Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Interiores es una recopilación de cuentos cortos de Emilia Pardo Bazán, género prolífico por excelencia en ella, llegando a publicar más de seiscientos a lo largo de su vida. -
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Emilia Pardo Bazán
Saga
Interiores
Copyright © 1914, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726685282
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito -díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.
Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.
Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.
-Verá usted lo que todos opinan...
-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.
¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.
-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!
No obstante, a la larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra oradores y cantantes. Habíamos gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.
Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que Picardo había sufrido infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando boato. Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y seguramente de toda su piel.
Como no dio más juego el asunto, emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo; porque ha de saberse que Picardo era una mina de sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano. La verdad es que no entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que un portero oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un caramillo. En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:
-Pero ¿qué le pasa a este imbécil?
No tardamos en saber lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía una hija, a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.
Lo cierto es que Anís quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.
-Dejémosle ya en paz -recuerdo que dije al bromista-. Da fatiga torearle tanto.
-Nada de eso -protestó él-. Lo que haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue al cuerpo.
Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, y el domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos como benditos con el gracioso sainete Los pantalones; hasta Picardo se reía. Anís tomaba en la representación interés especial.
Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole una cortesía deferente. Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una seña disimulada de que saliésemos con Picardo. Miré de reojo. Picardo recogía del bastonero su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.
-¿Ha cortado usted el bastón? -pregunté sofocando la risa.
-Tan poco, que apenas se nota -respondió Anís en el mismo tono-. Y pienso continuar todos los días, pero solo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.
Así se hizo. Nos limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día se reveló su preocupación. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.
Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:
-Oiga usted, Anís: no más... Hay que desengañarle.
Anís se rió y asintió:
-Bien; pues se le desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura verosímil.
Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso de su antiguo frenesí en mitad de la calle; gritó, pegó, quiso matar a un policía y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.
-¿Y su hija? -pregunté.
-No sé qué habrá sido de ella -contestó el narrador, encogiéndose de hombros, con indiferencia distraída.
El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la Prensa; se habló, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma...
¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?
El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno.
Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico -ni aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del "acaso soñar..."
Una casualidad de las que parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo a mis manos algo que a un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado a encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habiéndose formado una soberbia, ¿diré biblioteca?, de forros de libros, y a quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio-. Así pude penetrar en el espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas.
"¡Siempre lo mismo! La impresión persiste.
¿Cómo empezó?
Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes.
No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, a mi parecer, ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda o repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ánimo tan especial.
¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo.
La depresión de mis facultades es gradual, honda.
Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa.
Lo intentaré...
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.
La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance.
Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído?
¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?
La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente...
Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir.
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: "¡No dormirás, no dormirás!" Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos...
Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia.
¿Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado.
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si fuese a dejar de latir.
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo, que, en ondas largas, sutiles, me envuelve...
Me he consultado. "Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación." ¡Como si los nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ¡Como si supiésemos lo que esas palabras -nervios, imaginación- quieren decir!
He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Solo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra hasta mis tuétanos, que vierte en ellos ponzoña.
Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y disparé hacia atrás, donde sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían..."
"Y es preciso que esto termine -decía una de las últimas hojas del diario-. Me volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír la respiración, he vuelto a comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar."
Sin duda, después de emborronada esta página, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.
Ya terminaba la faena de la instalación de los trajes, galas, joyas y ropa interior y de mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y nosotros llamamos el trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la parte por el todo. En el gran salón, forrado de brocatel azul, retirados los muebles, se había erigido, alrededor de las cuatro paredes, ancho tablero sustentado en postes de pino, cubierto por amplias colchas y paños de seda azul también, el color predilecto de la rubia novia; y simétricamente colocado y dispuesto con cierto orden que no carecía de simbolismo, ostentábase allí el lujo de la boda, los miles de duros gastados en bonitas cosas semiinútiles.