Infidelidad - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Infidelidad E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Infidelidad es un cuento corto de Emilia Pardo Bazán que aborda desde su postura naturalista y feminista las relaciones amorosas. Emilia Pardo Bazán es una escritora española nacida en La Coruña en 1851 y fallecida en Madrid en 1921. De ascendencia noble, se la considera una de las escritoras pioneras de las letras españolas y precursora de la lucha de los derechos de las mujeres en la España de su época. Entre su dilatada obra se cuenta la primera novela naturalista española, La Tribuna, amén de artículos periodísticos, ensayos y libros de viajes.

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Seitenzahl: 158

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

Infidelidad

 

Saga

Infidelidad

 

Copyright © 1902, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685480

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

INFIDELIDAD

Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:

-Aquí, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelísima, y si hoy soy tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.

-¡Capricho tú! -repitió Isabel atónita.

-Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos enseñan y nos depuran el alma.

Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:

"Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscas muertas! Buenas cosas habrás hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que creamos en tu conversión."

Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica, volvióse la amiga todo oídos... Las primeras frases de Claudia fueron alarmantes.

-Cuando sucedió estaba yo soltera todavía... La inocencia no siempre nos escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis años ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha sufrido...

La fisonomía de Claudia expresó, al decir así, tanta tristeza, que Isabel vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:

"Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero por lo visto has madrugado tú... Pues por mí, absolución sin penitencia, hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!"

En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba los brillantes ojos, velados por una humareda oscura, profundamente melancólica.

-Dieciséis años. Era mi edad..., y había un ser a quien entonces quería acaso más que a ninguno. Todos los momentos de que podía disponer los dedicaba a acariciarle, a hacerle demostraciones de ternura, que él pagaba con otras mil voces más apasionadas y alegres...

-¡Claudia! -exclamó Isabel con pudibundo mohín.

-Isabel... -repuso ésta-, tranquilízate, y que no te parezca cómica la revelación... ¡Si vieses qué lejos de mí está el tomar a broma este episodio! ¡Ojalá pudiese! El ser querido era un perro...

-¡Ah! -gritó Isabel, que no pecaba de necia-. Debí figurármelo... Sólo un perro justifica el lirismo con que te expresabas... Sólo el corazón del perro encierra lealtad, sinceridad y nobleza bastante para satisfacer a una soñadora como tú...

-Y ahí está la razón de mis remordimientos... -afirmó seriamente Claudia-. Si yo hubiese vendido a un ser capaz de venderme..., mi conciencia estaría casi tranquila. Habría arriesgado algo, me habría expuesto a represalias..., mientras que así...

-Comprendo, comprendo -balbuceó Isabel, conmovida a pesar suyo.

-A pesar del tiempo transcurrido, aún me persiguen los recuerdos de mi maldad... Los años nos hacen más blandos de corazón. La juventud ve delante de sí tantas esperanzas, que no quiere mirar al dolor ni apiadarse del daño que aturdidamente ocasiona... Mi error no tuvo disculpa, ni siquiera la del buen gusto. Ivanhoe, mi primer favorito, era un perrazo magnífico, un terranova de pelo ensortijado y negrísimo, como denso tapiz de astracán. De cabeza noble e inteligente, el mirar de sus grandes ojos de venturina destellaba una bondad ideal. ¡Decía un mundo de cosas! Cuando venía a descansar la cabezota en mi regazo y fijaba en mis pupilas las suyas magnéticas, yo leía en ellas la resolución de morir por mí, si fuera preciso.

La sombra de un peligro, la entrada de una persona desconocida, contraían con repentina ferocidad el hocico de Ivanhoe, que enseñaba sus blancos dientes amenazándolos, gruñendo sordamente. De día me seguía paso a paso; de noche dormía travesado en el umbral de mi puerta. Mi pureza no necesitaba otro guardián, y mis padres acostumbraban a decir que con Ivanhoe iba yo más defendida que con tres criados.

En esto sucedió que vino de París mi tía la de Bellver, y me trajo un regalo carísimo. Empezaban a ponerse de moda los grifones, y dentro del manguito me presentó uno, diminuto hasta la ridiculez y feo hasta la sublimidad: "una delicia", voz unánime de cuantos lo admiraron en la tertulia. Un matorral de pelo gris sucio se cruzaba y confundía en la cara del animalejo, escondiendo sus ojos desproporcionados, parecidos a enormes cuentas de azabache y descubriendo sólo la nariz, trufita húmeda reluciente y donosa hasta la caricatura. Clown -así se llamaba el bichejo- fue nuestro juguete, frágil, original y envidiado porque no se conocía otro en Madrid; y la miseria de mi vanidad me incitó a consagrar a Clown exclusivamente todos mis halagos, a no separarlo de mí, a adoptarle por favorito, olvidando enteramente a Ivanhoe. Es más: llegué a expulsar a Ivanhoe de mi presencia y de mi cuarto, porque asustaba al grifón, el cual, muy tembleque, como todos los perros chiquitines, se convertía en azogado al ver al colosal terranova. Me entregué sin reparo al nuevo cariño, y si no le encargué a Clown un trousseau lujosísimo de sedas, encajes y plumas (ya sabes que esto se hace hoy, como que existen modistas especiales y hasta figurines para perros), al menos me dediqué a lavarlo, peinarlo, perfumarlo y atusarlo, y le construí un collarín precioso de perlitas, sacrificando mi mejor brazalete para los pasadores de diamantes. Mis amigas rabiaban por no tener otro Clown. Yo lo sacaba en carruaje, en el manguito o en el rincón de mi chaqueta, entre el brazo y el seno; y al lucir tan gracioso dije viviente, al ostentarlo como una niña ostenta una muñeca más cara que todas, me pavoneaba y me hinchaba de orgullo, sin pensar ni un instante en el olvidado...

El olvidado había procedido con la mayor dignidad, con la delicadeza más absoluta. Bastaríale mover una pataza para aplastar al rival intruso; pero se desdeñó hasta de ladrarle: tan mezquino enemigo no merecía los honores del ataque y de la protesta. Si se hubiese tratado de un perrazo..., ya Ivanhoe disputaría mi ternura a dentelladas. Ante aquel ser exiguo, Ivanhoe comprendió que no le tocaba descender a ningún extremo celoso. Se abatió, encogió la cola, agachó la cabeza y, resignadamente, descendió a la cuadra, donde los cocheros se encargaron de cuidarlo.

-Ese perro era "un caballero" -interrumpió Isabel.

-Y yo..., "¡una infame!" -declaró amargamente Claudia-. Ivanhoe, solo, enfermo, abandonado entre gente grosera y estúpida... No me enteré sino cuando no había remedio... "Tiene la rabia mansa -me dijeron-, y aunque no hace daño ni muerde, habrá que pegarle un tiro". Sentí un golpe repentino en el corazón. Me escapé, me escurrí furtivamente hasta la cuadra, y me acerqué al montón de paja maloliente en que yacía tendido Ivanhoe. A mi voz entreabrió las pupilas y meneó débilmente la cola, como diciendo: "Gracias, soy tu amigo, soy aquel mismo, a pesar de todo...". Habían notado mi escapatoria y me arrancaron de allí deshecha en llanto, ahogada por los sollozos, convulsa; me encerraron en mi habitación, y a la media hora oí en el patio dos detonaciones de arma de fuego...

Claudia calló y apretó en silencio, enérgicamente, la mano de Isabel. Después de una pausa dijo sonriendo:

-Ivanhoe me perdonó, porque en él no cabía otra cosa. ¡Quien no me ha perdonado ha sido el Destino..., el gran vengador! No me ha traído suerte la infidelidad... El que a hierro mata...

DE VIEJA RAZA

A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la "hornada" parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran "sospechosas", al decir del tribunal; "malas patriotas". ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora...!

Cinco mujeres iban en la carreta: dos hermanas solteronas, viejísimas, las que mayor resignación demostraban en el trance; una dama como de treinta años, esposa de un guerrillero, separada de él desde el mismo día de sus bodas, que no le había visto nunca más porque no podía sufrirle, y pagaba ahora el delito de llevar tal nombre; una viuda, la condesa de L'Hermine, y su hija Ivona, criatura de dieciocho años, de primaveral frescura y perfecta belleza. Bajo el gorrillo o cofia de blancos vuelos, el pelo suelto y rubio de la niña se escapaba formando aureola a la cara cubierta de mortal palidez, y en que las pupilas color de violeta y los cárdenos labios parecían toques de sombra sepulcral. Las manos, atadas atrás, temblaban, los dientes castañeteaban; doblábase desmayado el cuerpo.

Sin embargo, desde la mitad del camino, que era largo por encontrarse la prisión en las afueras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivona de L'Hermine, enderezándose, demostró inquietud nerviosa, delatora de una esperanza. Dos veces el oficial que mandaba la escolta de "azules" a caballo se había acercado a la carreta y murmurando al oído de Ivona algunas palabras, un cuchicheo. Tiñó el carmín las mejillas descoloridas de la doncella: no era el rubor de la modestia, ni el dulce sofoco de la pasión: no eran los sentimientos que en un alma joven despiertan las expresiones del amoroso rendimiento. Por más que el oficial fuese mozo y gallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figura. Otra cosa encendía su rostro: la vida, la mágica vida, la vida que no había saboreado y que iba a perder. Al casi paralizado corazón acudían de nuevo la sangre, y los ojos de violeta recobraban su luz. ¡No morir!

Instintivamente, desde que Ivona oyó la primera frase balbuceada por el oficial, trató de desviar el rostro, evitando el de su madre. Esta, en cambio, clavaba en Ivona los ojos, fijos, ardientes, interrogadores. Ya a la salida de la cárcel pudo notar la impresión producida en el oficial por la hermosura de Ivona. La condesa no tenía ideas políticas; no le importaba Luis XVII martirizado en el Temple; mal de su grado se veía envuelta por los sucesos; deber la vida a un republicano no le parecía humillante. Se la debería gustosísima, aceptaría la de su hija; pero... ¿y la honra?

Por espacio de largos años, recluida en su hacienda, lejos del mundo, sólo había atendido la condesa a educar a Ivona con máximas de honestidad y de recato, cultivándola entre blancuras de azucena, fortificándola por el ejemplo de la más casta viudez. La corrupción de la corte espantaba a la condesa, y hasta había momentos en que recordaba a Luis XV, justificaba la revolución y la consideraba castigo divino, merecido y necesario. La fe y el culto supersticioso de aquella mujer no eran la monarquía ni el antiguo régimen, sino la pureza, la religión del armiño que llevaba en su título nobiliario y en la empresa de su blasón. Y al observar cómo el oficial devoraba con la mirada a Ivona, al ver que deslizaba en su oído palabras que la reanimaban instantáneamente, pensó para sí: "Quiere salvarla. ¿A ella sola? ¿A qué precio?".

Increíble parece que una idea triunfe del horror que nos domina, al ver abierta la negra boca del no ser, las fauces de la eternidad. La condesa, en tan decisivos momentos, olvidando el miedo, sólo pensaba en Ivona ultrajada, mancillada, llevada por el oficial a su pabellón como una mujerzuela, después de que la hubiese arrebatado al patíbulo. Y no cabía duda: la niña aceptaba el trato: quizá su inocencia ignorase las condiciones; pero lo admitía: era vivir, era evitar el amargo trance. Mientras la indignación hervía en el alma de la madre, la hija volvía la cabeza para buscar con sus ojos, antes amortiguados, resplandecientes ahora, suplicantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que le dirigía una sonrisa tranquilizadora, de inteligencia... Y ya llegaban; todo iba a consumarse; la carreta empezaba a abrirse paso difícilmente por entre las oleadas de la multitud que llenaba la plaza, en cuyo centro, siniestra, y rígida silueta, se alzaba la guillotina, recogiendo un rayo de sol en su cuchilla de acero...

Al detenerse la carreta, los soldados, atentos a una orden del oficial, hicieron bajar a la condesa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadas dentro, aguardando su turno: rezando las viejas, la esposa del guerrillero renegando de su suerte y pidiendo compasión. La condesa advirtió que la llevaban a ella primero y que su hija quedaba como rezagada al pie de la escalera, medio perdida ya entre el gentío. El hielo del espanto, el estremecimiento que la vista del patíbulo había derramado en sus venas, provocando un sudor frío instantáneo, se convirtieron en una especie de furor silencioso, de desesperada vergüenza. Ya veía los dedos del oficial desordenando los rizos rubios de Ivona, y la imagen sensible, la representación de la afrenta era más cruel y más amarga que la del suplicio. "No lo conseguirán", decidió con resolución terrible. Acordóse de que por descuido o transigencia le habían dejado desatadas las manos. Como si quisiese confortarse el corazón, deslizó la mano por la abertura de su corpiño. Algo sacó oculto en el hueco de la mano. Y cuando el verdugo se acercó a sostenerla para que subiese los peldaños de la escalerilla, en rápida confidencia le dijo no se sabe qué, deslizándole en la diestra un puñado de oro. Se ignorará lo que dijo..., pero, por los resultados, se adivina.

Sucedió una cosa que al pronto no acertaron a explicarse los que presenciaban la escena tristísima, y en aquellos tiempos ya casi indiferente a fuerza de ser habitual. Y fue que el verdugo, retrocediendo, cogió brutalmente a la señorita de L'Hermine por el talle, por donde pudo, y en un segundo la empujó a la escalera, y a empellones la subió a la plataforma. La condesa la ayudaba, se hacía atrás, impulsaba también a su hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor de la ley. Hízose tan rápidamente la maniobra, y era tal el oleaje del pueblo, que rugía e insultaba, la confusión en que la escolta se había apelotonado, que cuando el oficial, atónito, se precipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la báscula, y la media luna se deslizaba mordiendo la garganta torneada, contraída por el espasmo del terror supremo, que ni gritar permite...

El verdugo agarró por los mechones largos y rubios la lívida cabeza de la niña, que destilaba sangre, y la presentó a los espectadores. Y la condesa de L'Hermine, al acercarse sin resistencia para recibir la misma muerte, pensaba con satisfacción heroica:

"¡Gracias que pude esconder en el pecho las monedas!"

BENITO DE PALERMO

Preguntáronle sus amigos al marqués de Bahama -riquísimo criollo conocido por su fausto, sus derroches y su aristocrática manía de defender la esclavitud- porqué singular capricho llevaba a su lado en el coche y sentaba a su mesa a cierto negrazo horrible, de lanuda testa y morros bestiales, y por contera siempre ebrio, siempre exhalando tufaradas de aguardiente, que no lograban encubrir el característico olorcillo de la Raza de Cam.

-Hay -le decían- negros graciosos, bien configurados, de dientes bonitos, de piel de ébano, de formas esculturales. Pero éste da grima. Más que negro es verde violeta; es una pesadilla.

Y el marqués, sonriendo, defendía a su negrazo con algunas frases de conmiseración indolente:

-¡Pobrecillo! ¡Qué diantre!... Yo soy así.

Al cabo en una alegre cena donde se calentaron las cabezas, merced a que se bebió más champaña y más manzanilla y más licores de lo ordinario, y lo ordinario no era poco; viendo yo al marqués animado, decidor -en plata, algo chispo-, aproveché la ocasión de repetir la pregunta. ¿Por qué Benito de Palermo -así se llamaba el negrazo- gozaba de tan extraordinarias franquicias? Y el marqués, a quien le relucían los hermosos ojos negros, de pupila ancha, contestó sonriendo y señalando a Benito, que yacía bajo la mesa, completamente beodo:

-Por borracho, cabal; por borracho.

No logré que entonces se explicase más, Parecióme tan rara la causa de privanza de Benito como la privanza misma. De allí a dos días, paseando juntos, recordé al marqués su extraña contestación y él, arrojando el magnífico "recorte" que chupaba distraídamente, murmuró con entonación perezosa:

-Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré lo que falta... Ahora se sabrá cómo si no es por la borrachera de Benito estoy yo muerto hace años, y de la muerte más horrorosa y cruel.