Horror en Valparaíso - Jorge Latrille - E-Book

Horror en Valparaíso E-Book

Jorge Latrille

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Beschreibung

En las entrañas de Valparaíso, donde la neblina abraza los cerros y las calles susurran el eco de pisadas arrastrándose, nace un compendio capaz de helar la sangre. Desde las profundidades del puerto, emerge una visceral experiencia donde lo cotidiano se torna siniestro. Este no es un libro común. Es un portal hacia un purgatorio lúgubre y desbocado, el tormento de las almas débiles y el sempiterno castigo para los cobardes. Cada rincón esconde un miedo distinto, esperando a su dueño. Porque la noche revela todo lo que nos negamos a creer. La pesadilla se vuelca hacia nosotros, como un tentáculo entre las sábanas.

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© Horror en Valparaíso

Sello: Nepenthe

Primera edición digital: Julio 2024

© Jorge Latrille

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: José Canales

Corrección de textos: Gonzalo León

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

_________________________________

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-98-3

ISBN digital: 978-956-6386-34-6

__________________________________

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Para Eva, gracias por creer y querer.

Para Noah, por enseñarme que no todo es horror.

La única contingencia que no había aprendido a afrontar,

era la posibilidad de su propia locura.

—Stephen King, La torre oscura 1.

El último pasajero

Los pasajeros del bus a primera vista parecían muertos.Desde el último asiento, y gracias al resplandor anaranjado del alumbrado público que se colaba por los resquicios de las cortinas, me permitió dar una segunda mirada y confirmar la horrenda visión.

Cuerpos inertes, extendidos en cada butaca, separados por láminas de plástico transparente, un intento de la autoridad sanitaria por frenar el avance de una amenaza invisible y ofrecer un halo de aparente seguridad a los viajeros nocturnos. Las mascarillas, azules y negras, eran el último toque a la escena completando el necrótico cuadro creado por mi imaginación y del que me sentía como en un museo, un espectador.

Este viaje, al que casi llego tarde, estaba reservado para aquellos que no pueden esperar el amanecer para alcanzar su destino. Para seres como yo, que se sienten culpables por detenerse y buscan darle sentido a la oscuridad; un viaje para los que consideran que el descanso, ya sea breve o eterno, estaba prohibido.

Lo abordé cuando ya comenzaba a cerrar sus puertas, y gracias a los gestos desesperados, el conductor accedió a detenerse. Las luces, como es habitual en estos viajes nocturnos, ya se encontraban apagadas, y solo las luminarias led que recorrían las orillas del pasillo principal me permitieron no tropezar y caer sobre algún pasajero. Todavía medio torpe por las pocas horas de descanso, tres o cuatro a lo sumo, me dejé caer en el asiento 62, afortunadamente, el 61 también estaba vacío, y coloqué mi mochila allí, anhelando sumergirme en el sueño lo antes posible. A tientas, busqué la palanca para reclinar mi asiento, me acomodé con los audífonos puestos y me dispuse a descansar como un vampiro en su ataúd. Durante unos minutos, no sé cuántos, caí en ese sueño oscuro y profundo en el que yacen quienes están cansados de verdad.

Un potente rayo de luz, como el flash de una cámara me arrancó del descanso, ¿Una farola demasiado nueva, exceso de voltaje o un relámpago?, esas fueron las ideas que se cruzaron por mi cabeza mientras a regañadientes aceptaba que estaba despierto y que por un buen rato iba a estar así. El resto de los pasajeros continuaba igual; ninguna mano a la cara o los bolsillos buscando el teléfono móvil; ninguna luz blanca que iluminara un rostro mientras su dueño se cercioraba de que todavía tenía minutos para continuar con su sueño; nadie tosió; ningún ronquido, solo el constante ronroneo del motor rompía el silencio.

La bestia metálica de dos pisos que parecía una nodriza cuidando sus bebés, aprovechaba el vacío de las carreteras para llegar al máximo de la velocidad permitida. Dejando atrás los pueblos y caseríos que se vislumbraban solo como pequeñas manchas, y que ese gran ataúd con ruedas que casi se despegaba del suelo corría a escasos metros de sus camas y sus almas que descansaban en paz.

En el interior, el ambiente se mantenía igual, el silencio casi sepulcral en el que no se escuchaba ninguna respiración y no volaba una sola mosca… Salvo una que, con su casi invisible zumbido, tímidamente eligió como pista de aterrizaje mi mano izquierda, para luego moverse y buscar un lugar de su agrado; bajo el ritmo que imprimía la luz que atravesaba los pequeños espacios entre las cortinas, se creaba un stop motion en el que el asqueroso ser parecía no moverse, sino teletransportarse. En una pasada estaba sobre el dorso de la mano, luego la muñeca y finalmente en el dedo anular moviendo sus asquerosas y peludas patas; intenté golpearla y enviarla lejos. Pero el insecto, el silencio y un frío repentino, me dejaron congelado, sin fuerzas ni ganas de intentar alejar nuevamente al nauseabundo bicho.

Desde el oscuro exterior una nueva luz como un rayo, capaz de atravesar el grosor de las cortinas e inundar todo el lugar con su cegadora luz blanca. Mis ojos se cerraron instintivamente, protegiéndose del sorpresivo brillo; noté que el asqueroso insecto removía sus patas rozando suavemente mi mano para luego desaparecer; lo más probable era que se aburriera del sabor de mi piel y volase en busca de otro incauto pasajero.

La ausencia del asqueroso insecto no fue lo único que se me reveló. Al observar a mi alrededor, realmente me encontraba rodeado de pútridos y semi descompuestos cadáveres sobre los que gusanos, larvas y otros seres, que prefiero no recordar, reptaban de manera voraz buscando algún trozo de carne que engordara sus asquerosos cuerpos rezumantes de pus.

Mi vista se quedó clavada en el hombre que se encontraba en la fila opuesta a la mía y el único del que tenía una visión completa. Su cuerpo carcomido en su mayoría y con jirones de ropa coronaba su cabeza con un gusano gordo, que se trasladaba entre su nariz y oído izquierdo, ingresando su cabeza en uno de los orificios cuando su cola no alcanzaba a abandonar completamente el otro, con terror e hipnotizado por el viaje del gusano que dibujaba con su largo cuerpo un símbolo del infinito.

Podría haberme quedado allí, contemplando esa escena grotesca, pero algo peludo y viscoso rozó mi tobillo. Mi mirada se desvió de inmediato y, sin pensarlo, lancé una patada al aire. Solo conseguí golpear el asiento delantero, causándome un dolor sordo que, en ese momento, era lo que menos me preocupaba. La criatura no mostró signos de haber notado mi reacción y, con firmeza, comenzó a trepar por mi pantorrilla. Cada centímetro de su ascenso dejaba una sensación de pinchazos suaves, presagiando la muerte o algo aún peor. Mis ojos vacilaban entre la falsa seguridad de la ignorancia y la certeza mortal de que lo que sentía era demasiado real.

Finalmente miré en dirección a mis piernas, pero la oscuridad del lugar no permitía distinguir nada, el ente parecía disfrutar de esta situación y realizó una pausa de un par de segundos en su escalada, llevando mi cordura un poco más allá del límite que creía posible y alargando el momento en mi mente como si fuesen horas, luego de la pausa continuó su ascenso y poco a poco comenzó a quedar al alcance de mi vista. Sobre mi rodilla derecha se encontraba una araña, pero no un arácnido cualquiera y estoy seguro de que a pesar de que, si me diera el trabajo de revisar todos los libros escritos sobre criaturas arácnidas o similares, jamás volvería a encontrarla, era un ser emergido de las peores pesadillas de un niño con aracnofobia; el demonio tenía sus ocho patas y ahí finalizaba su parecido con los seres que encontramos en la naturaleza, en la punta de cada uno de sus velludos y purulentos apéndices, estos se dividían en otros más pequeñas, los que se movían de manera incansable intentando encontrar un nuevo asidero para continuar su ascenso, eran como los dedos de un niño, pequeños y torpes, intentando tomar algo apenas fuera de su alcance; su cuerpo era una mezcla de pelos similares a los de un abejorro, pero de un amarillo pútrido, que solo con verlo hacía recordar los espacios más asquerosos y nauseabundos donde ha habitado y contaminado el hombre. Con la rapidez que solo da el miedo y la adrenalina a tope la golpeé de manera violenta, haciéndola salir volando y rebotar sobre un huesudo brazo, para luego volver a perderse en la oscuridad.

La aurora se cernía con su luz traicionera, filtrándose por las ventanas y amenazando con desvelar el horror. La esperanza que suele acompañar al amanecer se transformaba en un presagio de locura. No deseaba ver las abominaciones que se arrastraban por el suelo del autobús, ni presenciar las burbujas de pus que crecían sobre la piel de los que una vez fueron pasajeros. No quería aceptar que era el único ser humano con vida en medio de tanta muerte, no quería enfrentar más este infierno. NO.

Me obligué a cerrar los ojos y, en segundos, el resplandor anaranjado de la luz solar atravesaba mis párpados como invitándolos a abrirse y mirar. Me negué a seguir mi instinto y apreté tanto mis párpados que sentí que ardían como quemados por un ácido. Mis otros sentidos, tan alertas como la situación lo permitían, comenzaron a sentir suaves sonidos de movimiento, cosas que se arrastran, que caen, que golpean los asientos suavemente, denotando una leve desorientación e intentando saber en qué mundo se encuentran. Mis ojos ya no resistían más la calidez de la luz y las dudas sobre qué eran realmente todos los sonidos que poco a poco iban envolviendo todo el lugar. Dice el dicho que la curiosidad mató al gato y no hay nada más cierto, lentamente abrí mis ojos llorosos y, en esos segundos que las pupilas se adaptan a la nueva luz, pensé que todo había sido una pesadilla demasiado vívida y que ahora todo volvería a la normalidad. Miré hacia el piso y se veía impecable, lentamente levanté la mirada hacia el otro lado del pasillo, pero los cadáveres seguían ahí, pero ya no en su posición horizontal, sino que se estiraban, bostezaban, tomaban sus bolsos y, mientras tanto, acomodaban en su interior todos esos bicharracos y seres que deambulaban hacía minutos por todo el lugar. La luz del día lucía de mejor manera los verdes, morados y putrefactos tonos que había adquirido su piel, pero salvo esos gestos nauseabundos, actuaban como si nada pasara y solo fuera un día más en la capital. Unos asientos más adelante una madre acomodaba a su hijo y le repetía que mantuviera todos los bichos en su lugar.

Mi primer impulso fue salir corriendo, pero ¿dónde?, el bus continuaba en movimiento y todavía quedaban unos minutos para llegar a la ciudad. Opté por quedarme quieto, realizar los mínimos movimientos y evitar que la atención de esos seres se centrara en mi persona. Mientras tanto pensé en mis opciones para el momento de bajar: podía salir de los primeros y correr a la máxima velocidad que mis pies me lo permitieran, pero no sabía cómo estas criaturas reaccionarían a un empujón o un roce, así que opté por el camino contrario, aprovechar mi privilegiada ubicación al fondo y esperar para ser el último pasajero.

Ya solo faltaba una curva más y estaríamos dentro de la estación, el bus realizó sus últimos virajes y por fin se detuvo. Tal como esperaba, todos los pasajeros comenzaron a descender en fila, ordenados, recuperando al momento de atravesar la puerta su aspecto humano. Miré todo esto a través de mi ventana, revisé nuevamente para asegurarme de ser el que cerraba el grupo, el vidrio de una de las ventanas me devolvió un reflejo semitransparente, por mi rostro las larvas recorrían de manera lenta mi frente y mejillas, la nariz era solo un agujero oscuro, una sonrisa retorcida se dibujó en mi rostro.

Con una mano que ahora mostraba los huesos desnudos, tomé la mochila y con el corazón bombeando y lanzando chorros de sangre hacia el exterior bajé de ese bus infernal.

Asumiendo mi condición de muerto viviente, abandoné el terminal y comencé a perderme por las calles de una metrópolis que parecía estar viva pero que no podía ocultar el hedor a muerte y descomposición que emanaba de cada esquina.

Este puerto amarra como el hambre

Porque este puerto amarra como el hambre.—Gitano RodríguezSu recibimiento en el puerto principal no fue el mejor. Cuando Martín salió de la Estación Barón, un indigente pasó corriendo a su lado golpeándolo en el hombro. Cayó al suelo con la mala suerte de aterrizar en una poza que, a primera vista y olfato, no parecía ser solo restos de lluvia. Mirando hacia todos lados, para evitar otro ataque furtivo, se levantó y revisó sus pertenencias: mochila, ok; botella con agua, ok; lentes de sol, ok; teléfono...

Se le hizo un nudo en el estómago, pero la sensación duró solo un segundo, el aparato se encontraba a centímetros de otra poza de orina. Su pantalla iluminada mostraba la hora como una señal de auxilio, como si rogara que lo sacaran del inminente y líquido peligro. Recordó el consejo que le dio la anciana dueña del lúgubre hostal del Cerro Recreo en la que se estaba quedando, un espacio económico y limpio, pero que desencajaba con el resto del colorido cerro. La mujer casi lo había obligado a llevar sus pertenencias ocultas e idealmente al interior de la mochila, le aseguró que en la ciudad vecina los ladrones se especializaban en dos cosas: teléfonos y turistas.

Terminó de limpiar la ropa y recuperar un poco de su dignidad. Del viejo causante de la caída, solo se oía su voz, la que se mezclaba con el silbido del tren anunciando su proximidad, en medio del ruido y de frases ininteligibles quedó flotando en el aire solo una palabra: AMAR.

Con precaución tomó el aparato, chequeó que todo se encontrara bien y comenzó a recorrer esta nueva ciudad. No le gustaba contratar guías turísticos, ni nada por el estilo, solo él, la aplicación de mapas, la cámara del teléfono junto con algunos datos obtenidos de conocidos y la seguridad de que nada malo ocurriría.

Con ese mantra había conocido ya otros países de Latinoamérica, armando un círculo desde su natal Buenos Aires, pasando por Uruguay, Brasil y Bolivia, deteniéndose más de lo planeado en Perú y desembarcando en Chile, para terminar cerrando el recorrido de vuelta en su ciudad natal.

Llevaba casi un mes en el país más angosto de Latinoamérica, conoció las playas de Arica e Iquique; según su apreciación, serían perfectas, si no se hubiera topado antes con las blancas arenas y cálidas aguas de las de la tierra de la samba. Luego pasó unos días en San Pedro de Atacama, lugar en el que arrendó una bicicleta para terminar enamorándose de la paz y el silencio del Valle de la Luna. Después de un largo viaje en bus, arribó a la zona central donde esperaba conocer las principales ciudades y, por fin, después de casi seis meses de viaje, solo lo separaría la Cordillera de los Andes de su hogar y cerrar así el círculo de su aventura.

En el hostal, la dueña, una anciana entretenida y simpática mujer con una leve parálisis facial, que mantenía su rostro en una mueca que cambiaba su expresión de la alegría al enojo según la luz y desde donde se le mirara, le entregó otros consejos para disfrutar de la ciudad patrimonio de la humanidad. Le habló de los ascensores, esas bestias en peligro de extinción que con su ritmo pausado subían y bajaban por los cerros. También de los otros ancianos que recorrían la ciudad, los trolleys.

—Acá son como la vida, lentos y cómodos para mirar la ciudad. Los tomas en la Av. Argentina, recorres todo el centro, las partes lindas y feas sin siquiera dar un solo paso y, cuando te aburras o algo te llame la atención, te bajas o puedes dar la vuelta completa y volver al comienzo.

—Gracias señora Luisa, lo tendré en cuenta.

—Y si quieres, después para recorrer los cerros te tomas la O —dijo, haciendo una especie de mueca que pretendía ser graciosa. El joven rio en respuesta, la anciana aplaudía como una niña pequeña, mientras un hilillo de saliva caía por la comisura de lo que se suponía debía ser una sonrisa.

Caminó las primeras cuadras tanteando el terreno, asimilando la mezcla que sus ojos veían. A su derecha había una plaza alargada con grandes palmeras que formaban una especie de pasillo central de tierra que se perdía bordeando la ciudad, como una frontera entre los cerros y el mar, pensó. Y estuvo a punto de cambiar sus planes. El paseo se veía agradable y también desafiante, en algunos lugares —a lo lejos— atisbó indigentes de mirada sospechosa y otros que bebían sin importarles su alrededor; finalmente se decidió por seguir hacia la parada de trolleys y tener una imagen más clara de la ciudad antes de aventurarse por lugares de los que no tenía ninguna referencia.

A su izquierda el paisaje era completamente distinto, una vía elevada tapaba la visión y el olor a orina se hacía insoportable, eso hasta que de súbito se detuvo para apreciar un hermoso mural que replicaba el cuadro Relatividad de Escher. Esa obra siempre le había llamado la atención, por sus escaleras infinitas que no van a ningún lugar y sus personajes cubiertos como momias de pies a cabeza que parecían ir en todas las direcciones, sin hacer caso a la gravedad o las leyes de la física. Siguió su camino, la vía comenzó a descender y su panorama se hizo mucho más amplio. Ante sus ojos aparecieron algunos de los cerros que había encontrado en sus búsquedas por internet. Casas construidas sobre otras casas, edificaciones que en apariencia iban a ceder ante cualquier pequeño temblor, derrumbándose y devorando parte de la ciudad. Todos los hogares se encontraban pintados de colores que hacían destacar el lugar con la alegría de un arcoíris. A primera vista causaban sorpresa por su variedad, pero al mirarlas con mayor atención, los tonos parecían desteñidos, deslavados, como si su mejor momento se encontrara en un lejano pasado y ahora solo fueran una foto polaroid borrosa de un momento que se negaba a desaparecer. Vio cómo muchos buses se metían en estrechas calles y, a los pocos segundos, desaparecían tragados por las delgadas arterias que conectaban los cerros con la ciudad, que parecían perderse en la puerta de casas o en curvas que, para la física, debían ser imposibles de tomar para vehículos tan grandes.

Desde la cima de los cerros, ni hablar, a esas horas de la mañana, una niebla los coronaba cubriendo la parte alta y derramándose hacia los barrios que conformaban el centro de la ciudad. Le dio la impresión de que en cualquier momento los edificios, las calles y las personas serían arrastrados por una avalancha blanca y dejados flotando a la deriva en medio del mar.

Ni siquiera tuvo que preguntar dónde se tomaban los trolleys. Uno de ellos había sido transformado en una especie de paradero, en cuya fachada estaban estacionados varios de los tradicionales buses, como si esperaran la llegada de un millar de pasajeros. Se acercó curioso y cruzó en segundos los metros que lo separaban del lugar. Primero fue sorpresa, luego decepción: se encontraban vacíos y sin un alma a quien preguntar a qué hora salía el próximo.

—Tío, los domingos no funcionan —la voz venía de sus espaldas y lo hizo dar un pequeño salto debido a la sorpresa. Un hombre de edad indeterminada dormía a la sombra de los asientos que servían como lugar de espera para los hipotéticos pasajeros. Un poco más atrás, pero al alcance de su mano, una botella con un líquido dorado parecía ser su único acompañante.

—Gracias, amigo. ¿Y sabés dónde puedo tomar el bondi O?

—¿Qué wea? Si pregunta por la micro, es ahí al frente y ya no se llama O. Algún weón de Santiago le cambió el nombre de todas las micros a número. Ahora es la 612, pero ahí al frente, al lado de la fuente de soda, la puede tomar… bondi, palabra culiá. Oiga, joven, ¿no tendrá una moneda pa’ comprar un pancito?

—Claro, tomá. —Sacó de sus bolsillos una de las monedas sueltas que tenía siempre para ese tipo de situaciones y se la lanzó al improvisado guía turístico.

—¿Usted no es de aquí, cierto? Se nota a lo lejos. Cualquier cosa, si se le aparece algún choro, le dice que es amigo del Loco Emilio, nomás. ¿Y le puedo dar otro consejo? Los cerros son engañosos, dan muchas vueltas y harta gente no sabe ni dónde termina webiando. Cualquier cosa, si se pierde, camine derecho hacia el mar. Si llega al plan, llega al mar. Y si llega al mar, se puede ir donde quiera. El mar es la libertad, la puerta para partir a cualquier destino, hasta terminar en otro continente.

—Ya sabe, si se pierde, el plan es el plan, wuajajajaj —rio con toda la fuerza que le permitía su ebrio cuerpo.

Con una sonrisa cortés, dejó atrás al borrachito que comenzó a cantar.

—Y este puerto amarra… no se puede vivir…

En el paradero se encontraban unas cuantas personas. La gran mayoría se bajaba de las micros que llamaban los locales y enfilaba hacia una feria callejera que comenzaba a armarse justo bajo una especie de rollo gigante de cobre y frente a un edificio que no encajaba con la arquitectura de las calles vecinas. Parecía realizado por algún alumno en práctica que jamás pensó que se llevaría a la realidad. Esperó unos veinte minutos y notó cómo poco a poco los porteños, como supo que se les llamaba a los locales, aparecían desde diferentes calles para armar sus puestos u observar los productos que ya se encontraban sobre los paños. Para cuando ya estaba a punto de darse por vencido, escuchó gritar a una mujer que cargaba a su bebé:

—Ahí viene la O.

Un pequeño bus de tonos anaranjados indicaba en su pantalla electrónica “612”. En el frontis, mantenía distintos letreros que indicaban sus diferentes paradas: Colón, La Sebastiana, Avenida Alemania. Y, en medio del parabrisas para que fuera imposible de pasar desapercibida, una gran O dibujada con una mezcla de tiza y agua.

Luego de bajar a los pasajeros, subió ágilmente al bus. Antes de pagar, el chofer lo miró con una sonrisa que hacía lucir un par de dientes de oro.

—¿Directo o local? —preguntó el conductor.

—No sé, me imagino que directo. ¿Directo llega hasta el final?

—Sí, rey. Son mil pesos.

Pagó y guardó el vuelto junto con el boleto en uno de sus bolsillos, mientras caminaba por el pasillo de un bus que permanecía casi vacío. Pudo elegir fácilmente su asiento. Se decidió por un espacio al centro, pero que diera hacia el lado derecho y, así, cuando estuviera en la parte alta, si es que la niebla lo permitía, poder tener una vista panorámica de la bahía que conformaba la ciudad. Las butacas eran un poco más altas que las normales; al momento de sentarse, la cabecera del asiento delantero ocultaba al ocupante del resto de los pasajeros. Eran mullidos, obligando a casi adoptar una posición fetal, como si te invitaran a descansar y cerrar los ojos mientras marchas a tu destino.

La micro comenzó a avanzar a un ritmo lento y pausado, deteniéndose en muchas paradas, pero manteniendo su interior con muy pocos pasajeros. Desde la ventana, notó que la ciudad ya se encontraba activa: gran cantidad de hombres arrastrando sus carros con mercadería y también numerosas familias caminaban en dirección a la feria que había visto cuadras atrás. La temperatura había aumentado bastante y, a pesar de la neblina, la temperatura continuaba subiendo.

Luego de unos cuantos minutos, doblaron, y de inmediato sintió el cambio de pendiente y cómo comenzaban a subir de manera pausada por la ladera de uno de los cerros. La calle era una amplia avenida, por la que de manera cómoda podían subir y bajar dos vehículos por cada lado. Comenzó a pensar que lo leído en internet era solo una exageración para darle un mayor atractivo a la ciudad, que las calles vistas al comienzo debían ser la excepción y no la regla. Ese pensamiento lo mantuvo exactamente por tres cuadras. Luego de una brusca vuelta en noventa grados en donde su mochila estuvo a punto de rodar por el pasillo, el paisaje cambió. Las cuatro pistas desaparecieron, dando paso a una estrecha callejuela en la que milimétricamente podía pasar un vehículo al lado de otro. Las casas, de tantos colores como podía ser posible, parecían venirse encima del microbús que mantenía una velocidad cada vez más vertiginosa, como si el riesgo de chocar fuera una simple ilusión. Con cada curva, se comenzó a sentir más y más mareado, las ganas de vomitar aumentaban siguiendo el ritmo de los rugidos del motor. Recordó al chico con el que compartió room en Bolivia, y que se atrevió a consumir ciertas hierbas autóctonas de la Isla del Sol.

Las curvas se sucedían con mayor frecuencia y los colores se mezclaban unos con otros. Intentó buscar el mar a su derecha y tener un punto de referencia, pero las casas tapaban su visión. Todo se mezclaba y giraba en círculos, en la boca del estómago; con cada movimiento del bus, el revoltijo de las tostadas y el café con leche que constituyeron su desayuno amenazaban con abandonar su cuerpo. Sentía que iba a morir o, por lo menos, desmayarse. Y como una profecía autocumplida, su mundo se volvió cada vez más oscuro.

—Ya flaquito, oye flaco, despierta. No estoy pa’ qué curados me vomiten la máquina.

—No estoy ebrio —respondió Martín de manera automática, abriendo a duras penas unos ojos inyectados en sangre, que no apoyaban mucho su argumento y que miraban hacia todos lados tratando de entender qué había ocurrido y dónde se encontraba.

—No me importa, compadre, yo llego hasta aquí y tengo que bajarte. Camina.

Desorientado y poniéndose la mochila sobre los hombros, descendió a tropezones del vehículo. En cuanto apoyó los pies en la tierra, el conductor cerró las puertas y aceleró lanzando una nube de polvo que lo terminó de despertar, dejándolo completamente solo frente a un gran acantilado y el eco de las olas que reventaban varias decenas de metros más abajo.

—¡Hijo de mil putas!

La rabia dio paso de manera rápida a la preocupación. Se encontraba en medio de un terreno eriazo y las casas más cercanas se veían como pequeños puntos. En dirección opuesta, por donde había partido su transporte, todavía se podía ver tierra que levantaba al avanzar. Sin siquiera pensarlo, le dio la espalda al mar y decidió seguir esa dirección e intentar encontrar alguna micro que viniera en sentido opuesto para que lo pudiera sacar de ese lugar.

Mientras caminaba, notó que la estela de polvo que era su guía había desaparecido de un segundo a otro y la neblina se transformaba en un muro que se cerraba cada vez más a su alrededor. La temperatura disminuyó de manera rápida, mojando con microscópicas gotas de rocío toda su ropa, manos y cabello. Ya llevaba quince o veinte minutos de caminata cuando sintió que su empresa estaba siendo en vano: no había visto ni oído un vehículo, ninguna señal de presencia humana. Comenzó a respirar más rápido, su corazón latía con fuerza y sentía que le faltaba el aire. Con todas sus fuerzas gritó “¡ayuda!”, pero el sonido se perdió entre la niebla y mar.

En medio de la soledad, no solo su cuerpo se enfriaba, sino también su espíritu aventurero y explorador. Pero como soy tan imbécil, con Maps sabré dónde estoy, pensó. Buscó rápido y sin mucha pulcritud en sus bolsillos, pero el teléfono no estaba en ningún lugar. Nervioso, consideró que lo podía haber guardado en la mochila y la tiró al piso, sacó de manera desordenada todas sus cosas: un libro, una remera de repuesto. Abrió cada uno de los bolsillos, pero no encontró nada. El móvil que lo acompañó y con el que había registrado todas sus aventuras, al parecer había decidido tomar otro destino, y estaba tan perdido como él. La vieja me lo dijo, pensó. Me vieron durmiendo y me garcharon. O no cerré bien el bolsillo y se cayó mientras dormía como un estúpido, y ahora está recorriendo Valparaíso en la puta famosa O, mientras yo me recontra cago de frío.

Rodeado por la niebla, era como una isla humana en medio de un océano blanco sin comienzo ni fin. Gritó de rabia por no saber qué hacer, por confiar demasiado, por marearse y dormirse en el lugar menos adecuado, gritó por haber dejado su ciudad para conocer el mundo e intentar encontrar su lugar. Gritó tanto que sintió su garganta desgarrarse y solo se detuvo cuando le vino un ataque de tos. Pero su rabia se mantenía, continuó avanzando, estuvo a punto de caer al piso, cuando uno de sus pies chocó con una botella de vidrio; la tomó y descargó toda su frustración lanzándola, como si pudiera ser capaz de abrir una brecha en medio de la espesa blancura. De inmediato, el objeto desapareció y solo se escuchó el ruido del vidrio al romperse. Luego, silencio absoluto. No se oía nada, solo su respiración. Las olas habían dejado de golpear rítmicamente y nada que delatara vida humana o animal quebraba la inquietante paz que se sentía en el ambiente.

El mundo en ese instante era tan inmenso que ya no sabía hacia dónde dirigir sus pasos y al mismo tiempo era pequeñísimo, solo podía ver unos metros frente a él y el resto era la nada, el vacío, que solo se volvía real al avanzar y nuevamente desaparecía en cuanto lo dejaba atrás. La niebla era tan espesa que no lograba ver la punta de sus zapatillas.

La sensación de estar perdido y aislado se hacía cada vez más fuerte, mientras el miedo y desesperación se abrían camino expedito entre sus pensamientos. Trató de calmarse y recordar que era una situación temporal, solo debía pensar e intentar crear un plan de acción y pronto encontraría alguna señal de vida. Lo primero que se le ocurrió fue comenzar a devolverse sobre sus propios pasos e intentar llegar al lugar donde todavía la niebla no era tan densa y alcanzaba a ver algunas casas. En cuanto se hubo decidido, el sonido del mar volvió a sus oídos, el ruido de las olas venía del lado izquierdo, por lo que las casas se deberían encontrar a la derecha, recordaba que cuando recién llegó parecía venir del sentido contrario, pero daba lo mismo, su cabeza en ese momento estaba desorientada y media dormida por lo que no era un testigo de fiar. Con el objetivo claro, intentó mantener la calma, no dejarse llevar por el pánico, aunque no podía evitar sentirse cada vez más asustado y solo.

A pesar de no ver nada, la ansiedad por salir de esta especie no-lugar lo obligaba a caminar cada vez más rápido, hasta que sin darse cuenta ya se encontraba corriendo a lo que más daba su cuerpo, sin pensar en lo invisible del camino y en el peligro de tropezar en cualquier momento. Ya había tomado un buen ritmo cuando un haz de luz atravesó toda la blancura y lo golpeó de frente. Se detuvo en seco, lo primero que pensó fue que por fin se había topado con un camión o un autobús y ya estaba a salvo, pero de inmediato la luz desapareció, dejándolo nuevamente con las esperanzas tan apagadas y perdidas como su teléfono.