Inocencia sensual - Carol Marinelli - E-Book

Inocencia sensual E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

El implacable multimillonario Ethan Devereux sabía que la prensa seguía todos sus movimientos y, cuando descubrió que el resultado de la asombrosa noche que había compartido con la actriz Merida Cartwright era un embarazo, decidió moverse a toda prisa para controlar el escándalo. De la noche a la mañana, Merida consiguió el mejor papel de su carrera: el de la amante esposa de Ethan Devereux. Pero ella sabía que el auténtico reto sería fingir que no estaba locamente enamorada de él.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Carol Marinelli

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Inocencia sensual, n.º 2688 - marzo 2019

Título original: The Innocent’s Shock Pregnancy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total oparcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, ycualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios(comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por HarlequinEnterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la OficinaEspañola de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-504-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MERIDA! ¡Menos mal que has venido!

Reece no podía disimular su alivio al verla entrar en la elegante galería de arte de la Quinta Avenida. Una fina lluvia primaveral la había perseguido desde la estación de metro y, como había salido de su apartamento a toda prisa, Merida Cartwright no llevaba un paraguas. Sus largos rizos pelirrojos tenían un aspecto particularmente salvaje, pero habría tiempo para atusarlos antes de que él llegase, pensó.

Su sonrisa era tan radiante que nadie podría imaginar que aparecer en el último momento para enseñarle la galería a un cliente especial era lo último que quería hacer esa noche.

Aunque trabajaba como ayudante en la galería, Merida era actriz tres noches a la semana y, sobre todo, de corazón. Había ido a Nueva York desde Inglaterra decidida a triunfar en Broadway y se había dado un año para hacer realidad ese sueño.

Ahora, diez meses después, el tiempo y los ahorros empezaban a evaporarse. Necesitaba el dinero, aunque al día siguiente tenía una prueba importante y habría preferido estar preparándola en su estudio.

–Ningún problema, Reece –le dijo, sin dejar de sonreír.

–Estaba a punto de cerrar cuando llamó Helene.

–¿Helene?

–La ayudante de Ethan Devereux. Es desesperante que vaya a venir a la galería y yo no pueda a estar aquí para enseñársela.

–¿A qué hora sale tu vuelo?

–A las nueve. Y si quiero llegar a tiempo, tengo que irme ahora mismo. ¿Has leído el manual que te envié sobre los amuletos?

–Claro que sí –asintió Merida mientras desabrochaba su gabardina. De hecho, había sido ella quien colocó los amuletos en las vitrinas.

–Esto tiene que salir bien. Intenté convencer a Helene para que pospusiera la visita hasta que volviese de Egipto, pero al parecer él ha insistido en venir esta misma noche. Sería una locura decirle que no a Devereux. Una mala referencia de él y nos hundiríamos.

Merida frunció el ceño.

–¿En serio? ¿Quién es ese hombre?

Reece dejó escapar una carcajada de incredulidad.

–A veces olvido que eres inglesa y no has crecido recibiendo información detallada sobre esa familia. Básicamente, los Devereux son nuestros patriarcas, cariño.

–¿Son los dueños del edificio?

–Los dueños de la mitad de la ciudad. Son la realeza de Nueva York. Jobe, el padre, y sus dos hijos, Ethan y Abe. Y todos son unos canallas. Pobre Elizabeth…

–¿Quién?

–Elizabeth Devereux, la difunta mujer de Jobe. Bueno, la segunda mujer y madre de sus hijos. Era un ángel y durante un tiempo casi fueron una familia feliz –Reece miró hacia la puerta, como para comprobar que no había entrado nadie–. Al parecer, descubrió que Jobe tenía una aventura con la niñera.

–¿Y rompieron?

–Ella se fue al Caribe y murió en un accidente haciendo esquí acuático. Desde entonces, los Devereux han ido de un escándalo a otro. No te dejes engañar por el atractivo de Ethan, ese hombre te aplastaría en la palma de su mano.

Merida hizo una mueca. Ella no iba a dejarse engatusar por ningún hombre, por atractivo que fuese.

–El champán está metido en hielo –siguió Reece–. Ábrelo en cuanto veas el coche. Han traído canapés de Barnaby’s…

–¿Cuántos invitados trae?

–No estoy segura. Seguramente vendrá con su última amante, así que lo he preparado todo para dos personas. He mirado en internet para averiguar quién podría ser, pero me he perdido en un cenagal de conquistas, así que tendremos que improvisar. Gemma te ha traído uno de sus vestidos, está en el almacén.

–¿Perdona?

Merida no sabía si había oído bien. Reece nunca le había dicho lo que debía ponerse.

–Es un sencillo vestido negro. Ah, y también te va a prestar un collar de perlas.

–¿Lo que llevo puesto no es adecuado?

Merida llevaba un jersey negro y una preciosa falda de cuadros escoceses. Tal vez era un poquito corta, pero la llevaba con leotardos negros y botas de ante. Todo iba bien con su tono de piel y era su atuendo favorito, el que solía reservar para las pruebas. Pero, dada la importancia del invitado, había hecho un esfuerzo especial esa noche.

–Estás guapísima, como siempre –dijo Reece–. Pero, aunque en general no me importa pasar por alto tus excentricidades, con Ethan Devereux…

–¿Excentricidades?

Reece cambió de tema inmediatamente.

–Mira, te agradezco muchísimo que hayas venido a última hora –le dijo mientras tomaba su maleta–. Estoy segura de que algún hombre me odia por haberte hecho trabajar esta noche.

Merida forzó una sonrisa. Había decidido tiempo atrás que no hablaría de su vida amorosa con Reece. O, más bien, de su falta de vida amorosa.

–¿Te importaría actualizar la página web cuando Ethan se marche? Clint no ha tenido tiempo de hacerlo.

–Muy bien.

Por fin, Reece salió de la galería y, con quince minutos para preparar la llegada del VIP, Merida se dirigió al almacén.

Al contrario que la galería, que era un enorme espacio abierto pintado en tonos suaves, el almacén era un antro pintado de color marrón y abarrotado de cajas. Allí, en el diminuto cuarto de empleados, envuelto en plástico y colgando de la puerta, había un vestido negro. Y, sobre él, una bolsita que contenía un collar de una sola hilera de perlas.

Gemma también había dejado un par de zapatos negros de tacón de aguja y Merida apretó los dientes. Al parecer, ni siquiera se atrevían a dejar que ella eligiese el calzado. Reece a veces podía ser maliciosa, pero ella necesitaba el trabajo y no podía protestar.

De modo que se puso el vestido negro, con la espalda al aire. Gemma no había tomado en consideración que podría no llevar un sujetador apropiado y no tuvo más remedio que quitárselo, aunque por suerte no estaba particularmente bien dotada en ese aspecto.

Su maquillaje era el de siempre, un poco de máscara de pestañas para destacar el verde de sus ojos y un toque de colorete para animar su pálida piel. Llevaba en el bolso una barra de carmín de color coral y, después de pintarse los labios, dio un paso atrás para mirarse al espejo.

Vestida de negro tenía un aspecto más bien severo, pero su pelo rojo llamaba siempre la atención.

Le haría falta una semana para hacerse un peinado sofisticado, de modo que se lo atusó un poco y luego se hizo una coleta baja. Con eso tendría que ser suficiente.

Salió del almacén y bajó a la sala de los amuletos para comprobar que todo estaba en orden. Las paredes que llevaban a la asombrosa exhibición estaban revestidas de un terciopelo de color violeta oscuro y daba la impresión de entrar en otro mundo.

Por supuesto, Reece se había encargado de que todo estuviese impecable para la visita del señor Devereux, pero Merida quería comprobarlo por sí misma.

Unos minutos después, contenta al ver que todo estaba en orden, volvió a la planta principal y se sentó en un taburete tras el mostrador, intentando olvidar su indignación por las palabras de Reece.

¡Excentricidades!

Aunque actuar era su verdadera pasión, ella trabajaba mucho en la galería. Mucho más que el director, Clint, que solo pensaba en las comisiones y que, al parecer, esa noche tenía cosas más importantes que hacer.

Seguía enfadada cuando un lujoso coche negro se detuvo en la puerta de la galería. Merida saltó del taburete y abrió la botella de champán.

Y luego levantó la mirada.

Lo primero que vio fue un zapato de piel hecho a mano y un pantalón oscuro. Cuando bajó del coche se detuvo un momento para hablar con el chófer, de modo que solo vio un elegante traje de chaqueta. Desde luego, el señor Devereux parecía el propietario de la calle.

Merida abrió la botella de champán con tan mala suerte que algo del líquido se derramó en la bandeja. Aunque debería haber limpiado el desastre, eligió ese momento para mirar al hombre mientras tenía oportunidad.

No había mucho color en la paleta del artista cuando hizo aquella obra maestra. Su piel era pálida, su pelo negro como el azabache. Pura elegancia masculina. Era tan apuesto que se quedó un poco aturdida, y eso era muy raro en ella.

Siempre había hombres guapos y elegantes en la galería. Y, a veces, también ricos y famosos. Él, sin embargo, era más que eso, pero no era momento de examinar sus pensamientos… o más bien los sentimientos que aquel hombre despertaba en ella.

Secó la bandeja con una servilleta y sirvió dos copas de champan, esperando que alguna belleza saliera del coche.

Pero él entró solo en la galería.

Aunque le habían advertido sobre su atractivo, nada podría haberla preparado para su reacción. Merida descubrió que estaba clavándose las uñas en las palmas de las manos. Sorprendida, abrió las manos y se las pasó por el vestido, alegrándose de tener unos segundos para calmarse. Pero cuando la puerta se abrió y él entró en la galería fue como recibir un golpe que la dejó tambaleante.

La miraba directamente a los ojos. No miraba su cuerpo, por supuesto. Era demasiado sofisticado como para eso y, sin embargo, sintió un cosquilleo en la piel como si lo hubiera hecho.

–Señor Devereux… –Merida se aclaró la garganta, intentando usar su entrenamiento como actriz para no ponerse colorada mientras le ofrecía su mano–. Encantada de conocerlo. Soy Merida Cartwright.

–Merida –repitió él, con una voz ronca y profunda–. Ethan –se presentó, mientras estrechaba su mano.

El roce había sido breve, pero su firme apretón provocó una descarga eléctrica y la sensación se intensificó después del contacto. Merida tuvo que contenerse para no mirar si tenía una marca en los dedos mientras seguían las presentaciones.

–Soy la ayudante de la galería…

–¿Ayudante? –la interrumpió él abruptamente. Y, por su tono, estaba claro que había esperado algo más.

–Así es –Merida tragó saliva–. A Reece le habría encantado estar aquí para enseñarte la galería, pero ha tenido que irse a Egipto.

Ethan Devereux no estaba nada impresionado. Aunque Helene había llamado a última hora, esperaba que lo atendiese el director de la galería y no le gustaba nada ser recibido por una simple ayudante.

El jeque Khalid de Al-Zahan, el propietario de los amuletos, era un amigo personal. Se habían conocido en la universidad de Columbia y eran amigos desde entonces. Durante la cena la noche anterior, en Al-Zahan, Khalid le había dicho que le preocupaba que la galería a la que había prestado la colección real de amuletos no estuviese a la altura. Según sus fuentes, los empleados estaban mal informados, las visitas eran algo apresuradas y los clientes eran empujados hacia los artículos con potencial para conseguir mayores comisiones.

Khalid le había pedido que comprobase todo eso discretamente y Ethan le había recordado que, en Nueva York, él no podía hacer nada «discretamente», pero había aceptado acudir a la galería y que fuese recibido por una simple ayudante no auguraba nada bueno.

Que la ayudante fuese bellísima no cambiaba nada.

–Antes de empezar la visita, ¿te apetece tomar una copa?

–No, será mejor que empecemos cuanto antes.

Era brusco, inquieto e impaciente, pensó Merida. Y tampoco prestó ninguna atención a los canapés. Ethan Devereux no parecía interesado en el champán, los blinis con caviar o las suculentas fresas recubiertas de chocolate.

–Como he dicho, Reece se dirige hacia Egipto ahora mismo. Allí se encontrará con Aziza –le explicó mientras se dirigían a la primera vitrina–. Ella es la diseñadora de estas preciosas casas de muñecas.

«Casas de muñecas», pensó Ethan haciendo una mueca.

Al saber que su padre iba a ser operado al día siguiente, Ethan había volado de Al-Zahan a Dubái y luego a Nueva York. Viajaba en un cómodo avión privado, pero estaba cansado y no le apetecía mirar casas de muñecas, aunque las paredes estuvieran recubiertas con jeroglíficos dorados.

Tal vez debería tomar una copa de champán, pero eso solo serviría para prolongar la visita y el jet lag empezaba a hacer efecto. Solo quería ver los amuletos, pero para comprobar cómo funcionaba la galería dejó que ella siguiese parloteando.

Bueno, no estaba parloteando. De hecho, su voz era muy agradable, ronca y con acento británico. Esa voz ronca y sensual casi hacía que el tema fuese soportable.

–Estas casas de muñecas empezaron a hacerse con propósitos religiosos. La intención no era que se usaran como juguetes –estaba explicando–. Desde luego, no están hechas para jugar a las mamás y los papás.

Aunque él escuchaba en silencio, Merida se dio cuenta de que estaba aburrido, de modo que lo llevó a la zona de las alfombra de seda. Hechas, le explicó, por artesanos beduinos.

–Ubaid, que supervisa cada pieza, es un fiero protector del oficio.

Le habló de los tintes naturales, de los intricados patrones y de las interminables horas de trabajo que hacían falta para crear esa obra maestras, pero Ethan la interrumpió.

–Sigamos.

No era el primer cliente desdeñoso o aburrido que Merida había visto en la galería. A menudo la gente iba a esas visitas privadas por obligación, enviados por sus empresas o como acompañantes. Y luego estaba el tipo que, sencillamente, tenía que ser visto en cualquier evento.

Pero él iba solo y había sido él quien había insistido en la visita privada.

Merida siguió adelante, pero la impaciencia de Ethan era palpable, tanto que bostezó mientras le mostraba un anillo.

–Perdona –se disculpó luego.

Sabía que estaba siendo grosero, pero de verdad estaba agotado y no tenía el menor interés en la exposición.

La ayudante de la galería, sin embargo, era preciosa.

Poseía algo único, algo que lo intrigaba y, a pesar de su aparente calma, no estaba tan segura de sí misma como parecía. Sus ojos eran de color verde musgo, aunque parecía decidida a apartar la mirada. Era esbelta, con un rostro espolvoreado de pálidas pecas.

En cuanto a su pelo, tenía el color de dos de sus cosas favoritas, el ámbar y el coñac, e intentó imaginarlo liberado de la coleta.

–Y ahora vamos a mi vitrina favorita.

Merida esbozó una enigmática sonrisa. Ethan solía descifrar a las mujeres excepcionalmente bien y, sin embargo, no era capaz de descifrarla a ella.

–¿Y se trata de…?

–Los amuletos de Al-Zahan. Somos muy afortunados de que nos los hayan prestado.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Los tendremos tres meses más, aunque esperamos que el plazo se amplíe –respondió ella–. Por aquí, por favor.

Merida pulsó el interruptor que encendía las luces de las vitrinas y señaló la escalera.

–Después de ti –dijo Ethan.

Era una simple cuestión de buenas maneras, pero Merida deseó que él bajase por delante.

El simple paseo que había hecho tantas veces de repente le parecía una tarea imposible. Las paredes forradas de terciopelo estaban demasiado cerca, las luces eran demasiado tenues y casi podía notar el calor de su cuerpo mientras bajaba tras ella.

La sensual oscuridad de esa zona de la galería estaba diseñada para crear un efecto en los clientes, por supuesto, pero esa noche era ella quien se sentía afectada.

Merida se había encargado personalmente de fijar el terciopelo en las paredes. El objetivo era crear una especie de portal, la sensación de ser transportado en el tiempo, pero nunca había imaginado que descendería las escaleras con un hombre como Ethan Devereux.

Caminaba con más cuidado del habitual y no tanto por temor a resbalar como porque si resbalaba sería él quien tuviera que sujetarla.

Ningún hombre le había afectado de ese modo. Había aceptado más de un beso esperando sentir un apasionado deseo… pero el deseo nunca había hecho aparición y su experiencia se limitaba a algunos besos.

Estaba convencida de que esa apatía era culpa suya, que le faltaba algo, o que el divorcio de sus padres la había hecho demasiado desconfiada como para bajar la guardia.

Podía fingir para el público. Sobre el escenario podía ser una mujer sensual. Y, de hecho, estaba interpretando en ese momento, fingiendo que lo tenía todo controlado y que él no la afectaba.

Cuando volviese al escenario ese fin de semana se inspiraría en lo que había sentido al estar cerca de Ethan.

Pero en el mundo real, todos esos sentimientos eran nuevos para Merida.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A MERIDA le faltaba el aliento cuando entraron en el espacio en penumbra. A pesar del centelleo de las joyas no había ventanas para orientarse y el sutil aroma a bergamota y madera de la colonia de Ethan Devereux parecía envolverla cuando se acercó para mirar la primera vitrina.

Merida se aclaró la garganta.

–Estos son los amuletos de Al-Zahan.

Ethan había esperado joyas fabulosas o antiguas figuras talladas, pero era una colección de gemas incrustadas en piedras, aún en su forma original. Y, en lugar de aburrirse, rara vez se había sentido tan fascinado como cuando Merida empezó a contarle su historia.

–Esta colección era una pasión de la difunta reina Dalila de Al-Zahan. Hasta el día de su muerte, hace veinte años, seguía buscando tesoros olvidados.

–¿Cómo murió? –le preguntó Ethan.

–Durante un parto. Creo que era su cuarto hijo, pero puedo comprobarlo.

–No es necesario.

Merida no estaba tan segura. Sentía como si estuviese poniéndola a prueba.

–El día de su matrimonio recibió como regalo este amuleto…

En la primera vitrina había un intricado nudo de esmeraldas y mineral de cobre. Perfectamente iluminado, giraba lentamente sobre su eje y Ethan lo miró durante un rato.

–Los matrimonios eran, y siguen siendo, acordados en Al-Zahan –siguió Merida–. Los amuletos celebran el futuro amor y propician la fertilidad. Dicen que son un regalo lleno de posibilidades que aún no han sido cumplidas.

Él parecía algo más interesado, pensó Merida mientras seguían adelante.

–Este amuleto es de lapislázuli, el color usado en el cuadro Noche Estrellada de Van Gogh. Cuando la entonces princesa estaba estudiando aquí, en Estados Unidos, vio el cuadro en un museo y dicen que fue el recuerdo del cuadro lo que la hizo emprender la misión de encontrar los amuletos perdidos.

–¿Y encontró muchos?

–En el momento de su muerte había conseguido reunir una gran colección.

–¿Y estudió aquí? –preguntó Ethan, más que interesado.

–En la universidad de Columbia.

Era la universidad en la que Khalid y él se habían conocido y le sorprendió descubrirlo a través de una extraña. Claro que su amigo siempre había sido enigmático.

–La princesa Dalila volvió a Al-Zahan para casarse, pero su cariño por Nueva York es la razón por la que su hijo, el jeque Khalid, aceptó que los amuletos fueran expuestos aquí.

Ethan siguió adelante, pero ya no estaba aburrido y se quedó mirando un rubí incrustado en mármol en la siguiente vitrina.

–Este es uno de mis favoritos –dijo Merida, poniéndose unos guantes negros y ofreciéndole otro par mientras le contaba la historia–. Hace trescientos años hubo una boda secreta en Al-Zahan –le explicó en voz baja, como si estuviera compartiendo un secreto–. Debido a la disputa entre las dos familias no se entregó ningún amuleto. Por fin firmaron la paz, pero dos años después, cuando ella no quedó embarazada, decidieron que esa era la razón. El rey, desesperado por perpetuar su linaje, pidió que se excavara para encontrar las mejores gemas. Tardaron tres años hasta que encontraron lo que a él le pareció una ofrenda adecuada.

–Es una historia asombrosa –dijo Ethan. Y también lo era la voz que la había narrado.

Ella le ofreció la piedra en forma de huevo y él la sostuvo entre el pulgar y el índice para examinarla de cerca.

–Cuidado –le advirtió Merida–. Asegura la fertilidad.

–Para una gallina quizá –bromeó Ethan.