Horas extras con el jefe - Carol Marinelli - E-Book
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Horas extras con el jefe E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Un matrimonio de conveniencia... ¡con su jefe! El incorregible playboy Aleksi Kolovsky había asombrado al mundo comprometiéndose en matrimonio. Pero el anillo que llevaba en el dedo su prometida no significaba "para siempre"... Solo hasta que Casa Kolovsky, la lucrativa empresa de su familia, le fuera definitivamente cedida. Aleksi hizo ver a su secretaria personal, Kate, que debía pensar en su falso compromiso como en una promoción que incluía algunas bonificaciones adicionales... ¡como descubrir si él era realmente el fenomenal amante que se rumoreaba! ¡De pronto, trabajar horas extras adquirió un significado totalmente nuevo para Kate!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2010 Carol Marinelli

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Horas extras con el jefe, n.º 2285 - enero 2014

Título original: The Last Kolovsky Playboy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4017-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

No podía volver a entrar en el despacho.

O, más bien, no podía volver a entrar en aquel estado.

Kate sintió que se ruborizaba y que le temblaban las manos mientras sostenía los cafés que llevaba para su jefe y para el medio hermano pequeño de este, Aleksi.

Nunca en su vida había reaccionado tan intensamente ante alguien.

Y, embarazada de treinta y seis semanas como estaba... ¡no esperaba que le sucediera precisamente aquel día!

Aleksi Kolovsky había volado desde Londres para acudir a la central de la empresa en Australia y Kate había creído saber qué esperar. A fin de cuentas, tenía un hermano gemelo al que ya conocía, de manera que ya sabía qué aspecto tenía y estaba al tanto de su reputación con las mujeres.

Pero no era su indudable atractivo lo que le había hecho reaccionar; a fin de cuentas, las oficinas centrales de la Casa Kolovsky estaban abarrotadas de bellezas. Kate se había quedado petrificada cuando la agencia de empleo temporal la había enviado allí, y estaba segura de que Levander solo la mantenía en su puesto porque era brillante en su trabajo, y también porque solo estaba allí temporalmente. Una secretaria permanente de un Kolovsky tenía que ser más que brillante en su trabajo; tenía que ser deslumbrante, y ella no lo era.

No, no había sido el magnífico aspecto de Aleksi lo que le había hecho reaccionar así.

Algo había hecho que le diera un vuelco el corazón al entrar en el despacho de Levander, que todo su cuerpo se acalorara cuando su pícaro hermano había alzado la vista de los papeles que estaba examinando y había abierto los ojos de par en par.

–¿Realmente debería estar aquí? –su voz era grave y profunda, con un poco de acento, y sus oscuros ojos grises se detuvieron un momento en el abultado vientre de Kate antes de volver a mirarla al rostro.

¡Y no le faltaba razón! Su embarazo era realmente ostensible. No se limitaba a una simple barriguita como la de algunas de las modelos Kolovsky, cuyo único indicio de embarazo era una encantadora protuberancia en el abdomen y una talla extra de sujetador. No; para Kate Taylor el embarazo implicaba que todo su cuerpo estaba hinchado, desde los pechos a los tobillos. Estaba tan obvia e incómodamente embarazada que Aleksi tenía razón: en realidad no debería estar allí.

–¿A qué se refiere? –preguntó, sorprendiéndose a sí misma. Normalmente se habría limitado a dedicarle una breve y educada sonrisa. Después de cuatro meses trabajando para la casa de modas Kolovsky, estaba más que acostumbrada a mantener charlas intrascendentes con los ricos y famosos, a confundirse discretamente con el paisaje, pero, por algún motivo, la auténtica Kate había aflorado a la superficie al contestar.

–Parece a punto –insistió Aleksi.

–¿A punto de qué? –Kate frunció el ceño mientras veía la breve expresión de pánico que alteró los impasibles rasgos de Aleksi cuando este temió haber metido la pata.

–A punto de recibir una subida de salario –Levander se rio con un punto de malicia al ver la incómoda situación en que se había metido su hermano–. Te lo has ganado, desde luego. No mucha gente es capaz de lograr que mi hermano se ruborice.

–Pero está embarazada, ¿verdad? –oyó que preguntaba Aleksi cuando salía del despacho para preparar un café.

–¿Tú qué crees? –Levander siguió sonriendo cuando Kate salió, disfrutando del raro momento de incomodidad de su hermano–. Desafortunadamente, sí.

–¿Desafortunadamente?

–Estoy tratando de ignorar el hecho de que podría dar a luz en cualquier momento. Este lugar era un caos hasta que Kate empezó a trabajar aquí, y ya lo tiene todo organizado. Ahora sé perfectamente dónde voy a estar durante las próximas semanas, y además sabe tratar incluso a los clientes más difíciles.

–Volverá después de dar a luz.

–No –Levander negó con la cabeza–. Solo está aquí temporalmente. Rompió con su novio y se trasladó a Melbourne. Me temo que no tiene intención de volver después de dar a luz.

Aquello fue todo lo que dijo Levander antes de volver a centrarse con su hermano en su trabajo, y Kate no tendría que haberse preocupado por el hecho de que Aleksi se hubiera fijado en su rubor o en el temblor de sus manos. Ambos hermanos estaban totalmente concentrados en algún proyecto cuando regresó unos momentos después con los cafés. Aleksi ni siquiera le dio las gracias cuando dejó la taza a su lado.

Aleksi acudió al despacho a diario durante las dos semanas siguientes, y normalmente se detenía ante el escritorio de Kate para saludarla y preguntarle qué tal estaba mientras aguardaba a que Levander regresara de su carrera matutina. A veces le hablaba de Londres, donde vivía y dirigía la rama británica de la empresa, y en otras ocasiones le hacía preguntas sobre ella. Tal vez se debió a que sabía que no volvería a verlo, o a que en aquella época de su vida se sentía especialmente solitaria, pero Kate fue sincera en sus respuestas.

Habló de cuánto le asustaba la perspectiva de ser una madre sola, de lo lejos que estaba su familia, de cuánto le asustaba el hospital... y Aleksi la escuchó atentamente.

En su última mañana antes de volver al Reino Unido, poco antes de una importante reunión con Levander, su padre, Ivan, y Nina, su madre, y cuando la perspectiva de tres horas en compañía de sus padres estaba haciendo que el estómago se le llenara de bilis, Aleksi descubrió mientras salía del ascensor que el único estímulo agradable que sentía era la perspectiva de recibir la cálida y amable sonrisa de Kate y la interminable hilera de cafés que tendría que estar llevando a la reunión.

Pero, en lugar de ello, lo que recibió desde detrás del escritorio fue la irónica mirada de una cabeza embadurnada de maquillaje y, en apariencia, demasiado grande para el cuerpo que la sustentaba.

–Buenos días, señor Kolovsky. Todo el mundo lo está esperando. ¿Quiere que le lleve un café a la sala?

–¿Dónde está Kate? –preguntó Aleksi sin preámbulos.

La mujer arrugó el ceño.

–Oh... Se refiere a la empleada temporal. Tuvo a su bebé anoche.

–¿Y qué ha sido?

La mujer se encogió de hombros y Aleksi pensó que tenía cara de galgo inglés.

–No estoy segura. Pero gracias por recordármelo. Voy a llamar al hospital para averiguarlo. Levander me ha pedido que envíe un regalo.

Fue una reunión interminable. No era habitual que los tres hijos Kolovsky y sus padres se reunieran. Iosef, el gemelo idéntico de Aleksi, había pedido un día libre en el hospital en que trabajaba, y todos permanecieron sentados en silencio mientras Ivan les hablaba de su enfermedad, su tratamiento y la imperiosa necesidad de que nadie se enterara.

–La gente se pone enferma –dijo Iosef–. No hay por qué avergonzarse de ello.

–Los Kolovsky no pueden ser vistos como personas débiles.

Hablaron de cifras y proyectos, de la nueva línea que iba a lanzarse y de la necesidad de que Aleksi apareciera en todos los desfiles de moda europeos mientras Ivan se sometía a tratamiento. Levander se ocuparía de Australia.

A pesar del sombrío tema que los había reunido, fue una reunión carente de emoción, y el café que sirvieron estaba malísimo.

–Shto skazeenar v ehtoy komnarteh asstoyotsar v ehtoy komnarteh –la madre de Aleksi miró a su hijo a los ojos cuando este se levantó para irse. No le estaba deseando buen viaje en ruso, ni nada parecido; se estaba limitando a advertirle de que lo que se había dicho en aquella reunión no podía salir de allí.

Aleksi se sintió enfermo, como si de pronto hubiera vuelto a convertirse en un niño y sus padres estuvieran diciéndole por enésima vez que no debía hablar de su dolor, de su tristeza, que no debía revelar nunca nada, que no debía llorar.

Los Kolovsky no eran débiles.

Para entonces Iosef ya se había ido, y Levander se despidió de él como si se fuera a la vuelta de la esquina.

Cuando estaba a punto de salir del edificio, Aleksi se fijó en una gran cesta llena de flores, champán y una manta rosa Kolovsky, que debía de estar esperando a que llegara el mensajero.

Kate debía de haber tenido una niña.

 

 

Raramente cuestionaba Aleksi sus motivos, y tampoco lo hizo mientras salía por las puertas giratorias hacia el coche que aguardaba para llevarlo al aeropuerto. En lugar de salir, volvió a entrar al vestíbulo, habló un momento con la recepcionista y tomó la cesta. Una vez en el coche, leyó al conductor las señas.

–Yo puedo ocuparme de llevarla, señor –ofreció el conductor cuando detuvo el coche ante el hospital.

Pero Aleksi quería algo que no sabía definir.

Su padre se estaba muriendo y él estaba tan entumecido que no podía sentir nada.

No supo qué hacía en recepción preguntando por la habitación de Kate. Estaba un poco nervioso ante su posible reacción, ante lo que pudieran decir sus visitas, pero quería despedirse de ella.

 

 

Las últimas veinticuatro horas habían sido un auténtico infierno para Kate.

Doce horas de un parto infructuoso que acabaron en cesárea. Su rosada y preciosa hija estaba a su lado, en una cuna, pero Kate nunca se había sentido más sola en su vida.

Sus padres irían a visitarla aquella tarde, pero, tras una breve conversación telefónica con Craig, no tenía demasiadas esperanzas de que el padre de su hija apareciera.

El dolor del parto y la cesárea no eran nada comparados con la vergüenza y la soledad que sentía a la hora de las visitas. Notaba las miradas de curiosidad y compasión que dedicaban a su mesilla vacía de flores y regalos los visitantes de las otras tres madres recientes con las que compartía la sala.

Estaba sola y le avergonzaba que la vieran sola. Había pedido a la enfermera que corriera las cortinas, pero, al parecer, le había entendido al revés y las había abierto de par en par.

Y entonces apareció él.

Aleksi le leyó el pensamiento en un instante.

También interpretó de inmediato la mirada de incredulidad de las otras madres cuando vieron que había acudido a ver a Kate. «¿Será posible...? ¡Seguro que no! Pero parece él...».

–Lo siento mucho, cariño –dijo efusivamente mientras se acercaba a dejar la magnífica cesta de los Kolovsky en la mesilla.

Kate tenía el rostro hinchado y los ojos rojos a causa del esfuerzo de empujar. Aleksi creía que las mujeres adelgazaban nada más dar a luz, pero Kate parecía haber doblado su tamaño.

–¿Podrás perdonarme alguna vez por no haber llegado a tiempo? –preguntó en voz lo suficientemente alta como para que los demás lo oyeran.

Kate estuvo a punto de reír, pero aún le dolía hasta reírse.

–Déjalo ya –susurró–. Van a creer que eres el padre.

–Dado que eso nunca va a ser verdad –dijo Aleksi mientras se sentaba cuidadosamente en el borde de la cama–, podría ser divertido fingirlo –miró un momento los ojos enrojecidos de Kate–. ¿Ha sido duro?

–Ha sido un infierno.

–¿Por qué te han puesto goteo y todo eso?

–Han tenido que practicarme una cesárea.

Aleksi asintió lentamente.

–¿Cuándo vuelves a casa?

–En un par de días –Kate se estremeció involuntariamente ante la idea. Ni siquiera se sentía con fuerzas para tomar a su pequeña en brazos, de manera que la perspectiva de sentirse la única responsable de ella resultaba abrumadora.

–¡Pero eso es demasiado pronto! –protestó Aleksi–. Creo que mi prima también tuvo una cesárea y no salió del hospital hasta una semana después –volvió la mirada hacia la cuna con intención de hacer el típico cumplido, y de pronto sonrió de forma totalmente espontánea al ver el que sin duda era el bebé más bonito que había visto en su vida. Completamente pelona, la niña tenía unos enormes ojos de color azul oscuro y los labios rosados de su madre.

–Es preciosa –murmuró, sinceramente asombrado.

–Al parecer se debe a que ha sido un parto por cesárea –explicó Kate–. Creo que sus ojos serán marrones para cuando volvamos a casa –se quedó mirando un momento a Aleksi antes de añadir–: ¿Pero qué diablos haces tú aquí?

–Iba camino del aeropuerto. He pasado cinco horas en compañía de mis padres y creo que necesitaba algo diferente –volvió a mirar a la niña–. Está despierta.

–¿Quieres tomarla en brazos?

–¡Cielo santo, no! –dijo Aleksi, pero enseguida cambió de opinión, porque tal vez era muy cierto que necesitaba algo diferente–. ¿No le importará?

–Está despierta.

–Pensaba que lloraría –Aleksi no sabía nada de bebes, ni tenía intención de averiguar nada al respecto, pero sentía curiosidad respecto a aquella pequeña, de manera que la tomó en brazos.

Kate no tuvo dificultad para reprimir el impulso de decirle que le sujetara la cabeza porque Aleksi ya lo estaba haciendo y, por un absurdo momento, deseó lo imposible.

Deseó que, de algún modo, su bebé también fuera de Aleksi.

–Mi padre está enfermo –dijo él. Era información confidencial, y sabía que Kate podría vender aquella información a la prensa por un buen dinero, pero en aquellos momentos le daba igual. Sostenía una nueva vida en sus manos y su olfato estaba captando una deliciosa y desconocida fragancia.

–Lo siento.

–Se supone que no debe enterarse nadie –dijo Aleksi sin apartar la mirada de la niña–. ¿Cómo se llama?

–Georgina –dijo Kate.

–Georgie –Aleksi sonrió a su nueva amiga.

–¡Georgina! –le corrigió Kate.

–Me pregunto si yo fui un bebé tan bonito –Aleksi frunció el ceño–. Imagina dos iguales...

Kate puso los ojos en blanco. Dos gemelos idénticos Kolovsky en la misma cuna podían ser demasiado.

–No puedo imaginarte como un bebé bonito –dijo.

–Pues lo era –Aleksi sonrió–. Iosef era el serio –dijo mientras dejaba a Georgina en la cuna–. Vas a ser una madre maravillosa –añadió.

–Quiero ser una madre maravillosa para ella, pero no sé si sabré.

–Claro que sí –dijo Aleksi con una seguridad incontestable–. Mis padres lo tenían todo y se las arreglaron para estropearlo todo. Pero tú lo vas a hacer muy bien –añadió a la vez que miraba los ojos marrones claros de Kate, su expresión preocupada y ligeramente estoica–. Ahora tengo que irme.

–Gracias –murmuró Kate.

Cuando Aleksi se inclinó para abrazarla, Kate aspiró su fragancia a colonia Kolovsky y a algo más, algo varonil, único, que le hizo ruborizarse como el día que lo conoció.

–Borremos por completo las dudas de nuestra audiencia –dijo él antes de inclinar la cabeza para besarla.

Fue un beso muy tierno, y, aunque Kate prácticamente acababa de dar a luz, encontró en sus labios aquel especial sabor, aquella pasión, aquel paraíso... Y a los demás asistentes les quedó claro que no fue un mero beso de cortesía.

–Tengo que tomar ese vuelo –dijo Aleksi cuando se apartó.

Kate pensó que debería dedicarse a la interpretación, porque su mirada y su voz reflejaron un sincero pesar cuando se dio la vuelta para marcharse. Disfrutó por un momento de las miradas de curiosidad de las otras madres y sus visitantes y cerró los ojos con un suspiro.

Pero el descanso apenas duró unos minutos. Abrió los ojos sorprendida al notar que alguien estaba moviendo su cama.

–Va a ser trasladada –dijo el camillero que estaba moviéndola.

–¿Adónde?

–La han ascendido –dijo el camillero con una sonrisa mientras salía de la sala con la cama.

Unos momentos después las ruedas de la cama giraban sobre los alfombrados suelos del ala privada del hospital.

Kate sabía que aquel no era el lugar que le correspondía, pero ¿a quién le importaba?

Luego supo que Aleksi Kolovsky se había ocupado de cubrir los gastos de una semana de estancia.

Fue una auténtica bendición trasladarse a la gran cama que la esperaba en una maravillosa habitación individual. Y también lo fue mirar la carta para elegir el menú de cinco estrellas mientras una enfermera se llevaba a Georgina.

Aquello era lo segundo más bonito que le había pasado en la vida.

Lo primero había sido el beso de Aleksi.

Capítulo 1

 

No dolía tanto como todo el mundo decía que debía doler.

Le habían dicho que su pierna, fracturada y destrozada en un accidente de coche, necesitaría seis meses de intensa rehabilitación. Después, tal vez podría volver a andar con ayuda.

Cuatro meses después del accidente que había estado a punto de costarle la vida, Aleksi Kolovsky caminaba por la orilla del mar Caribe sin ayuda. El médico había sugerido dos sesiones diarias de paseo de quince minutos. Pero aquella ya era la tercera sesión, y aún no era mediodía.

Si era aconsejable hacer algo dos veces, él lo hacía el doble.

Cualquiera que fuera el tratamiento, él se lanzaba directamente a la cura.

A fin de cuentas, ya había pasado antes por aquello... y en circunstancias mucho peores.

Había sido un niño sin médicos, sin fisioterapeutas, sin aquel deslumbrante telón de fondo ni el fresco océano que en aquellos momentos aliviaba sus doloridos músculos. Había rehabilitado por sí mismo su fracturado cuerpo, primero en los confines de su cuarto, hasta que los moretones remitieron, y luego, sin hacer muecas de dolor, sin quejas, había vuelto a caminar y al colegio. Ni siquiera Iosef, su hermano gemelo, había sido consciente de su lucha; Aleksi había continuado con su sanación tras los muros cerrados de su mente.

Iosef... su gemelo idéntico.

Sonrió con ironía. La noche anterior había visto un programa en la televisión al que no había prestado demasiada atención mientras los habilidosos y experimentados labios de su enfermera se esforzaban en lograr que su tumefacto miembro alcanzara todo su esplendor. Normalmente desconectaba por completo cuando se sumergía en una placentera actividad sexual como aquella, pero, al parecer, las cosas estaban cambiando. La televisión estaba muy alta mientras la chica gemía y en el programa hablaban de los lazos telepáticos que unían a los gemelos. Desde el accidente, el parloteo le aburría, la conversación lo irritaba, y aquella noche, los labios de su enfermera no habían bastado para aplacarlo. Había conseguido excitarlo, pero había sido una reacción meramente mecánica, una respuesta automática que, a pesar de lo que había hecho disfrutar a la chica, a él no le había agradado. Aunque estaba deseando encontrar alivio a su tensión, no había tardado en darse cuenta de que no lo obtendría de ella. De todos modos, debía mantener su reputación, de manera que cambiaron de posiciones.

Escuchó los grititos de placer de la chica mientras hacía lo correcto, darle placer con su boca, y luego fingió sentirse molesto cuando su móvil sonó.

Su móvil sonaba regularmente.

No habría tenido que contestar, pero aquella noche eligió hacerlo. Eligió buscar excusas para explicarle a la chica por qué debía irse en lugar de terminar la faena.

¿Acaso se le iba a negar incluso la liberación del sexo?

El sol caía sobre sus hombros, sobre su piel morena y su esbelto cuerpo. Parecía la viva imagen de la salud en el agua, pero las cicatrices dolían mientras forzaba sus límites corriendo en el agua.

Y entonces empezó a dolerle de verdad. Pero siguió avanzando.

¿Podría sentir aquello su hermano gemelo en Australia?, se preguntó mientras se obligaba a seguir.

Lo dudaba.

No sentía ninguna animosidad hacia Iosef; lo admiraba por haber sido capaz de romper con la empresa familiar para dedicarse a la medicina. Charlaban y se veían a menudo, pero no había conexión telepática, ni sexto sentido...

¿Dónde estaba aquella conexión cuando, teniendo tan solo siete años, su padre lo apaleó? ¿Y dónde estaba aquel sexto sentido cuando, una semana después, permitieron que su hermano fuera a verlo?

–Vaya caída... –dijo Iosef en ruso, por supuesto, porque, incluso viviendo en Australia, los Kolovsky hablaban ruso–. Papá te va a comprar una bici nueva –añadió mientras se sentaba en la cama.

–Estupendo –contestó Aleksi a pesar del dolor que sintió cuando su hermano apoyó involuntariamente una mano en su pierna.

No había ningún lazo especial.

Uno no sufría, no sangraba solo porque su hermano gemelo lo hiciera.

Corrió más rápido.

«Riminic, riminic, riminic»

Incluso las gaviotas parecían burlarse de él con el nombre.

Un hermano cuya existencia había negado.

Un hermano al que había elegido olvidar.

Su vergüenza no acabaría nunca, y su pierna no le permitiría dejarla atrás.

Aceleró la marcha hasta quedar exhausto. Tal vez así lograría descansar un poco.

La enfermera tenía sus píldoras esperando cuando regresó al chalet, pero Aleksi las rechazó. En lugar de ello bebió un cóctel de vitaminas y un zumo antes de ir a su dormitorio.

–Voy a descansar.

–¿Quieres que vaya a tu cuarto dentro de un rato? –la enfermera sonrió–. ¿A ver qué tal estás?

Aleksi rechazó con un seco movimiento de la cabeza su «amable» oferta y se fue a su cuarto, donde se tumbó sobre la cama. A pesar de lo acalorado que aún estaba, sentía que su sangre estaba helada.

El dolor no lo asustaba; lo que le preocupaba era el daño que hubiera podido sufrir su mente. Había pasado todas las pruebas, había convencido a los médicos de que estaba bien, a veces incluso él mismo se lo creía, pero lo cierto era que sus recuerdos eran bastante caóticos, un cúmulo de conversaciones que no podía recordar del todo, imágenes que no llegaban a formarse, conocimientos enterrados...

El teléfono sonó en aquel momento. Iba a apagarlo sin contestar, pero, al ver el nombre de Kate en la pantalla, dudó. Kate era uno de los motivos por los que estaba en las Antillas recuperándose. Se había acostumbrado demasiado a tenerla junto a su cama, había anhelado demasiado sus visitas al hospital y había empezado a confiar en ella en exceso. Y hacía tiempo que Aleksi había decidido no confiar en nadie.

Finalmente, pulsó el botón.

–¿Qué sucede? –preguntó secamente.

–Dijiste que te llamara si...