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Su deseo no podía disimularse… ni tampoco el embarazo. Kendra Connolly jamás podría olvidar su primer y fugaz encuentro con el multimillonario Balthazar Skalas. Cuando volvieron a encontrarse, ella cedió a la tentación… completamente. Una decisión tomada impulsivamente que tendrá consecuencias para toda la vida. Balthazar no había expandido su imperio siendo débil. El deseo que sentía por Kendra era un riesgo, y descubrir que llevaba en su interior a su heredero no hacía más que aumentar el poder que tenía esa mujer sobre él. ¿Podrá el despiadado griego mostrarse lo suficientemente fuerte como para permitirse amarla?
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Seitenzahl: 178
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2021 Caitlin Crews
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Imposible de ocultar, n.º 2945 - agosto 2022
Título original: The Secret That Can’t Be Hidden
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-005-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
SI REFLEXIONABA sobre lo descabellado de la situación, humillante e imposible, Kendra Connolly jamás haría lo que debía hacer.
Pero tenía que hacerlo.
Su familia dependía de ella… por primera vez.
Llevaba mucho tiempo sentada en el coche, en el aparcamiento bajo la Skalas Tower en el caótico Midtown Manhattan. Disponía de unos minutos para aparecer ante las cámaras de los ascensores antes de que los agentes de seguridad comenzaran a buscarla en el cuartel general estadounidense de uno de los hombres más adinerados del mundo. Pero ella seguía allí, aferrada al volante mientras contemplaba sus blancos nudillos. Mentalizándose para la desagradable conversación que la esperaba.
Y fracasó.
–Tiene que haber otra solución –le había dicho a su padre.
Lo había repetido tantas veces que había terminado por parecer una súplica.
Kendra estaba desesperada. Pero Thomas Pierpont Connolly se había mostrado imperturbable.
–Por el amor de Dios, Kendra –había rugido cuando ella había intentado por última vez hacerle cambiar de idea, en el hogar familiar de la isla de Connecticut que sus antepasados habían reclamado en la Gilded Age–. Por una vez piensa en los demás. Tu hermano necesita ayuda. Eso debería bastar.
Kendra no se había atrevido a mostrar su desacuerdo con la evaluación de la situación.
Tommy Junior siempre había sido problemático, pero su padre se negaba a verlo. Tras ser expulsado de todos los internados de la costa este, Thomas lo había llamado «fogoso». Tras ser expulsado de la universidad, a pesar de la biblioteca que Thomas había fundado para conseguir su admisión, lo había atribuido a «esa testarudez de los Connolly». Sus fallidos intentos de independencia empresarial, que le habían costado varias fortunas a su padre, eran vistos como intentos admirables de seguir los pasos familiares. Su displicente actitud como vicepresidente del negocio familiar, muchos gastos y poco trabajo, era bautizada como «jugar al juego».
Tommy era, literalmente, incapaz de equivocarse, a pesar del entusiasmo que ponía en ello.
Kendra, había sido un suceso tardío en el matrimonio, cortés aunque gélido, de sus padres. Nacida cuando Tommy tenía catorce años e iba por su quinto internado, sus padres nunca habían sabido qué hacer con ella, dejándola en manos de niñeras, por suerte para ella. La vieja fortuna Connolly que consumía las vidas de su padre y hermano solo le había interesado por la extensa mansión de la costa dorada de Connecticut, donde podía acurrucarse en un rincón olvidado y sumergirse en la lectura.
Su madre era la más asequible de sus progenitores, pero solo si Kendra encajaba con sus indicaciones precisas de cómo debía ser según las directrices de su familia, que se remontaba orgullosamente hasta el Mayflower. Para complacerla, Kendra había asistido a Mount Holyoke, como todas las mujeres de su familia, pero pronto había comprendido que solo lograría la atención de su padre participando en lo único que le importaba: su negocio.
Ojalá no lo hubiera hecho.
El reloj seguía avanzando. El servicio de seguridad de Skalas había inspeccionado su coche y su persona, y enviado una foto suya a la planta ejecutiva donde, según le habían informado, la esperaban. Tenía diez minutos antes de ser considerada un riesgo para la seguridad.
Kendra se obligó a salir del coche y se estremeció, aunque no de frío. No le gustaba Nueva York. Demasiado ruidosa, demasiado caótica, demasiado. Incluso allí, con la famosa Skalas Tower sobre su cabeza, una maravilla arquitectónica de acero y cristal, sentía el peso de las vidas fluyendo por las calles. Encima de ella.
Había creído que jamás volvería a encontrarse con Balthazar Skalas.
Se alisó la falda lápiz y evitó asomarse al espejo del coche para comprobar su maquillaje por enésima vez. No tenía sentido. Iba a enfrentarse a él, y lo cierto era que se halagaba al pensar que la reconocería siquiera.
El cosquilleo del vientre le indicó que no era simplemente halago, pero Kendra lo ignoró y avanzó hacia los ascensores.
Habían pasado años. En ese lujoso edificio de oficinas iba a presentarse como el orgullo de sus padres, no en una de las fiestas de su familia. Las fiestas eran el único motivo por el que se había relacionado con la clase de persona a las que su padre y hermano tanto admiraban, como Balthazar Skalas, temido e idolatrado por todos sin excepción.
Porque Thomas no tenía ninguna intención de que Kendra trabajara con él en la empresa.
Tommy siempre se había reído de sus ambiciones. Ella opinaba que había intentado mantenerla apartada para que no descubriera a qué se dedicaba realmente. Pero también sabía que a Tommy ella no le importaba lo más mínimo. Y desde luego no se sentía amenazado por nada que ella pudiera, o no, hacer, dejándoselo claro ese mismo día.
Una persona razonable podría preguntarse por qué llevaba a cabo esa desagradable tarea por ellos cuando su padre y su hermano siempre habían actuado como si fuera una intrusa, y su madre solo se fijaba en ella entre fiesta y fiesta.
Pues era la única tarea que le habían pedido nunca que realizara por ellos.
Kendra no podía dejar de pensar que era su única oportunidad para demostrar su valía, que era merecedora de ser una Connolly. Que era más que una llegada inesperada. Que merecía ocupar su lugar en la empresa, ser más que la muñeca ocasional de su madre y, ¿por qué no?, ser tratada al fin como si fuera uno de ellos.
Quizás entonces, por una vez, no se sentiría tan sola. Quizás si les demostraba lo útil que era no se sentiría excluida por su propia familia.
Por mucho que se dijera que se debía al hecho de ser mucho más joven que su hermano, o porque ilustraba un extraño momento del habitualmente distante matrimonio de sus padres, dolía que la rechazaran sistemáticamente, que la ignoraran, o simplemente no le hicieran participe de asuntos que afectaban a todos.
De modo que aunque la idea de lo que, quizás, tendría que hacer le encogió el estómago, y aunque pensara que Tommy debería aceptar por una vez el castigo que se merecía, se dirigió hacia el ascensor marcado como Planta ejecutiva, introdujo el código que le habían dado y entró en su interior.
–No entiendo por qué crees que un hombre como Balthazar Skalas me escuchará –le había protestado a su padre. «Si mi propio padre no me escucha, ¿por qué iba a hacerlo él?»–. Es más probable que te escuche a ti.
Thomas había soltado una amarga carcajada y la había mirado sin su habitual expresión condescendiente.
–Balthazar Skalas se ha desentendido de la empresa Connolly. Para él soy tan culpable como Tommy.
La parte traidora de Kendra casi había aplaudido porque sin duda así su padre al fin se enfrentaría a la verdad sobre su hijo.
–Razón de más para no querer nada que ver conmigo –insistió ella–. Yo también soy una Connolly.
–Kendra, por favor. Tú no tienes nada que ver con la empresa –Thomas había agitado una mano en el aire, como si los sueños de Kendra fuesen tonterías–. Debes apelar a él como… un hombre de familia.
La cabeza de Kendra estaba repleta de imágenes demasiado brillantes y ardientes de Balthazar Skalas, imágenes que intentaba ocultar incluso de ella misma. Sobre todo de ella misma. Porque él era… excesivo. Demasiado peligroso, autoritario, arrogantemente hermoso.
Aunque no le hacía justicia a esa boca y ojos, crueles como el más oscuro infierno. Y cómo hacía arder a los incautos…
Kendra se había sonrojado, aunque por suerte su padre no prestaba atención a cosas como la actitud o el estado emocional de su única hija. Era la primera vez que le pedía algo más que una bonita sonrisa, habitualmente dirigida hacia algún lascivo socio en alguna fiesta.
–¿Qué sabe él de familia? –había preguntado ella con más calma de la que sentía–. Creía que él y su hermano estaban peleados.
–Él puede estar en guerra con su hermano, pero siguen dirigiendo la misma empresa.
–Estoy segura de haber leído que habían balcanizado la empresa para que ninguno de ellos necesitara…
–Entonces deberás apelar a él como hombre, Kendra –aseguró explícitamente su padre.
Ambos se habían sostenido la mirada separados por el escritorio que él aseguraba que un antepasado suyo le había ganado a Andrew Carnegie en una apuesta. Kendra estaba segura de haberlo oído mal. O malinterpretado. Su corazón había latido con tanta fuerza que lo sentía en las sienes, las muñecas, el cuello.
En caso de que albergara alguna duda sobre las intenciones de su padre, Tommy la había abordado al salir del despacho. Se lo había encontrado al doblar la esquina, con esa sonrisa que usaba cuando creía estar mostrándose encantador.
Pero Kendra jamás lo había encontrado encantador. Una consecuencia de conocerlo, supuso.
–No me digas que vas a ir así vestida –gruñó él mientras la miraba con desdén–. Pareces una secretaria.
–No hace falta que me des las gracias por acudir a tu rescate –había respondido Kendra–. La recompensa está en el propio sacrificio.
Tommy la había agarrado con fuerza del brazo, deliberadamente supuso ella, pero hacía tiempo que había aprendido a no mostrarle ninguna debilidad.
–No sé qué te habrá dicho papá –espetó él–, pero solo hay un modo de salir de esta. Debemos asegurarnos de que Skalas no presente cargos. Y no lo vamos a conseguir con esta ropa anticuada y poco memorable.
–Voy a apelar a su sentido familiar, Tommy –Kendra había ignorado los comentarios sobre su ropa porque no tenía sentido discutir con él. Siempre jugaba sucio.
Tommy había reído, provocándole un escalofrío en la espalda.
–Balthazar Skalas odia a su familia. No busca un viaje por los recuerdos, hermanita. Pero dicen que siempre está buscando una nueva amante.
–No querrás decir…
Su hermano había sacudido la cabeza sin soltarle el brazo.
–Tienes una oportunidad para demostrar que no eres una inútil, Kendra. Yo de ti la aprovecharía.
Horas más tarde, ella seguía aturdida. El interior del ascensor estaba lleno de espejos que reflejaron el pánico en su mirada, junto con las pecas que tanto odiaba su madre. Quería fingir que su padre tenía otras intenciones, que Tommy solo estaba siendo Tommy.
Pero sabía que no era así.
«¿Qué diferencia hay entre un amante o un matrimonio sin amor?», se preguntó.
Tommy había insinuado que se ofreciera como amante, pero su madre llevaba años intentando casarla. Emily Cabot Connolly no entendía cómo Kendra no se había graduado sin un anillo de compromiso. Y no había apoyado los intentos de su hija de convencer a Thomas para ofrecerle un trabajo en la empresa porque así no iba a encontrar un marido adecuado.
–No quiero casarme –había protestado ella semanas atrás.
–Querida, nadie quiere casarse. Tienes ciertas responsabilidades por tu posición y ciertas compensaciones por las elecciones resultantes –su madre se había reído–. ¿Qué más da?
Kendra sabía que su madre esperaba que ella siguiera sus pasos. Casándose para consolidar bienes y, como recompensa, vivir una vida ociosa a la que dar sentido como gustara. Caridad. Fundaciones. Si quería, incluso podría marcharse a Europa como su tía-abuela, la oveja negra, y «olvidarse», de regresar.
Viéndolo así, Kendra supuso que convertirse en amante del Balthazar Skalas sería muy parecido, aunque de menor duración.
Lo importante era la recompensa, no la relación.
A nadie parecía importarle que quisiera buscar su propia recompensa.
El ascensor subió tan deprisa que su estómago quedó atrás. En una esquina vio una cámara de seguridad con su parpadeante luz roja que le recordaba que debía mantener la compostura. Estaba allí por una reunión de negocios, con sus cómodos tacones, la falda lápiz y una blusa oscura de seda que le hacía sentir como la vicepresidenta del negocio familiar en que pretendía convertirse algún día.
«No tengo aspecto de secretaria».
Pero tampoco de una mujer aspirando al puesto de amante de Balthazar Skalas.
Un hombre que, estaba segura, no la iba a reconocer. Debía asistir a miles de fiestas y si ese sofoco que en ocasiones la despertaba en mitad de la noche significaba algo, afectaría a miles de mujeres de idéntica manera.
En el espejo, las mejillas se tiñeron de rojo.
Daba igual lo que dijeran su padre y su hermano. Era ella la que tenía que hacerlo. Una aproximación fría y mesurada, sin negar las transgresiones de Tommy, ni intentar suavizar a un hombre de quien sabía que solo tenía durezas, era un proceder razonable.
«A no ser que se acuerde de ti», susurró una vocecilla en su interior.
Al abrirse las puertas del ascensor, ella salió con decisión. Si albergaba alguna duda sobre dónde se encontraba, el vestíbulo se lo recordó. A su alrededor todo era mármol con el nombre de la empresa grabado en la piedra. Skalas e Hijos. Como si la suya fuera una pequeña empresa familiar cuando, de hecho, el difunto Demetrius Skalas había llegado a ser el hombre más rico del mundo.
A su muerte, sus dos hijos habían tomado las riendas de la multinacional. Todos habían augurado que arruinarían el negocio. Sin embargo, habían doblado la riqueza de su padre en los dos primeros años. Cada uno de ellos era mucho más rico de lo que jamás había sido él.
Algo que se repetía insistentemente en todos los artículos que había leído sobre la familia Skalas… y los había leído todos.
Balthazar, el hijo mayor, repartía su tiempo entre el cuartel general de la empresa en Atenas y oficinas satélites como esa. Era el más serio de los dos. Constantine era el más ostentoso gracias a su gusto por los coches de carreras y las modelos, y pasaba la mayor parte del tiempo en la oficina de Londres.
Se rumoreaba que se odiaban.
Pero ninguno de los hermanos respondía a los rumores sobre su vida.
A las ocho de la tarde, Kendra esperaba que la oficina estuviera vacía, pero a su alrededor se desarrollaba una actividad más propia de las ocho de la mañana.
La mujer sentada tras el mostrador sonrió mecánicamente.
–Señorita Connolly, supongo –Kendra asintió, incapaz de pronunciar palabra–. El señor Skalas está en una llamada, pero la atenderá enseguida.
Se levantó y condujo a Kendra por las grandes puertas de cristal hacia el fondo de la oficina. Caminaba, casi flotaba, sobre unos tacones nada sensatos.
Kendra se sintió de inmediato poco adecuada.
La recepcionista la llevó hacia un largo y brillante vestíbulo de mármol que desplegaba una colección de arte a un lado y, al otro, ventanales hasta el techo por los que se veía Manhattan a sus pies. Kendra no pudo evitar sentir que caminaba sobre las murallas de un antiguo castillo, para ofrecerse en sacrificio ante un terrible rey por el bien de su pueblo…
Imaginarse en plena Edad Media no la ayudó.
La recepcionista la condujo a otra estancia, una sala de espera, aunque mucho más elegante y tranquila.
–Esta es la sala de espera privada del señor Skalas –le informó–. Póngase cómoda. Si necesita algo puede pedírselo al personal de secretaría al otro lado del vestíbulo.
La mujer se marchó y Kendra quedó a solas con su creciente pánico.
No aguantaba sentada y decidió permanecer de pie y mirar por la ventana.
–No hay nada que temer –se dijo a sí misma–. No recordará nada de ti.
El problema era que ella recordaba demasiado.
No recordaba qué acto benéfico había utilizado su madre como excusa ese verano. Kendra acababa de graduarse en Mount Holyoke, segura de que en unos meses ocuparía el lugar que le correspondía en la empresa familiar. Supuso que parte de su trabajo consistía en comportarse como la mujer de negocios que pretendía llegar a ser. Aunque sus inclinaciones naturales no eran los negocios, prefiriendo un buen libro y un lugar tranquilo a las interminables reuniones y copas con hombres aficionados al golf, ¿desde cuándo la vida trataba de sentirse bien? Era más bien sobre qué hacías, no sobre qué soñabas. Aunque no se sintiera chispeante y resplandeciente como su madre siempre le aconsejaba ser, podría fingir.
Y lo había hecho, paseándose con una copa en la mano, riendo y agotándose hasta el punto de que tras la cena se había escabullido para tomarse un descanso. El baile estaba a punto de empezar bajo la enorme carpa desplegada sobre el césped con las mejores vistas del estrecho de Long Island.
No prestó atención a la mujer con la que se cruzó, envuelta en lágrimas y seda, en el sendero que conducía a su cenador preferido, sobre la rocosa costa. La hermosa noche estaba impregnada del olor a sal, hierba y flores. Oía la orquesta tocar a sus espaldas mientras avanzaba hacia la acogedora penumbra proporcionada por las farolas, menos invasiva que la brillante luz del interior de la carpa. Allí podía borrar su sonrisa. Respirar.
Únicamente cuando subió hasta el cenador lo vio de pie apoyado contra la barandilla, casi sumergido en las sombras.
Y se preguntó cómo no había sentido su presencia, tan intensa era.
Kendra se había quedado sin aliento.
El hombre vestía un traje oscuro idéntico al de todos los asistentes a la fiesta. Pero le impresionó la anchura de sus hombros, la atlética elegancia natural. La boca era una línea recta, los ojos hundidos y tormentosos. Los cabellos espesos y oscuros estaban revueltos, y de repente se le ocurrió que quizás los habían revuelto unos dedos que no eran suyos.
La noche era despejada y luminosa, pero Kendra sintió de repente que una tormenta había estallado en el estrecho, con nubes bajas y densas, amenazadoras.
Él se limitó a enarcar una ceja, arrogante y despiadado.
–No creo haber pedido una sustituta.
No tenía sentido. Después ella se dijo que algo en su manera de mirarla le había hecho actuar. Jamás había visto nada igual. Ese fuego. Esa amenaza. Y otras cosas que no sabría definir.
Él había levantado dos dedos, instándola a acercarse.
A Kendra ni se le había ocurrido desobedecer. Se acercó consciente de sí misma como nunca lo había estado. Sentía los pechos, habitualmente olvidados, densos y pesados bajo el vestido. Los muslos se rozaron y entre ambos surgió un calor incandescente.
Pero ese hechicero la miraba con autoridad y ella solo podía acercarse más.
–Qué ansiosa –murmuró él.
Kendra no lo había entendido. Las palabras no tenían ningún sentido, pero el sonido creció en su interior. Se sentía como un diminuto ser tembloroso, desesperado, que él pudiera sujetar en la palma de su mano…
Y lo hizo.
Él cerró una mano sobre su nuca y la acercó los últimos emocionantes centímetros hacia sí. Kendra descubrió sus propias manos sobre el torso del hombre y su calor pareció golpearla, aflojándole las rodillas.
–Muy bien –había dicho él–. Servirás.
Y había posado su boca sobre el cuello de Kendra.
Que murió.
No había otra explicación para lo que sucedió. Esa boca contra su piel, seduciendo, saboreando. Sintió su propia boca abrirse como en un silencioso grito y echó la cabeza hacia atrás en una deliciosa y delirante rendición.
La mano que sujetaba su nuca se deslizó hasta sus caderas, apretándola más contra él.
Era demasiado. A lo lejos se oía la fiesta, la risa y el entrechocar de copas, pero ella ardía.
Sintió las manos del hombre, volcánicas, imposibles, bajo su vestido.
No le gustaba recordar nada de aquello. Habían pasado tres años, pero parecían unos segundos. Lo sentía todo como si estuviera sucediendo de nuevo allí, sobre Manhattan, con sus manos apoyadas contra el cristal, lo único que le impedía saltar al vacío.
La caída parecía poca cosa comparada con Balthazar Skalas en un cenador oscuro una noche de verano.
Había abierto la boca, en esa ocasión para detener la locura, o eso se dijo a sí misma, aunque nada surgió de ella. La boca de él siguió jugueteando con su piel, incendiando su clavícula y chupando delicadamente el pulso en la base del cuello.
Y mientras tanto, la enorme mano se deslizó con decisión por el interior de un muslo hasta el borde de las braguitas. Antes de que ella pudiera protestar, o animarlo, él la acarició por debajo.
Kendra siempre se había considerado dueña de sí misma, gracias a haberse criado como si fuera hija única. Siempre acompañada de adultos. De la que siempre se esperaba que se comportara como si fuera mucho mayor. Sus amigos del internado y la universidad permitían que su impetuosidad los condujera por caminos dudosos, pero Kendra no. Jamás.
Pero esa noche nada de eso había importado.
Porque Balthazar se había abierto paso con caricias hasta su calor y Kendra… desapareció.