Job-Boj - Jorge Guzmán - E-Book

Job-Boj E-Book

Jorge Guzmán

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Beschreibung

Dos mundos diferentes, Job y Boj. A pesar del pesimismo de Job, la novela siempre es graciosa, liviana e irónica. Ese es su milagro, que levanta lo sombrío mediante la ironía y la apertura hacia lo otro.

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© LOM ediciones. Primera edición, enero de 2017Impreso en 1000 ejemplares ISBN IMPRESO: 9789560008596 ISBN DIGITAL: 978-956-00-1312-5 RPI: 271.920 Primera Edición, Seix Barral, España, 1967.Primera Edición en Chile, Editorial Sudamericana, 2001. Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: > Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

A Eduardo Martínez Bonati y Guillermo Núñez

...aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte...(Quijote, I, vii)

..que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y le piquen avispas y le hollen puercos.(Quijote, II, lxviii)

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XV

I

Ávida de placer como una bestia moribunda y de dinero como un tahúr, venía en el tren internacional siguiendo a un largo y sorpresivo telegrama donde me anunciaba que el amor y la pena de amor me la traían. Me hacía sonreír la certeza de que a esta misma hora, mi amada debía estar ejercitando con alguien, probablemente la camarera del hotel, lo que ella se imaginaba ser su dotación de apariencias castas y costosas. Y al mismo tiempo, sin duda que el deseo estaría royéndole el vientre con su gran diente sordo, mientras en la codicia le carecería una suma siempre mayor de la que había logrado reunir. Los largos meses que habíamos permanecido distantes no eran suficientes para haberle cambiado ni el genio ni la figura. Feliz yo, que podía gozárselos ambos. La noticia me llenó de dicha; me alegró muchísimo más de lo que ya estaba todos los días. Su presencia era lo único que yo hubiera pedido para completar la alegría que me hinchaba continuamente las costillas; lo único que podía realzar la belleza de la ciudad, la hermosura del dulce verano, la alegría que me daba el trabajo.

Exceptuando a la almacenera, me había mantenido todo este tiempo en castidad casi perfecta. Al acostarme en mi departamento limpio, quieto y solitario, advertía muy a menudo que por muchas horas no había pronunciado una sola palabra. Mi contubernio amoroso había durado poco. Ahora esquivaba desesperadamente a la fulana, porque tenía algo pesado el aliento, con una curiosa variedad de halitosis que proliferaba en la ciudad y que yo asemejaba a la leche cortada con miel y esófago. De ella jamás pude saber estado civil o dato alguno que valiera la pena, y en definitiva, fue apenas una tentativa fallida hacia el goce, en medio de pesados trabajos y necesidades continuas. Cuando Leroy recordaba el episodio aquel, nunca olvidaba rendirle a mi moralidad el homenaje que se merecía; porque se necesitó tenerla muy sólida para rechazar los almaceneros amores de la dama cuando perecíamos de hambre mientras su establecimiento reventaba de quesos, panes y conservas americanas. Pero la verdad es que si era grave la fuerza de nuestra penuria de entonces y atendibles las exhortaciones del hambriento Leroy, que encima no caían en orejas ahítas, por el otro lado empujaba aquello del mal aliento junto a unas desesperantes tetas con forma de calabaza y, broche de oro, la esquelita con dos llaves inclusas donde se leía, bajo un corazón trasverberado y goteante: «Ansío locamente pasar una noche de amor contigo. Te espero en el almacén». A Leroy lo del corazón lo hacía reír hasta el hipo; a mí, el dibujo me daba mucha pena; más bien me molestó lo del almacén. Pero ni la pena ni la repugnante tentación de comer regularmente pudieron hacerme olvidar lo que sabía por unas poquísimas y amargas experiencias previas. Volvieron las llaves a su dueña, por debajo de la puerta, y yo volví a mi trabajo.

Ahora, liberado de la desmayante condición de la dama, me encontraba yo como perplejo o cansado, y cuando tenía gana y tiempo de entretención, la buscaba lejos del dormitorio. Me contentaba con pulidas invitaciones a niñas de voz mimosa, cantarina y taimadita, como la tienen todas las cochabambinas. Las llevaba al cine o a nadar. Además, se me había desarrollado una especie de pasión por el baile. Hacía poco que me habían enseñado; y desde que pude dar un solo paso a derechas, ya casi no concebía otro modo de divertirme verdaderamente. A la menor provocación me ensartaba en un elogio gratuito de la danza y hacía pública mi intención de repararme a mí mismo todos los años en que la ignorancia me había hecho preferir otras necedades a esta maravilla. Nada era capaz de hacerme rehusar una invitación. Pero después de unos meses de pleno aprovechamiento, había empezado a notar que amigos y conocidos organizaban bailes sigilosamente a mis espaldas, y tuve que mantenerme ojo alerta a las menores señales y hasta poner cara de neblina si adivinaba el lugar y la hora, para poder después dejarme caer en medio de la fiesta y bailar y bailar hasta que se me mustiaban las parejas. Me apenó mucho cuando Leroy me contó que las dos o tres fenomenales grescas que se armaron en distintas ocasiones, las atribuía todo el mundo a mi exclusiva culpabilidad. Se decía que todas se habían producido a propósito de mi costumbre de aparecerme solo; y era verdad que lo hacía, pero solamente para poder elegir una compañera que bailara bien. Yo no creía ofender a nadie.

Me alegró el telegrama. Casi me brincaba en el bolsillo mientras desayunaba en el bar Ayacucho, como siempre: a las siete y media de la mañana, café cargado de Yungas, cuatro huevos a la copa y los ojos clavados en la cintura o las pantorrillas de la muchacha que servía las mesas. Curiosa niña. Una belleza extraordinaria, pero sin la menor expresión en la cara. Nunca había conseguido sacarle más de una frase y jamás amistosa, ni siquiera personal. Trabajaba como una máquina. A la una de la mañana, todavía estaba atendiendo pedidos en una sala de billar que había al fondo, y a las siete la encontraba invariablemente sirviendo desayunos sin mover un músculo facial. Observando la traza de rufianes que tenían los dueños del bar, llegué a imaginarme que era la amante común de ambos y que la amenazaban atroces castigos si no mostraba un exterior de acero a los clientes. Una vez, sin embargo, se alteró. Acababa yo de instalarme a almorzar en mi mesa de siempre, y apenas me vio, se me vino, rauda y eficiente, con un tazón de sopa en la mano, y me lo volcó íntegro sobre chaqueta y pantalones. A pesar de que el líquido estaba caliente como para quemar y yo me sentía con el derecho del cliente ofendido, la vivacidad del brinco con que me puse de pie fue exagerada; también lo fue la cara de furia que quise poner. Pero me enterneció la expresión de alienada que la paralizó a ella: se le habían abierto los hermosos ojos rasgados hasta dar miedo; un temblor apenas visible le hacía vibrar el pecho y los hombros. Todos los músculos se le habían solidificado por la intensidad de la emoción. Tragó saliva con mucha dificultad, como si fuera áspera, y se echó a reír. Si yo hubiera podido advertir siquiera una leve contrición en lo irresistible de las carcajadas, si su diversión no hubiera sido tan libre y disfrutada, la cosa me habría resultado quizá menos penosa; pero me daba la impresión de buscar ahincadamente con la vista algunos pedazos de papa o restos de fideos que aún no hubiera visto sobre mí, para reír con más ganas. Y a cada nuevo descubrimiento, se le refrescaba el vendaval de carcajadas. Desde entonces, cada vez que me atendía, con la piel helada sobre la cara, me traía de alguna manera mi propia imagen perpleja y poluta, con la parte de adelante de los pantalones cogida entre el índice y el pulgar para mantener a distancia la quemante ropa. Sólo cuando me daba la espalda conseguía disfrutar de su belleza con tranquilidad. Ahora, pensando que Blanca iba a estar en la ciudad, cerca de este mismo lugar, mañana mismo; que debía encontrarse desayunando también a cientos de kilómetros de distancia, mirando el mar, listas las maletas, sentí cómo la piel de la cara se me encendía mirando la cintura de la empleadita que se alejaba.

Unos pasos de elefante soñoliento subían las escaleras. Arriba de los pasos venía la cabeza de Leroy, todavía mojada de la ducha, buscándome por el comedor vacío. Traía puesta la cara con que solía mentir. Se derramó en la silla arrugando la frente y, con apenas un resto del vozarrón habitual, pidió un té con limón y una aspirina. Luego, mientras la muchacha se alejaba, corrigió: no, dos aspirinas; pero tuvo que repetir la orden un poco más fuerte para hacerse oír. Empezó a mover ojos y pelambrera hacia mi lado como quien moviera una roca. Y como no tenía ganas de oírle el cuento, le puse una afectuosa mano sobre el antebrazo, por no ponérsela en la boca.

–Ssssssshhhhhh, calladito, mi viejo, no te agites; yo te voy a decir lo que te pasa. Mira: te duele todo. Te duele absolutamente todo, hasta los pelos. De puro hombre no lloras. ¿No es cierto? Y lo más sabio sería no ir a trabajar hoy, porque es sábado y necesitas médico y mañana no va a haber. ¿Cierto?

–No... no seas... no seas... deja de joderle... la paciencia... a la gente –respondió con la voz cancerosa y llena de odio.

–Espera, Leroy, mi viejo, espera. Yo creo que todo esto debe tener algo que ver con la curda de anoche. No sé por qué se me ocurre, fíjate: corazonadas que le vienen a uno. La doble vista. Oye, mata de arrayán, ¿no te está empezando a parecer un poco monótono que todas las santas semanas te pesquen Tu Padre, Osvaldito y la fiera del Musaraña, te ganen hasta el hígado al póker y después te lleven a la Perla Azul con tu propia plata a tragar litros de whisky falsificado y a bailar con las preciosuras del lugar que entre todas no hacen diez dientes sanos?

–Ah, no. No, hermanito. Ahí sí que te equivocas. Llegaron tres nuevas como unas diosas. Osvaldo salió enamorado perdido de la Clarita, y a las otras dos no pudimos ni acercarnos...

–Bien, bien, si ya te entiendo: la carne es débil y todo eso, pero ahórrate siquiera lo del póker.

Leroy se quedó mirándome y agitando la cabeza afirmativamente muchas veces, como si mis palabras le hubieran revelado por fin el error en que hasta entonces había vivido; sin embargo, lo hacía con cautela, para mostrar al mismo tiempo lo serio de su enfermedad. Todo lo cual me mostraba lo determinado que estaba a no trabajar y a conseguir además que yo le respaldara la idea.

–La pura verdad. Tienes toda la razón. Ya es tontera. Tienes la razón botada. Estos infelices me han tomado de cliente. Fíjate que anoche le tuve que prestar yo plata a Osvaldo para pagar a la Clarita, porque la que me había ganado se le olvidó en la casa. Es el colmo. Pero, ¿te digo una cosa, hermano? Esta es la última: se acabó; la última. Oye, pero ahora me estoy muriendo. Me duele todo; en serio te digo. De sólo pensar en el ruido de una sierra, parece que me la pasaran por los sesos. Oye, por Dios, qué bonita es esta vaca; ¿por qué tendrá que andar todo el tiempo con esa cara de dismenorrea? ¿No te parece?

–Mira, Leroy, voy a hacerte otra vez la lista de las cosas que tenemos que hacer hoy –dije, rápidamente, porque la muchacha se acercaba a la mesa con el pedido de mi amigo y temía que hubiera oído el comentario; además necesitaba encontrar manera de aguantar la risa, porque era verdad que la pobre tenía cara de trastorno menstrual–. Ya te la hice ayer, ¿te acuerdas? Las máquinas están a la miseria. Hay que soldar un par de sierras nuevas, y trabarlas y afilarlas. Hay que afilar las cuchillas de la canteadora. Hay que engrasar y limpiar todas las demás. ¿Te las enumero? Escopladora, caladora...

–Ya, ya, ya.

–Y tenemos dos obreros enfermos. Y no sugieras a los Pamani, porque tienen un contrato particular. Así es que tómate un desayuno de hombre y no tecitos con limón... y aguanta.

Esto último lo dije con destino a la muchacha tanto como a Leroy, que puso cara de resignación y miró con desconsuelo la taza que ella le acababa de dejar al frente con los dos sobrecitos de aspirina artísticamente colocados en el platillo. Si ella había advertido mi viril alocución o no, nadie hubiera podido decirlo mirándole la cara absorta en retirar el servicio que yo había desocupado. Leroy se iluminó de súbito.

–Eso es: la pillaste. Lo que yo tengo es un hambre tremenda. Eso es lo que tengo, hermanito. Pero no hay tiempo: la camioneta pasa a las siete y media; quedan cinco minutos. ¿Qué te parece? Me pido un bisteque con huevos y unos cuantos ajíes y llego una media horita más tarde...

Lo insulté un poco, más bien sin ganas, porque se me estaba acabando la tenacidad. Tuvo que decidirse a esperar el almuerzo o atiborrarse de plátanos al pasar por la cancha. Se tragó té y aspirinas muy exageradamente y se puso en pie de inmediato para mostrar su resolución y su mal humor. Al pasar frente al mesón del bar, aproveché para recordarle al dueño que a partir del día siguiente no seguiría tomando desayunos ni almuerzos en su establecimiento. El recordatorio era más bien ocioso y el sujeto me lo recompensó con una desabrida sonrisa. Yo tenía mis comidas pagadas justo hasta el domingo, de modo que debe haberle importado un rábano incluso que me cayera muerto ahí mismo.

Bajamos la escalera acolchada de polvo, y al salir, Leroy frunció los párpados al golpe de la gloriosa luz de la mañana. El gesto se me antojó casi blasfemo, porque a mí me refrescó el alma la diafanidad del aire y el verde de los árboles de la plaza. Nos sentamos en uno de los bancos a esperar la camioneta. Leroy rechazó sin mirarlo un cigarrillo que yo le ofrecí, y mientras yo encendía el mío y me llenaba los pulmones de humo y aire luminoso, extendió las piernas hacia adelante, dejó colgar la cabeza hacia atrás como para dormirse y respiró con alivio cauteloso.

Yo, en medio de la plaza desierta, me saqué un moco de la nariz para expedir más el paso del aire, y a la vez que me apresuraba a despegármelo de los dedos antes de que Leroy abriera los ojos, me puse a revisar las ventanas de los edificios. Durante unos minutos, no advertí nada; luego, alguien abrió los postigos de una que nos quedaba casi al frente, en el segundo piso del hotel París, sobre los portales de la plaza. Me quedé dudando si habría sido o no una cabeza de mujer la que había entrevisto. Casi inmediatamente se abrieron los de la ventana vecina, justo cuando yo acababa de librarme del moco y empezaba a refregar la yema de los dedos contra la madera ligeramente polvorienta del banco; seguramente era una mujer que me había visto vigilándola desde abajo, porque esta vez cuidó de que sólo se le vieran las manos. Una mujer que acababa de dejar el lecho donde habría dormido o velado quizá con un hombre, como mañana Blanca conmigo: envuelta en trapos transparentes, desnuda, perfumada, tersa, tibia, complaciente, satisfecha, dormida. Las ventanas del hotel permanecieron abiertas y desiertas, arrojando luz sobre quizá qué escena; ella se había retirado al interior. Se me ocurrió que a lo mejor se había levantado a esa hora para amamantar a su octava cría.

Una pequeña figura rengueaba por la acera del portal. Me hizo sonreír la animalidad presurosa de sus movimientos. Trastabilló en el último escalón de los tres por donde se bajaba a la calle, casi tropezó con un policía soñoliento y me saludó amablemente con la mano. Antes de inclinarse para quitar los candados de la cortina metálica, esperó a que yo me hubiera sacado el cigarrillo de la boca y correspondido a su saludo. El afable judío me creía muy rico o yo pensaba que lo creía, porque de cuando en cuando compraba en su tienda alguna pieza de mal marfil o buen cristal por encargo de cualquiera de mis amigos que se creía menos refinado. La cortina estremeció la calle vacía con el estrépito de sus latas. Siempre me había intrigado que llegara tan temprano a su negocio. Antes de deslizarse adentro, me hizo un nuevo ademán amistoso. Como una pequeña laucha gentil, rápida a pesar de la cojera que le había dejado el campo de concentración; parecía que sólo hubiera imaginado uno verlo donde estaba un segundo antes.

Una brisita suave traía un olor de magnolias que era la mañana misma de puro reciente y fresco y recién nacido; un desaprensivo gato negro atravesaba la calle muy despaciosamente, considerándolo todo con gran atención; hasta encontró sosiego para alzar una pata y lamérsela en largas y cuidadosas lengüetadas antes de subir a la vereda. Por el otro lado de los portales apareció la camioneta, más rauda que otras veces. Leroy seguía despatarrado sobre el banco, la cara vuelta hacia el follaje de los árboles y los ojos cerrados. Levanté la mano sigilosamente y se la dejé caer sobre un hombro con toda la pesadez que pude.

–¡Arriba, subdesarrollado! Ahí viene Flammini.

–Ay, desgraciado –gimió, poniéndose tieso; casi se le veían las ondas de dolor estrellándose contra las paredes del cráneo–. Ay, desgraciado, ¿cómo se te puuuuudo ocurrir? Siento que se me van a caer los ojos al suelo si los abro –se quedó un rato con la cabeza sumida entre los hombros y luego fue separando los párpados muy lentamente y poniendo cara de determinación.

–Oye, no puedo ir a trabajar. En serio te digo. ¿A qué voy a ir si no puedo ni pararme? ¿No te parece?

La camioneta se había estacionado junto a la esquina y Flammini sacó una premiosa cabeza para averiguar qué nos pasaba. Cuando vio que yo empezaba a acercarme, volvió a meterla dentro, pero se le veían los dedos de la mano izquierda tamborileando de impaciencia sobre el volante.

–Acuérdate que hoy nos pagan la entrega de los comedores –le grité a Leroy, cuando ya tenía la puerta en la mano.

Por cierto que yo no pensaba darle un centavo. Ya se había consumido holgadamente su parte a puros adelantos. Pero estaba seguro que la sola mención de dinero, el simple olor a billete lo haría sentirse muchísimo mejor. Se arrastró hasta la camioneta.

–¿Qué le pasa, pues, a ése? –me preguntó Flammini, llena la voz de comprensión.

–Está grave –respondí yo, mientras Leroy iba plegando el cuerpo doloridamente para encajarlo en la cabina. Por fin se sentó, como si hubiera tenido los huesos de cristal o habido tachuelas en el asiento. Saludó a Flammini empujando unas sílabas agonizantes laringe afuera.

–¡Fiu! Era cierto no más –comentó Flammini, a la vez que metía primera; Leroy lo miró–. Que se estaba muriendo, digo. Si este Leroy sigue así, se nos va a morir en serio cualquier día, che –agregó, como pidiendo mi opinión. Decidí no hacerle caso.

Manejaba como siempre, con cuidado y sin prisa. Pero a pesar de su mesura, a mí me parecía que la semisonrisa como de preocupación distante que llevaba quería implicar que de alguna manera éramos nosotros los culpables del pequeño atraso con que íbamos a llegar. Me quedé esperando que siguiera sus hábitos y provocara a Leroy a meterse en alguna discusión técnica, olvidando su afán de echarnos culpas pasajeras.

–Caramba, pues, cuándo irán a aprender que la calle es para los vehículos –dijo. Y lo decía con razón. Había tenido que aminorar la marcha, porque pasábamos el barrio de la cancha e innumerables indiecitos de ojos rasgados y cholas de pollera caminaban lentamente frente a nuestro motor, o decidían de súbito cruzarse corriendo o estaban sin más instalados conversando en el camino. Después de gritar «Mierda» varias veces, debe haberse aburrido, porque se colgó de la bocina, pisó el acelerador y pasamos como una luz por en medio de una avenida de brincos desesperados y groserías en quechua que ninguno de los tres entendía. Leroy había ido deponiendo el aspecto moribundo a medida que nos alejábamos del centro de la ciudad y ahora empezaba a mostrar franca animación. Le estaba molestando lo que hacía Flammini y le preguntó tratando de poner cara inocente:

–¿Qué tal si nos lleváramos algunos perritos por delante, don Esteban?

Flammini adoraba los perros. Yo lo miré para ver si le cambiaba el gesto y se le ponía como la vez aquella en que casi tuvieron un altercado serio. A Leroy le fastidiaba oír ladridos cuando manejaba él, y si el desgraciado perro se le ponía a correr junto a la rueda delantera, viraba ligeramente y lo cogía con la de atrás. Lo peor fue que ese día manejaba también Flammini, pero al animalito aquel se le pasó la mano y le dio tiempo a Leroy para esperar que Flammini se descuidara y empujarle suavecito el volante. Muchas semanas después, cuando el pobre jefe de talleres pudo por fin comentar el asunto, decía que había estado varias noches sin poder dormir, porque justo al borde del sueño, volvía a oír el ruido de saco de nueces que hicieron los huesos del perro. Y al recordar el ruido y los insomnios, se le congestionaba la cara como si hubiera tragado algo repugnante.

–No sea bárbaro –dijo secamente. Pero no demoró mucho en reponerse. Distrajo un poco sus intenciones vindicativas mientras se concentraba en esquivar unos baches que amenazaban resortes justo al final del pavimento. Se terminaba allí el radio propiamente urbano, pero la única parte del camino de tierra que requería atención era el comienzo. Después de haber sorteado los hoyos, me preguntó distraídamente :

–¿Y qué van a hacer hoy?

–Lo mismo de siempre: trabajar.

–¿Cómo? ¿Y no terminaron ya esos juegos de terraza que estaban haciendo para mandarlos a Santa Cruz?

–No, ni esperanza. No los hemos siquiera empezado. Lo que terminamos fueron unos comedores para Koké.

–Vaya. Entonces hoy día es cuando empiezan con los de terraza. ¿Son de terraza, no?

–La verdad, don Esteban, no sé.

–¿Cómo no sabe?

–No sé si empezamos hoy día o no. ¿Por qué pregunta?

–No. Por nada. Creí que iban a dedicar la mañana a pura mantención.

–Eso hubiera querido yo, pero no sé si vamos a poder. Creo que va a estar todo ocupado. Parece que Pablo les arrendó las máquinas a los tres Pamani que tienen un contrato rápido.

El jefe de talleres no respondió nada. Yo me puse a mirar camino adelante lleno de satisfacción, porque todo el intruso interrogatorio había tenido el solitario y determinado objetivo de jorobar. Como quien dice: «Claro que me acuerdo del perro aquel, pero yo sé que don Pablo dio el permiso y ustedes no lo saben, y cómo no que van a limpiar ni componer ninguna mierda de máquina, porque ustedes serán muy socios y muy matadores de perros y defensores de cholos, pero don Pablo es el dueño y ahí van a estar los Pamani usándolo todo y los van a retrasar por lo menos en un día, ja, ja, ja». Pero según el sabio refrán, amor de monja, pedo de fraile, todo es aire, y otro tanto con las intenciones de mi amigo Flammini, a quien le había salido el culo por la tirata, tanto en su afán verbal de jorobar como porque los Pamani eran excelentes sujetos y al cabo hasta terminarían ayudando, si podían.

Como siempre en casos así, Flammini quiso lucir su formación europea y empezó enérgicamente a silbar La vida de un héroe. Le di una patada en el tobillo a Leroy, que era un hacha para la música, y formaron dúo. A los tres compases, Flammini estaba enseñándole a mi amigo la forma correcta de hacerlo. Dos por cero y chúpate ésa. En medio de la disputa, llegamos a la fábrica. Ramón acababa justamente de abrir la segunda batiente del portón; sostenía un pan y un cigarrillo encendido en la mano izquierda, terminando de desayunar. Nos saludó con un ademán y su simpática sonrisa que dejaba ver los raigones oscurecidos de los dientes delanteros. Detrás de nosotros, en una nube de polvo, llegó el camión de los obreros, atrasado también. Empezaron a bajarse sin prisa, entre risas y bromas pesadas, y a dispersarse por los galpones vacíos y quietos, como si se los tragaran la paz y la luz de la mañana y la vecindad de las máquinas silenciosas.

–Buenos días, Ramón. Hoy nos traen el aluminio –dijo Flammini hacia Ramón, que estaba de espaldas, comunicándose por señas negativas con uno que le preguntaba algo desde el galpón de los camiones–. Ramón, Ramón. Hoy nos traen el aluminio.

–Buenos días. ¿Cuál aluminio?

–Los enfriadores de avión esos, pues. Para hacer los moldes de baldosas. A ver si resulta su idea.

–¡Al fin! ¿Se los vendieron en el Lloyd Aéreo? ¿Y a qué hora los traen?

–Los conseguimos con don Pablo anoche. Yo creo que los traerán ahora en la mañana –dijo Flammini, mirando su reloj. Luego empezó a caminar hacia las bodegas con vivacidad.

Después de tres contactos, encendió el motor de uno de los camiones areneros. Luego lo siguieron los demás. Quedaron vibrando en sus boxes, cada uno con su diminuto chófer adentro, mientras se calentaban. Más acá, acezaron las compresoras de la sección baldosas. Caminando hacia las bodegas a cambiarme ropa, volví a tomar conciencia de mi alegría. Había empezado el día de trabajo. En la tarde, póker, o cine, o baile o lo que fuera para no tener que esperar estirándome de impaciencia. Y al día siguiente, Blanca.

I

Son ya las once de la noche. Las mujeres con que bailo, tranquilas y seguras de sí mismas, me sonríen amistosamente o miran por encima de mi hombro a los hombres que prefieren. Sin embargo, son tan exquisitamente educadas que entre pieza y pieza conversan conmigo con animación e interés. Es verdad que mi pareja de ahora, por ejemplo, me alegra el rato prestándome verdadera atención, y hasta parece que tuviera real deseo de permanecer a mi lado y cuidar al mismo tiempo de que no me aburra. Con ella me siento bien, un poco menos ajeno a toda esta gente; tiene la nariz respingada, dubitativa y acogedora; no baila muy bien, pero lo hace con soltura y abandono, dejándose llevar dócilmente, aunque sin prestar mucha atención a la música. Ella me ayuda a tolerar los pedazos de conversación que oigo al pasar y los gestos y ademanes que me quedan delante de los ojos según vamos evolucionando por la sala. Sin embargo, sigo esperando que llegue Victoria. No es un deseo vehemente, pero si me decidí a venir fue más que nada por verla, y ahora me falta en la fiesta su cabello flavo de diosa, su cuerpo sólido, su voz un poco cansada.

Carlos, el jefe de este Instituto Autónomo de Investigación en que he venido a caer, trata de ser festivamente ingenioso en un rincón. A mí me aburre de ordinario hasta la sordera o la distracción total y creo que por eso le soy muy antipático. Lo designamos por votación y su poder es casi simbólico, de manera que asombra verle siempre rodeado de algunos de nosotros, formando un grupo de diálogo trabajado y risueño donde aparecen las lecturas comunes en forma de entrecomillados verbales; son «seres-ahí» de cuando en cuando, con una sonrisa y ahuecando la voz. Dicen los demás, que lo conocen bien, que es un hombre excelente. En este momento, mientras mi pareja, de pura distracción, pega su vientre a mi cadera, escogen discos bromeando sobre su «ser de confianza». Cuando paso junto al grupo, uno de ellos pone en duda el carácter metafísico de útiles de los discos en general, un poco en broma, un poco porque obviamente no sabe de qué está hablando. También ingresó hace poco, como yo, y tal vez por eso nadie se molesta en darle mayor información; se limitan a mirarlo con un poco de malicia y otro tanto de bonhomía y Carlos declara, por cambiar de tema, que lo que él quiere es bailar tango. Uno del grupo pone de súbito cara de desolación en chunga y se interroga en voz alta, con el ceño fruncido por el esfuerzo, si los gramófonos eléctricos cumplen o no cumplen con el ideal aquel de que los entes tengan bondad-bella-de-ver. Qué pena y qué desaliento pensar que Victoria está también corrompida por estos semiletrados afables y simpáticos, remedos de varón de una o dos horas de esfuerzo semanal, cerdos irresponsables de la cultura. Estará ahora reduciendo su espléndido cuerpo a una monjil silla de escritorio, absorta en esos pequeños libritos donde pule sus lenguas clásicas o su alemán, para después volver a los líricos griegos o a Rilke en el original y que se los emputezcan estos semidioses de la masturbación y la flojera. Estará como siempre con los hombros echados atrás, curvado el cuello y las manos como muertas sobre la falda o la mesa. No levanta la cara si se la interrumpe; apenas la gira un poco y responde con algo entre desabrimiento y afecto.

–Oye, ¿no te parece que podrían hablar de otra cosa, siquiera cuando están en una fiesta? –le pregunto a mi pareja, señalando a los del grupo de Carlos.

Ella hace un gesto como de fastidio sin mirarme, y nos separamos porque ha terminado la pieza que bailábamos.

–Descansemos un poco –invita ella, volviéndome la espalda.

Mientras busca con los ojos un lugar para sentarnos, la recorro por detrás con la vista y observo que bajo el livianísimo vestido hay una espalda muy erecta, una cintura delgada de la que mi mano derecha guarda una imagen firme y cálida; de medio cuerpo arriba es muy esbelta, pero hacia abajo la figura se le expande un poco demasiado. Dudo si mi descomedido comentario sobre sus amigos me habrá ganado su enojo o su aprobación.

Lo único que hay para sentarse son unos colchones que alguien ha dispuesto contra la pared doblados de manera que la mitad sirve de asiento y la mitad de respaldo. Un enorme clavo, atado con una cinta roja, cuelga del dintel de la puerta de entrada, y sobre el marco, por los dos lados, hay letreros de cartulina que dicen: «Boite El Clavo». Me siento antes que mi pareja para evitar el reflejo irresistible: si se le hubieran desordenado las polleras al acomodarse en el colchón y yo hubiera estado al frente, sin duda le miro las piernas hasta ponerla roja. Ella está enamorada de Carlos, así es que tengo motivos para creer que mi observación no debe haberle gustado mucho.

–Y eso que no está Pablo –dice ella.

–¿Qué Pablo?

–El secretario del Instituto; el novio de Victoria.

–Ah, ya. ¿Por qué? ¿Es muy latero?

–¿Para qué te haces el inocente? ¿No lo has oído en las sesiones de los viernes?

–Claro que sí, pero nunca le atiendo lo que dice.

–Feliz tú. A mí me da tanta exasperación, que no puedo ni ponerme a pensar en otra cosa. No sé si es lo que dice o cómo lo dice, pero cuando empieza a hablar se me pone la carne de gallina.

–Yo creo que son las dos cosas –digo, encantado–, porque de lo que dice no sabe mucho, y además lo dice con tanta machaconería...

–Qué gusto oírle decir eso a alguien –me interrumpe–; yo he estado repitiendo lo mismo desde hace dos años, pero no muy convencida. ¿Tú crees de verdad que sabe poco?

–Mira –digo yo, dando peso a mi reflexión con un tono mesurado y modesto–. Yo no sé si es ignorante en todo, pero las veces que yo lo he oído disertar sobre las cosas que yo sé, me ha parecido bastante analfabeto. Y como todo el tiempo está enseñándoles literatura a los críticos, historia a los historiadores, medicina a los médicos...

–Oye, ¿a qué te dedicas tú?

–¿Cómo a qué me dedico yo?

–Claro: ¿en qué trabajas?, ¿dónde trabajas?

–Bueno, aquí y en la universidad.

–¿En la universidad también? ¿En la Universidad de Chile?

–Sí.

–¿Y cómo fue que te convencieron de entrar aquí?

–¿Por qué? ¿Tú crees que no debería trabajar aquí?

–No sé –dice ella–, me parece raro. Yo... ¿Es verdad que tú estuviste en la selva?

Pero cuando voy a responderle, cambia de posición y al apoyar una mano para hacerlo, se siente un crujido y dice:

–Oh, la quebré –y levanta una lapicera fuente que ninguno de los dos había notado antes y que ahora está curiosamente hecha ángulo.

–¡Qué tontería haberla dejado ahí! –digo, con verdadera molestia, porque la conversación empezaba a tenerme a mí como tema y ahora, en buscar al dueño y explicarle cómo sucedió, se va a perder la atmósfera propicia–. A ver, déjame verla; a lo mejor no es tanto el daño como parece.

Pero el estropicio es aún mayor de lo que se mostraba por fuera. La tapa, al doblarse, se llevó consigo la pluma y parte del cuerpo del artefacto y le dejó una apariencia de tenaza de cangrejo enteramente abierta. Sin capacidad para componerla ni para recobrar la conversación perdida, ni para alegrar la cara de consternación de mi pareja, me consuela que al menos no haya tenido, al parecer, gota de tinta dentro.

–¿Tiene arreglo?

–Yo diría que no. Está quebrado el cuerpo y se le despatarró la pluma. ¿Tienes idea de quién puede ser?

–Parece la de Carlos –dice ella y se vuelve, haciendo señas hacia Carlos, que sigue en medio del grupo original al otro extremo de la sala.

Carlos la mira después de unos cuantos intentos de ella por llamarle la atención, se señala a sí mismo con el índice y levanta la cabeza interrogativamente. Ella asiente, también agitando la cabeza, y él hace seña de que lo esperemos un instante. Termina de decir lo que ella le interrumpió y el grupo se pone a reír a gritos. Yo me siento ligeramente ridículo con los restos de la pluma en la mano, y la risa del grupo me hace sentir todavía peor; me hace mirarme súbitamente desde afuera, notar la posibilidad de que otros hayan advertido el largo rato que he pasado con mi pareja; porque en verdad hemos estado en una conversación más bien larga y familiar, y bien puede que todo el mundo lo haya notado y criticado como una ridiculez mía. Carlos llega hasta frente a ella y dice sonriendo:

–¿Sí? ¿Me querías para algo?

–¿Es tuya esa lapicera?

Carlos, antes de tomarla de mi mano extendida, se palpa apresuradamente los bolsillos de la chaqueta, luego coge los restos que le estoy ofreciendo y se los acerca a los ojos, porque la sala está sumida en una agradable penumbra.

–Claro que es la mía –dice con fastidio–; lo único que se puede hacer ahora es echar la mugre que queda a la basura –agrega y gira la vista por la sala como si buscara un tiesto para desperdicios.

Me fastidia la cara arrepentida que tiene mi pareja. Pero sobre todo encuentro intolerable la grosería de Carlos; yo estaba sintiéndome casi enamorado de esta mujer tan fragante, tan dócil de cintura y, de paso, tan interesada y afectuosa, cuando la pluma vino a quedar bajo su mano y lo arruinó todo. Porque ahora ella está aplastada bajo el poder iracundo de Carlos y lo mira hacia arriba.

–¿Dónde la encontraron? –pregunta Carlos.

–Yo la quebré –dice ella–. Fui a apoyar la mano aquí y no me fijé que estaba debajo.

–¿Y no la viste?

–No, pues, no la vi, Carlos. Está muy oscuro aquí...

–Bueno, no importa, no te preocupes –dice Carlos; nos da la espalda y se va.

Tengo un malestar de náusea en el estómago. El bestia de sujeto se fue justo cuando estaba a punto de tomar yo cartas en el asunto, me digo. Pero no es cierto. Yo sé que estoy pálido y que apenas puedo controlar la respiración. La verdad es que tuve miedo y no sé de qué. La verdad es que desde el primer momento estuve tragándome las palabras con que lo habría hecho callar si me hubiera atrevido. Ella me mira rapidísimamente y una punzada fría, de vergüenza, me corre por la columna vertebral. Todavía es tiempo de pararme, ir hasta el grupo adonde Carlos se ha reintegrado y decirle: «Mira, mi viejo, no me ha parecido nada de bien la manera con que la trataste, y si no vuelves ahora mismo y le pides disculpas, voy a tener que enseñarte a tratar a las mujeres». Pero también sé que no voy a atreverme y eso es lo que me humilla. ¿Con qué cara me mirarían los del grupo si lo hiciera? Ella misma quizá consideraría que me estoy metiendo intrusamente en su relación con Carlos. Además, el escándalo de una pelea a bofetadas me obligaría a dejar el Instituto. La miro de nuevo y advierto la mujeril pesadez de sus muslos, el vientre dulcemente curvado, la finura del talle bajo los pechos pequeños, la complejidad de su gesto que podría entenderse airado, o avergonzado, o comprensivo, o hasta acendradamente alegre. Y de nuevo me siento enfermo de humillación y de nuevo sé que no voy a hacer justo lo que sería necesario para quitármela. Tendrá que pasar el tiempo para que ella pierda la impresión que debe haberle dejado mi actitud. Una ola de furor me azota las costillas por dentro, pero es mayor el miedo de quedar aún más en ridículo, de tener que renunciar a todos los planes que tengo y que puedo desarrollar en el Instituto. No sé si temo o no temo que Carlos pudiera derrotarme si llegara el caso de pelear con él, pero cuento interiormente la posibilidad y me horroriza.

–Oye, ¿te puedo pedir un favor?

–Claro –dice casi ansiosa de que se lo pida.

–¿No podrías conseguir un trago?

Se levanta de inmediato sonriendo con toda naturalidad y me enumera los licores que puede ofrecer. Le pido que me traiga lo más fuerte que encuentre y la miro alejarse hacia la cocina. Me alivia enormemente su tranquila amabilidad, pero sin alegrarme; quisiera tener mil horas para conversar con ella y ver si podemos volver a establecer una sana relación libre y sexuada, aunque en definitiva sigamos siendo tan indiferentes como siempre lo hemos sido. Quisiera traerle a mis amigos de avería y aventura de otros tiempos para que le digan quién soy o por lo menos quién fui. Resulta, sin embargo, incongruente imaginarlos a ellos en medio de esta gente.

Victoria entra. Se inclina ligeramente al pasar bajo el clavo y los letreros. Mi pareja vuelve con un trago de pisco puro con hielo y me deja en seguida. Se lo agradezco, porque de pronto he descubierto que necesito con urgencia orinar. Atravieso la sala, paso junto a Victoria, que no me ve, absorta en las estruendosas bienvenidas con que la saluda todo el mundo, y después de recorrer el pasillo, me meto en el baño. Alcanzo a columbrar una figura de mujer que se está arreglando algo bajo las polleras y salgo diciendo incoherencias para disculparme. Era mi pareja. Ella abandona el baño indiferente y relajada y regresa al salón sin mirarme.

Dentro del baño no encuentro lugar, salvo donde dejar mi vaso. Todo ha sido sacado de su lugar y puesto a la vista por las necesidades de la mudanza. Orino largo, sintiendo el ruido de la música a lo lejos y bebiendo con verdadero deleite pequeños sorbos de alcohol frío. Recuerdo que también yo he olvidado asegurar la puerta y dejo que la vejiga se me siga vaciando casi sola, mientras trato de decidirme a interrumpir la operación. Siento unos pasos en el pasillo y me apresuro hasta la puerta sintiendo el frío insólito del líquido y del aire. Cuando empiezo otra vez, tratando de que no me oiga el que está afuera, los ojos se me llenan de lágrimas.

De vuelta en la sala, descubro que Victoria está bailando con Carlos. Se ve mucho nías contenta de lo que nunca la he visto antes, pero me produce un cierto desagrado cuando creo notar que se ríe demasiado. Carlos coquetea con ella; se le nota en que a intervalos, considera que lo que va a decir merece detenerse un momento, separarse un poco más de Victoria y acompañar lo que dice levantando la mano derecha con la palma hacia adelante, como un policía que dirigiera el tránsito en broma.

El grupo en que estaba Carlos se ha disgregado y el pobre Dagoberto se ha quedado solo junto al tocadisco sin saber qué hacer de su persona; me busca la cara insistentemente a medida que me muevo para observar a Victoria con más tranquilidad. El triste sujeto no sabe bailar, pero cree que domina en cambio la filosofía moderna y que yo necesito que se me instruya en ella. Se le ve determinado a encontrar auditorio. Mi pareja no se divisa. Además, después de la lapicera, y especialmente lo del baño, me parecería un poco indecoroso pedirle que bailáramos. Los grupos se han deshecho; casi todo el mundo está ahora bailando y Dagoberto no ha podido encontrar coraje para acercarse a nadie, ni siquiera para alejarse del tocadisco donde lo dejó el grupo de Carlos al disolverse; se mete una mano al bolsillo, saca el pecho y lanza una mirada circular por las parejas que bailan, pero como no puede seguir allí oscilando la cabeza como luz de faro, se le desconsuela el gesto, se le sumen las costillas y termina haciendo como que examina los sobres de los discos. Siento que sería casi mi deber ceder a la lástima que me provoca y dejar que me diera una pequeña conferencia sobre algo, pero tengo ganas de bailar.

Está sonando un tango de buen ritmo, preciso y quebrado, y yo bailo con Victoria. Aún ahora que tengo abrazada a esta mujer que apenas conozco, sigo repitiendo mentalmente mi «¿Te arriesgas a bailar conmigo, Victoria?» que me parece un verdadero hallazgo estilístico, y sigo regocijándome en que se haya limitado a sonreír y abrir los brazos para dejar que yo la tomara, porque no se le ocurrió qué contestar. Su cuerpo me resulta sorprendente al principio; me asombra que tenga el talle redondeado por una capa de grasa sólida, pero perceptible; tampoco esperaba la firmeza y abandono con que deja su mano en la mía. ¿Es ésta la niña que prepara un trabajo sobre la idea de la muerte en Rilke? Porque no es sólo esta nueva imagen epidérmica de su cuerpo lo asombroso; la alegría que me dio al aceptar que bailáramos se ha transformado ahora en el goce de bailar con ella. Esta mujer revela la danza; me sigue como una esclava borracha de alegría y entusiasmo que adivinara la sombra de una intención mía, de manera que al completar una evolución o cambiar de paso, siento que ella supo la dirección y el ritmo y la velocidad que yo iba a imponerle y me siguió antes que yo supiera lo que quería. No sé si ella siente lo que yo; pero pienso que no puede ser inconsciente de lo que hace y lo que produce, que a ella también, como a mí, le está sucediendo un verdadero milagro. Mantiene la cara dirigida hacia el suelo, de manera que no puedo verle la expresión. Por un instante se nos desconcierta el movimiento y ella levanta la cabeza como acusándome y pidiéndome a la vez que no deje que ocurra de nuevo. No la sostengo con suficiente fuerza; estamos demasiado separados. Cuando siente la tensión de mi brazo sobre su cintura, vuelve a inclinar la cabeza .y absorberse en la música. Su movimiento se hace cada vez más elástico, sumiso y entusiasmado; me parece que simplemente nos encontráramos interminablemente, una y otra vez, vaya mi cuerpo hacia donde vaya, moviéndonos juntos en el espacio, para mi renovada sorpresa y deleite; y cada vez, mientras atraviesa ella estas avenidas rítmicas del aire, ya está allí en germen el nuevo movimiento por donde voy a llevarla y por donde va a lanzarse con una fuerza profundamente animal, violenta y dulce. Termina la pieza.

–Espera –me dice, sin levantar la cabeza.

Se separa de mí. Se apoya con fuerza en mi brazo y arroja los zapatos hacia un lado, sacudiendo los pies, sin cuidarse donde caigan.

Maravillosa mujer, maravilloso animal fuerte y bello, maravillosa maravilla. Lléname una y otra y otra vez el corazón de tu presencia. Porque sería horroroso que de pronto abriera yo los brazos para oprimirte y no estuvieras; volvería a tener realidad esta sucia mentira de los institutos y los letrados; esta cochina sala de espejos donde los hombres y las mujeres toman forma de hojas de papel de diario. No olvides que Carlos está aguardando, apenas allí en el mundo de al lado, con una lapicera rota en el corazón; que Dagoberto tiene innumerables charlas en algún cartapacio. Si cada vez regresas a mí, quizá pueda seguir viendo lo que tú pareces descubrir con sólo dejarte abrazar: el sentido de ser hombre y ser mujer, la posibilidad de ser feliz en la verdad.

Ha terminado el baile y nos ha dejado huérfanos. Caminamos solos por las calles silenciosas como si buscáramos algo.

–¿Quieres llevarme a alguna parte? –pregunta en voz muy baja.

–No. Sólo a tu casa, Victoria. Estas cosas no duran, ¿ves tú? –digo yo y siento como si me hubiera triturado todos los huesos.

2

Las cosas no se me pintaban nada bien. Es imposible sacarle nada al póker cuando uno tiene la barriga tiesa por quince empanadas y un almuerzo. Que Leroy tuviera otras quince en el coleto, me daba lo mismo; de todas maneras era un vaca para jugar y no contaba. Lo serio era mi estado de ánimo. La vista me resbalaba por las paredes y el asfalto de la calle, reverberantes de sol, como buscando un lugar de sombra para dormirse. Del estómago hinchado me subía a la cabeza una alegría verbosa y bovina. Llevaba los sobacos mojados y experimentaba una vigorosa camaradería por los amigos con que discurríamos, calle arriba, en un grupo ahíto de comer y de reírse, ninguno muy alerta, arrastrando un poco los pies. Yo, personalmente, habría podido señalar la pantanosa región del encéfalo donde el espíritu se me había desmadejado, bien al fondo, enervado de comida y de calor a sestear en una atmósfera entre brea y plomo. Leroy conservaba un poco de animación y hablaba y hablaba produciendo un ruido como de moscardón. El único que parecía seguirlo con algún interés era Cacho. Daba la impresión de que a Osvaldo no le importaba un coco que a un viejo enteramente desconocido lo hubiera atravesado un cansador pedazo de una pieza de una máquina que tampoco conocía. Yo acababa de presenciar el accidente. Después de circunstanciar su narración con desesperante morosidad, Leroy terminó por llegar a la máquina agresora.

–¿Ustedes saben lo que es una tupí?

–No, mierda –respondió Osvaldo, sin levantar la vista del pavimento.

–Mira, es como un torno que funcionara verticalmente, pero en el lugar donde los tornos llevan el mandril, la tupí lleva el portaherramientas, y donde el torno lleva el portaherramientas.. .

–La tupí lleva el mandril –completó Osvaldo.

–No, la tupí no tiene mandril. Y si no me dejas contar tranquilo, te voy a acogotar, desgraciado.

–Es que no terminas nunca, pues, infeliz. Hace como cuatro cuadras que dejé de oírte y todavía sigues ahí mismo. ¿Qué importa la tupí o la hueví o lo que sea? Cuenta de una vez qué le pasó al viejo. Nos vamos a dormir.

–Le pasó que puso a andar la máquina con dos cuchillas demasiado grandes y una se quebró y se le metió en la guata. Yo le había advertido. Hay que ver que la maquinita se mueve a tres mil seiscientas r.p.m.

–¿Y dónde había puesto la cuchilla: en el mandril, en el portaherramientas o en el errepeeme? –dijo Osvaldo.

–Si no dejas de joder, yo voy a meterte a ti un zapato en el errepeeme, Osvaldito –sentenció Leroy.

–Ya, pues, Osvaldo, deja de fregar. ¡Cómo sería la hemorragia!

Cacho y Osvaldo se pusieron a discutir las posibilidades de sobrevivir que tenía el viejo Pamani. Opinaba Cacho que ya estaba fiambre; el otro apostaba que iba a parar la cola al amanecer del domingo.

–Los viejos son muy duros –concluyó–. Lo único que los liquida es el amanecer y la primavera. En serio; no se rían.

No pude dejar de intervenir.

–¿Y saben lo que hizo el desalmado de Leroy? Tendieron al pobre viejo en una de las oficinas a esperar que llegara la ambulancia. Y una de las secretarias se acuclilló al lado a consolarlo. Con una mano se limpiaba las lágrimas y con la otra le acariciaba la frente al viejo. Y este infeliz se sentó en una silla para mirarle con comodidad los calzones a la fulana mientras el viejo se desangraba.

–¿Y qué tal era la secretaria? –preguntó Osvaldo.

–La Yolita –respondió Leroy entusiasmado–. Tú la conoces; la pecosa.

–¡La Yolita! Toda la razón. Toda la razón. Aunque hubiera habido que matar un viejo, dos viejos, un regimiento de viejos. ¿Y de qué color los tenía, Leroy, amigo mío?

–Blancos y chiquitos.

–Qué adecuado: el color virginal –dijo Osvaldo juntando las manos y torciendo los ojos hacia la región celeste. Nadie le rió el chiste.

Yo, había empezado a sudar copiosamente de ahitamiento y de calor. Además, un demonio gárrulo me impelía sin descanso a la charla. Y el que no se concentra antes de jugar, más vale que no juegue; es como llamar a gritos al descalabro. Ahora, si el desventurado tiene la atención puesta en cada uno de los pelos que le está goteando debajo de la camisa, y desde dentro un tranque de charla amenaza desborde a cada instante, ni hablar. Para colmo, casi todos mis contendores acababan de recibir la plata del mes, y no es nada fácil pelar a un opulento. Cuando llegamos hasta la reja del jardín, estuve a punto de seguir de largo a mi casa, que me esperaba apenas dos cuadras más allá, pero por pura inercia seguí adherido al grupo. Cacho estaba contando por millonésima vez la aventura del brazo de muerto. Se lo había robado una noche del cementerio después de espiar desde detrás de un árbol el entierro de una muchacha. No le había quedado más remedio, porque a nadie más habían enterrado ese día y tenía que hacer una preparación y en la escuela andaban escasos los muertos.

–No seas mentiroso –interrumpió, como siempre, Osvaldo–. Era una de las pocas veces en que estábamos nadando en muertos. Querías hacerte el macho, bárbaro; eso era todo. Habías peleado con la Anita Jordán, también, y estabas muy romántico. Di que no.

–Siempre estás diciendo leseras y poniendo en ridículo a la gente –acusó Cacho, dilatando los ojos de resentimiento y de rabia.

Por suerte, antes de que Osvaldo terminara de abrir la puerta de reja y tuviera que volverse hacia Cacho, que estaba entigrecido mirándole la nuca, doblaron la esquina Landívar, Tu Padre y Eugenio. Venían riéndose a gritos y lanzaron al vernos un enérgico ¡BRAVO! que distrajo a Cacho. Los alegraba encontrarnos; habían temido que se les escapara el póker semanal. A mí se me aumentó la desgana: íbamos a ser siete a la mesa. Y lo definitivo era Landívar. El camba jugaba como los ángeles. La necesidad lo había hecho un verdadero profesional; como que tenía que costearse los estudios de derecho cazando tontos al billar y al póker, porque con el sueldo que ganaba no le habría alcanzado ni para graduarse de cucaracha.

–¿Musaraña no viene?

–No; tenía campeonato con la Mínima –dijo Tu Padre.

–¿Cómo?

–La Zóxima, esa flacuchentita preciosa. Una con carita de gato. ¿No la has visto nunca? Tienes que haberla visto; anda detrás del Musaraña como potrillo con su yegua. Los padres se le fueron esta mañana a La Paz y se encerró con Musa para saber quién aguanta más en la cama. ¡Qué suerte de desgraciado! Con lo rica y suavecita que es la Mínima, cómo estará pasándola de bien el asqueroso –conjeturó Osvaldo con los ojos vidriosos–. ¡Si es tan riiiiiiica! –agregó arrobado.

La ausencia de Musaraña me permitió sonreírles afablemente a los recién llegados; me alegraba que sus actividades deportivas lo mantuvieran lejos, porque también era un lince para el póker. Y yo iba a necesitar dinero en fardos para festejar a Blanca. Tenía que cubrirla de regalos. Tenía que llevarla a bailar a la Pascana, y a comidas y a nataciones. Si había tiempo, acaso pudiéramos viajar a Santa Cruz por unos cuantos calientes días. Allí, en medio del verano del trópico, la natural propensión de las mujeres a desvestirse, tan deliciosamente acentuada y entusiasta en Blanquita, encontraría su patria nativa en el calor sofocante.

Un perro chico, que había estado durmiendo junto a la puerta del cuarto de Osvaldo, se levantó sobresaltado, estiró lomo y patas en una especie de tiritón gozoso y, mientras Osvaldo buscaba sus llaves, nos olió tímidamente uno por uno, alargando el pescuezo hasta nuestras rodillas. Luego perdió el interés y se fue a orinar contra una estaca del jardín.

–¡Cuidado! Ese es, pues, el peligroso, che –dijo Landívar riendo–. ¿Cómo, pues, ser tan marica, che? Mira no más el perrito... si casi no se lo ve.

–Callado, mediterráneo –respondió Eugenio, que era el que se había subido al arbolito en la ocasión aquella.

Leroy estaba silencioso y servicial. Los demás nos desparramamos por la habitación. Él ayudó a preparar el tablón cuadrado sin patas que nos servía de mesa de juego. En seguida, cuando Osvaldo descubrió que se le habían perdido las fichas, también se comidió a sugerirle posibles escondrijos y ayudarle a revisarlos. Empezaron desordenando una cómoda prolijamente, cajón por cajón. Dentro del cuarto, el calor agobiaba muchísimo más que afuera. Me parecía percibir la embestida del sol en las planchas de zinc, por sobre nuestras cabezas, fabricando una especie de silencio espeso donde los ruidos de los demás se hacían lentos y daban ganas de dormir. Tu Padre se fue desmadejando imperceptiblemente a medida que no se encontraban las fichas en nuevos muebles; terminó largo en el piso, la cabeza sobre la almohada que al principio le había servido de asiento. Parecía estar fumando sólo para que el humo se le saliera de la boca y poder considerarlo luego con los párpados fruncidos mientras iba disolviéndose.

Eugenio se había fabricado un escabel poniendo varios libros uno sobre otro y daba pena sentado encima, hojeando una revista, imagen del que no está mirando en verdad nada y trata de adoptar una actitud para que nadie le note la miseria interior. Debe haber estado sintiendo que se le abría a los pies el abismo del vicio. El vórtice devorador que termina en la droga, en el prostíbulo, en el patíbulo. La primera vez que Tu Padre lo había invitado a un póker, meses atrás, casi se le humedeció la frente de horror y de sorpresa. Esas cosas eran inmorales. Sólo la avidez había terminado por vencerlo, pero se sentía como vaca en trapecio.

–Qué calor hace –dijo, levantando la cabeza hacia la ventana. Nadie le contestó. Se quedó inmóvil en la misma posición. Luego solicitó mi juicio directamente–: ¿No encuentras tú que hace demasiado calor?

Estuvo en un tris de darse cuenta que me estaba riendo de él. Me divertía la flacidez general de su figura y, principalmente, que cuando me dirigió la pregunta yo acababa de advertir que tenía las mejillas como nalgas; era como si tuviera un meditabundo trasero contemplando la ventana. Por suerte intervino Tu Padre. Giró los ojos hacia él. Acomodó la cabeza en su almohada; se sacó de entre los labios la colilla mojada de saliva, con el papel teñido de café, y dijo como pidiendo fortaleza:

–Hijo mío, Eugenio, Eugenito de mi corazón. Apuesto, apuesto una de mis bolas, la preferida, a que quieres ir a nadar.

Nos reímos un poco y Eugenio volvió sus nalgas faciales a la revista haciendo un ruido de protesta y taima. Desde el otro lado de la habitación, Leroy subió la voz para maldecir el desorden de Osvaldo. Acababa de apilar en el suelo todos los libros de un estante y, parado junto al montón, interrogaba a Osvaldo sobre sitios que acaso hubieran escapado a la búsqueda en medio del caos de porquerías y basuras inútiles que era la cagada de lugar. Osvaldo respondió que no, con mucho comedimiento; se hubiera dicho que no había escuchado las barbaridades que le disparaba el otro. Lo habían investigado todo, acaso mal, pero no había más. Leroy empezó otra vez. Yo lo único que deseaba era que buscaran en silencio, porque estaba por quedarme dormido. Por último, cuando se disponían a recomenzar en la cómoda, Leroy sugirió que acaso alguien las tuviera prestadas. Osvaldo se volvió hacia nosotros como una víbora, gritando:

–¡Desgraciado! –se lo decía a Tu Padre–. ¡Desgraciado!

El otro abrió los ojos con infinita lentitud.

–¿A mí me lo dices, Osvaldo? ¿No me engañan mis oídos? ¿He vivido para ver el momento en que le hables así a tu amigo del alma? ¿A tu padre? ¿Y todo por unas tristes y descascaradas fichas? No. No. Oh, no. Ya no hay amistad en el mundo. Con razón vivimos entre guerras, y revoluciones, y estupros y asaltos en despoblado...

Osvaldo le dio un discreto puntapié en las costillas.

–Déjate de leseras y anda a buscarlas. Mira cómo dejamos todo, infeliz, y el desgraciado sabía todo el tiempo.

–¿Yo, a buscarlas, Osvaldo? Ah, no, hijo. Eso sí que no. ¿Sobre los insultos, sacrificios? Jamás. Antes de moverme de aquí, prefiero que se acabe el mundo. Aquí están las llaves del aposento privado del príncipe. Si alguien quiere fichas y póker, saque el trasero de donde lo tenga y muévase. Yo, ni con tractor.

Osvaldo se emperró en no ir. Gran ocasión para preparar una prueba de siquiatría que tenía el lunes. Eugenio cerró su revista y se paró de los libros, entre esperanzado y temeroso; Cacho, que había estado inmóvil en su rincón, se volvió sorprendido hacia los que discutían; pero de inmediato volvió a enfrascarse en la contemplación de algo que ocurría en la pared y que debe haber sido muy pequeño; probablemente esperaba que por fin alguien le preguntara qué estaba pasando junto a su ojo. Tu Padre seguía con la mano levantada, balanceando su llavero en el aire. Leroy se le acercó, recibió las llaves, pisó sobre su estómago y salió de la habitación.

–Están en mi velador, fiel esclavo mío –informó Tu Padre.