, que iba y venía por entre una multitud en verdad excitadísima.

Multitud, efectivamente, que se apretaba en la vasta sala del hotel de ventas del número 10 de la calle Sacramento. Allí había no sólo cierto número de americanos de los estados de California, Oregón y Utah, sino también algunos de esos franceses que forman una buena sexta parte de la población, mejicanos envueltos en su sarape, chinos con sus túnicas de largas mangas, zapatos en punta y gorro cónico, canacos de Oceanía e incluso pies-negros, vientres abultados, o cabezas-planas procedentes de las riberas del río Trinidad.

Nos apresuramos a decir que la escena tenía lugar en la capital del estado californiano, en San Francisco, pero no en la época en que la explotación de nuevos placeres atraía a los buscadores de oro de ambos mundos, de 1849 a 1852. San Francisco ya no era lo que había sido al principio, un caravasar, un desembarcadero, una posada en que se detenían por una noche los atareados que se apresuraban hacia los terrenos auríferos de la vertiente occidental de la Sierra Nevada. ¡No!

Desde hacía unos veinte años, la antigua y desconocida Yerba-Buena había dado lugar a una ciudad única en su género, poblada por cien mil habitantes, construida al respaldo de dos colinas por haberle faltado sitio en la playa del litoral, pero del todo dispuesta a extenderse hasta las últimas alturas de lo más lejano; una ciudad, en fin, que ha destronado a Lima, Santiago, Valparaíso, todas sus otras rivales del Oeste, de la que los americanos han hecho la reina del Pacífico, la “gloria de la costa occidental”.

Ese día —15 de mayo— aún hacía frío. En este país, sometido directamente a la acción de las corrientes polares, las primeras semanas de dicho mes recuerdan más bien las últimas de marzo en la Europa media. Sin embargo, no se hubiera uno dado cuenta de ello en el recinto de esta sala de subastas públicas. La campana, con su volteo incesante, había atraído allí a un gran concurso popular, y una temperatura estival hacía resbalar de la frente de

cada uno gotas de sudor que el frío de fuera pronto hubiera solidificado.

No creáis que todos estos afanosos habían acudido a la sala de remates con la intención de adquirir. Hasta diría que allí no había sino curiosos. ¿Quién hubiera sido bastante loco, de haber sido bastante rico, para comprar una isla del Pacífico que el gobierno había tenido la bizarra idea de poner en venta? Se decía, pues, que el precio de puesta en venta no sería cubierto, que ningún aficionado se dejaría arrastrar al fuego de las pujas. No obstante, esto no impedía al pregonero público el tratar de animar a los chalanes con sus exclamaciones, sus gestos y el despliegue de sus pomposos discursos, adornados con las más seductoras metáforas.

Se reía... pero no se hacían ofertas.

— ¡Una isla, una isla en venta! —repitió Gingrass.— ¡Pero no para comprar! —respondió un irlandés cuyo bolsillo no hubiese tenido con qué pagar nada en absoluto.— ¡Una isla que, según su precio de venta, no llegaría a seis dólares el acre! —gritó el comisario Dean Felporg.— ¡Y que no produciría medio cuarto por ciento! —contestó un grueso hacendero, buen conocedor respecto de explotaciones agrícolas.— ¡Una isla que no mide menos de sesenta y cuatro millas de circunferencia y doscientos veinticinco mil acres de superficie! (Ciento veinte kilómetros y noventa mil hectáreas).— ¿Está sólidamente asentada sobre su fondo? —preguntó un mexicano, viejo frecuentador de bares, cuya solidez personal parecía ser dudosa en este momento.— ¡Una isla con selvas vírgenes! —Repetía el anunciador—; con praderas, colinas, cursos de agua...— ¿Garantizados? —exclamó un francés que parecía poco dispuesto a dejarse coger en el anzuelo.— ¡Sí, garantizados! —respondía el anunciador, comisario Felporg, demasiado viejo en el oficio para impresionarse con los chascarrillos del público.— ¿Dos años?— ¡Hasta el fin del Mundo!— ¡Y hasta más allá!— ¡Una isla en plena propiedad! —Repetía el anunciador—. ¡Una isla sin ningún animal dañino, ni fieras, ni reptiles!— ¿Ni pájaros? —añadió un socarrón.— ¿Ni insectos? —exclamó otro.— ¡Una isla al que dé más! —Volvió a decir en la mejor forma Dean Felporg—. ¡Vamos, ciudadanos! ¡Un poco de valor con el bolsillo! ¿Quién quiere una isla en buen estado, no habiendo sido casi utilizada, una isla del Pacífico, de este océano de los océanos? Su precio de venta es punto menos que nada. ¡Un millón cien mil dólares!— ¿Interesa por un millón cien mil dólares? ¿Quién habla? ¿Es usted, caballero?— ¿Es usted, el de allá abajo, usted que mueve la cabeza como un mandarín de porcelana? ¡Tengo una isla! ¡He aquí una isla! ¿Quién quiere una isla?— ¡Que se pase el objeto! —dijo una voz, como si se tratase de un cuadro o de un vaso de porcelana.

Y toda la sala estalló en risas, pero sin que el precio de puesta en venta fuese cubierto ni en medio dólar.

Sin embargo, si bien el objeto en cuestión no podía pasar de mano en mano, el plano de la isla estaba a disposición del público. Los interesados podían saber a qué atenerse acerca de este pedazo del globo puesto en adjudicación. Ninguna sorpresa debía temerse, ni ningún chasco. Situación, orientación, disposición de tierras, relieve del suelo, red hidrográfica, climatología, lazos de comunicación, todo era fácil de comprobar por adelantado. No se compraría al buen tuntún, y ha de creérseme si aseguro que no podía existir engaño alguno sobre la naturaleza de la mercancía vendida. Por otra parte, los innumerables diarios de los Estados Unidos, como los de California, y las hojas cotidianas, bisemanales, semanales, bimensuales, o mensuales, revistas, boletines, etc., no cesaban desde hacía varios meses de llamar la atención pública sobre esta isla cuya licitación había sido autorizada por un voto del Congreso.

Esta isla era la isla Spencer, que se encuentra situada en el oeste-sudoeste de la bahía de San Francisco, a cuatrocientas sesenta millas, poco más o menos, del litoral californiano, a los 32º 15' de latitud norte y 142º 18' de longitud oeste del meridiano de Greenwich.

Imposible, por consiguiente, imaginar una posición más aislada, fuera de todo movimiento marítimo o comercial, por más que la isla Spencer estuviese a una distancia relativamente corta y se encontrase, por así decirlo, en aguas americanas.

Pero allí las rutas regulares, desviándose al norte o al sur, han determinado

una especie de lago de aguas tranquilas que es en algunas ocasiones designado con el nombre de “Recodo de Fleurieu”.

En el centro mismo de esta enorme calma sin dirección apreciable, es donde yace la isla Spencer. Así pues, pocos navíos pasan a su vista. Las grandes rutas del Pacífico que unen el nuevo continente al antiguo, ya conduzcan al Japón ya a China, todas se desvían en una zona más meridional. Los buques de vela se encontrarían con calmas sin fin en la superficie de este “Recodo de Fleurieu” y los vapores, que tienden a lo más corto, no encontrarían ventaja alguna en atravesarlo. Por esto, ni unos ni otros llegan a tomar conocimiento de la isla Spencer, que se yergue allí, como la cima aislada de una de las montañas submarinas del Pacífico. En verdad, para el hombre que desee huir del ruido del Mundo buscando estar tranquilo en la soledad, ¿qué puede haber mejor que esta Islandia perdida a algunos centenares de leguas del litoral? Para un Robinson voluntario hubiera sido el ideal dentro del género. ¡Solamente faltaba lo del precio!

Y ahora ¿por qué los Estados Unidos querían deshacerse de esta isla? ¿Era una fantasía? ¡No! Una nación no puede obrar por capricho, como un simple particular.

He aquí la verdad: por su situación, la isla Spencer había parecido ya desde hacía tiempo una estación absolutamente inútil. Colonizarla no hubiese tenido resultado práctico. Desde el punto de vista militar no ofrecía interés alguno, ya que no hubiera dominado sino una porción absolutamente desierta del Pacífico. Desde el punto de vista comercial, igual inutilidad, ya que sus productos no hubieran pagado el valor del flete ni a la ida ni a la vuelta. Establecer allí una colonia penitenciaria tenía el inconveniente de estar demasiado próxima al litoral. En fin, ocuparla con un interés cualquiera era cosa demasiado cara. Por su situación, pues, permanecía desierta desde tiempo inmemorial, y el Congreso, compuesto de hombres “eminentemente prácticos”, había resuelto adjudicar esta isla Spencer, aunque con una condición: que el adjudicatario fuese un ciudadano de la libre América.

Sucedía, también, que no se quería dar esta isla por nada... Así pues, al ponerle precio, éste había sido fijado en un millón cien mil dólares. Esta suma, para una sociedad financiera que hubiese puesto en acciones la compra y explotación de esta propiedad, no hubiese sido sino una bagatela de haber el negocio ofrecido algunas ventajas; pero nunca insistiremos bastante en repetirlo: no ofrecía ninguna. Los hombres competentes no tendrían más interés por este pedazo separado de los Estados Unidos que por un islote perdido en los hielos del Polo. En todo caso, para un particular la suma no dejaba de ser considerable. Se precisaba, pues, ser muy rico para pagarse esta fantasía, que nunca podría reportar ni una centésima por ciento. Se precisaba también ser inmensamente rico porque el asunto no debía tratarse sino al

contado, cash, según la expresión americana, y bien sabido es que hasta en los Estados Unidos son todavía raros los ciudadanos que tienen un millón de dólares en dinero contante y sonante para tirarlo al agua sin esperanza de retorno.

Y, no obstante, el Congreso había decidido no vender por debajo de ese precio. ¡Un millón cien mil dólares! Ni un céntimo menos, o la isla Spencer continuaría siendo propiedad de la Unión.

Consiguientemente, podía suponerse que ningún comprador sería bastante loco para hacer frente a tal precio.

Por otra parte, se había expresamente determinado que el propietario —si alguna vez se presentase alguno— no sería rey de la isla Spencer, sino presidente de la república. En modo alguno tendría derecho a tener súbditos, sino solamente conciudadanos que le nombrarían por un tiempo determinado, libres de relegirle indefinidamente. En todo caso, le estaría prohibido crear una dinastía. ¡Jamás la Unión hubiese tolerado la fundación de un reino, por pequeño que fuese, en aguas americanas!

Esta cláusula tenía por objeto quizá apartar a algún millonario ambicioso, o a algún nabab depuesto, que hubiese querido rivalizar con los reyes salvajes de las Sándwich, Marquesas, Pomotou, u otros archipiélagos del Océano Pacífico.

En resumen: por una razón u otra, nadie se presentaba. El reloj seguía andando, el pregonero se sofocaba tratando de provocar las pujas, el comisario tasador gastaba su órgano vocal, sin obtener uno de esos signos de cabeza que estos estimables agentes son tan perspicaces en descubrir, y ni el precio se ponía siquiera en discusión.

Precisa decir, sin embargo, que, sin bien la maza no se cansaba de levantarse por encima de la mesa, la multitud no se cansaba de esperar. Las bromas continuaban cruzándose los chistes no dejaban de circular por toda la sala. Unos ofrecían dos dólares por la isla, con gastos incluidos. Otros pedían garantía de devolución en caso de adquisición.

Y siempre, siempre, las vociferaciones del pregonero:

— ¡Isla en venta! ¡Isla en venta! Y ningún comprador...— ¿Se garantiza que se encuentran allí flats? —preguntó el tendero Stumpy, de Merchant-Street.— ¡No! —Respondió el comisario tasador—; pero no es imposible que los haya, y el estado abandona al comprador todos sus derechos sobre estos terrenos auríferos.— ¿Hay por lo menos un volcán? —preguntó Oakhurst, el tabernero de la calle Montgomery.

—No, no hay volcán —replicó Dean Felporg—; con eso sería más cara. Un inmenso estallido de risas siguió a esta contestación.

— ¡Isla en venta! ¡Isla en venta! —aullaba Gingrass, cuyos pulmones se fatigaban en vano.— ¡Sólo un dólar más, sólo medio dólar; sólo un céntimo por encima del precio —dijo por última vez el comisario tasador—, y la adjudicaré! ¡A la una, a las dos...!

Silencio completo.

— ¡Si nadie dice una palabra, la adjudicación va a ser retirada! ¡Una!

¡Dos!

— ¡Un millón doscientos mil dólares!

Estas cinco palabras resonaron en medio de la sala como cinco tiros de revólver.

Toda la asamblea, muda un momento, se volvió hacia el audaz que había osado lanzar esta cifra.

Era William W. Kolderup, de San Francisco.

2

Como William W. Kolderup, de San Francisco, tuvo que hacer frente a J.-

R. Taskinar, de Stockton

Había una vez un hombre extraordinariamente rico, que valía por millones de dólares como otros valen por miles. Este hombre era William W.Kolderup.

Se le consideraba más rico que el duque de Westminster, cuya renta se elevaba a ochocientas mil libras y que podía gastar cincuenta mil francos al día, o sea treinta y seis francos por minuto; más rico que el senador por Nevada, Jones, que poseía treinta y cinco millones de renta; más rico que M. Mackay mismo, al que sus dos millones setecientas cincuenta mil libras de renta anual aseguraban siete mil ochocientos francos por hora, o dos francos y algunos céntimos por segundo.

No menciono esos pequeños millonarios, los Rothschild, los Vanderbilt, los duques de Northumberland, los Stewart; ni los directores de la poderosa

banca de California y otros personajes con muy buenas rentas, del antiguo y el nuevo Mundo, a los cuales William W. Kolderup hubiese estado en posición de darles limosna. Podía dar un millón, sin molestia alguna, como usted o yo daríamos cien perras chicas.

Era en la explotación de los primeros placeres donde este honorable especulador había echado los sólidos fundamentos de su incalculable fortuna. Fue el principal asociado del capitán suizo Sutter, sobre los terrenos del cual, en 1848, fue descubierto el primer filón. Desde esta época, ayudando la suerte y la inteligencia, se le encuentra interesado en todas las grandes explotaciones de ambos mundos.

Se lanzó entonces audazmente a través de las especulaciones del comercio y la industria. Sus fondos inagotables alimentaron centenares de fábricas, de las que sus navíos exportaron los productos por el Universo entero. Su riqueza se acrecentó en una progresión no solamente aritmética, sino geométrica. De él se decía lo que se dice ordinariamente de estos multimillonarios: que no conocen su fortuna. En realidad, la conocía hasta llegar al dólar; pero no se jactaba de ello en absoluto.

En el momento en que le presentamos a nuestros lectores con todas las consideraciones que merece un hombre de tanta “superficie”, William W. Kolderup contaba con dos mil oficinas repartidas por todos los puntos del Universo, ochenta mil empleados en sus diversas agencias de América, Europa y Australia, trescientos mil corresponsales y una flota de quinientos buques cruzando incesantemente los mares en su provecho; y no gastaba menos de un millón anual en timbres de efectos y sellos de cartas. En una palabra, era el hombre y la gloria de la opulenta Frisco, que es la pequeña y cariñosa contracción con que los americanos designan familiarmente la capital de California.

Una puja lanzada por William W. Kolderup no podía por menos de ser de lo más serio. Así que, cuando los espectadores de la subasta se dieron cuenta de quién era el que venía a cubrir con cien mil dólares el tipo de precio asignado a la isla Spencer, se hizo un movimiento irresistible; las bromas cesaron instantáneamente, los chistes dejaron lugar a interjecciones admirativas y unos “hurras” estallaron en la sala de ventas.

Luego, un gran silencio sucedió a este barullo. Los ojos se agrandaron, las orejas se enderezaron. En cuanto a nosotros, si hubiésemos estado allí, nuestro aliento se hubiese detenido a fin de no perder nada de la emocionante escena que iba a desarrollarse si algún otro interesado osaba entrar en lid con William

W. Kolderup.

Pero, ¿era esto probable? ¿Podía ser posible?

¡No! Y bastaba mirar a William W. Kolderup para afirmarse en esta convicción: la de que nunca cedería en una cuestión en que su potencia financiera estuviese en juego.

Era un hombre alto, fuerte, de cabeza voluminosa, espaldas anchas, miembros bien adaptados, armazón de hierro sólidamente asegurado. Su mirar tranquilo, pero resuelto, no se bajaba de buena gana. Su pelo gris se alborotaba alrededor de su cráneo, abundante como en su primera edad. Las líneas rectas de su nariz formaban un triángulo rectángulo geométricamente dibujado. Sin bigote; barba cortada a la americana, muy copiosa en la barbilla, cuyas dos puntas superiores se juntaban en la comisura de los labios y ascendían a las sienes en patillas grisáceas. Dientes blancos en fila simétrica sobre los bordes de una boca fina y apretada. Una de esas cabezas de comodoro que se yerguen en la tempestad y dan cara a la tormenta.

Ninguna tormenta la hubiese curvado; así era de sólida sobre el cuello poderoso que le servía de eje. En esta batalla de pujas, cada movimiento que hiciera de arriba abajo significaría cien mil dólares más.

No había lucha posible.

— ¡Un millón doscientos mil dólares!— dijo el comisario tasador, con el acento peculiar de un empleado que al fin ve que su actuación le será provechosa.— ¡A un millón doscientos mil dólares hay comprador! —repitió el pregonero Gingrass.— ¡Oh, ya se puede pujar sin temor! —Murmuró el tabernero Oakhurst—.

¡William Kolderup no cederá!

— ¡Bien sabe que nadie va a arriesgarse! —respondió el tendero de Merchant-Street.

Repetidos “basta” y “cállense” invitaron a los dos honorables comerciantes a guardar un completo silencio. Se quería oír. Los corazones palpitaban.

¿Osaría elevarse una voz que respondiera a la voz de William W. Kolderup? Este, magnífico de ver, ni se movía. Allí estaba, tan en calma como si el asunto no le interesase. Pero, como sus vecinos pudieron observar, sus dos ojos eran como dos pistolas cargadas de dólares prestas a hacer fuego.

— ¿Nadie dice palabra? —preguntó Deal Felporg. Nadie decía palabra.— ¡A la una! ¡A las dos...!— ¡A la una! ¡A las dos...! —repitió Gingrass, muy acostumbrado a este pequeño diálogo con el comisario.— ¡Voy a adjudicar!— ¡Vamos a adjudicar!— ¡A un millón doscientos mil dólares, la isla Spencer tal como es y se mantiene!— ¡A un millón doscientos mil dólares!— ¿Está bien visto? ¿Bien oído? ¿Bien entendido?— ¿No habrá remordimiento?— ¡A un millón doscientos mil dólares la isla Spencer...!

Los pechos, oprimidos, se alzaban y bajaban convulsivamente. En el último segundo, ¿iría a producirse una nueva puja?

El comisario Felporg, con la mano derecha tendida por encima de la mesa, agitaba la maza de marfil... ¡Un golpe, un solo golpe, y la adjudicación sería definitiva!

¡No hubiera estado más impresionado el público de lo que estaba ante una aplicación sumaria de la ley de Lynch!

El martillo se fue bajando lentamente, tocó casi la mesa, se levantó y agitó un instante como una espada que vibra en el momento en que el esgrimista va a tirarse a fondo; a continuación bajó rápidamente...

Pero, antes de que el golpe seco se hubiese producido, una voz había hecho oír estas cinco palabras:

— ¡Un millón trescientos mil dólares!

Hubo primero un “¿eh?” general de estupefacción y luego un “¡ah!”, no menos general, de satisfacción. Un nuevo pujador se había presentado. Así, pues, habría batalla.

Pero ¿quién era este temerario que osaba venir a luchar a golpes de dólares contra William W. Kolderup, de San Francisco?

Se trataba de J.-R. Taskinar, de Stockton.

J.-R. Taskinar era rico, pero más que rico, era obeso. Pesaba cuatrocientas noventa libras. Si no había llegado más que en segundo lugar al concurso de hombres gordos de Chicago, fue porque no se le había dejado tiempo para terminar su comida y había perdido una decena de libras.

Este coloso, que precisaba asientos especiales en que pudiera asentar su enorme persona, vivía en Stockton, sobre el San Joaquín, que es una de las más importantes ciudades de California, uno de los centros de almacenaje para las minas del Sur, una rival de Sacramento, donde se concentran los productos

de las minas del Norte. Allí también embarcan los buques la mayor cantidad de trigo de California...

No sólo la explotación de las minas y el comercio de cereales habían proporcionado a J.-R. Taskinar ocasión de ganar una fortuna enorme, sino que también el petróleo había corrido como otro Pactolo a través de su caja. Además, era un gran jugador, jugador afortunado, y el póquer, la ruleta del Oeste americano, se había mostrado pródigo con él en sus numerosos plenos. Pero, por rico que fuera, era un mal hombre, a cuyo nombre no se unía de buena voluntad el epíteto de “honorable”, en uso tan común en el país. Después de todo, y como suele decirse, era un buen caballo de batalla y quizá se le achacaba más de lo conveniente y justo. Lo que sí es cierto es que en más de una ocasión no desdeñaba demasiado el uso del derringer, que es el revólver californiano.

Sea lo que fuere, J.-R. Taskinar odiaba de una manera especialísima a William W.

Kolderup. Le odiaba por su fortuna, por su situación, por su honorabilidad. Le despreciaba como un hombre obeso desprecia a un hombre a quien no tiene más remedio que encontrar delgado. No era la primera vez que el comerciante de Stockton trataba de quitar al comerciante de San Francisco un negocio, bueno o malo, por puro espíritu de rivalidad. William K. Kolderup le conocía a fondo y le testimoniaba, en cada encuentro que con él tenía, un desdén que acababa por exasperarle.

Un último éxito que J.-R. Taskinar no perdonaba a su adversario fue que este último le había vencido limpiamente en las últimas elecciones del estado.

Pese a sus esfuerzos, sus amenazas, sus difamaciones —sin contar los millares de dólares vanamente prodigados por sus corredores electorales—, era William W.

Kolderup quien ocupaba su puesto en el Consejo legislativo de Sacramento.

Ahora bien, J.-R. Taskinar se había enterado — ¿cómo?, yo no sabría decirlo— de que la intención de William W. Kolderup era la de hacerse dueño de la isla Spencer. Esta isla le sería sin duda tan inútil como le sería a su rival. Pero poco importaba. Allí se le proporcionaba una nueva ocasión de entrar en lucha, de combatir, de vencer quizá: J.-R. Taskinar no podía dejarla escapar.

He aquí por qué J.-R. Taskinar había venido a la sala de la subasta y se hallaba en medio de esta multitud de curiosos que no podían presentir sus propósitos; porque, por lo menos, había preparado sus baterías, porque antes de obrar había esperado que su adversario hubiese cubierto el tipo de precio, por alto que fuese.

Pero, en fin, William W. Kolderup había lanzado esta cifra: “¡Un millón doscientos mil dólares!”

Y J.-R. Taskinar, en el momento en que William W. Kolderup podía creerse definitivamente adjudicatario de la isla, se había revelado, con voz estentórea, por estas palabras:

“¡Un millón trescientos mil dólares!” Todo el Mundo a una se había vuelto:

— ¡El gordo Taskinar!

Este fue el nombre que pasó de boca en boca. ¡Sí! El gordo Taskinar, que bien conocido era. Su corpulencia había suministrado tema a más de un artículo en los periódicos de la Unión. No sé qué matemático hasta había demostrado, por medio de cálculos trascendentales, que su masa era suficientemente considerable para influir la de nuestro satélite y perturbar en una proporción apreciable los elementos de la órbita lunar.

Pero la corpulencia física de J.-R. Taskinar, en este momento, no era un motivo para interesar a los espectadores de la sala. Lo que iba a ser emocionante, muy en distinto sentido, era que entraba en rivalidad directa y pública con William W.

Kolderup. Un combate heroico a golpe de dólares amenazaba entablarse, y yo no sabría por cuál de estas dos cajas de caudales los apostadores hubieran de mostrar más ardor. ¡Mortales enemigos, estos hombres riquísimos! No se trataría, pues, sino de una cuestión de amor propio.

Tras el primer movimiento de agitación, rápidamente reprimido, se hizo un nuevo silencio en toda la asamblea. Se hubiera oído a una araña tejer su tela.

Fue la voz del comisario tasador Dean Felporg la que rompió este pesado silencio.

A un millón trescientos mil dólares la isla Spencer! —gritó, levantándose con el fin de seguir mejor la serie de apuestas.

William W. Kolderup se había vuelto del lado de J.-R. Taskinar. Los asistentes acababan de apartarse para hacer sitio a los dos adversarios. El hombre de Stockton y el hombre de San Francisco podían verse cara a cara, contemplarse a su placer.

La verdad nos obliga a decir que en ninguno de ellos había achicamiento.

Jamás la mirada de uno hubiese consentido bajarse ante la mirada del otro.

— ¡Un millón cuatrocientos mil dólares! —dijo William W. Kolderup.— ¡Un millón quinientos mil! —respondió J.-R. Taskinar.— ¡Un millón seiscientos mil!— ¡Un millón setecientos mil!

¿No os recuerda esto la historia de aquellos dos industriales de Glasgow luchando con el empeño de quién subiría más alto que el otro la chimenea de su fábrica, aun con riesgo de una catástrofe? Sólo que ahora se trataba de chimeneas de lingotes de oro.

De todas maneras, después de las pujas de J.-R. Taskinar, William W. Kolderup empleaba cierto tiempo en reflexionar antes de lanzarse de nuevo. Por el contrario, Taskinar arrancaba como una bomba y parecía no querer tomar un segundo de reflexión.

— ¡Un millón setecientos mil dólares! —Repitió el comisario tasador—.

Vamos, vamos, caballeros; se da por nada; es gratis...

Y se hubiese podido creer que, llevado por el hábito de la profesión, iba a añadir este digno Felporg:

“¡El cuadro vale más que eso!”

— ¡Un millón setecientos mil dólares! —aulló el cantador Gingrass.— ¡Un millón ochocientos mil! —respondió William W. Kolderup.— ¡Un millón novecientos mil! —replicó J.-R. Taskinar.— ¡Dos millones! —replicó en seguida William W. Kolderup, sin esperar esta vez.

Su rostro había palidecido un poco cuando estas últimas palabras salieron de su boca, pero toda su actitud fue la de un hombre que no desea abandonar la lucha.

J.-R. Taskinar estaba encendido. Su enorme figura recordaba esos discos del ferrocarril cuya superficie, puesta al rojo, impone la detención del tren. Pero muy probablemente su rival no haría caso de señales y aumentaría el vapor.

J.-R. Taskinar presentía esto. La sangre le subía al rostro, apopléticamente congestionado. Torturaba, con sus grandes dedos llenos de brillantes de gran precio, la enorme cadena de oro que se unía a su reloj. Miraba a su adversario y después cerraba un instante los ojos para volverlos a abrir con más odio que nunca...

— ¡Dos millones quinientos mil dólares! —dijo al fin, esperando derrotar toda puja con este salto prodigioso.— ¡Dos millones setecientos mil! —respondió con una voz muy calmada William W. Kolderup.— ¡Dos millones novecientos mil!— ¡Tres millones!

¡Sí! William W. Kolderup, de San Francisco, había dicho “tres millones de dólares”.

Los aplausos iban a estallar. Se contuvieron, sin embarga a la voz del comisario tasador, que repetía la puja y cuya maza levantada amenazaba bajarse por un movimiento involuntario de los músculos. Se hubiese dicho que Dean Felporg, por curtido que estuviese respecto a las sorpresas de una venta, se sentía incapaz de contenerse más tiempo.

Todas las miradas estaban posadas sobre J.-R. Taskinar. El voluminoso personaje bien sentía el peso de ellas, pero más sentía ya el peso de esos tres millones de dólares que parecían aplastarle. Deseaba hablar, sin duda para pujar más... pero no podía. Quería moverla cabeza... mas tampoco podía.

Por fin, su voz se hizo oír débilmente, pero lo suficiente para comprometerse.

— ¡Tres millones quinientos mil! —murmuró.— ¡Cuatro millones! —respondió William W. Kolderup.

Fue ya el último mazazo. J.-R. Taskinar se hundió. El martillo golpeó en seco el mármol de la mesa.

La isla Spencer quedaba adjudicada por cuatro millones de dólares a William W.