1,99 €
Eugenio Oneguin es una obra fundamental que combina elegancia poética con una profunda exploración de las normas sociales, las aspiraciones no realizadas y las complejidades de la emoción humana. Alexander Pushkin presenta una aguda crítica al mundo aristocrático de la Rusia del siglo XIX, ilustrando la tensión entre los deseos personales y las convenciones sociales. A través de la historia de Eugene Onegin, un noble desencantado y distante, y Tatyana Larina, una joven sincera e introspectiva, la novela en verso examina temas como el amor, el arrepentimiento y las consecuencias de las oportunidades perdidas. Desde su publicación, Eugenio Oneguin ha sido celebrado por su belleza lírica, su profundidad psicológica y su magistral uso del lenguaje. Su exploración del destino, el libre albedrío y las restricciones impuestas por la sociedad ha consolidado su lugar como una obra fundamental de la literatura rusa. Los personajes, ricamente desarrollados, y sus complejas relaciones continúan cautivando a los lectores, ofreciendo una conmovedora reflexión sobre la naturaleza humana y el paso del tiempo. La relevancia perdurable de la novela radica en su capacidad para transmitir las luchas universales del amor, la identidad y la autoconciencia. Al entrelazar emociones personales con temas sociales más amplios, Eugenio Oneguin invita a los lectores a reflexionar sobre el delicado equilibrio entre la pasión y la moderación, la elección y el destino, y la inevitable marcha de los momentos que definen la vida.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 138
Veröffentlichungsjahr: 2025
Alexander S. Pushkin
EUGENIO ONEGUIN
Título original:
“Евгений Онегин”
PRESENTACIÓN
EUGENIO ONEGUIN
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO SEGUNDO
CAPÍTULO TERCERO
CAPÍTULO CUARTO
CAPÍTULO QUINTO
CAPÍTULO SEXTO
CAPÍTULO SÉPTIMO
CAPÍTULO OCTAVO
Alexander S. Pushkin
1799 – 1837
Alexander S. Pushkin (1799-1837) fue un escritor y poeta ruso, ampliamente considerado el fundador de la literatura rusa moderna. Sus obras, que combinan el Romanticismo con temas históricos y sociales, tuvieron una profunda influencia en la literatura y la cultura rusas. Su maestría en el lenguaje y su innovación narrativa lo convirtieron en una figura central de la tradición literaria rusa, inspirando a generaciones de escritores, incluidos Fiódor Dostoievski y León Tolstói.
Primeros años y educación
Nacido en una familia noble en Moscú, Pushkin mostró talento literario desde temprana edad. Se educó en el Liceo Imperial de Tsárskoye Seló, donde escribió sus primeros poemas. Su entorno aristocrático y su educación lo expusieron a las ideas de la Ilustración, que influyeron en su visión crítica de la sociedad rusa.
Carrera y contribuciones
La carrera literaria de Pushkin floreció a principios de la década de 1820 con obras como Ruslán y Liudmila (1820), un poema narrativo que consolidó su reputación. Su novela en verso Eugenio Oneguin (1833) sigue siendo una de sus obras más célebres, ofreciendo un retrato vívido de la aristocracia rusa y explorando temas como el destino, el amor y las restricciones sociales. También escribió dramas históricos como Boris Godunov (1831) y relatos como La dama de picas (1834), demostrando su versatilidad narrativa.
A pesar de su éxito literario, Pushkin enfrentó la represión política debido a sus ideas liberales y sus obras satíricas. Fue vigilado de cerca por el régimen zarista y sufrió varios periodos de exilio. Su desafío a la autoridad, combinado con su profundo patriotismo, marcó gran parte de su obra, convirtiéndolo en un crítico y, al mismo tiempo, un defensor de la identidad rusa.
Impacto y legado
Pushkin revolucionó la literatura rusa al introducir el lenguaje vernáculo en la poesía y la prosa. Su influencia se extendió más allá de la literatura, llegando a la música y la ópera, con numerosas adaptaciones de sus obras por compositores como Chaikovski y Músorgski. Su capacidad para fusionar movimientos literarios europeos con temas rusos sentó las bases para los grandes escritores que le sucedieron.
Pushkin murió a los 37 años tras ser herido de muerte en un duelo, un trágico final que contribuyó a su estatus legendario. Sus contribuciones a la literatura rusa siguen siendo incomparables, y es venerado como el poeta nacional de Rusia. Hoy en día, sus obras continúan siendo estudiadas y admiradas en todo el mundo, consolidando su lugar como una de las figuras literarias más importantes de todos los tiempos.
Sobre la obra
Eugenio Oneguin es una obra fundamental que combina elegancia poética con una profunda exploración de las normas sociales, las aspiraciones no realizadas y las complejidades de la emoción humana. Alexander Pushkin presenta una aguda crítica al mundo aristocrático de la Rusia del siglo XIX, ilustrando la tensión entre los deseos personales y las convenciones sociales. A través de la historia de Eugene Onegin, un noble desencantado y distante, y Tatyana Larina, una joven sincera e introspectiva, la novela en verso examina temas como el amor, el arrepentimiento y las consecuencias de las oportunidades perdidas.
Desde su publicación, Eugenio Oneguin ha sido celebrado por su belleza lírica, su profundidad psicológica y su magistral uso del lenguaje. Su exploración del destino, el libre albedrío y las restricciones impuestas por la sociedad ha consolidado su lugar como una obra fundamental de la literatura rusa. Los personajes, ricamente desarrollados, y sus complejas relaciones continúan cautivando a los lectores, ofreciendo una conmovedora reflexión sobre la naturaleza humana y el paso del tiempo.
La relevancia perdurable de la novela radica en su capacidad para transmitir las luchas universales del amor, la identidad y la autoconciencia. Al entrelazar emociones personales con temas sociales más amplios, Eugenio Oneguin invita a los lectores a reflexionar sobre el delicado equilibrio entre la pasión y la moderación, la elección y el destino, y la inevitable marcha de los momentos que definen la vida.
Pétri de vanité il avait encore plus de
cette espèce d’orgueil qui fait avouer avec
la même indifférence les bonnes comme les
mauvaises actions, suite d’un sentiment
de supériorité, peut-être imaginaire.
Tiré d’une lettre particulière.
No me propongo entretener
a la alta sociedad ufana;
movido por la amistad,
quisiera presentarte algo
que fuera digno de un alma
que alberga un sagrado ensueño
y elevados pensamientos,
amante de la poesía
sincera, nítida y viva.
Que sea así: recibe, amigo,
la colección abigarrada
de las estrofas semialegres
y semitristes, ideales
y populares, que son fruto
de mis insomnios y caprichos,
de los arranques de mi estro,
de mis albores ya marchitos,
de la razón del juicio frío,
de los recuerdos que me llenan
el corazón de amargura.
¡Esa sed de vivir mucho en poco tiempo!
VIÁZEMSKY
Mi viejo tío es ingenioso:
enfermó gravemente, hizo
que le trataran con respeto.
¡Qué prevenido y juicioso!
Merece que otros lo imiten,
mas ¡qué aburrido es, Dios mío,
velar al lado del doliente
sin apartarse, noche y día!
Qué pérfida hipocresía
es distraer a un semivivo,
ponerle en orden almohadas,
administrar las medicinas
y suspirar, pensando: "¿Cuándo
te llevará al fin el diablo?"
Así, corriendo en el coche
por un camino polvoriento,
reflexionaba un señorito,
hecho por Zeus heredero
de todos los parientes suyos.
Permite, amigo de Ludmila
y de Ruslán, que te presente
al héroe de mi novela:
Oneguin, un amigo mío,
nacido en la ciudad del Neva
en la que tú, lector, quizá
también naciste. En otros tiempos
yo paseaba allí, mas daña
el frío Norte mi salud.
Su padre, siempre endeudado,
tres bailes daba cada año
y arruinóse al fin y al cabo.
La suerte amparaba a Eugenio:
primeramente lo educaba
una madame que fue más tarde
por un monsieur reemplazada.
El niño, aunque revoltoso,
era gentil. Monsieur l’Abbé,
un francesito deslucido,
le enseñaba procurando
no fatigar al muchachito,
lo hastiaba poco con sermones
y lo llevaba de paseo
por los Jardines de Verano.
En cuanto alcanzó Eugenio
la adolescencia, esos tiempos
de esperanzas y ensueños,
monsieur l’Abbé fue despedido.
Helo aquí, Oneguin libre
que se presenta en el gran mundo:
cortado el pelo a la moda,
vestido como un dandy inglés.
Se expresaba y escribía
perfectamente en francés,
bailaba ágil la mazurca
y era fino de modales.
¿Qué más pedir, pues? Y la gente
le vio gentil e inteligente.
En tiempos todos aprendimos
de todo un poco mal que bien,
y es muy fácil que presuma
cualquiera de su educación.
Oneguin fue considerado
por muchos (jueces rigurosos)
muy erudito, aun pedante.
Él disfrutaba el talento
de disertar ligeramente
acerca de cualquier problema,
callar con aire entendido
en los coloquios eruditos
y suscitar con epigramas
gentil sonrisa de las damas.
Aunque el latín pasó de moda,
Oneguin lo sabía tanto
que era capaz de entender
epígrafes, poner un vale
al terminar cualquiera carta,
hablar en tomo a Juvenal
y recitar (no sin tropiezos)
de la Eneida un par de versos.
Siendo muy poco aficionado
a escudriñar en los anales
de la historia empolvada,
guardaba en cambio en su memoria
anécdotas desde los tiempos
de Rómulo hasta ahora.
Indiferente a lo sublime,
o sea, a la poesía,
Oneguin nunca distinguía
siquiera el yambo del coreo
y criticaba a Homero
y a Teócrito; en cambio,
leyó las obras de Adan Smith
y era un gran economista,
o sea, entendía cómo
se enriquece y cómo existe
cualquier Estado, y por qué,
si tiene el producto neto,
no necesita tener oro.
Su padre, a esta ciencia ajeno,
hipotecaba sus terrenos.
No tengo tiempo para hablaros
de todo aquello que él sabía.
Mas lo que Eugenio conocía
mejor que todo, lo que era
desde sus tiernas juventudes
su oficio, su placer, su pena,
lo que ocupaba todo el día
su tedio y su melancolía,
era la ciencia amorosa
que el gran Ovidio cantaba,
pagándolo con el destierro
a las estepas de Moldavia.
Allí el vate revoltoso
murió, muy lejos de su Italia.
–––––––––––––
–––––––––––––
¡Qué pronto aprendió a fingir,
disimular los sentimientos,
hacer creer y disuadir,
pasar por triste o celoso,
mostrarse dócil o altivo,
afectuoso o despectivo!
¡Qué lánguido cuando callaba!
¡Qué elocuente cuando hablaba!
¡Qué negligencia reflejaban
sus cartas! ¡Cuánto se empeñaba
en alcanzar su objetivo!
¡Qué bien pintaba su mirada
ya el pudor, ya la insolencia,
ya la pasión, ya la obediencia…!
¡Qué bien sabía presentarse
siempre distinto, fascinar
a la inocencia con sus bromas,
fingir la desesperación,
decir cumplidos obsequiosos,
intuir instantes de emoción,
vencer a fuerza de pasión
la resistencia impulsiva,
buscar caricias, suplicando
y exigiendo confesiones,
captar qué dicen los latidos
de otro corazón, logrando
al fin la cita deseada…!
Y luego, en la quietud nocturna,
aleccionar a su amada.
¡Ah! ¡Qué temprano aprendió
a hacer latir los corazones
de las coquetas patentadas!
Cuando quería echar por tierra
a un rival, ¡con qué sarcasmo
lo humillaba y hería!
¡Qué arteras trampas le tendía!
Mas vos, ingenuos maridos,
seguíais siendo sus amigos:
tú, fiel discípulo de Faublas,
tú, cauto viejo desconfiado
y tú, comudo petulante,
siempre contento de ti mismo,
de tu mujer y de tu almuerzo.
––––––––––––––––––
––––––––––––––––––
Aún en cama, ya le traen
tarjetas. ¿Las invitaciones?
Tres para esta noche: un baile,
une fêete d’énfants… Pero ¿adónde
irá mi pillo? ¡Qué importa!
Le alcanza tiempo para ir
a todas partes. Mientras tanto,
luciendo el traje matutino
y un bolívar de ala ancha,
Oneguin viaja al bulevar
y allí pasea al aire libre
hasta la hora de la cena
que le anuncia su Breguet.
Es tarde; él sube al trineo.
Resuena el grito: "¡Paso, paso!".
La escarcha cubre, chispeando,
su abrigo de castor. Oneguin
va al Talón, allí Kaverin
ya lo aguarda. Apenas entra,
el corcho salta; a borbotones
se vierte el vino del cometa.
Ve una mesa puesta: trufas,
manjar de la cocina gala
(delicias de mis juventudes),
roast-beef con sangre humeante,
paté traído de Estrasburgo,
y, junto al oro de la piña,
el blando queso de Limburgo.
Provoca sed el beef caliente,
pidiendo más champaña, pero
ya le anuncia el Breguet:
llegó la hora del ballet.
Eugenio, amable visitante
de camerinos, inconstante
cortejador de actrices guapas,
rector de modas teatrales,
va a toda prisa hacia el teatro;
allí cualquiera, respirando
la atmósfera de libertad,
da rienda suelta a sus antojos,
abucheando un entrechat,
silbando a Fedra, a Cleopatra
y reclamando a Moína
(tan sólo para ser oído).
¡Maravilloso mundo! Antaño
resplandeció allí Fonvizin,
el gran satírico y amigo
del pensamiento liberal;
sus obras estrenó Kniazhnín,
adicto al eclecticismo;
Ozérov compartió la fama
con la Semiónova lozana;
reanimó allí Katenin
el genio augusto de Corneille;
allí el cáustico Shajovsky
se presentó con el enjambre
de sus comedias mordaces;
allí se coronó de gloria
el gran Didelot; allí pasaron
mis mocedades al amparo
de bastidores teatrales.
¡Mis diosas! ¿Dónde estáis ahora?
Mi voz nostálgica os llama:
¿qué es de vosotras? ¿sois las mismas
u otras ya os remplazaron?
¿Escucharé vuestros cantares?
¿Admiraré el ágil vuelo
de la Terpsícore divina?
¿Acaso no verán mis ojos
aquellos rostros familiares
en el proscenio aburrido?
¿Bostezaré decepcionado,
espectador del mundo extraño,
indiferente a la alegría
y preso de melancolía?
El teatro bulle; resplandecen
los palcos y el patio de butacas;
se impacienta el paraíso,
las palmas bate; ondulando,
levántase el telón y emerge
Istómina, esplendorosa
y etérea, con su cortejo
de ninfas; al compás marcado
por los violines, la divina,
rozando con un pie las tablas,
describe vueltas con el otro
y, como pluma empujada
por Eolo, levanta el vuelo,
trenzando lazos ágilmente.
Aplausos. Oneguin entra
y avanza entre las butacas,
clavando sus impertinentes
sobre las damas de los palcos.
Al ojear las galerías,
le deja todo descontento:
vestidos, rostros, personajes…
Cruza saludos negligentes
y, tras echar una mirada
con aire absorto a la escena,
sentencia, dando un bostezo:
"Conviene jubilar a todos;
ya el ballet me tiene harto,
y hasta Didelot me aburre".
Aún cupidos, duendes, sierpes
en el proscenio alborotan;
aún dormitan, fatigados,
lacayos sobre las pellizas
junto al vestíbulo del teatro;
aún el público sisea,
se suena las narices, clama;
en las ventanas y en la calle
aún hay luces encendidas;
aún, frotándose las manos
y maldiciendo a sus señores,
arrímanse a las fogatas
muertos de frío los cocheros.
Pero Oneguin ya ha salido:
ha ido a mudar de traje.
Intentaré pintar el cuadro
del aposento en que se viste
nuestro esclavo de la moda.
Veréis que toda chuchería
que el Londres mercantil nos vende
a cambio de madera y carne
y por el Báltico nos manda,
que todo aquello que inventan
los parisienses ingeniosos
para el ocio placentero
y el pasatiempo delicioso,
veréis que adorna todo esto
el confortable aposento
de mi filósofo ocioso.
Las pipas con incrustaciones
de ámbar de Constantinopla,
antiguos bronces, porcelanas,
tallados frascos de perfumes,
distintos peines, limpiauñas,
tijeras de variadas formas,
cepillos grandes y pequeños
de treinta clases diferentes
para las uñas y los dientes…
Rousseau, de paso sea dicho,
juzgaba a Grimm que se pulía
las uñas como si tal cosa
con aire grave en presencia
del estrambótico verboso.
No doy razón en este caso
al humanista ilustrado.
Un hombre puede ser discreto
sin descuidar al mismo tiempo
ni la belleza de sus uñas.
¡No queda más que aceptar
lo que exige nuestro siglo!
La moda es el mayor tirano.
Eugenio, otro Chaadáev,
sensible al enjuiciar mundano,
vestía cual un lechuguino.
Pasaba frente al espejo
tres horas diarias por lo menos
y, al dejar su aposento,
bien parecía una Venus
que iba, de hombre disfrazada,
a una fiesta de disfraces.
En tanto que examináis
su toilette curiosamente,
describiré sus indumentos
al mundo ilustre; desde luego,
es una empresa harto osada.
¿Qué hacer? Así es mi oficio.
¿Será posible? Frac, chaleco
y pantalón — estos vocablos
no existen en la lengua rusa.
La culpa es mía; reconozco
que abunda en extranjerismos
mi léxico, aunque otrora
de vez en cuando consultaba
el Diccionario de mi lengua.
Mas me desvío de mi tema;
mejor vayamos pronto al baile,
adonde Oneguin corre ahora
en un carruaje alquilado.
Frente a las casas ya oscuras
se ven hileras de carrozas;
sobre la nieve sus faroles
derraman luz alborozante;
un palacete, alumbrado
con mil candiles, resplandece;
en las ventanas se perfilan
cabezas, sombras de mujeres
y de elegantes petimetres.
Eugenio llega, se apea,
delante del portero cruza
y, alisando los cabellos,
sube volando los peldaños
de mármol y entra en la sala
más que repleta. Todo el mundo
está bailando la mazurca.
¡Qué algazara! Tintinean
espuelas de los militares;
hermosas damas se deslizan
con ligereza; no las dejan
de admirar los caballeros
con fuego ardiente en la mirada.
Y, ahogadas por las violas,
se oyen las murmuraciones
de envidiosas lechuguinas.
En otros tiempos de deseos
y pasionales arrebatos
yo andaba loco por los bailes.
No hay lugar más apropiado
para entregar una misiva
o declarar amor. Maridos,
no despreciéis mi advertencia
y mi consejo: ¡mucho ojo!
¡Estad alerta! ¡Buenas madres,
cuidad mejor a vuestras hijas!
¡Tened a punto impertinentes!
De lo contrario… ¡Dios os guarde!
Lo escribo porque me he alejado
ya hace tiempo del pecado.
¡Ah, cuánta vida he derrochado
en infinitas diversiones!
Si la moral no degradara,
aún iría a los bailes.
Me encanta el joven alborozo;
adoro el brillo, la alegría,
los atavíos de las damas
y, en especial, sus bellas piernas.
Mas encontrar es muy difícil
por toda Rusia aun tres pares
de esbeltas piernas. Tanto tiempo
ha transcurrido, pero aquellas…
¡No dejo aún de extrañarlas!
Y aunque frío y apagado,
mi corazón palpita siempre
al evocar aquellas piernas.
¿En qué lugar, en qué desierto
seré capaz de olvidarlas?
¿Por dónde andáis, hermosas piernas?
¿Qué sendas vais pisando ahora?
Del ocio oriental amigas,
jamás habéis dejado huellas
sobre la nieve, habituadas
al suave roce de la alfombra.
¿Quién sino yo ha olvidado,
no hace mucho, por vosotras,
la sed de gloria y de fama,
los patrios lares y el destierro?
La dicha de mis juventudes
ya se borró cual vuestras huellas
que habéis dejado en lueñes prados.
Divinos son de Diana el seno,
de Flora las mejillas… Siento,
queridos míos, sin embargo,
una atracción inexplicable
hacia las piernas deliciosas
de la Terpsícore graciosa.
¡Qué paraíso de placeres
prometen ellas, despertando
deseos frívolos! Elvina,
me atraen siempre, ya escondidas
bajo el mantel de una mesa,
ya sobre el tierno terciopelo
de un verde prado en primavera,
ya junto a la chimenea,
ya sobre el suelo espejado
de un salón, ya a orillas
del mar, pisando los escollos.
Recuerdo el mar en la borrasca:
¡cuánto envidiaba aquellas olas
que se postraban, obedientes,
lamiendo diminutas piernas!
¡Oh, cuánto anhelé rozarlas,
como las olas, con mis labios!
Durante mis apasionadas
y turbulentas juventudes
no había nunca deseado
besar con tanto ardor la boca