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Michael Phillips se había llevado una fuerte impresión al enterarse que era el hijo secreto de Malone, un rico cirujano de Montana. Y para mayor complicación parecía que su atractiva ayudante le ocultaba algo. Pero nunca habría esperado que fuera nada relacionado con un hijo... Nicole Bedder, madre soltera, había tenido que ocultar a su hijo de todo el mundo, incluso del hombre al que amaba apasionadamente. Y no sabía si, una vez revelado su secreto, Michael sería capaz de querer a un hijo del que había ignorado su existencia...
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Seitenzahl: 193
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Creative Business Services, Inc.
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Huida hacia el paraiso, n.º 982 - septiembre 2019
Título original: The Unknown Malone
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-433-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Si te ha gustado este libro…
En una gasolinera situada al este de Livingston, Montana, a unos veinte kilómetros de Joeville, Nicole Bedder se acercó al espejo del cuarto de baño y gruñó frustrada. Una de las pestañas postizas que se había colocado con tanto esmero, estaba en ese momento en la yema de su dedo índice. Para colmo de males, le temblaban las manos de debilidad, pues habían pasado más de dieciocho horas desde la última vez que había comido.
Volvió a intentarlo, en aquella ocasión utilizando las pinzas. Con maña y esfuerzo, lo consiguió al segundo intento. Pestañeó un par de veces mientras buscaba el colorete en el bolso.
Una llamada a la puerta la sobresaltó.
–Ahora mismo salgo.
El pelo, que normalmente llevaba recogido en una cola de caballo, se lo había cardado y peinado con un estilo del que se habría sentido orgullosa la mismísima Dolly Parton. Aplicó una nueva capa de carmín a sus labios, asegurándose de que el lápiz sobrepasara las líneas perfectamente dibujadas de su boca.
Retrocedió para inspeccionar el resultado final. La falda vaquera no era tan corta como hubiera querido, ni el top suficientemente ajustado. Las prendas atrevidas nunca habían formado parte de su guardarropa, aunque, seguramente, desde ese mismo día iban a tener que empezar a hacerlo.
Se ajustó rápidamente el sujetador, haciendo asomar el inicio de sus senos por el escote del top, y caminó de lado a lado del servicio para echarse un último vistazo.
Era increíble, prácticamente no se reconocía.
Antes de dejarse llevar por el pánico, abrió la puerta. La señora que estaba esperando al otro lado, una mujer madura, gimió, la recorrió de la cabeza a los pies con la mirada y pasó por su lado con gesto indignado.
Nicole sintió en su interior la presión del terror y tuvo que dominarse para no gritar. Evidente, acababa de convencer a alguien de que era una mujer de mundo, ¿pero conseguiría engañar al propietario de Purple Palace?
Claro que sí. Lo único que tenía que hacer era meterse en el papel, se recordó a sí misma. El día anterior, había decidido que no podía presentarse en un lugar como aquel con aspecto de bibliotecaria, con su triste pelo castaño recogido en una cola de caballo. No, tenía que proyectar una imagen que indicara que las actividades que se desarrollaban en aquel lugar no ofendían en absoluto su sensibilidad.
Miró hacia el cielo con los brazos en jarras y sacudió la cabeza. Las clases de teatro del instituto no la habían preparado para aquella representación. ¿Pero qué otra opción le quedaba? Rezó en silencio, llenó de aire sus pulmones y caminó a grandes zancadas hacia el surtidor de la gasolinera, intentando no tambalearse sobre los tacones.
El capó de su viejo Chevy estaba levantado. El mecánico se limpió las manos en un trapo lleno de grasa y miró dos veces en su dirección. Cuando cerró la boca, se dirigió hacia ella, fingiendo no haber notado su transformación.
–Hay un par de correas que están bastante viejas. No creo que duren mucho –tenía la mirada fija en el escote de Nicole y la joven deseó darle una bofetada que le hiciera levantar la cabeza. Pero optó por dirigirse a él con voz confiada.
–¿Cree que podrá recorrer otros cien kilómetros?
–Es difícil saberlo. Quizá sí, quizá no.
Nicole miró el marcador de la gasolina. Catorce dólares con setenta centavos. En el bolso llevaba poco más de quince.
–Supongo que tendré que probar suerte.
El mecánico inclinó la cabeza y continuó limpiándose las manos con una sonrisa con la que parecía querer dejar claro que aceptaría un trato más que encantado. Con manos temblorosas, Nicole sacó el dinero del bolso y se lo plantó en la mano.
–Como usted quiera, señora –el mecánico se encogió de hombros, regresó a la parte delantera del coche y cerró el motor.
A Nicole le entraban ganas de irse sin esperar a que le devolviera el cambio, pero veintidós centavos eran veintidós centavos. En cuanto el mecánico se los entregó, le dirigió una sonrisa radiante y salió de allí sintiendo cómo su nerviosismo disminuía por segundos.
Michael Phillips rio entre dientes mientras cabalgaba sobre su único caballo, una vieja yegua llamada Mae. Su lento caminar iba a sumar media hora extra al trayecto hasta el rancho de su hermana, pero merecía la pena el retraso.
Estaba deseando ver la cara de Taylor cuando lo viera allí, en Montana, y supiera lo que había hecho. Si llegaba en la camioneta, Taylor lo oiría antes de que llegara y después de haber pasado meses planeando todo aquello en secreto, quería sacarle todo el jugo posible a aquel momento.
Se detuvo cuando el camino se dirigía hacia el Oeste y dejó que Mae mordisqueara unos arbustos mientras él inspeccionaba la propiedad de su hermana.
Allí estaba ella, sentada en la hierba, delante de aquella antigua granja que Michael no veía desde hacía siete años. El único cambio notable eran los dos pequeños que jugaban al lado de su hermana. Sintió un nudo en la garganta. Llevaba años deseando conocer a sus sobrinos y por fin estaba allí. Tiró de las riendas de Mae y la yegua se puso a trotar. Al cabo de un rato Michael se detuvo, ató la yegua a un árbol e hizo el resto del camino andando, sintiendo cómo la emoción aumentaba con cada uno de sus pasos.
Emily, la pequeña de dos años, fue la primera en verlo y salir corriendo hacia su madre. John, que pronto cumpliría seis años, dejó de jugar con su camión y se levantó.
–¿Mamá?
Taylor se volvió al oír a su hijo, se quitó una mancha de barro de la frente y estuvo a punto de caerse de espaldas al ver a su hermano.
–¡Michael!
Michael corrió hasta ella, la levantó en brazos y comenzó a dar vueltas.
–Hola, hermanita –para cuando la dejó en el suelo, ambos estaban ya llorando y riendo al mismo tiempo.
–¿Cuándo… ? –Taylor miró a su alrededor–. ¿Y cómo has venido? –le rodeó el cuello con los brazos otra vez–. Oh, Michael. Cuánto me alegro de verte. ¿Piensas quedarte mucho tiempo?
Emily y John se mantenían a una prudente distancia, detrás de su madre, sin comprender nada de lo que allí estaba pasando. Michael sonrió y les guiñó un ojo con gesto travieso.
–Bueno, con un poco de suerte… Yo diría que unos sesenta años más o menos.
Taylor retrocedió un paso y lo miró boquiabierta. Era justo la reacción que Michael esperaba.
–He comprado Purple Palace.
–¿Qué tú qué?
–Lo que has oído. He comprado Purple Palace y me he quedado con la vieja Mae.
–¿Mae?
–Sí, el único caballo que tenían.
–Déjame ver si lo he entendido. Has vendido el negocio de la familia –Michael asintió–. Y has comprado Purple Palace –asintió otra vez–. Y piensas… –hizo un rápido movimiento con la mano.
–Poner en funcionamiento ese lugar.
–Ponerlo a funcionar como… –miró por encima del hombro y al ver a los niños decidió no terminar la frase, pero frunció significativamente el ceño.
Había llegado el momento de acabar con los malentendidos.
–Quiero restaurarlo. Es un lugar antiguo, suficientemente viejo para convertirse en monumento histórico.
–¿Y… las chicas?
–También he comprado su parte. Y se han ido en busca de mejores pastos.
Taylor esbozó una enorme sonrisa que no tardó en transformarse en una carcajada.
En cuanto los adultos se recuperaron de sus risas, los niños se acercaron a conocer al tío Mike. Entraron todos juntos a la casa y estuvieron poniéndose al día de lo ocurrido durante aquellos años de separación.
La pintura roja de la fachada estaba levantada por algunas partes, pero Nicole tenía que admitir que aquella vieja edificación tenía mucho encanto. Si no fuera por…
Suspiró nerviosa y miró a través de una ventana. Había llamado con tanta fuerza como para despertar a un muerto, pero nadie le había abierto. ¿Estaría todo el mundo durmiendo, descansando para enfrentarse a una agitada noche de trabajo? ¿O el miércoles sería su día libre?
Sentía que el estómago se le encogía y no creía que fuera por hambre. ¿Cómo iba a tabajar ella en un lugar como aquel? Volvió a recordarse que no tenía otra opción. Además, solo se presentaba para el puesto de «ayudante», fuera lo que fuera lo que eso significara: ¿hacer de camarera quizá? ¿Limpiar los ceniceros? ¿Lavar la ropa interior? Arrugó la nariz.
No importaba. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa. Tenía que estarlo.
Aunque le habría gustado saber algo más sobre aquel trabajo. Lo poco que sabía lo había averiguado el día anterior en una cafetería. Acababa de pedir un trozo de tarta y un vaso de agua y estaba esperando a que alguien se dejara olvidado un periódico para poder ojear la sección de empleo. Pero antes de poder mirar una sola página, los dos ocupantes de la mesa más cercana a la suya habían comenzado a reír a carcajadas al leer un anuncio de Purple Palace en el que se solicitaba un ayudante. El anuncio añadía que no se necesitaba experiencia.
–Me pregunto qué tipo de ayuda pueden requerir allí –había comentado uno de ellos.
En ese mismo momento, Nicole había decidido que ella haría lo que hiciera falta. Aunque cada vez que pensaba en ello, sintiera que el pulso se le aceleraba.
¿Qué ocurriría si las chicas que allí trabajaban… se sentían más seguras cuando pensaban que alguien las estaba ayudando? ¿Podía un ayudante ser…?
¡No! No podía ser eso. Tenía que ser otra cosa. Y saberlo exactamente parecía irrelevante, teniendo en cuenta las pocas opciones que tenía y sus muchas responsabilidades.
Continuaba sin haber dentro ningún movimiento. Nicole rodeó el porche y se fijó por vez primera en un columpio de mimbre que había cerca de otra de las entradas. Se sentó en él y se meció lentamente, escuchando el crujido del mimbre y pensando cuántas historias podría contar aquel columpio si pudiera…
Oyó los cascos y el relinchar de un caballo al otro lado de la casa y se levantó de un salto. Había dejado el coche cerca de la entrada principal. Quien quiera que se estuviera acercando, tenía que haberlo visto y estaría buscándola.
Resignada a enfrentarse al destino, irguió los hombros y alzó la barbilla. Mientras rodeaba el porche, añadió un sinuoso balanceo a sus caderas, con el que pensaba que terminaba de caracterizar perfectamente su personaje.
Hasta que sintió que se doblaba uno de los tacones de los zapatos.
Un atractivo vaquero estaba desmontando su caballo. Nicole intentó colocarse el tacón sin ningún éxito y soltó una carcajada nerviosa. El vaquero, con los brazos en jarras, la miraba con atención. Nicole continuó caminando… Y entonces oyó el débil crujido con el que el tacón decidía separarse definitivamente del zapato.
«Improvisa», se dijo, tenía que conservar el sentido del humor. Así que, haciendo uso de su escasa experiencia teatral, cojeó hacia él, decidida a hacer alguna broma con la que romper el hielo. Porque la actitud de aquel tipo era, definitivamente, glacial.
Sonrió tímidamente, como si quisiera decirle que esas cosas ocurrían constantemente. Él se cruzó de brazos y se limitó a permanecer donde estaba, mirándola fijamente.
–Bueno, por lo menos conservo parte del zapato –comentó Nicole exasperada, intentando mantener la sonrisa mientras le pedía al cielo que la ayudara.
¿Qué demonios le ocurría aquel tipo? A lo mejor la estaba poniendo a prueba. Sí, tenía que ser eso.
Nicole se detuvo frente a él y le tendió la mano.
–Me llamo Nicole. Y he venido… por lo del anuncio.
El vaquero le miró la mano como si estuviera considerando las posibilidades que tenía de contaminarse en el caso de que se la estrechara.
–¿Nicole qué?
–Nicole Bedder.
El vaquero le estrechó la mano con desgana.
–Yo soy Michael Phillips, el propietario de este lugar –«y no sé qué demonios está haciendo usted aquí», parecía estar añadiendo con la mirada.
–Espere un minuto. Así que el propietario de este lugar es un… –estaba empezando a dejarse llevar por los nervios, pero consiguió recuperar la calma. Sonrió de nuevo y dijo con una voz dulce como la miel–. Bueno, está bien. Ya sabemos lo de la igualdad de derechos y todo eso… En cualquier caso, quiero que sepa que estoy dispuesta a empezar cuanto antes.
Michael se echó para atrás el sombrero y la miró con incredulidad. Nicole no retrocedió. Pero después de lo que le pareció el más embarazoso silencio de la época, decidió ser ella la que hablara primero.
–Entonces… ¿He conseguido el empleo?
Cuando se helara el infierno, pensó Michael.
–No sé en qué tipo de trabajo está pensando usted, pero yo necesito un ayudante, no una…
–Yo puedo ayudarlo –lo interrumpió Nicole.
–No, lo siento. No es una persona como usted lo que estoy buscando –se volvió y comenzó a caminar hacia la puerta.
Nicole lo siguió pisándole los talones.
–¿Cómo lo sabe? No me ha hecho ni una sola pregunta, no sabe nada de mí.
Michael continuó caminando, esperando que Nicole renunciara a seguirlo. Pero Nicole no estaba dispuesta a rendirse.
–Para empezar –explicó Michael–, necesito un hombre –se volvió al ver que la candidata al puesto no respondía. Y la descubrió con los ojos abiertos como platos.
–¿Un hombre? ¿Aquí?
–Sí, un hombre.
–Espere un minuto. ¿No cree que ese es un caso de discriminación sexual?
Michael arqueó una ceja antes de volverse y comenzar a subir los escalones del porche.
–Solo si está dispuesta a contratar un abogado y llevarme a juicio –y dudaba mucho de que una mujer como aquella estuviera dispuesta a acercarse por el juzgado, por lo menos voluntariamente.
Michael estaba ya casi en la puerta cuando oyó un ruido tras él. Se volvió y descubrió a la joven tumbada en el suelo. Con dos grandes zancadas, se acercó hasta ella y se arrodilló a su lado.
–¿Señora Bedder? –la observó y esperó, deseando que aquel no fuera un último intento por ganarse su compasión. La tocó el brazo–. ¿Señora Bedder?
Fuera fingido o no aquel desmayo, no podía dejarla allí. Así que la levantó en brazos, sorprendiéndose de la liviandad de su peso. Al verla de cerca, pudo advertir la palidez de sus mejillas y por un momento, casi la compadeció.
La llevó hasta la puerta, que empujó con el hombro justo en el momento en el que ella comenzaba a abrir los ojos. La joven lo miró con una expresión de sorpresa a la que siguió un gesto de indignación.
–¿Qué cree usted que está haciendo? ¡Bájeme inmediatamente!
A Michael se le ocurrió dejarla caer al suelo, pero no lo hizo. Entró en la casa, continuó caminando hasta el sofá y allí la dejó. Al ver la extraña posición en la que había quedado una de las pestañas postizas de la joven, no pudo evitar una sonrisa.
–¿Qué es lo que le parece tan divertido?
Michael se señaló su propio ojo. Nicole se quitó inmediatamente la pestaña y la metió en el bolsillo de la falda. Michael borró la sonrisa de su rostro y se dirigió hacia la cocina.
–¿A dónde va?
–A traerle un vaso de agua –se detuvo y la miró por encima del hombro–. ¿O prefiere algo más fuerte?
–Preferiría… –comenzó a enderezarse, pero se derrumbó nuevamente en el sofá.
Michael la observó y esperó. Definitivamente, aquella mujer no estaba bien.
Nicole se quitó la otra pestaña postiza y se quedó mirándolo fijamente durante largo rato. De pronto parecía una mujer diferente, mucho más vulnerable. Maldita fuera. Esperaba que no se pusiera a llorar. Porque odiaba que las mujeres lloraran.
Sin pensarlo siquiera le preguntó:
–¿Cuándo ha comido por última vez?
Nicole alzó la cabeza, dejando que volviera a aparecer la primera mujer que Michael había conocido.
–Oh, estoy a dieta, eso es todo.
Si algo había aprendido Michael durante los últimos dos años había sido reconocer a una mujer cuando mentía. Una ráfaga de imágenes de otra mujer y otro lugar acudió a su mente. Pero inmediatamente las rechazó.
–Mire, yo todavía no he almorzado. ¿Quiere comer conmigo? –preguntó sin pensar.
A Nicole se le iluminó el semblante y se enderezó.
Michael se maldijo por haber cometido la estupidez de invitarla a quedarse a cenar. En ese momento sonó el teléfono y Michael corrió a la cocina.
Nicole tomó aire y caminó descalza hasta la cocina, donde descubrió a Michael sujetando con una mano la puerta del refrigerador y con la otra el teléfono.
–Sí –estaba diciéndole a su interlocutor–, todavía está vacante el puesto.
Nicole le dio un suave codazo para que se apartara y sacó lechuga, tomates, mayonesa, embutidos y pepinillos en salmuera del refrigerador. Lo colocó todo en uno de los mostradores de la cocina y buscó la despensa. Allí encontró pan y patatas fritas que llevó también a la mesa.
–¿Tiene herramientas propias? –preguntó Michael.
¿Herramientas? Nicole estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿A qué tipo de herramientas se referiría? ¿Esposas? ¿Cuero negro?, se preguntó mientras extendía la mayonesa en el pan.
–No, no son imprescindibles. Solo era una pregunta. ¿Y tiene alguna experiencia en carpintería o restauración?
Nicole se detuvo al instante. ¿Carpintería?
Se quedó completamente paralizada. Mientras revivía con pelos y señales la conversación que había mantenido con Michael, sentía cómo iba ruborizándose. Miró a su alrededor. Todo hacía pensar que aquel lugar estaba en proceso de remodelación. Y no había en él ni rastro de aquellas chicas de las que tantas historias subidas de tono había oído en Livingston.
–Lo siento, supongo que debería haber indicado la forma de llegar hasta aquí –le oyó decir a Michael–. Tiene razón. Sí, bueno, que tenga suerte.
Nicole lo oyó colgar el teléfono, pero continuó de espaldas a él, preguntándose cómo iba a empezar a explicarle su error en el caso de que se atreviera a hacerlo. Cortó los sándwiches en diagonal y colocó uno en cada plato. Añadió patatas fritas, pepinillos y llevó los platos a la mesa que había delante de la ventana.
Antes de que Michael se hubiera reunido con ella, Nicole ya se había terminado una de las mitades de su sándwich y la mayor parte de las patatas. Michael la miraba fascinado por la voracidaz de su apetito.
–¿Se supone que está siguiendo alguna clase de dieta para engordar?
Nicole continuó comiendo sin mirarlo, completamente concentrada en el asunto que se traía entre manos. Cuando terminó el contenido de su plato, cerró los ojos, como si estuviera disfrutando del momento.
Michael tomó su sándwich, aunque había perdido el apetito al darse cuenta de que se había convertido en la presa de aquella desafortunada criatura. Era evidente que llevaba hambrienta mucho tiempo. Lo que quería decir que no tenía un centavo y que no podía rechazarla como le hubiera gustado hacerlo.
Y lo que más lo fastidiaba era que ni siquiera estaba seguro de que quisiera rechazarla. En aquella mujer había algo que escapaba a la mirada. Pasaba de parecer coqueta y confiada a convertirse en un gatito indefenso.
–¿No se va a comer eso? –Nicole tenía la mirada fija en el plato de Michael. Michael se lo tendió.
–¿En qué otros lugares ha intentado buscar trabajo?
–En todos –se terminó los pepinillos en tres eficientes bocados, llevó los platos al fregadero, los fregó y a continuación limpió el mostrador. Parecía haber estado haciendo eso durante toda su vida.
Cuando terminó, se puso frente a él con los brazos en jarras.
–Bueno, sé manejar un martillo como el mejor. Pintar, empapelar, lo que sea…
–¿Y ha considerado la posibilidad de trabajar como cocinera en vez de..?
Nicole se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada. Parecía haberle ofendido la sugerencia de que había ido allí buscando algo que no fuera ser la ayudante del carpintero.
–Necesito trabajo, alojamiento y comida –era más una declaración que una petición.
Que el cielo lo ayudara. Aquella mujer iba a quedarse en su casa. Sus entrañas se lo dijeron antes de que las palabras hubieran cobrado forma en su cabeza. Se acercó a la despensa y comenzó a buscar en su interior.
–¿Qué está haciendo?
–Buscar el antiácido.
–¿Alguna vez a probado a reírse? Dicen que es un buen antídoto contra el ardor de estómago.
–¿Qué se supone que quiere decir con eso?
Nicole inclinó la cabeza de un modo adorable y dijo:
–Deberías relajarte un poco, Michael. Mira ese ceño que tienes en la frente.
¿Desde cuándo había decidido tutearlo? ¿Y cuándo había cambiado su voz? Volvía a parecerle una persona diferente. Y aunque no entendía muy bien lo que estaba ocurriendo allí, Michael sí sabía que lo mejor era hacerse cargo inmediatamente de la situación.
–Mira, Nic… señorita Bedder. Puede quedarse aquí unos días y cocinar… a cambio de alojamiento y comida –Nicole lo miraba atentamente, como si estuviera intentando calibrar sus intenciones, algo que le parecía extraño en una mujer que estaba dispuesta a vender su cuerpo a cualquier desconocido.
Había algo allí que no terminaba de cuadrar. Pero de momento no importaba. Lo único que quería era dejar las cosas perfectamente claras.
–Pero solo serán unos días, hasta que encuentre trabajo en otra parte. ¿De acuerdo?
Una lenta sonrisa asomó a los labios llenos de Nicole, dejando al descubierto unos dientes blancos y perfectos.
–De acuerdo.
Nicole fue corriendo hasta su desvencijado coche y una vez allí, se volvió para contemplar aquella mansión victoriana. Parecía una vieja dama, pensó, antes de volverse hacia su coche.
Iba a quedarse allí, pensó. Y no solo durante unos días. Convencería a aquel vaquero de que era la persona ideal para el trabajo. Jamás la había asustado el trabajo duro y después de unas cuantas comidas, recuperaría las fuerzas.