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Después de leer Inadaptados sentirás la necesidad de cuestionarlo todo, de no tragar entero, de debatir, de formarte una idea propia de la realidad en diferentes aspectos de la vida, y de construir una postura sobre ella. En este crítico, pero inspirador viaje, con paradas en el sueño americano, la guerra, algunas verdades escondidas de África y una historia latina de esas que estremecen, entre muchas otras, Juan Díaz (PlanetaJuan) nos hará reflexionar sobre la falsa idea que nos venden del mundo, el éxito, el romanticismo, la felicidad, el turismo y la búsqueda del propósito. Este libro, entonces, reúne un texto de análisis a la sociedad, a la cultura y a las raíces, narrado por un personaje, quien nos revela que ser un "Inadaptado" es la mejor cachetada a la parodia que nos vende el sistema.
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Seitenzahl: 271
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© 2023, Juan Díaz
© 2023, Sin Fronteras Grupo Editorial
ISBN: 978-628-7667-17-4
Coordinador editorial:
Mauricio Duque Molano
Edición:
Juana Restrepo Díaz
Diseño y diagramación:
Paula Andrea Gutiérrez R.
Imágenes:
Archivo personal del autor.
Impreso en Colombia, octubre de 2023
Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado (impresión, fotocopia, etc.), sin el permiso previo del editor.
Sin Fronteras Grupo Editorial apoya la protección del copyright.
Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Para mi hermano, el argentino,a quien le debo todo lo que sé sobrehumildad y perdón.
Así como mi abuela siempre me decía «De eso tan bueno no dan tanto», cada vez que le ofrezcan algo que parece muy bueno mantenga la calma y no coma entero. Siempre anduve entonces por el mundo con mirada sospechosa, sobre todo por aquellos quienes viven con una gran sonrisa asegurando a gritos lo linda que es la vida. Ahí hay algo que no me cuadra: la vida perfecta, el viaje de los sueños, la foto encima de un camello en las pirámides de Egipto para llegar a chicanear a la oficina, la maleta llena y el corazón vacío.
Nunca entendí tampoco por qué toca sonreír en las fotos. ¿Quién dijo que la forma más idónea de inmortalizar los momentos era con una gran sonrisa estampada en el rostro? ¿Por qué nos obligan desde niños a fingir?
Por eso nunca me creo el cuento, porque aprendí de niño que el mundo no es como lo pintan, pero poco me imaginaba yo que, llegando a la vida adulta, iba a entender la magnitud de lo que esto significa.
Soy un ciudadano de a pie que se fue hasta Rusia en chancletas. Cuando llegué a uno de los pueblos más alejados de la tierra de La Perestroika me entrevistaron en un noticiero local, ya que nunca habían visto un turista en esa ciudad y menos latino. Durante la entrevista hicieron un primer plano de mis chancletas. Por allá en ese frío pueblo ruso creerán que todos los colombianos andamos en chancletas por ahí y esa distorsión de la realidad, en tierras tan lejanas, son el tipo de pendejadas que me hacen feliz.
Soy un irresponsable que dejó su trabajo de ingeniero estable para irse a ver gorilas en África, para pasar la noche encima de un tren de carga atravesando gran parte del desierto del Sáhara, para atravesar todo Canadá por carretera conociendo sus diez provincias, para ir a ver una casita de palo de un pescador en Nueva Venecia en la Ciénaga grande de Santa Marta, para ir a comer cuy con una familia quechua en las montañas de perú, para salir por las calles bogotanas a buscar a mi desaparecido padre con una vieja fotografía de él y así entender, una vez más, que no, que el verraco mundo no es como lo pintan.
Y es que yo no puedo quedarme con las ganas cuando el deseo de cometer lo que otros llaman “una locura” suena bastante cuerdo para mí. Así muchos de nosotros, quienes tenemos la cabeza inundada de sueños, de cosas que queremos hacer, algo diferente, algo alternativo, para salir de la mortal rutina, cometemos el error de contarle nuestro sueño a alguien para que, en un segundo, y con tres palabras, nos diga: «Pfff, eso es imposible». De esta manera nos tumban nuestro castillo de naipes. Ahora nos sentimos ridículos por haber soñado lo que segundos atrás nos llenaba de emoción.
—Sí, tienes razón, en qué estaba pensando, perdón. Ya vuelvo a mis labores.
De niño me llamaban loco, mi familia y mis amigos, me decían que yo vivía como en otra galaxia, en otro planeta, el planeta de Juan... y tenían razón.Por eso, y para ser coherente con mi locura, me fui con poco dinero y en contra de la corriente a vivir solo una nueva vida en Canadá. Es allí donde comienza la historia de la creación de mi canal de YouTube, llamado PlanetaJuan, el cual, a la fecha, tiene un poco más de 1.8 millones de suscriptores, de personas que sueñan, ríen y sufren conmigo, en cada paso que doy, con o sin chancletas.
Les doy la bienvenida, entonces, a PlanetaJuan, a mi historia y la de muchos otros inadaptados que, con locura, nos harán soñar que podemos lograr cosas imposibles.
Desde muy niño me di cuenta de que yo era un inadaptado: no encajaba tan fácilmente con los otros niños, no me reía cuando todos se reían por un chiste, el humor colectivo me parecía predecible y aburrido. Aún hoy en día me entretienen solo cosas que hasta pena me da admitir: nunca sentí emoción por los autos ni por el fútbol, pero sí sentía adrenalina al subirme a un árbol, o al techo de una casa, para ver a los otros niños jugar desde la altura, como un cuervo esperando, con paciencia, el momento de la cena o para disfrutar de mi soledad.
La palabra inadaptado está bastante satanizada. Si nos vamos por la lógica de la gramática, una persona inadaptada es alguien que no logró adaptarse a algo, sea a un círculo social, la escuela, el trabajo o la sociedad en general. Es justo ahí donde encuentro fascinación por las ironías de la vida, ya que gran parte de las cosas que conocemos han sido diseñadas por un grupo de personas años antes de que nosotros naciéramos. Venimos al mundo y ya todo funciona de cierta forma y, en un supuesto orden específico, el camino está trazado y solo hay que seguirlo en línea recta y, al que se descarrile un poco de la vía, lo llamamos ‘inadaptado’.Pero ¿quién se inventó esta forma de llevar la vida? ¿Quién fue el profeta que logró que todos vistiéramos de tonos modestos para que combinen con una corbata roja? ¿Quién, acaso, nos quiere juiciosos haciendo caso en fila india y sin hacer mucho ruido? ¿Por qué? ¿Cuál será el miedo de que la gente piense y actúe por sí sola? ¿De que la gente trace su propio camino? ¿Qué es eso tan importante que tienen que perder?
En la naturaleza el plan es muy sencillo: nacer, crecer, reproducirse y morir. Pero en la inmensidad de nuestro hermoso y jodido globo terráqueo, somos los únicos seres vivos para los cuales el plan varía tan solo un poco. Nacemos, vamos a la guardería porque nuestros padres no tienen tiempo para estar con nosotros, porque trabajan todo el día; cuando estamos en casa crecemos a veces con la familia o, a veces, con una señora a la que le pagan para echarnos un ojo encima, vamos al preescolar, luego a la primaria y al bachillerato, seguimos viendo a nuestros padres, a veces por las noches y algunos fines de semana, (claro, los que tienen la fortuna o no de contar con papá y mamá al tiempo); entramos a la universidad y estudiamos lo que toque, lo que dé trabajo para no morir de hambre, es decir, nada que tenga que ver con artes. De ahí muchos nos graduamos de ingeniería, luego de la universidad nos espera la especialización, la maestría, el doctorado y, ojalá, alguno sea por fuera del país y en otro idioma. Ya tenemos más de treinta y cinco años, con una deuda impagable en el banco y esperamos que, por fin, estemos listos para conseguir algún trabajo por encima del salario mínimo. Luego nos sentamos en una silla por los próximos cuarenta años haciendo algo que no nos gusta. En el camino nos reproducimos para traer a este mundo un par de inocentes criaturas, solo para hacerles pasar por lo mismo que nosotros, aún ni entendemos la vida y ya estamos creando más vidas, unas veces por amor y otras por venganza: «Yo no voy a sufrir solo, no señor, necesito que alguien cuide de mis achaques al envejecer». Nos casamos una, dos y a la tercera nos damos cuenta de que nunca entendimos para qué lo hicimos la primera. Ahorramos una mínima parte del salario, mes a mes, porque lo demás se lo lleva una hipoteca que paga una casa donde nunca estamos, un carro que solo lo usamos para ir a trabajar y así poder pagarlo, unas vacaciones solo para que los colegas de la oficina vean una foto mía en la playa, a ver si por fin gano esa absurda aprobación social de un grupo de personas que ni siquiera irán a mi funeral.
La ridícula presión de ser alguien ‘cool’, y todo esto solo por el gran final, uno de los pocos momentos heroicos del ser humano, la pensión, la tan anhelada pensión que solo les llega a unos pocos, el momento de por fin ser libres, justo a la edad cuando la brisa más ligera nos puede dejar en estado de coma, el momento donde ya no le servimos al sistema y tenemos todo el tiempo del mundo para hacer lo que queramos, pero no la salud para lograrlo.
Y si no sigues esta trayectoria, ¡eres un inadaptado!
Adaptarse al recorrido previamente diseñado no está tampoco mal del todo, para nada mal. Siempre sentí envidia por aquellos personajes de fácil reír, así como también sentí envidia por aquellos que amaban su trabajo. Desde afuera se veía todo más simple, ya está creada la pista y solo debes seguirla con todo lo malo y todo lo bueno que esta ofrece. Los inadaptados como yo la tenemos un poco más dura, porque tenemos que comenzar a tejer desde cero un camino con hilos invisibles, en contra de los prejuicios, de los miedos y las inseguridades. En mi caso personal, crear mi propio camino era una cuestión de vida o muerte.
En este libro encontrarán varias historias de inadaptados, algunas de esas historias con final feliz, no del tipo de final feliz que se están imaginando, algunas con finales tristes, tal cual como se lo están imaginando. Algunas peligrosas y otras llenas de motivación por parte de personajes que han logrado limpiar el nombre de la palabra ‘inadaptado’ para que más de uno aquí caiga en la cuenta de que, al final del camino, el mundo necesita más inadaptados, más personas que piensen y hagan las cosas diferente, más personas que no le tengan miedo al instinto y que, en contra de toda posibilidad, logren escuchar su corazón en la búsqueda de un camino que lleve a la felicidad.
En estas páginas encontrarán la motivación que necesitamos para dejar de soñar en vano, para dejar de pensar que lo mejor de la vida solo les pasa a otros, mientras vemos nuestro tiempo correr a toda velocidad sentados en la banca de suplentes. Les contaré cómo los pensamientos más inusuales son los únicos que al final sí tenían sentido y de lo mucho que estamos dejando pasar en nuestra vida por la vergüenza o por miedo de ser un simple, pero feliz inadaptado.Encontrarán historias de cómo nosotros, los que no pertenecemos a ningún sitio, vamos por la vida desmintiendo, en carne propia, la imagen del mundo que desde chicos nos están vendiendo hasta en la cajita de cereal. Un mundo que solo existe por estrategia, donde nos ofrecen recompensas a cambio de sacrificios, como si el tiempo y la piel fueran eternos.Trataré de mostrarles nuestra propia incoherencia desde la base, desde los hogares latinoamericanos de los cincuentas, donde traer hijos al mundo era un deporte y ni siquiera uno extremo. Aquí les propongo enfrentar nuestros miedos más profundos, cacheteando a ese niño interno a ver si despierta de una vez y pega un grito para darse cuenta de que está vivo. Nos haremos las preguntas importantes, las que duelen y dan miedo, será bastante liberador.Yo sé que muchas veces queremos dejarlo todo tirado y salir corriendo detrás de una idea romántica de comernos al mundo de un mordisco o solo porque vimos la película Comer, rezar, amar, y creemos que renunciando a nuestro trabajo y gastando nuestros ahorros en viajar a la India nos va a pasar lo mismo que a Julia Roberts. Yo entiendo que la vida pesa y seguir tantas reglas es muy abrumador, pero antes de tirar la toalla o decirle un par de verdades a su jefe en la cara, aquí les dejo esta guía práctica para llevar la anarquía con elegancia y discreción, para que al final de estas páginas ustedes mismos decidan qué tipo de inadaptado en verdad quieren ser...
Un viaje no convencional comienza desde la infancia, inclusive desde el vientre materno; y yo no estoy aquí para buscar excusas ni para jugar el papel de víctima, diciendo que es gracias a que mi padre me apuntó con un revólver cuando yo tenía dos años de edad que pienso diferente, actúo y siento distinto; no. Tampoco es gracias a que durante una de sus borracheras, mi padre entrara a mi cuarto para romper todos mis juguetes con un machete sin dar explicación alguna, no. No es con mi historia de haber escapado con mi madre a una red de trata de personas que vengo a pedir compasión en estas páginas, no la necesito. Pero si, tal vez, todos estos eventos, y muchos más, forjaron el carácter necesario en mí para perderle miedo al mundo, para verlo sin máscara y entender sus diversas realidades; tal vez por todo lo vivido he aprendido a no dejarme deslumbrar con palabrería barata ni paisajes ficticios para atrapar turistas, tal vez por eso veo al mundo de la forma tan maravillosa que lo veo, sin maquillaje, crudo, real y hermoso. He coleccionado un par de historias que les harán entender a lo que me refiero, a ver el mundo desde una perspectiva verdadera, sin filtros ni mentiras.
Esta aventura comienza en la siguiente página.
Así como la gran mayoría de nosotros, yo no pedí que me trajeran a este mundo y acá estoy, viviendo una experiencia que pocos logran entender. Y así como ninguno de nosotros escogió estar aquí, mucho menos escogimos quién nos iba a traer. Es justo ahí donde esto se pone interesante...
En algunas ocasiones la mezcla entre dos desconocidos sorpresivamente sale bien; hay familias que son entretenidas solo de ver lo bien que funcionan: familias perfectas, como de comercial de televisión gringa de los ochentas, de película, de esas que tapan a sus hijos con la cobija, les dan el beso de buenas noches y les dicen «Te quiero, hijo» antes de dormir, mientras un golden retriever de rubia y abundante melena se acuesta viendo a un joven dormir, vigilando que todo esté bien, protector, desde su colchoneta cómoda y redonda en el piso junto a la cama, como en Hollywood.
Todo es paz, todo suena muy bonito, pero ¿será que en estos hogares que parecen perfectos la cosa siempre es así o no nos están ocultando algo? La síntesis de la vida misma necesita un poco de entropía. Verán, más allá de la belleza, para mí la vida es la unión de varias ironías juntas y mutuamente incluyentes, analicemos la siguiente situación:
Yo nací en Ciudad de Panamá, soy de madre colombiana y padre argentino, y para confundir aún más mi problema de identidad, vivo en Canadá hace más de diez años. Cuando me preguntan de dónde soy la respuesta va a variar. ¿Cómo fue que terminé en esta encrucijada de identidad? Pues como todas las grandes tragedias de la historia de la humanidad, todo comenzó con una historia de amor.
A muy temprana edad, mi abuelo conoció a la que sería su compañera de vida por toda la eternidad, su primer amor y única mujer. Un matrimonio de esos de antaño, de los que sí duraban hasta que la muerte los separe. Así es amigos, esos matrimonios existían antes. Caminando por las calles del centro de Bogotá, mi abuelo se dirigía a la farmacia para colocarse una inyección, sin tanto protocolo ni fórmulas médicas.
El señor Díaz ingresó al consultorio a donde le iban a poner dicha inyección, pero no lo hizo como cualquier tipo, no. El señor Díaz caminó con ese garbo característico del típico rolo de los cincuenta, porque él creció en una Bogotá elegante, una Bogotá de buen vestir, una Bogotá de señores de traje, gabardina y sombrero. Una ciudad de palabras extraordinarias como ‘caray’, ‘carachas’ o ‘chirriado’.
Cuando el señor Díaz entró al consultorio, se encontró, cara a cara, con una hermosa joven enfermera quien lo atendería. «Siga señor, recuéstese en la camilla mientras preparo la inyección». Mi abuelo se enfrentaba en ese justo momento a un ataque de kriptonita, su más grande y tal vez única debilidad: la sonrisa de una guapa mujer. Si algo hacía bien el abuelo era coquetear. En el caso del encuentro con esta bella mujer en la farmacia, mi abuelo tenía una ventaja y es que lo primero que conocería ella de él serían sus nalgas. Es así, más o menos, que mi abuelita cuenta la historia de cómo conoció al abuelo:
«Pues cómo no me iba a enamorar de él a primera vista si lo primero que me mostró fueron las nalgas», cuenta ella aún hoy con exquisita picardía.
Días después tuvieron su primera cita. El hecho de que mi abuelo entrara en aquella farmacia cambiaría para siempre la vida de mi abuela, una joven nacida en una finca de San Francisco, Cundinamarca, la segunda de menor a mayor de quince hijos, que se fue a la gran ciudad para ponerle inyecciones en las nalgas a los bogotanos.
Así comenzaron el señor Díaz y la señora Bohórquez una relación en la que ocurrieron una serie de eventos que llevaría a que, varias generaciones más tarde, esté yo escribiendo las páginas de este libro mientras voy sentado en un avión desde Fukuoka hacia Hong Kong.
Mis abuelos, contrario al título de este libro, fueron toda la vida sujetos muy bien adaptados, supongo que, en gran parte, debido a la falta de opciones. La vida era más simple en aquel entonces, no había redes sociales que nos mostraran lo increíble que es la vida de otros a excepción de la nuestra. Hoy es muy fácil creer que podemos elegir, y sí, claro que podemos, en algunas ocasiones, pero en la gran mayoría de los casos, tantas opciones generan frustración, ansiedad y falta de seguridad.
Luego de un par de citas y caminatas largas por la carrera Séptima, comiendo helado sin miedo a que pasara un desgraciado a robarles un celular (que en ese tiempo ni siquiera existían), los abuelos se casaron y, de esta forma, se abrieron las puertas de la fábrica número uno de las familias latinoamericanas de antaño: la fábrica de hacer bebés. Así es como mi abuela dio a luz a cinco hermosas e inofensivas criaturas, una tras de otra, todas mujeres. La primera de ellas, mi señora madre. Mi abuela siempre cuenta estas historias con ternura. A sus cinco hijas las llama su ‘ramillete de cinco flores’, tanto así que a una de ellas le puso el nombre de Margarita. Era entretenido escuchar las historias de la abuela, como cuando compraba tela para hacerles vestidos a las cinco porque comprar ropa era caro y no había plata para tanto lujo. La abuela compraba tela roja y así las cinco quedaban de rojo, cuando compraba tela amarilla, las cinco quedaban de amarillo.
Desde el nacimiento de la primera hija, el señor Díaz consiguió un trabajo estable como contador de una gran cadena extranjera de centros de comercio que hoy en día ya no existe, o por lo menos no en Bogotá, llamada Sears. El ideal de ese entonces era tener familia, hijos y conseguir un empleo estable para mantenerlos. Mi abuela, mientras tanto, renunció al oficio de la enfermería para dedicarse a un trabajo altamente demandante, el trabajo del hogar, aunque nunca dejó de lado sus conocimientos de enfermería. No hay un solo miembro de mi familia que no se haya hecho pinchar, por lo menos una vez, con una jeringa por la abuela.
Al crecer, el ramillete de cinco maduró en cinco bellas jovencitas y, como el viejo trabajaba todo el día, las visitas de sus novios se hacían en la casa, bajo el consentimiento y supervisión de su mamá. Claro, a escondidas del señor Díaz. Mientras tres parejas estaban en la sala de la casa hablando y jugando cartas o pasando el rato, otras dos parejas servían de vigilantes para detectar la llegada del señor Díaz a casa. Si esto ocurría los novios saltaban por la ventana a escondidas para salir corriendo, como quien quiere salvar su vida.
Mi madre era una muy bella joven de ojos verdes y pelo negro, además fue la primera en ingresar al colegio. Un día le dio por subirle el ruedo a su falda del uniforme, tal vez para sentirse más bella. A su padre eso no le gustó y el castigo fue monumental, con correazos bajo una ducha de agua fría.
Mi madre se llevó la peor tajada de ese abuelo violento como ninguna otra persona sobre la faz de la Tierra, por el solo hecho de cometer el desafiante error de ser la hija mayor, con la que un padre aprende a cometer errores. Pasaron los años y, poco a poco, las cinco hijas del señor Díaz entraron a la universidad. Mi mamá a estudiar psicología, en su inconsciente búsqueda de encontrar las herramientas para curar su corazón y su hermana, Margarita, a estudiar contabilidad. Margarita siempre la tuvo clara desde muy niña, ella quería estudiar una carrera que tuviera buen futuro laboral para garantizarse una vida estable y así poder tener una familia con la cual disfrutar de sus días de pensión, una fórmula que a ella le funcionó muy bien años más tarde. Pero la misma fórmula no aplica para todos, así en nuestra casa nos digan lo contrario, como yo, por ejemplo, que estudié ingeniería, dándole prioridad al resultado de una ecuación diferencial sobre mi propia salud mental.
Las familias se crean por razones distintas y en algunas ocasiones en nombre del amor, en búsqueda del camino hacia la felicidad, pero no siempre ese es el caso.
—En la universidad hay un profe que me tira los perros, pero a mí no me gusta, está muy cucho para mí, pero si quiere se lo presentó —le dijo una de sus hermanas a mi mamá.
Mi mamá accedió a conocer a este misterioso sujeto de traje y sombrero que fumaba pipa, profesor de contabilidad en la universidad a la que asistía su hermana. El profesor, al ver a mi madre, le echó el ojo encima y, por supuesto, el tipo dominaba muy bien el arte de la conquista: hablaba de temas muy interesantes y todos en la casa, incluyendo los abuelos, lo encontraban como muy buen partido para mi mamá, excepto mi mamá. Ella fue tal vez la primera inadaptada de mi familia, la primera revolucionaría que no quería seguir el camino diseñado ni el consejo de sus padres...
—El profesor es un buen partido, hija —le decía el abuelo.
Ella no quería saber nada de eso, aunque llevar la contraria a su padre significaba cargar en su piel un par de latigazos más. Pero el tiempo no estaba a su favor y su urgencia por encontrar la independencia la llevó a contemplar otras alternativas antes de terminar con el profesor. En ese momento conoció a un joven cantante de salsa de su edad, un hombre de piel morena nacido en Quibdó, capital del Chocó. Este personaje tenía una gran sonrisa y mucha energía en sus caderas al bailar. Mi madre se dejó deslumbrar por lo que para un niño debería ser normal: conocer a otro niño de su edad. Así inició ella una relación de ‘loca juventud’ con este joven cantante, quien años después sería muy reconocido en la radio como Jairo Varela, y su grupo, el grupo Niche.Luego de un par de meses conociendo la vida nocturna de los rumbeaderos underground de salsa en Bogotá, mi mamá comenzó a sentir que esa vida no la sacaría de su necesidad, entró en pánico, tomó el teléfono y realizó una de las primeras llamadas que marcaría su vida para siempre:
—¿Puedes venir a recogerme? —le dijo mi mamá al profesor—. Este ambiente está muy pesado.
—Claro, dime dónde estás y ya paso por ti.
Mi mamá sintió con el profesor lo que nunca había sentido antes, seguridad. Esa seguridad que su propio padre intentaba darle, pero en la que el miedo hacia él era superior. En cambio con el profe era pura y genuina seguridad, sin esperar nada a cambio. O por lo menos así lo creía mi mamá.
El sueño de todo padre de los años cincuenta, sesenta o setenta: tener muchos hijos para luego verlos casarse a todos. El señor Díaz estaba muy contento de que su hija mayor saliera de la casa vestida de blanco y la entregó como si fuera una muñequita en las manos de un señor casi que contemporáneo a él.—Aquí le entrego a mi hija, me la cuida como si fuera suya —dijo mi abuelo.
—La cuidaré hasta el último de mis días —prometió el profesor.
Una promesa se cumplió, ya que mi mamá no volvió a recibir golpes nunca más en su vida. Sin embargo, el profesor tenía un secreto muy bien guardado, que años más adelante sería imposible seguir escondiendo por la naturaleza del mismo.
El profesor era un tipo muy distinguido y reconocido por la alta sociedad capitalina. Todo por fuera de la casa era perfecto, pero una vez estaban solos, en su nuevo hogar, mi madre y su reciente esposo, el ambiente se respiraba distinto, nunca con faltas de respeto ni agresividad, pero sí con un sutil trato de indiferencia. A mi mamá le faltaba experiencia y en ese momento le sobraba comodidad. Unos meses más tarde mi mamá quedó en embarazo.
La primera hija de mi madre, mi hermana mayor, nació en esta casa perfecta, con una familia que ante la opinión pública también era ideal. Justo desde el momento de su nacimiento todo cambió. El secreto del profesor, padre de mi hermana, vería la luz cada día más, pues él dejaría de esconderse en el clóset, para salir de este, literalmente.
—Se comporta muy raro, ya casi ni me habla, mucho menos me toca, es como si yo en la casa no existiera, no sé qué le pasa. También me parece raro que tenga tantos amigos adolescentes que vienen a visitarlo a la casa, ¿serán alumnos de sus clases? —le decía mi mamá a su padre.
—Dejame hablar con él —respondió el señor Díaz.
Mi abuelo llegó a la universidad y sin vacilar subió las escaleras en dirección de la oficina del profesor y golpeó la puerta, de frente y sin avisar. El señor Díaz era fiel a su instinto escorpiano, que lo llevaría a tener varios problemas más adelante en su vida, al igual que a ganar algunas batallas por desconfiado. Su instinto cuando vio la expresión de sorpresa del profesor al abrir la puerta le indicó que algo estaba mal: «Algo hay aquí fuera de lo normal», pensó el abuelo. El profesor estaba muy acelerado, entre amable, pero cortante, y no dejaba de hablar sobre cualquier cosa con tal de rellenar evidentes espacios de silencio que lo delataban. La manía de tener ‘amigos’ adolescentes del profesor se volvió cada día más evidente. En ese momento el matrimonio carecía de sentido. Luego de hablar con el profesor arreglaron cómo sería el tema de la separación: el profesor le dejó la casa donde vivían, «Quédate aquí, pero te encargas de pagar el alquiler», le dijo el profesor a mi mamá. Así fue como ella se dio cuenta de que la casa no era propia, sino alquilada. Todo fluyó en buenos términos por medio de diálogos muy civilizados, inclusive el profesor se ofreció a hacerse responsable no solo financieramente, sino de todos los demás aspectos posibles, que garantizaran la estabilidad de su hija, mientras mi madre terminaba sus estudios para lo cual, sin tener idea de lo que estaba ocurriendo, mi madre aceptó firmar un acuerdo del que, un tiempo más adelante, descubriría que en realidad lo que había firmado era la sesión de la custodia de su propia niña, quien apenas cumplía un año de edad. Una realidad que la golpeó de frente en un tribunal de justicia, cuando, sin lograrlo, intentó recuperarla. Ante el juez no había nada qué hacer: el papel estaba firmado y lo único que se escuchó ese día en el juzgado fue el grito de desespero que quebraría en llanto a mi madre, al enterarse de que, en contra de su voluntad, por confiada e inocente, le acababan de arrebatar a su hija de las manos. Así fue como mi hermana creció con su papá.
Nunca sabremos lo que escondía el profesor, en verdad, en su corazón, por lo menos no de su propia boca. Muchas personas que lo rodeaban sufrieron las consecuencias de su doble vida, empezando por mi madre, pero sobre todo por su hija, una bella princesa amazónica de piel morena, pelo y ojos negros, que desde el inicio de su vida confrontó las realidades que su padre nunca logró explicar; fiestas homosexuales con varios jovencitos a la vez en su propia casa mientras que mi hermana, sola, trataba de entender la vida desde su habitación.
La palabra inadaptado no tiene buena fama, porque después de leer el texto que describe las andanzas del profesor la mayoría de las personas podrían llamarlo de esa forma. Yo, sin embargo, no lo veo como un inadaptado, sino como una persona que pudo haber tenido una vida libre y decidió no hacerlo, porque intentó, por todos los medios, demostrarle a la sociedad que él sí encajaba, por medio de la imagen de una figura familiar estable para ser aceptado dentro de su círculo social. Si el profesor hubiera decidido vivir defendiendo su verdad hubiera sido libre. Así tal vez el profesor, para mí, hubiera sido y con la frente en alto, un increíble inadaptado. Y tal vez no se hubiera hecho tanto daño a sí mismo y a los demás.
Mi abuelo pudo haber sido un tipo muy duro en cuanto a sus métodos de crianza, la mayoría de las veces bastante inexpresivo a la hora de demostrar sus emociones. Rara vez se lo escuchó un «Te quiero», y menos un «Te amo». Era un tipo serio, frío y que inspiraba una mezcla contundente de temor con respeto, pero lo que tenía a su favor es que el abuelo era firme con los suyos. A él lo buscaban cuando alguna de sus hijas tenía un problema, porque sabían que, a pesar de todo, él era incondicional. Mi abuelo fue un pilar emocional muy importante a la hora de la pérdida legal de la hija de mi mamá.
Mi joven y recién divorciada madre recibió mucho apoyo por parte del señor Díaz, ya que a sus tiernos diecinueve años, mi mamá ya había experimentado varios altibajos en su travesía hacia la vida adulta. Mi abuelo la ayudó en algunos de sus múltiples intentos por recuperar a su hija, pero ante la ley, y con la custodia firmada, no había mucho que pudiera hacerse. Ella vivía ahora sola en una casa grande y cómoda, por lo cual decido alquilar sus habitaciones a algunos estudiantes que compartían clases con ella en la universidad. De esta forma sus nuevas inquilinas pagaban el alquiler de la casa casi por completo, mientras ella se concentraba en tratar de terminar sus estudios en psicología.
Pasaron los meses y la aceptación de su nueva realidad se convirtió en rutina, así mismo también se volvió cotidiana la escasez de la moneda, lo que pagaban las chicas por la renta alcanzaba justo para pagar los gastos de la casa y, sin un título universitario, la preocupación económica ocupaba la mente de mi madre gran parte de su día a día. Ella comenzó a buscar trabajo de psicóloga sin graduarse entre amigos y familiares, utilizando el viejo truco del voz a voz. Fue esa misma constancia la que llevó a mi madre a preguntarle a cada uno de sus contactos sobre posibilidades laborales, a lo que su tía, la hermana de mi abuelo, le respondió: