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Historias lúcidas no llegó a ser finalmente un título utilizado por Eugenio d'Ors para calificar una serie de sus textos narrativos, pero estuvo a punto. Este título se recupera ahora para presentar una selección de novelas que no figuran entre las más conocidas de su autor. Se trata de Sijé, Oceanografía del tedio, Magín, El sueñoes vida, Historias de las Esparragueras y Aldeamediana. Existe un Ors narrador y novelista que se dio a conocer en los años veinte, una época de crisis en la ficción narrativa, y que hoy es injustamente desconocido. Ors publicó narraciones y novelas, dobladas de ensayos, híbridas, de gran interés que pueden ser leídas en la actualidad como variantes de la modernidad novelística en un momento en que las vanguardias cuestionaban la noción misma de relato.
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EUGENIO D'ORS
HISTORIAS LÚCIDAS
Introducción y selección de
Xavier Pla
COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL
© Fundación Banco Santander, 2011
© De la introducción, Xavier Pla
© Herederos de Eugenio d'Ors
Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.
ISBN: 978-84-16950-37-9
XAVIER PLA
La vida nos reúne, hurtándose a la vista de nuestras etiquetas y ajena a su control. Ortega, vitalista; y yo, intelectualista, vamos a parecernos en el tomar drenol.
EUGENIO D'ORS, Mi «salón de los 111»
A los cien años de la publicación de su novela más reconocida y la única de verdadera dimensión popular, La Ben Plantada, y a los sesenta y cinco de su muerte, Eugenio d'Ors parece seguir condenado, todavía, en el purgatorio. Aunque, bien mirado, quizás el purgatorio no es un mal lugar para un escritor. Entre el azufre del infierno y el incienso de los ángeles, entre el calor y el frío, en un estado de espera, de preparación, de purificación, el purgatorio también puede constituirse como un espacio que permite la reflexión, aviva la duda, sugiere el silencio o descubre el secreto1. Todos ellos parecen necesarios después de una larga vida como la de Eugenio d'Ors (Barcelona, 1881-Vilanova i la Geltrú, 1954), dedicada incesantemente a la palabra afirmativa, al diálogo y a la conversación. Para decirlo con sus mismas palabras, a la búsqueda de la luz, la «heliomaquia». En definitiva, puede que Eugenio d'Ors se encuentre en un verdadero espacio literario, inestable, incompleto, filtrado en la penumbra, al abrigo de las modas, no necesariamente catártico. Un espacio de destiempo al que, quizás, Xènius, definitivamente tranquilo, el guaita siempre al acecho, habría sido más que sensible. Momentáneamente expulsado del presente y acaso del futuro, alejado del teatro del mundo, sin tener dónde encajar, siempre inclasificable, sin poder incorporarse al devenir temporal de sus contemporáneos, la figura de Eugenio d'Ors debe seguir repensando el lema de Kierkegaard que tanto amaba: repetir, repetir una y otra vez, con entusiasmo renovado.
En unas ya lejanas palabras sobre el escritor Josep Pla, el crítico valenciano Joan Fuster se esmeraba en recordar que en ningún modo «admirar» a un autor significa «identificarse» con su posición vital, su actitud ideológica o su ideario estético2. A la crítica literaria española, y catalana en particular, conminaba Fuster a aceptar que, de la misma forma que estudiar a un escritor excepcional no obliga a compartir sus ideas ni sus veleidades anecdóticas, tampoco un tajante alejamiento de mera intención higiénica ayuda a que su obra se incorpore a la propia tradición literaria. Hoy, las nuevas generaciones de lectores ya no están formadas bajo la influencia de la rémora de la guerra civil española y saben que no se puede continuar analizando este hecho histórico desde posiciones maniqueas. También saben que cualquier reflexión sobre las diversas posiciones de los intelectuales durante la guerra civil no debe personalizarse sino situarse en el marco de una crisis cultural, social y política sin precedentes en la que ninguno de ellos salió indemne. La figura de Eugenio d'Ors, definitivamente no apta para sectarios, debería poder ser abordada bajo la consigna, como decía el mismo Fuster, de sine ira et studio. Sin ira y con todo el conocimiento, sabias palabras extraídas de los Anales de Tácito que deberían guiar la distancia crítica y el rigor metodológico indispensables a toda evaluación objetiva de un proyecto literario como el que nos legó Eugenio d'Ors. Convendría no olvidar nunca que, al final de su vida, en una interesante conversación sobre el filósofo Georges Santayana con Antonio Vilanova, crítico literario de la revista barcelonesa Destino, Eugenio d'Ors afirmaba que siempre se había sentido «un expatriado intelectual»3. Cabría preguntarse hasta qué punto estas palabras reflejan un estado de decepción personal de un escritor crepuscular o bien configuran la condición de un artista que encontró sólo su patria en el lenguaje y en el mundo de las artes.
A los setenta y dos años, en la vieja ermita de Sant Cristòfol de Vilanova i la Geltrú, ante su amado mar Mediterráneo, murió Eugenio d'Ors el 24 de septiembre de 1954. En la limitada vida cultural catalana del momento, pocas fueron las voces críticas que se hicieron eco de su desaparición. Podemos destacar, una vez más, las palabras de Joan Fuster, quien, el sábado 25 de septiembre de 1954, en una anotación privada extraída de su dietario escribía: «Ayer murió Eugeni d'Ors. ¡Qué necrológica más difícil pediría! Tan difícil que nadie se atrevería a escribirla. Quiero decir una necrológica serena, honrada, sin rencores ni beaterías. También de este muerto no deberíamos hablar sino después de un silencio muy puro»4. Son pocos los escritores que después de la muerte de Eugenio d'Ors osaron escribir desde el conocimiento personal y la experiencia de lectura de su obra. Entre ellos destacan los nombres de Josep M. de Sagarra y Josep Pla, hoy considerados, junto a Ors, como los prosistas más importantes del siglo XX catalán. El primero, Josep M. de Sagarra, nacido en 1894, murió en 1961, y el segundo, nacido en 1897 y muerto en 1981. Ambos se formaron durante su adolescencia en el fervor intelectual de la lectura diaria del «Glosari» publicado en La Veu de Catalunya. Tanto Sagarra como Pla trataron personalmente a Ors en las tertulias del Ateneu Barcelonés y asistieron en su juventud a los cursos y conferencias impartidos por Xènius en diversas instituciones de Barcelona. Además, ambos pertenecen al grupo de escritores que tuvo su eclosión más significativa en torno al año 1925, en pleno debate sobre el género novelístico. Por lo que se refiere a Josep Pla, cualquier lector habitual de sus libros sabe perfectamente que Eugenio d'Ors representa el mayor impacto de lectura recibido durante su adolescencia y primera juventud por el escritor ampurdanés. El joven Pla se formó en la lectura diaria de las páginas del «Glosari» y en la mitificación de su autor, y no hay ninguna duda de que sin la compacta presencia de la obra orsiana difícilmente Pla habría podido desarrollar con éxito su propio itinerario literario. A lo largo de los centenares de artículos y docenas de libros que publicó, Pla siempre supo discernir entre la magnitud del proyecto intelectual y político de Eugenio d'Ors y el anecdotario biográfico más o menos desafortunado y divulgado por sus coetáneos. El autor de El cuaderno gris siempre mostrará su admiración por los esfuerzos orsianos de ordenar, culturalizar, desprovincializar, en definitiva, modernizar, una Cataluña que debía superar de una vez por todas una tradición local basada en el neorromanticismo. Por su parte, las palabras, el tono, la emoción y la argumentación de Sagarra en el artículo necrológico que publicó en la revista Destino destacan por el respeto ante la dimensión del drama intelectual del hombre que acababa de desaparecer. El escritor, el articulista, se expresaba también en la admiración que sentía por el que era llamado «arquero batallador de más exigente ambición», ante el cual, según Sagarra, nadie podía siquiera dudar de la realidad de las flechas ni de la solvencia del arquero. En un tono de amarga tristeza y frialdad de tono menor, Sagarra, quien manifestaba que «mis oídos permanecen sordos a todos los peros y a todas las objeciones», no dudaba en afirmar tajantemente: «Ante la magnitud del alma que informó el presente cadáver de Eugenio d'Ors, a los que hemos vivido, desde un principio, las circunstancias y las contingencias de su aventura espiritual, sentimos —¿por qué negarlo?— una rara tristeza»5. Al final de su artículo, Sagarra explicita una gratitud personal y una generosidad profesional hacia Eugenio d'Ors que le honran. Y lo más significativo: termina apelando a los futuros escritores y a los lectores de las nuevas generaciones: «Me interesa decir, especialmente a los jóvenes, a los de esta época, que en la persona de Eugenio d'Ors vivió, en la más amena y en la más profunda complejidad, el alma del primer intelectual que Cataluña ofreció a una época que, por ser la de mis más vivos sueños, es para mí entrañable. Yo no sé, pero creo que, en otros tiempos, cuando desaparecía alguien de la categoría de Eugenio d'Ors, quedaba un temblor en el aire que todos lo percibíamos y todos lo respirábamos».
Extraña situación, pues, la del escritor en el purgatorio, la del autor sin lugar otorgado por su sociedad; la del que debe situarse en los márgenes de las culturas, catalana, española, europea, en los umbrales de las sociedades que decían acogerlo. Pero noble situación también para aquel que siempre había reivindicado la ciudad por encima de la nación, la cultura por encima de la política, la educación por encima de la doctrina. El admirador de Llull, de Erasmo, de Goethe, de Carlyle o de Bergson podía haber anhelado un futuro prometedor como filósofo, psicólogo, o crítico de arte, también como poeta, como dibujante o como novelista, pero no fue ni lo uno ni lo otro. O mejor, fue todo ello, pero sobre todo, como tantos escritores de la Europa de la primera década del siglo XX, Ors jugó a fondo la lógica de la «invención del intelectual». Y quizás esto explique muchas cosas.
Detrás de Eugenio d'Ors, detrás de su personaje de gran escritor público, detrás de sus más diversas máscaras y pseudónimos, detrás, si se quiere, de su «Ángel», queda la obra más influyente, más inteligente y de más ingenio de la Cataluña del primer tercio del siglo XX. El paso del tiempo conllevará inevitablemente que desaparezca, en el imaginario de los nuevos lectores, el considerable número de anécdotas y de pequeñas leyendas que su biografía había suscitado, en las cuales, todo hay que decirlo, no siempre Ors protagonizaba momentos estelares. Nuevos horizontes de lectura van a abrirse necesariamente, y quizás en los próximos años podremos afrontar, ahora ya sí, el cómo y el porqué de un extenso, complejo y ambicioso itinerario creativo al que los investigadores, desde las más diversas disciplinas del saber (filósofos, teóricos y críticos del arte y de la literatura, historiadores y sociólogos de la cultura, antropólogos, etc.), deben poder aproximarse sin prejuicios ideológicos ni apriorismos metodológicos.
En marzo de 1908 el rey Alfonso XIII visitó Barcelona para tranquilizar a una sociedad sometida a toda suerte de atentados anarquistas. Políticos y artistas, burgueses y jerarcas le esperaban a su llegada en el tren de las nueve de la mañana. A la misma hora, un jovencísimo escritor y periodista, Eugenio d'Ors, aislado en su habitación, daba alas a su imaginación leyendo un libro sobre el emperador Carlos V. Lejos del fervor de las multitudes, a mediodía, decidió visitar el taller de unos artistas amigos. El espesor del humo del tabaco, la ingesta de los más variados licores, la contemplación de óleos y dibujos y de la últimas revistas modernistas alemanas, en definitiva, la voluptuosa intimidad creada por la tertulia entre compañeros bohemios, dieron consuelo balsámico a la triste soledad del que a sí mismo se proclamaba ya como «intelectual». A la seis de la tarde, sólo el griterío del pueblo que subía desde las calles durante las «reales jornadas» interpelaba el discreto orgullo de quienes se sabían a salvo en su venerada «torre de marfil». Pero, de pronto, surgió la duda, o tal vez el cansancio: ¿no sería mejor abandonar esta obstinación heroica y confundirse gregariamente con las masas? ¿No valdría la pena dejarse glorificar por la multitud, incorporarse a las mayorías, recibir elogios y premios y medallas como cualquier poetastro de la corte?
Desde las páginas de la revista Empori, Eugenio d'Ors tomó una determinación de gran trascendencia para su trayectoria literaria. Diez años después de la publicación del J’accuse! de Zola, se propuso definir por primera vez al intelectual moderno en Cataluña. Desafiando «los peligros de este descenso hacia las multitudes», Ors llamó a la nueva generación del novecientos a la intervención en la ciudad, con una clara voluntad de orientación social y política: «Nosotros, en la Intervención, comulgamos». La posición de Eugenio d'Ors era claramente de compromiso, de un hombre de letras que abandonaba la visión de la literatura instaurada cincuenta años antes por la modernidad; aquella que se había autonomizado de su sociedad y que adoptaba actitudes destinadas a constituirse en una aristocracia simbólica con sus propias reglas de juego.
El joven Ors descartó en seguida y con menosprecio el «arte por el arte» y decidió dejar de ser un simple espectador ciudadano, incapaz de sentirse deudor o solidario con la sociedad que lo acogía. Ni Joan Maragall, ni por supuesto Gabriel Alomar, Raimon Casellas, Josep Pijoan, Josep Brossa, Pere Coromines o Antoni Rovira i Virgili llegaron tan siquiera a vislumbrar el desplazamiento de roles dentro de la esfera literaria catalana que esto significaba. En aquellos años, Ors no se dejaba ya arrastrar por la burda simplificación entre arte puro y arte social, sino que, al contrario, se adhería a una literatura de participación social sin renunciar nunca a una singular voluntad de estilo y a una ambición cultural sin precedentes en Cataluña y en España. Por esto, podía abandonar ciertos juegos estetizantes y consolidar un nuevo discurso, de debate político y de ideas, y a la vez desarrollar una prosa artística, reconocida tanto por sus contenidos como por su lenguaje. Y utilizando siempre los periódicos, testigos de la civilización moderna, para asumir la tarea de transformación social que proponía y poder, así, exponer su pensamiento.
La novedad era que Ors pretendía servirse de su prestigio literario, al que no pensó renunciar ni renunciará nunca, para dar credibilidad a un nuevo tipo de palabra que debía resonar en la vida civil, un discurso inaudito en una Cataluña en plena transformación política. Por una parte, Ors no concebía la literatura como un fin en sí mismo. Para el entusiasta Ors, el verbo «escribir» dejaba de ser intransitivo, su acción intelectual se volvía doctrinal. Su palabra debía poner fin a la ambigüedad y a las contradicciones del mundo en que vivía, su discurso pretendía erigirse en una explicación de la realidad que tenía que ser irreversible. Pero su actividad no fue tampoco la de un intelectual en un sentido restringido, la de un retórico del ensayo. Porque cuando Ors ejercía como crítico de arte, su texto parecía una prolongación, un eco de las obras que interpretaba. Y cuando fabulaba, ficcionalizaba o se servía de la palabra poética, se imponían el ensayo, el breviario, en definitiva, la lección.
Al afrontar la lectura de un libro tan importante como Cézanne6 (publicado por primera vez en 1921), por poner un solo ejemplo, la misma naturaleza informe del texto orsiano ya indica que se trata de una obra inusual que solicita a un lector activo. El proceso de lectura requerirá explorar a fondo la cartografía global de un gesto crítico insólito y muy propio de Eugenio d'Ors. No es una monografía sobre un autor, ni una interpretación estética de uno de los períodos más significativos del arte moderno, ni tampoco un capítulo crítico de la historia de la cultura europea. O dicho de otro modo: es quizás una autobiografía intelectual del mismo Ors que dice tanto más del biógrafo que del biografiado, es una obra de creación o de interpretación subjetiva que puede ser leída como una ficción de autor, como una «auto-bio-ficción» o, ¿sencillamente?, como una novela. La verdad de este libro no se encuentra en lo que se dice, sino en la aventura creativa que lo precede y que lo constituye.
Enfrentado al irresoluble binomio de las relaciones entre el arte y el poder, que han marcado toda la cultura del siglo XX, Ors recuerda aquella categoría del escritor híbrido que definía Roland Barthes7. Es decir, Ors no es un intelectual en un sentido amplio ni tampoco un simple maître à penser a la manera francesa, sino que se convierte en un escritor público, que realiza una obra personal de opinión que se sustenta sólo por la autoridad de quien la suscribe y no necesariamente por su erudición o su saber académico o profesional8. Es un autor que decide, para continuar con las palabras del crítico francés, «institucionalizar su subjetividad». Nada más lejos de Eugenio d'Ors, pues, que la abdicación del yo, porque precisamente se trata de un «gran escritor»9 que convierte en el fundamento de su obra la aparición de un «yo» que se presenta a sí mismo y que se otorga la autoridad suficiente para emitir un discurso y pretender ser escuchado. Obligado a decir en todo momento lo que pensaba y necesitando singularizar su discurso, Ors accedió a la tribuna pública sin mediación alguna, frente a frente con sus lectores. Su palabra devino instrumento y vehículo de un ideario que quizás no siempre la sociedad reclamaba: el europeísmo sistemático, la desprovincialización de Cataluña, el retorno a los valores clásicos estaban claros, pero también, no se olvide, la lucha por la cultura, la educación de la voluntad, los conceptos de continuidad, obediencia, disciplina, obra bien hecha, que ya no despertaban las mismas adhesiones.
Ors era necesario socialmente, admirado intelectualmente y citado por doquier, pero estuvo siempre a un punto de ser acusado de oscuro, de confuso, de intelectualista, de elitista, a fin de cuentas, de estéril. Ya sabemos que las delimitaciones internas de la vida cultural son mudables y que varían en función de los países y de las épocas. En todo caso, es evidente que Ors no se situaba solamente en la escena literaria sino en la cultural, en la esfera pública en general, y la autoridad de su voz no sólo le comprometía a sí mismo sino que inevitablemente pretendía encarnar una conciencia más amplia. Y por esto debió asumir con rotundidad el riesgo del contacto con el poder político. En 1920, al dejar de disponer de instituciones que le respaldaran (políticas, académicas o profesionales), a Ors difícilmente se le perdonó la osadía de levantar su voz solitaria y crítica con el poder. Y una reflexión desapasionada sobre las actuaciones de Eugenio d'Ors entre 1938 y 1942 debería llevarnos a las mismas conclusiones. La paradoja es que la sociedad siempre consume con más reservas la palabra transitiva que la intransitiva. Un novelista siempre será aupado por una industria editorial, por unos medios, por sus lectores.
Relegado al papel de ensayista y de teórico de la cultura, Ors acaba siendo un intelectual disidente y siempre heterodoxo. Empieza a dar la impresión de emprender un inacabable soliloquio, convertido en un intelectual errante, en diálogo permanente consigo mismo. En un momento determinado, parece dudar: o seguir los pasos del reconocido conde de Keyserling, el intelectual apátrida, brillante conferenciante europeo que se codea, de hotel en salón, con la aristocracia europea y se transforma en la vedette literaria de los mundanos clubs intelectuales. O recluirse, como Paul Valéry, para sistematizar su pensamiento y poder, sosegadamente, ordenar su obra. Solicitando infructuosamente la complicidad de unos lectores que una sociedad literaria medianamente organizada le habría asegurado, Ors no llegó a ser ni lo uno ni lo otro. En el París de los años treinta, y después de su breve paso por el Gobierno de Burgos, el Ors de la posguerra parece deambular sin brújula, solitario en un mundo de máscaras, hasta su muerte en 1954.
El lunes 1 de enero de 1906 un joven llamado Eugeni Ors (la «d» suplementaria del apellido no se estabilizó hasta un tiempo más tarde), convertido pocas semanas después en Xènius, publicaba por primera vez en las páginas del diario La Veu de Catalunya, el portavoz del catalanismo político conservador, la rúbrica «Glosari», una columna periodística que obtuvo una repercusión y una influencia extraordinarias. Durante más de quince años en lengua catalana, y todavía durante casi treinta años más de «Glosario» en castellano, Ors supo elaborar un género literario personal e inclasificable. Desde el «Glosari», Xènius mostraba una curiosidad enciclopédica, desarrollando una habilidad admirable para tratar los temas más diversos. En poco tiempo, consiguió convertirse en el líder visible, el «verbalizador» según palabra de Josep Murgades, de todo un programa cultural y estético de gran incidencia política que debía llevarlo a construir cada día «nuevos sistemas metafísicos aptos para la acción». Pocos días después de haber iniciado su colaboración regular en el diario, Eugeni Ors fue enviado como corresponsal especial a Algeciras, donde se había de celebrar una conferencia internacional para reglamentar la influencia de varias potencias extranjeras sobre el Imperio de Marruecos. Después de aquella estancia, durante todo el mes de febrero, Ors publicó una serie de crónicas que sustituyeron la recién iniciada colaboración en La Veu de Catalunya. Hasta el mes de mayo de aquel primer año de «Glosari», Ors compaginó también su sección en el periódico de la Lliga con una serie de «reportajes», firmados como Xènius, en el semanario El Poble Català. Terminada esa colaboración al convertirse el semanario en diario y al ocurrir la muerte del corresponsal de La Veu en París, Eugenio d'Ors fue elegido para sustituirlo. Ors llegó a París en el mes de mayo y, liberado de la doble colaboración periodística, recuperó el pseudónimo para las glosas y comenzó a utilizar su nombre para firmar una nueva serie de «crónicas» parisinas similares a las de Algeciras, algunas de gran extensión y generalmente de tema artístico. En una carta a Raimon Casellas, Ors le anunciaba precisamente: «Dentro de unos días irá la primera de las crónicas de París. Pienso firmarlas con mi nombre o con las iniciales de mi nombre, como las de Algeciras. Y, para que no se repita en un solo día la misma firma, he pensado firmar desde hoy los Glosarios de un modo distinto. Firmaré Xènius, pseudónimo que ahora debe ser exclusivo de La Veu. Y, para justificar el cambio, he escrito el Glosari de hoy»10; Así, efectivamente, a partir de la glosa «Entre parèntesis: de com el Glosador se diu Xènius» (La Veu, 9 de mayo de 1906), esta, sin embargo, firmada excepcionalmente «Ors & Xènius», el resto de glosas aparecieron ya definitivamente firmadas como Xènius, y es con esta firma con la que se convirtieron en la obra que ha quedado indefectiblemente asociada a la de Eugenio d'Ors. El uso del término «glosa», discutido en ese mismo momento debido a su grafía (en catalán debería ser «glossa»), aunque era aceptado por los diccionarios, fue defendido con un sutil argumento de diferenciación genérica en una carta privada que Ors envió muchos años más tarde, el 8 de noviembre de 1918, a Jaume Bofill i Mates: «Dejadme ahora sólo protestar del Glosador con doble s puesto en la magnánima dedicatoria. Yo escribo glosas, improvisaciones, canciones si se quiere, como las del minúsculamente épico glosador mallorquín, inspirado por la realidad circunstancial que le rodea, no glosas apostilla vinculadas como las de un alejandrino o un boloñés operando sobre textos muertos. El Glosario puede ser una sarta de contadas, no un vocabulario de palabras. Por otra parte, nuestro académico Diccionario (genuflexión) me ampara»11. Había, además, en el «Glosari» una clara voluntad estilística, máximo exponente de la prosa de arte, que con los años debería ser casi tan célebre como sus contenidos y su autor. Un estilo, o quizás mejor dicho: una multiplicidad de tentativas estilísticas, caracterizado, por decirlo con palabras de Gustave Lanson, por la preeminencia de las asociaciones estéticas por encima de los lazos lógicos y por la subordinación de la exactitud gramatical a la intensidad poética12. Si se ha objetado que tanto el gusto por la afectación en el léxico como la interferencia de las dos lenguas de cultura del escritor, el francés y el español, llevaban a Ors a incorporar a la lengua catalana formas arcaizantes, cultismos y calcos sintácticos de forma quizá gratuita, también se puede decir que el verdadero efecto estilístico de la escritura de Eugenio d'Ors se produce en la acumulación de elementos de diferentes órdenes (intelectuales, sentimentales, musicales) para conseguir una eficacia evidente en la creación de imágenes, y no debe ser gratuito, aquí, recordar su interés constante por el discurso pictórico.
Más que un simple cronista, Ors se presentaba como un periodista de ideas siempre atento al presente, dispuesto a oír «las palpitaciones del tiempo». Por encima de todo, creía en un género literario que le permitía, en una clara voluntad programática, formular conceptos que se concretaban en palabras clave que se extendieron (o se impusieron), con mayor o menor fortuna, en la vida social, cultural y política de la Cataluña de la época. Porque, según sus propias palabras, su principal objetivo era «acuñar conceptos como quien acuña moneda». Entre estos conceptos está el de noucentisme («novecentismo»), que le funcionó perfectamente como relato fundador y autojustificativo. El término fue utilizado en el año 1906, en primer lugar, en su forma adjetiva noucentista para denominar a los jóvenes noucentistes, es decir (gracias al doble significado de nou, «nueve» y «nuevo» en catalán), a los hombres del novecientos y a los partidarios de lo «nuevo».
Pero la glosa no era tan sólo un artículo de expresión personal firmado por un fino observador de la realidad ciudadana. En sus glosas había poesía y ensayo, narración y análisis; tanto aparecía un triste recuerdo infantil de un Ors atemorizado y perdido en la Rambla de Canaletes como la genial captación poética de un instante en la playa de la Barceloneta. En el «Glosari», aparecen también, combinadas con lecturas innumerables y decenas de referencias a la actualidad cultural europea o norteamericana, conversaciones de café y potins ciudadanos, consejos útiles para la vida práctica y temas de la vida cotidiana. Xènius mostraba toda su insaciable curiosidad intentando revitalizar el espíritu crítico de una sociedad que probablemente estaba más adormecida de lo que él mismo imaginaba.
Su repercusión internacional superó en seguida el ámbito catalán y hasta el español. Pongamos sólo un ejemplo. Desde Alemania, el catalanófilo Eberhard Vogel, filólogo, catedrático en la Escuela Real Técnica Superior de Aquisgrán, traductor del catalán al alemán y autor de un diccionario alemán-catalán, también se hizo eco del pensamiento de Eugenio d'Ors. Vogel publicaba, en el semanario antiliberal de Múnich Allgemeine Rundschau. Wochenschrift für Politik und Kultur, una serie de crónicas sobre cultura española. En uno de sus artículos, «Ein Sokrates des modernen Spanien» (núm. 14, 1 de marzo de 1913, pág. 289), Vogel explicaba su primera reacción como lector del Glosario:
«Hace seis años empecé a leer diariamente La Veu de Catalunya y encontré en sus columnas una contribución diaria, con el nombre de Glosari, firmada por un tal Xènius. Este diario está escrito en catalán y por eso es poco conocido en el extranjero, pero por su línea neutral y la variedad de los temas culturales que trata es mucho más que un diario de un partido de izquierda o de derecha: es un portavoz destacado de los regionalistas catalanes, cuyo programa está ganando cada vez más seguidores. Tengo que admitir que durante un tiempo [el Glosari] no me gustó. Me pareció que el pseudónimo Xènius (guía turístico) procedía sobre todo a un defensor de una línea espiritual francesa al que, de vez en cuando, le gustaba mostrarse como conocedor de la forma alemana de pensar y trabajar. Por casualidad descubrí su nombre real: Eugeni d'Ors».13
Vogel tuvo que superar una reticencia inicial. En un primer momento, había considerado a Ors como un escritor hábil, «pirotécnico», del que le incomodaba la forma «juguetona y saltarina», a veces superficial, de tratar los temas diarios. Le molestaba el Ors más sibarita, el que se interesaba por las formas estéticas de la cultura contemporánea, como la moda, el baile o los hábitos de la comida. Pero muy pronto, asegura, empezó a valorar la curiosidad de Xènius, su interés por todas las ciencias, y su gran capacidad para formarse un criterio independiente en temas diversos e inusuales. Aquel que primero le había parecido que sólo era un «brillante ecléctico» se le aparecía rápidamente como un filósofo de gran profundidad moral que, desde su labor del Instituto de Estudios Catalanes, «que ahora ya tiene más renombre en el extranjero que todas las universidades españolas», conseguía remover las conciencias de una sociedad que seguía con fervor:
«Le di el nombre de Sócrates moderno por sus contribuciones en La Veu, que divulgó, seguramente por falta de un diario de gran alcance, al estilo de Sócrates, que solía hacerla mezclándose entre los jóvenes en mercados y campos de deportes. […] En todo caso, quien quiera acercarse a la nueva Cataluña, la levadura madre de España, debería aceptar como evangelio La Ben Plantada y La Nacionalitat Catalana, de Enric Prat de la Riba».
A principios de julio del año 1911, Eugenio d'Ors y su familia se trasladaron a Can Ferrater, una casa solariega de Argentona, para pasar las vacaciones de verano. Instalado en una de las zonas preferidas de veraneo de la burguesía barcelonesa catalanista, un ambiente que conocía muy bien, Ors comenzó a publicar algunos artículos sobre las colonias veraniegas. Evocaba el ambiente de la colonia, con los burgueses y nuevos ricos que se desplazaban en tren desde sus casas de veraneo hacia Barcelona, con las familias que se quedaban, esperándoles, con hijos y criadas. Aparte de ir a visitar al pintor Joaquín Torres García en Vilassar de Mar, aquel verano Ors decidió dar forma narrativa a los valores de la tradición clásica que había defendido en los últimos cinco años desde el «Glosari», y optó por articularlos en una figura femenina arquetípica que debía responder a un ideal de mujer catalana que Ors reclamaba para identificar la sociedad de su tiempo. Es así como empezó a escribir, y a publicar, la serie de glosas autónomas y correlativas de agosto a noviembre de 1911 que llevarían el título común de «La Ben Plantada» y que desarrollarían un hilo argumental que constituiría una de las series estivales del «Glosari» más conocidas del autor.
Aunque es posible definir esta obra como una novela, como un ensayo filosófico o, incluso, como un poema en prosa, La Ben Plantada (que se publicaría en primera edición catalana a finales de 1911) plantea, de hecho, el problema de la representación artística de todo un ideario. Para decirlo en otras palabras, en este libro hay un conflicto constante entre la función poética y la función referencial, porque la mínima intriga narrativa coincide con la demostración máxima de una especie de alegoría metafísica y política con intención ejemplar. Quizá por esta razón, el libro ha sido y es susceptible, como mínimo, de dos tipos de lectura: o bien es leído como un «breviario de raza», como un «manual de doctrina», como una «investigación teórica», como un «ensayo filosófico con intención patriótica», como «un ensayo teórico sobre la filosofía de la catalanidad» (todos estos conceptos son del autor y aparecen en el libro), o bien es leído como un relato imaginario, como una «verídica historia», como una «invención», en definitiva, como una «novela». Claro que esta misma disyuntiva, este doble horizonte de lecturas generado por la obra misma, ya hacía que Ors otorgara al libro, pocos meses después de ser publicado, una clara indeterminación genérica que le llevaba a calificarlo de «especie de novela, […] hay en ella predicación de doctrina y predicación de ejemplo»14.
Así, reducir esta obra a su solo argumento, la llegada de una chica enigmática, de rasgos idealizados, a una población de veraneantes de la costa catalana, la expectación que despierta entre los habitantes de la colonia su comportamiento, las especulaciones sobre su prometido y su posterior desaparición, contenida en un episodio final en el que revela su lección ejemplar, no permitiría dar cuenta de toda su complejidad narrativa y simbólica. Escrita en primera persona, con toda la fuerza del presente, dividida en tres partes y con un estilo voluntariamente lírico que favorece la exaltación y el énfasis, en esta novela Ors da coherencia narrativa a unos fragmentos que tienen autonomía propia, que pueden ser leídos por separado, pero que, como el propio autor sostenía en el prólogo, no tienen nada que ver con la estructura de una novela de folletín, destinada «a avasallar el interés y angustia de la buena alma lectora a los intentos de lucro de algún noticiero periódico o empresa». La débil acción narrativa y el poco desarrollo de una verdadera intriga se ponen al servicio, eficazmente, de una estructura lineal, con un cierto esquematismo en la presentación, sin profundidades psicológicas en los personajes (Teresa no es en realidad un personaje que actúa, sino simplemente una presencia), ni retrospecciones o juegos temporales en la narración, donde quizá sólo destacan los elementos premonitorios que, desde el principio, anuncian al lector la «tragedia» final. La novela se fundamenta sobre todo en las reflexiones y descripciones que hace un narrador atónito, llamado Xènius, que se erige como única fuente del relato y que va describiendo, con admiración, sorpresa y emoción, las características físicas y morales de la figura protagonista.
La Ben Plantada, pues, era la propuesta orsiana de nuevo modelo de novela decidido a superar las limitaciones de la narrativa realista decimonónica. Porque, en tanto que escritor, la suya era una reacción contra la realidad o, al menos, contra los límites que le imponía la realidad de su presente o, quizás, contra la captación anecdótica, puramente exterior, de la realidad. Una solución personal, por tanto, ante el desconcierto en que se encontraba el género con la crisis del naturalismo, pero perfectamente integrado, por más que Ors intentara negado, en las nuevas formas de la narrativa de su tiempo. Una novela, eso sí, autorreflexiva, poco narrativa, figurativa, y que hacía de la fragmentación y la discontinuidad sus razones narrativas.
Se quejaban Jordi Gracia y Domingo Ródenas, en su reciente antología El ensayo español, de que «los tumbos lingüísticos e ideológicos de Eugenio d'Ors han condicionado, desvirtuándola, la estimación de su magnitud como ensayista»15. Pero si realmente la consideración de Ors como ensayista, que está fuera de cualquier duda, ha sido discutida y desvirtuada, ¿qué decir del incomprensible e injusto olvido en el que han caído las narraciones orsianas?
Ors publicó narraciones y novelas, dobladas de ensayos. Son híbridas, fragmentarias y discontinuas, estáticas, contemplativas y filosóficas, ciertamente, pero se trata de obras de un gran interés que pueden ser leídas hoy como variantes de la modernidad novelística de un momento, los años veinte del siglo pasado, en que las vanguardias socavaban la noción misma de relato. El género narrativo no le resultó en absoluto ajeno a Eugenio d'Ors, pero también es cierto que Ors no fue nunca tan sólo un buen narrador, ni tampoco un narrador tout court. Y es más: parece que Ors era plenamente consciente de las transformaciones del género novelístico de su tiempo, condicionadas tanto por la filosofía de Bergson como por las aportaciones de Freud, las reflexiones de Ortega y Gasset, Proust y Thomas Mann. Como ha señalado muy acertadamente Óscar Barrero:
«Las ficciones de Eugenio d'Ors se insertan en una cultura de vanguardia para la que las convenciones de géneros literarios han dejado de existir y en la que la devoción por la imagen que el mundo del cine está empezando a difundir entre los intelectuales cala hondo en la sensibilidad de los ensayistas y narradores. En razón de las fechas de los textos de d'Ors aquí estudiados podría considerarse al autor un adelantado de esa vanguardia que desde finales de la segunda década del siglo XX se hizo presente en el panorama cultural de España. Un intelectual como Eugenio d'Ors, centinela alerta de las innovaciones que se producían al otro lado de los Pirineos, no se mantuvo al margen de su circunstancia histórica. A su faceta de intelectual defensor de la cultura clásica cabe achacar también, posiblemente, el olvido de su otra cara: la de intelectual interesado en el arte (literario en este caso) de su propio tiempo. Y ese tiempo fue el de la vanguardia»16.
Existe un Ors narrador, y hasta novelista, que se dio a conocer en una época de evidente crisis de la ficción narrativa. Quizás por esta razón la adscripción genérica de ese tipo de obras por parte del mismo autor no está nunca muy clara, y son múltiples las denominaciones que utiliza para definirlas: tanto se habla simplemente de «novela» o de «relato» como de «cuento filosófico», «fábula», «fantasías», «historia verídica», «novela experimental», «novelas ejemplares», «diario moral», «breviario», etc. Existe también, claro está, un Ors lector de novelas y novelistas de su época que, sin embargo, siempre pareció expresar una cierta desconfianza hacia el género narrativo. Como ha escrito Andrés Amorós:
«Los prejuicios estéticos de Eugenio d'Ors le impidieron juzgar acertadamente —en muchos casos— novelas contemporáneas. No comprendió la perfecta validez estética de expresar una visión del mundo caótica y angustiada con una forma paralela. Sin embargo, y quizá a causa de su misma incomprensión práctica, supo plantearse con acierto muchas cuestiones teóricas sobre la novela»17.
Y, a contrario, la consideración de las narraciones orsianas ha pecado también del prejuicio que parecía expresar el filósofo José Luis Aranguren en su célebre ensayo sobre Eugenio d'Ors, olvidando u obviando justamente el carácter de series estivales de glosas de muchas de las narraciones orsianas:
«Su técnica consistirá siempre en escandir el parvo relato en una serie de cuadros discontinuos, cada uno de los cuales expresa un sentido intelectualmente aprehensible. La narración es detenida por el pensamiento, la corriente atravesada por la figura y el sistema latente bajo la ficción novelesca»18.
Por otra parte, son múltiples las declaraciones de Ors sobre sus contradictorias relaciones con el género narrativo y, a la vez, sus dificultades mismas como lector y escritor con la novela. Pongamos tan sólo dos ejemplos. En una glosa sobre Pío Baroja de los años veinte, Ors confiesa:
«La lectura de las novelas no me deja ganas de escribir novelas. Están muy bien pero allí todo es azar y dispersada contingencia. Y a mí, que soy, después de todo, un intelectualista de solemnidad, no me interesan las cosas sino en proporción al valor de estructura de sus relaciones recíprocas; es decir, en proporción al grado de unidad que domina y gobierna en riqueza múltiple»19.
En una de sus glosas de la serie «Estilo y cifra», titulada precisamente «Novelas y novelistas», que publicaba en el periódico barcelonés La Vanguardia en los años cuarenta, Eugenio d'Ors descalificaba el género novelesco. Advertía que los lectores solían olvidar el nombre de los autores de novelas para centrarse tan sólo en los títulos y los argumentos. Terminaba confesándose cada día peor lector de novelas:
«Cada día, las novelas me interesan menos; y si no fuera que me regalan bastantes, no leería ninguna nueva. Menos, mucho menos que las demás, me atraen las del tipo que llamaríamos “novela-novela”; quiero decir, las que no frisan, bien, por un lado, en el poema, bien, por el otro cabo, en el ensayo. Todavía, en invenciones casi de magia, como la Zuleica Dobson, de Max Berboom, o en las parábolas casi de filosofía, como el delicioso y demasiado pronto olvidado César Caperan ou la Tradition, de Louis Codet, gloria futura de Perpignan, puede encontrar mi gusto una apetecible dosis de placer. Pero, la verdad, cuando me son explicadas en unas páginas interminables las querellas de la familia Vega y Hernández, muy señores míos, o los secretos de alcoba de Madame Durand, que quiere tanto a Monsieur Dupont, y buen provecho le haga, yo siento en mí una especie de sensación humillante y vergonzosa, como si estuviese mirando a través del ojo de la cerradura en una cámara cerrada. Y esto no es para mí. El malestar llega a su colmo, no sé por qué, si los personajes son ingleses y si la que me coloca en aquella situación es una señora. Quiere ello decir que, a mí, después de la supradicha Rebeca, no hay que venirme, ni con el no-sé-cuántos del viento ni con el no-sé-cuántos de las lluvias… Para meteoros, ya me bastan los filtrados y sufridos por culpa de las mal ajustadas maderas de alguno de los balcones, que me ha tocado en suerte en este expirante veraneo»20.
Para acabar descalificando también a algunos de sus novelistas contemporáneos, tanto españoles como extranjeros:
«¡Qué gusto el Quijote, qué gusto tantas narraciones antiguas, en que el relato avanza en una simétrica vertebración, donde cada capítulo encierra, entero, un episodio de la vida del personaje! Para que no se diga que juego sobre valores seguros, pondré al lado del Quijote, en este sentido una novela moderna, una novela muy discutible, aquel Voyage au bout de la nuit, del truculento Céline, más truculento aún que su casi homónimo español, el recentísimo Cela: si en Cela el don de composición, la potencia de estructura parece aún titubeante, en Céline —y era su primera obra— se mostraban esas dotes con el vigor de un clásico. En cuanto a mí, en mi despego, he acabado por juzgar la novelística casi exclusivamente según tal canon… Voy a decir con qué instrumento.
Tomo la novela que he llegado a leer, una vez vencidas las explicadas resistencias. Naturalmente, esta lectura no se hace de un tirón. Al tomar aquella para alguna nueva sentada, puede ocurrir una de dos cosas: o que reconozca inmediatamente el lugar, y hasta la línea, en que abandoné la lectura, o que me cueste el encontrarlos, para lo cual, en evitación de tanta fatiga, cuido de recurrir al empleo de una señal o “paja”. En el primer caso, juzgo la obra buena, hasta revisión a más señores. En el segundo caso, la juzgo mala y, generalmente, de no mediar razones especialísimas, es abandonada su lectura. “Con este sistema —se me objetará—, y de haberlo empleado usted desde mozo, nunca hubiera leído usted a Dostoievski”… Pero ¿quién les dice a ustedes que yo he leído a Dostoievski?».
La declaración orsiana más conocida y a la vez más decisiva para entender con exactitud la «poética» narrativa de Ors es la que, con algunas variantes, aparece finalmente en el prólogo de la traducción castellana de La Ben Plantada:
«Yo no sé narrar. Mi natural inclinación, cuando encuentro las realidades bajo mi mirada, es a dejarlas quietas. Lo cual no significa, en modo alguno, dejarlas inertes. Hay más vida que la que se traduce en agitación. […] La pasión más trágica se me aloja en una angostura doméstica. El numen de toda una raza cabe en una casita de alquiler veraniego en una playa de la costa; lo que, entre nosotros, se llama “una torre”. Y una aventura, en la siesta adormilada en un jardín de balneario… ¿Para qué contar?»21.
En su intento, satisfactorio, de sistematización de las ficciones narrativas de Ors22, Óscar Barrero ha dividido en cuatro ámbitos (personajes, argumento, estructura, tema) el desarrollo teórico del concepto orsiano de narración:
Personajes
-«Los relatos de d'Ors no carecen de personajes, aunque en ellos el mundo de las ideas se imponga al de los sentimientos».
Argumento
-«En lo que se refiere a este otro elemento sin el que no parece explicarse la novela convencional, también la heterodoxia del d'Ors narrador nos permite advertir su propósito de ruptura».
-«El argumento se reconoce, no sin dificultades, en estas ficciones, pero no es lo más relevante del texto ni sigue una linealidad que facilite la tarea de interpretación. Lo significativo parece ser la imagen».
-«La novela está formada por un conjunto de planos (capítulos), y cada plano, a su vez, está compuesto de diversas y múltiples imágenes».
Estructura
-«La falta de organización estructural de los relatos de d'Ors es más aparente que real si consideramos la repetición de elementos de este tipo que funcionan a manera de anuncios de lo por venir».
-«El aspecto técnico de las ficciones orsianas en el que más ha insistido la crítica es su estructura discontinua. A ella contribuye la inserción de historias que interrumpen el ritmo narrativo. Es superfluo hacer notar la raigambre cervantina del procedimiento, cuya utilización nada puede sorprender en un amante de lo clásico como lo era Ors».
-«No son las ficciones orsianas estructuras organizadas de acuerdo con los principios tradicionales del género narrativo».
-«Siguiendo el esquema de la glosa, todos sus textos narrativos están formados por capítulos breves (cuando no extraordinariamente breves), muchos de los cuales desarrollan una historia única. Otros son, simplemente, excursos ensayísticos útiles para el propósito del autor pero innecesarios para el desarrollo de la trama. Una trama que, en cualquier caso, como ya he señalado, no es elemento primario en la idea de d'Ors».
Tema
-«Los temas de que se nutren las páginas narrativas de d'Ors se alejan también de las convenciones para ponerse al servicio de su pensamiento. El esquema típico en estos textos es el que presenta inicialmente una situación de idílica felicidad que con frecuencia representa a una mujer idealizada que se aproxima al canon de perfección física y moral; el ídolo resulta ser de materia frágil y el pasajero acceso de “frivolidad” se salda con el retorno al punto de partida: una estabilidad que no necesita del sentimiento porque la representa la razón».
Para quien ha tenido siempre fama, merecida o no, de autor opaco, oscuro, o hermético, el término «lúcida» aplicado a una historia o narración orsiana no deja de tener gracia y despertar interés. «Narraciones», o «Historias lúcidas», no llegó nunca a ser, finalmente, un título utilizado por el mismo Eugenio d'Ors para calificar una serie de textos narrativos de su autoría. Pero estuvo casi a punto. En una serie de tres glosas publicadas en el diario ABC el 29 de agosto del año 1929, Ors sintetizó toda su reflexión sobre las narraciones incluidas bajo el título Jardín botánico que vale la pena reproducir in extenso:
«Cotizaciones. “Historias lúcidas” es el primer título que cierto autor, a mí estrechamente ligado, imaginó para calificar una serie de narraciones, caracterizadas todas por la nota común de un respeto fundamental a los fueros de la inteligencia. En cada una esta resultaba a la postre —cualesquiera que fuesen las aventuras intermediarias— gananciosa del pleito. Además, en cada episodio, en cada personaje, en cada momento, expresión y palabra, se le atribuía digno papel.
Quiere decir, confesémoslo, que estas narraciones no fueron escritas pensando en los gustos en la actualidad más difundidos. “Esta es una novela —leemos en el prólogo de una reciente— que no tiene que ver con la inteligencia, ni siquiera con la sensibilidad, sino con el bruto y la animalidad… La expresión de un estado de salud, general mañana, se sinrazonará”… Pero el libro cuyo es el anterior prefacio, obra —harto indecente, por cierto— de un autor por demás famoso, ha alcanzado, en París, uno de los mayores éxitos de la producción literaria del invierno último. Le veo hoy en las manos de las hijas de aquellos mundanos y aquellas mundanas que se despidieron del culto a los valores racionales, hace veinte y cinco años, a la salida del curso de M. Bergson.
Mas el hecho de que las aludidas narraciones no fueran escritas pensando en los gustos hoy más difundidos, es decir, más vulgares —con vulgaridad de segunda zona, que es la peor—, no quiere decir que no exista en ellas una posibilidad de acuerdo con los del inmediato mañana. Los poetas más delicados empiezan ya a ser voluntariamente metafísicos. Los pintores de última hora —según el hecho que, hace poco, el “Monitor estético” de Blanco y Negro recogía— hablan ya de buen grado, en el título de sus telas, del “monte Ida” y de otros recuerdos clásicos del mismo orden. Los músicos mismos —tan cercanos, por la materia con que operan, de las fuentes vivas de lo inconsciente— prefieren colocarse en la escuela racionalista de un Ravel que en la escuela misteriosa de un Debussy… Aquella “aguda y honorable minoría”, que, en mil ochocientos noventa y tantos, por aversión al progresismo de M. Homais, volvió la espalda a la concepción intelectualista del mundo, hoy, por reacción contra el misticismo de mistress Brown, regresa a la cada día más sabrosa devoción de las “ideas claras”… Para esta minoría aguda y honorable, ¿por qué no escribir?
Así quería hacerlo mi autor, a la vez que daba las razones históricas y filosóficas del cambio. Lo hacía ya en 1910. Pero, sólo al entrarse en el segundo cuarto del siglo, se puede creer en que la Humanidad haya entrado de nuevo en una disposición de espíritu favorable a volverle a encontrar la gracia a un vaciado en yeso, a un poema didascálico, a un cuento filosófico. Y hasta a un manual de vulgarización, a la manera de Fontenelle. Ya decir incluso —como ha dicho alguien en Alemania— que el más grande de los poetas modernos se llamaba Karl Baedecker.
Anti-ruso. Aquel título “Historias lúcidas” se abandonó, por razones que no hacen al caso; y entonces el mismo autor de mi cuento pensó, durante un tiempo, en poner a la cabeza de su colección un título general: “La novela anti-rusa”.
Rótulo batallón, si los hubo. Ya se entiende por qué lado; no es precisamente por el de la política ni el de la “cuestión social” —aunque, en realidad, “cuestión social” y “política” anden siempre estrechamente enlazadas con el problema de cultura que en aquel antagonismo se ventila—. “Anti-ruso” quiere decir aquí opuesto a la supersticiosa canonización de la inconsciencia. Preconiza de nuevo la lucidez, como exorcismo contra la oscuridad. Lo inteligente contra lo instintivo. La ciencia contra la animalidad. El dibujo contra la música. El arte contra la poesía. La ironía contra la profecía. Y, en lo más general, el Hombre contra el Caos. Rusia, como Bergson, como el “Fin de Siglo” —como, no lo ocultemos, en cierto sentido, el esnobismo internacional por España—, constituye uno de los tópicos predilectos de la posición que a aquella otra por mi autor tomada más puede repugnar… Rusia, el alma rusa, la literatura rusa, la novela rusa. Y, en cifra, Dostoievski.
La lucidez, lo inteligente, la ciencia, el dibujo, el arte, la ironía, el hombre… Y también, del mismo golpe, la Belleza… Sí, la Belleza, con su canónica mayúscula. La Belleza, hecha de armonía, no de carácter; de equilibrio, no de expresión; de salud, no de enfermedad. La belleza de los objetos preciosos, no la de los ruines. La de las frentes y de los ojos. La belleza de la rosa, como dijo —acertado en esto— el sutil Cocteau. La belleza, que con la inteligencia liga tan bien.
“Todos los personajes de las narraciones referidas —pensaba declarar mi autor en el prospecto que iba a anunciar la serie, según esa etapa del proyecto— serán tan inteligentes como se pueda, y pasablemente guapos. Me comprometo solemnemente a no sacar a la calle ningún monstruo ni ningún idiota. Por esto llamo a mi colección La novela anti-rusa.”
Pero también este segundo título fue abandonado. Era divertido, pero tenía, probablemente, el peligro de empequeñecer la cuestión, y, sobre todo, de parecer convidar a peor empequeñecimiento. Aquella declaración cabía, de todos modos, hacerla en prospecto o prólogo, sin necesidad de que su virulencia trascendiese al mismo nombre. Mejor parecía buscar para este una suscitación positiva y de elogio, que negativa y de combate… A tiempo se acordó entonces mi autor de su impresión y meditaciones en el Jardín Botánico. “Jardín de Plantas” será el rótulo definitivo de la colección.
Tres relatos. Por de pronto, reúnense en la misma tres relatos. En el primero, se ha querido cantarle las cuarenta, si se me permite la expresión, tabernaria y castiza, al propio Freud. Una de las grandes adquisiciones del genial psiquiatra vienés puede ser considerada como la versión científica de la shakespiriana sentencia que nos afirma fabricados “de la misma trama que nuestros sueños”. Sin duda; y nuestra vida, en sus secretos de amor, de enfermedad, de tics, de particularidades cotidianas y hasta de destino obedece a oscuros mandatos, que también se revelan en las figuras que pueblan nuestro reposo. “La vida es sueño”… Pero, a su vez, el sueño es vida. Hay más cantidad de razón, de inteligencia, de lo que parece, en tales figuras. Hay, tras de su floración viciosa, la revelación apuntada de un argumento humano normal. “Arrojad lo natural, y regresa a galope…” Mas probad, por otro lado, de arrojar lo racional, y lo racional vuelve por la posta. No es incoherente quien quiere, ni tanto como querría. Tomad un lápiz, dejadlo vagabundear sin tino sobre el papel; a los pocos minutos, no falla: o una caricatura o un arabesco. En las páginas que digo sale dibujada una novela —la novela casi vulgar de la alumna ganada y rendida por la personalidad del profesor admirado y que, a falta de él, acaba buscando reemplazo y consuelo en una aceptación melancólica del ofrecimiento del joven ayudante que le imita—, sale una novela formada de la sucesión, loca en apariencia, de unos sueños, confusos, soñados cada noche, anotados cada mañana.
Así la inteligencia gana la partida, allí donde Freud se la regala, entera, a lo inconsciente. También es esta la lección final del segundo relato en que ella juega la suya con la bergsoniana intuición. Ello, después de la turbación grave de ver a la grosera intuición triunfar, allí donde la pobre inteligencia se consumía en la ineficacia. En el cuento humorístico se insertan aquí, crudas, páginas de disertación filosófica… Siempre como el rótulo en latín de la planta extravagante y barroca.
Por fin, la lucidez que asiste, con desdoblada ironía, al proceso del personaje, en ninguna parte goza de mayor fuero que en la tercera narración. Toda acción es en ella abolida. Y, no obstante, cabe aquí una gran riqueza vital. Caben sensaciones múltiples, picantes aventuras, dramas y peripecias. El tedio de la ataraxia parece, en apariencia, muy monótono. Pero también lo parece el mar, estéril llanura. El oceanógrafo, sin embargo, descubre en lo que tan desanimado pareció una flora y una fauna, y paisajes, y espectáculos, y amores, y tragedias. Es cuestión de entrar en lo profundo de las cosas, para que ellas vengan a descubrirnos su opulenta variedad. Flaubert lo dijo: “Basta mirar algo largo tiempo, para que se vuelva interesante”.
Flaubert, que también votaba por la inteligencia. Que también votaba, anticipadamente, contra la novela rusa».
El libro Sijé, o Del secreto de unas vacaciones se publicó por primera vez, en forma de glosas, en El Día Gráfico, entre octubre de 1928 y enero de 1929. Sin embargo, el germen de la novela ya había aparecido en otra serie de glosas, firmadas con el pseudónimo «Un Ingenio de esta Corte», que Ors publicó en Blanco y Negro en septiembre de 1925. En forma de libro sólo se publicó, póstumamente, en el año 1981.
Tal como la ha definido Luis F. González-Cruz, Sijé es «un caso único en las letras contemporáneas»23, quizás la mejor obra narrativa orsiana. Se trata de una novela que sorprende por su «modernidad» y por su «novedad», que, siempre según este crítico, «nos permitirían emparentarla con las mejores páginas de Thomas Mann y de Marcel Proust». Además, es una obra narrativa excepcional por su variedad de métodos narrativos y modos estructurales, por las teorías filosóficas que contiene, por su marcado erotismo, por ser una vacación italiana: «Sijé fue una Voz, antes de ser un Cuerpo». Óscar Barrera ha destacado que «tanto en La Bien Plantada como en Sijé asistimos a un proceso de desintegración del ídolo de barro creado por la fantasía idealizadora de uno o más personajes»24, pero Antoni Mora ha intentado sintetizar globalmente el hilo narrativo de la novela:
«El hilo narrativo de Sijé sigue la peripecia de siete amigos, de vacaciones, primero en Suiza y luego en Italia, que conocen a una chica que se les une en el periplo. A ella la llaman Sijé, en parte por no querer saber su nombre, ni su vida “civil”, en parte como guiño a la chica que amó al amor, Psique. Pero ella también pasa a simbolizar el alma —psique— del grupo de amigos, lo que permite al narrador —identificado sólo como “Yo”— reflexionar acerca de la amistad, entre otras cosas. Se podría decir que este libro es como la exploración de una breve nota póstuma de Freud: “Psyché es extensa. No sabe nada”.
Sijé entra en el grupo de amigos con una ambigüedad andrógina que es consustancial al grupo mismo: tan pronto la divisan, dos de los amigos la invitan simultáneamente a subirse en su compartimento del tren, tomándola uno por un chico (“¿Despides a tu novia, muchacho?… ¡Si quieres, te llevo!”) y el otro por una chica (“¿Despides a tu novio, muchacha?… ¡Si quieres, te llevo!”). Es una chica, pero el equívoco ya está dicho. Más exactamente, ese equívoco está hecho