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Novela de corte costumbrista del literato Juan Valera. Nos narra la historia de amor de Juanita, una joven pueblerina y poco experimentada en los asuntos de la vida, con un señor mucho mayor que ella, en medio de las maledicencias y chismes del pueblo.-
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Seitenzahl: 365
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Juan Valera
Saga
Juanita la Larga
Copyright © 1896, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726661521
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
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Al Excmo. Señor Marqués de la Vega de Armijo
Mi querido amigo: no sé si este libro es novela o no. Le he escrito con poquísimo arte, combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en tal o cual lugar de la provincia de Córdoba. A fin de tener libre campo en que fingir una acción, no determino el lugar en que la acción pasa e invento uno dándole nombre supuesto, pero yo creo que los usos y costumbres, los caracteres, las pasiones y hasta los lances de mi relato, han podido suceder naturalmente y tal vez han sucedido, siendo yo, en cierto modo, más bien historiador fiel y veraz que novelista rico de imaginación y de inventiva. Si no fuese porque ahora está muy en moda este género de novelas, copia exacta de la realidad y no creación del espíritu poético, yo daría poquísimo valer a mi obra. No le tiene tampoco porque eleve el alma a superiores esferas, ni porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica, social, política o religiosa. -VI- Juanita la Larga no propende a demostrar ni demuestra cosa alguna. Su mérito, si le tuviere, ha de estar en que divierta. Yo me he divertido mucho escribiéndola, pero no se infiere de ahí que se diviertan también los que la lean. Al contrario, es muy posible que haya agotado yo toda la diversión al escribirla y se la entregue al público, monda y lironda, como quien se come la carne y tira el hueso.
Había pensado yo, desde un principio, dedicar a usted esta novela, llamémosla así; pero las anteriores consideraciones me han hecho vacilar y me han tenido a punto de no hacer la dedicatoria. Si no enseño nada porque en la novela no hay tesis y porque no gusto de la poesía docente, y si no divierto tampoco porque todo el jugo de la diversión que en la novela había me le he sorbido al componerla ¿qué es lo que voy a dedicar que merezca ser dedicado?
A pesar de lo dicho, he persistido después en hacer la dedicatoria y la hago, fundado en dos razones.
Es la primera la persuasión en que estoy de que usted acogerá este libro, con benévola indulgencia, prescindiendo de su corto mérito, por ser muestra de mi constante amistad y de la gratitud que le debo, ya por antiguos favores, ya por otros recientes, cuando hace poco fue de nuevo jefe mío. Y es la segunda que mi libro puede considerarse como espejo o reproducción fotográfica de hombres y de cosas de la provincia en que yo he nacido y en que usted es uno de los más ilustres magnates. Aunque las pinturas o -VII- retratos que yo hago carezcan de gracia, entiendo que en ellos resplandece el amor con que los he hecho, lo cual no puede menos de prestarles agrado y de atraerles la simpatía de usted y del público. Por donde me inclino a esperar que usted ha de gustar de mi libro y que también el público ha de gustar de él, si no tanto como usted, lo bastante para perdonar o disimular las muchas faltas que en él note.
Suplico a usted, pues, que acepte mi pobre ofrenda por la buena y cariñosa intención con que se la dedico y que me crea siempre su afectísimo amigo
q. b. s. m.
JUAN VALERA
Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque no viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmente con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotros designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica aunque pequeña población de Andalucía estaba muy floreciente entonces, porque sus fértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera, producían exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convertirse en jerezanos.
No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la población más importante del distrito electoral de nuestro amigo, pero cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector, que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprende que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la más extraordinaria preponderancia.
Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba D. Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo en que vive y muestra su valer la persona afortunada.
Sin duda, D. Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primeros siglos de la Era Cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano; pero como vivía en Villalegre, y en nuestra edad, se contentó y se aquietó con ser el cacique, o más bien el César o el emperador de Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todos obedeciéndole gustosos.
El diputado novel, no obstante ensalzaba más a otro sujeto del distrito, porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora de don Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el Papa León X y casi todos los grandes soberanos, han tenido un ministro favorito y constante, sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actividad ni hubieran obtenido la hegemonía para su patria, D. Andrés Rubio tenía también su ministro, que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba, era un Bismark o un Cavour. Se llamaba este personaje D. Francisco López, y era secretario del Ayuntamiento; pero nadie le llamaba sino D. Paco.
Aunque había cumplido ya cincuenta y tres años, estaba tan bien conservado, que parecía mucho más joven. Era alto, enjuto de carnes, ágil y recio; con poquísimas canas aún; atusados y negros los bigotes y la barba; muy atildado y pulcro en toda su persona y traje; y con ojos zarcos, expresivos y grandes. No le faltaba ni muela ni diente, que los tenía sanos, firmes y muy blancos e iguales.
Pasaba D. Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes, con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna, y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.
Esto en lo tocante al agrado. Para lo útil don Paco valía más: era un verdadero factotum. Como en el pueblo, si bien había dos licenciados y tres doctores en derecho, eran abogados Peperris, o sea de secano, todos acudían a D. Paco que, rábula y jurisperito, sabía más leyes que el que las inventó, y les ayudaba a componer o componía cualquier pedimento o alegato sobre negocio litigioso de algún empeño y cuantía.
El escribano era un zoquete, que había heredado la escribanía de su padre y que sin las luces y la colaboración de D. Paco apenas se atrevía a redactar ni testamento, ni contrato matrimonial, de arrendamiento o de compra-venta, ni escritura de particiones.
El alcalde y los concejales, rústicos labradores por lo común, a quienes D. Andrés Rubio hacía elegir o nombrar, le estaban sometidos y devotos, y como no entendían de reglamentos ni de disposiciones legales sobre administración y hacienda, D. Paco era quien repartía las contribuciones y lo disponía todo. Cuidaba al mismo tiempo de la limpieza de la villa, de la conservación de las Casas Consistoriales y demás edificios públicos y del buen orden y abastecimiento de la carnicería y de los mercados de granos, legumbres y frutas; y era tan campechano y dicharachero, que alcanzaba envidiable favor entre los hortelanos y verduleras, quienes solían enviar a su casa, para su regalo, según la estación, ya higos almibarados, ya tiernas lechugas, ya exquisitas ciruelas claudias o ya los melones más aromáticos y dulces.
El carnicero estaba con D. Paco a partir un piñón, y de seguro que, si alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa sino en la de D. Paco, a no ser en la de su hija, de quien hablaremos después.
Asombrosa era la actividad de D. Paco, pero distaba mucho de ser estéril. Con tantos oficios florecía él y medraba que era una bendición del cielo, y aunque había empezado en su mocedad por no poseer más que el día y la noche, había acabado por ser propietario de buenas fincas. Poseía dos hazas en el ruedo, de tres fanegas la una. La otra sólo tenía una fanega y cinco celemines; pero como allá en lo antiguo había estado el cementerio en aquel sitio, la tierra era muy generosa y producía los garbanzos más mantecosos y más gordos y tiernos que se comían en toda la provincia, y en cuya comparación eran balines los celebrados garbanzos de Alfarnate. Poseía también D. Paco quince aranzadas de olivar, cuyos olivos no eran ningunos cantacucos, sino muy frondosos y que llevaban casi todos los años abundante cosecha de aceitunas, siendo famosas las gordales, que él hacía aliñar muy bien, y que, según los peritos en esta materia, sobrepujaban a las más sabrosas aceitunas de Córdoba, tan celebradas ya en la Gatomaquia por el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega.
Por último, poseía D. Paco la casa en que vivía, donde no faltaban bodega con diez tinajas de las mejores de Lucena, un pequeño lagar, y una candiotera con más de veinte pipas, entre chicas y grandes. Para llenar las pipas y las tinajas era D. Paco dueño de un hermoso majuelo, que casi tenía seis fanegas de extensión; y, aunque su producto no bastaba, solía él comprar mosto en tiempo de la vendimia, o más bien comprar uva que pisaba en el lagar de su casa.
Era ésta de las buenas del pueblo, con corral donde había muchas gallinas, y con patio enlosado, y lleno de macetas de albahaca, brusco, evónimo, miramelindos, don-pedros y otras flores.
Claro está que para las faenas rústicas del lagar, del trasiego del vino y de la confección del aceite, hombres y bestias entraban por una puertecilla falsa que había en el corral. En suma, la casa era tal y tan cómoda y señoril, que si la hubiera alquilado D. Paco, en vez de vivirla, no hubiese faltado quien le diese por ella 400 reales al año, limpios de polvo y paja, esto es, pagando la contribución el inquilino.
Menester es confesar que todo este florecimiento tenía una terrible contra: la dependencia de D. Andrés Rubio, dependencia de que era imposible o por lo menos dificilísimo zafarse.
Por útiles y habilidosos que los hombres sean, y por muy aptos para todo, no se me negará que rara vez llegan a ser de todo punto necesarios, singularmente cuando hay por cima de ellos un hombre de voluntad enérgica y de incontrastable poderío a quien sirven y de cuyo capricho y merced están como colgados. D. Andrés Rubio había, digámoslo así, hecho a D. Paco; y así como le había hecho, podía deshacerle. No le faltarían para ello persona o personas que reemplazasen a D. Paco, repartiéndose sus empleos, si una sola no era bastante a desempeñarlos todos con igual eficacia y tino.
D. Paco tenía plena conciencia de lo que debía y de lo que podía esperar y temer aún de don Andrés; de suerte que, tanto por gratitud, cuanto por prudencia previsora, le servía con la mayor lealtad y celo y procuraba complacerle siempre.
D. Paco, sin embargo, no recelaba mucho perder su elevada posición y su envidiable privanza. Además de contar con su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.
Viudo hacía ya más de veinte años, tenía una hija de veintiocho1, que había sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces la señora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando y resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocrática posición, como el sol en el meridiano.
Hacía ya diez años que ella había logrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, del mayorazgo D. Álvaro Roldán, con quien se había casado y de quien había tenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos, entre hijos e hijas.
El tal D. Álvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelen desplegar los nobles lugareños. Su casa era la mejor que había en Villalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, de magníficas columnas de piedra berroqueña, estriadas y con capiteles corintios. Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra también, donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitud de monstruos y de otros objetos simbólicos que para los versados en la utilísima ciencia del blasón daban claro testimonio de la antigüedad y sublimidad de su prosapia.
Decían las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Álvaro estaba atrasado, que tenía hipotecadas algunas de sus mejores fincas y que debía bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas, porque él vivía como si nada debiese. Le servían muchos criados, constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimo a la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, y dos hábiles cazadores o escopetas negras que solían acompañarle.
En la casa había jardín, y además un desmesurado corralón, donde, para mayor recreo y gala, no se encerraban sólo gallinas y pavos, sino, en apartados recintos, venados y corzos traídos vivos de Sierra Morena, y por último, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sus travesuras y ferocidades, un enorme mono que había, enviado de Marruecos un capitán de infantería, primo del señor.
Doña Inés, que así se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa de D. Álvaro Roldán, tenía también muchos costosos caprichos de varios géneros. Se vestía con lujo y elegancia no comunes en los lugares; sustentaba canarios, loros y cotorras; era golosísima y delicada de paladar y los mejores platos de carne y los almíbares más apetitosos se comían en su mesa. El chocolate, que se elaboraba en su casa, dos veces al año, gozaba de nombradía en toda la comarca.
Como D. Álvaro Roldán estaba ausente más de la mitad del tiempo, ya cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya en las ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, doña Inés se quedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además del de la lectura de libros serios.
Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya: lo que se llama un estuche. Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo; cantaba como una calandria, así las melancólicas playeras, como el regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas, tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merecía el mencionado calificativo con que algunos la designan.
No se entienda por esto que doña Inés gustase de conversaciones libres y escabrosas. Cuanto no era lícito y puro, en el pensamiento y en la palabra, ofendía sus oídos de austera matrona pero en un lugar hay que sufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propio don Álvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos aún lo eran las personas que le rodeaban. Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quince años de edad, hijo del aperador y favorito de D. Álvaro, que éste tenía siempre en casa para que entretuviese a los niños. Como el aperador era Calvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lo mucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de doña Inés, he de citar aquí un caso que de Calvete me han referido.
Antes de que cumpliese dos años el primogénito de los Roldanes, logró Calvete enseñarle a pronunciar con la mayor perfección cierto vocablo de tres sílabas, en que hay una aspiración muy fuerte. Encantado con su triunfo pedagógico, corrió por toda la casa gritando como un loco:
-¡Señor D. Álvaro! ¡Ya lo dice claro! ¡El señorito lo dice claro!
Doña Inés se disgustó y rabió, pero D. Álvaro quedó más encantado que Calvete y le dio en albricias un doblón de a cuatro duros, después que el niño dijo delante de él la palabreja y él admiró el aprovechamiento y la precocidad del discípulo y la virtud didáctica del maestro.
Amigas tenía pocas doña Inés porque casi todas las hidalguillas y labradoras de la población estaban muy por bajo de ella en entendimiento, ilustración, finura y riqueza.
Quien más acompañaba, por consiguiente, en su soledad a la señora doña Inés, era el cacique don Andrés Rubio, embobado con el afable trato de ella y cautivo de su discreción y de su hermosura.
Daba esto ocasión a que los maldicientes supusiesen y dijesen mil picardías. Pero ¿quién en este mundo está libre de una mala lengua y de un testigo falso? ¿Cómo la gente grosera de un lugar ha de comprender la amistad refinada y platónica de dos espíritus selectos? El señor cura párroco era de los pocos que verdaderamente la comprendían, y así encontraba muy bien aquella amistad y acaso daba gracias a Dios de que existiese, porque redundaba en bien de los pobres y de la iglesia, a quienes doña Inés y D. Andrés, puestos de acuerdo, hacían muchos presentes y limosnas.
Era el cura párroco un fraile exclaustrado de Santo Domingo, muy severo en su moral, muy religioso y muy amigo del orden, de la disciplina y del respeto a la jerarquía social. Casi siempre en sus pláticas, en sus conversaciones particulares y en los sermones que predicaba con frecuencia, porque era excelente predicador, clamaba mucho contra la falta de religión y contra la impiedad que va cundiendo por todas partes, con lo cual los ricos pierden la caridad y los pobres la resignación y la paciencia, y en unos y en otros germinan y fermentan los vicios, las malas pasiones y las peores costumbres.
El padre Anselmo, que así se llamaba el cura párroco, admiraba de buena fe a la señora doña Inés como a un modelo de profunda fe religiosa y de distinción aristocrática. Era el tipo ideal realizado de la gran señora, tal como él se la imaginaba. Ni siquiera le faltaban a doña Inés ocasiones en que ejercitar las raras virtudes del prudente disimulo para no dar escándalos, de la santa conformidad con la voluntad de Dios y de la longanimidad benigna para perdonar las ofensas. Bien sabía toda la gente del lugar los malos pasos en que D. Álvaro Roldán solía andar metido. A menudo, sobre todo en las ferias, jugaba al monte y hasta al cané; y, lo que es peor, era tan desgraciado o tan torpe que casi siempre perdía. Para consolarse apelaba a un lastimoso recurso: gustaba de empinar el codo, y aunque tenía un vino regocijado y manso, siempre era grandísimo tormento para una dama tan en sus puntos tener a su lado y como compañero a un borracho. Por último, aquel empecatado de don Álvaro, aunque tenía tan egregia y bella esposa, se dejaba llevar a menudo de las más villanas inclinaciones, y en una o en otra de sus dos magníficas caserías alojaba con mal disimulado recato a alguna daifa, por lo común forastera, que había conocido y con quien había simpatizado, ya en esta feria, ya en la otra.
Como se ve, D. Álvaro distaba mucho de ser un modelo de perfección. El padre Anselmo no ignoraba sus extravíos, contribuyendo esto a hacer más respetable a sus ojos a la prudente y sufrida señora.
Era tal la distinción aristocrática de doña Inés que, sin poder remediarlo, hasta en su padre encontraba cierta vulgar ordinariez que la afligía no poco; pero como doña Inés tenía muy presentes los mandamientos de la Ley de Dios y los observaba con exactitud rigurosa, nunca dejaba de honrar a su padre como debía, si bien procuraba honrarle desde lejos y no verle con frecuencia, a fin de no perder las ilusiones.
En suma, D. Andrés el cacique era la única persona que por naturaleza estaba a la altura de doña Inés y era capaz de comprenderla y admirarla. Y digo por naturaleza porque el padre Anselmo, aunque por naturaleza era entendido, estaba además tan ayudado y tan ilustrado por la gracia de Dios, que comprendía como nadie el valor y las excelencias de doña Inés, y era muy digno de su trato familiar, teniendo con ella piadosísimos coloquios, en los cuales se desataba contra la abominable corrupción de nuestro siglo y contra la blasfema incredulidad que prevalece en el día y que se va apoderando de todos los espíritus.
Sin el menor artificio he presentado ya a mis lectores a varios de los personajes principales que han de figurar en la presente historia; pero me quedan dos todavía, de los cuales conviene dar previamente alguna noticia.
D. Paco, según hemos dicho, era un hombre enciclopédico, de variadas aptitudes y habilidades; la mano derecha del cacique y la subordinada inteligencia que hacía que en el lugar la soberana voluntad del cacique se respetase y cumpliese.
Había, sin embargo, en Villalegre otra persona, que en más pequeña esfera y en más reducidos términos, si no competía, se acercaba mucho al mérito de D. Paco por la multitud de sus conocimientos y habilidades y por lo hacendosa y lista que era.
Hablo aquí de la famosísima Juana la Larga. Imposible parece que esta mujer atinase a hacer bien tantas cosas diversas. Ella trabajaba mucho, pero no se ha de negar que con fruto. Tenía casa propia, sin lagar y sin bodega, pero en lo restante casi tan buena como la de D. Paco. Carecía de olivares y de viñas, pero había hecho algunos ahorrillos que, según la voz pública, pasaban de 12.000 reales, y que iban creciendo como la espuma, porque los tenía dados a rédito a personas muy de fiar, y al 10 por 100 al año, porque como era mujer muy temerosa de Dios, de muy estrecha conciencia y muy caritativa, no quería pasar por usurera.
En sus diferentes oficios, Juana la Larga ganaba, por término medio y según los cálculos más juiciosos, sobre ocho reales al día o dígase cerca de 3.000 cada año. Y esto sin contar las adehalas, propinas, regalos y obsequios que recibía a menudo. Bien es verdad que todo y más se lo merecía ella.
Nadie era más a propósito para dirigir una matanza de cerdos. Salaba los jamones con singular habilidad. El adobo con que preparaba los lomos antes de freírlos en manteca, era sabroso y delicadísimo, y teñía la manteca de un rojo dorado que hechizaba la vista, daba delicado perfume y despertaba el apetito de la persona más desganada cuando entraba por sus narices y por sus ojos. Sus longanizas, morcillas, morcones y embuchados dejaban muy atrás a lo mejor que en este género se condimenta en Extremadura. Y tenía tan hábil mano para todo, que hasta cuando derretía las mantecas sacaba los más saladitos y crujientes chicharrones que se han comido nunca. Así es que los labradores ricos y otras personas desahogadas y de buen gusto se disputaban a Juana la Larga para que fuese a la casa de ellos a hacer la matanza.
En lo tocante a repostería no era nada inferior; y casi todo el año, y particularmente en tres solemnes épocas, no sabía ella cómo acudir a las mil partes a donde la llamaban: antes de Pascua de Navidad, a fin de confeccionar las chucherías y delicadezas que las personas pudientes y sibaríticas suelen entonces mandar hacer para su regalo: por ejemplo, los hojaldres y las célebres empanadas con boquerones y picadillo de tomate y cebolla que se toman por allí con el chocolate. Hacía, también como nadie, tortillas de azúcar y polvorones que se dejaban muy atrás a los tan encomiados de Morón; roscos de huevo y de vino y mucha variedad de bizcochos y de almíbares.
Si Juana no hubiera sabido tanto de otras cosas, se hubiera podido asegurar que era una especialidad maravillosa para las frutas de sartén; de modo que en los días que preceden a la Semana Santa no daba paz a la mano ni a la mente, acudiendo a las casas de los Hermanos Mayores de las cofradías, para hacer las esponjosas hojuelas, los gajorros y los exquisitos pestiños, que se deshacían en la boca, y con los cuales se regalaban los apóstoles, los nazarenos, el santo rey David y todos los demás profetas y personajes gloriosos del Antiguo y del Nuevo Testamento que figuraban en las deliciosas procesiones que por allí se estilan.
No estaba ociosa Juana ni carecía de conveniente habilidad para emplearla en la estación de la vendimia. Sus arropes no tenían rival en toda aquella provincia, y lo mismo puede decirse de sus excelentes gachas de mosto. En otoño, por ser cuando se dan los mejores frutos, se castran las colmenas y está fresca la miel, se empleaba Juana en hacer carne de membrillo y de manzana, gran variedad de turrones y ligerísimo y esponjado piñonate, cuyos gruesos y dorados granos quedaban ligados con la olorosa miel bien batida.
Fuera de esto, Juana se pintaba sola para disponer cualquier pipiripao o banquete que debía o quería dar algún señor del pueblo, ya con ocasión de boda o bautizo, ya para obsequiar al diputado, al señor gobernador o al propio obispo si venía a visitar la villa.
Y no se crea que Juana sabía sólo hacer los guisos locales, sino que también había importado y añadido a la cocina indígena no pocos platos forasteros de más o menos remotos países, entre los cuales platos o manjares descollaban los celebérrimos bizcochos de yema, que sólo hacían unas monjas de Écija, de cuyo secreto tradicional no se comprende por qué arte o maña prodigiosa ella había sabido apoderarse. Confeccionaba, por último, varios platos de origen francés, cuyos nombres enrevesados habían venido a modificarse poniéndose de acuerdo con la pronunciación española. Así, por ejemplo, chuletas a la balsamela, lenguados ingratines y anguilas fritas con salmorejo tártaro.
No era todo esto lo más admirable. Lo más admirable era que Juana2, sobre ser la más sabia cocinera y repostera del lugar, era también su primera modista.
Casi siempre tenía una o dos oficialas que cosían para ella, y ella cortaba vestidos, con tanto arte y primor, como Worth o la Doucet en la capital de Francia.
Las señoras y señoritas más pudientes y aficionadas al lujo acudían, pues, a Juana para sus trajes de empeño, cuando había que lucirlos, ya en una boda, ya en una feria o ya en el baile que solía darse en las Casas Consistoriales el día del Santo Patrono.
Juana, por último, no era sólo sabia y operosa en las artes del deleite, sino que ejercía también, aunque no estaba examinada ni tenía título, un menester o profesión de la más alta importancia social.
Era peritísima y agilísima para ayudar a cualquier mujer en los más duros trances de Lucina, y muchas se confiaban y se entregaban a ella porque jamás se le había desgraciado ninguna criatura, y porque la madre, como no fuese muy enclenque, a los seis o siete días de salir de su cuidado estaba ya de pie, y a menudo iba a misa, y, si se presentaba la ocasión, bailaba el bolero.
Con todas estas habilidades y excelencias, Juana la Larga no podía menos de ser querida y estimada en Villalegre, consiguiendo que su severa y más alta sociedad o high life le hubiese perdonado un desliz o tropiezo que tuvo en sus mocedades.
En el momento en que va a empezar la acción de esta verdadera historia, Juana tendría cuarenta años muy cumplidos, si bien conservaba aún restos de su antigua belleza, que había sido notable cuando ella tenía veinte años; pero como entonces era muy pobre y no había descubierto ni mostrado sus grandes habilidades, no encontró, a pesar de su mérito, novio que le acomodase y tuvo que permanecer soltera.
A lo que se cuenta, cierto oficial de caballería que vino por aquellos lugares a comprar caballos para la remonta, y que era guapísimo y muy gracioso y divertido, se enamoró de Juana y logró enamorarla. No se sabe si le dio palabra de casamiento o no se la dio; pero lo cierto es que el bueno del oficial tuvo que irse a la guerra civil, que ardía en las Provincias Vascongadas, y allí le mató una bala carlista que le agujereó el cráneo y se le entró en los sesos.
Juana quedó, pues, semi-viuda. Póstuma o no póstuma tuvo una niña preciosa a quien dieron en la pila bautismal el mismo nombre que a su madre. El vulgo añadió después al nombre el mismo epíteto, por donde esta niña, que será la principal heroína de nuestra historia, vino a ser apellidada Juanita la Larga.
Su madre la crió con gran cariño y esmero, sin recatarse y sin disimular que ella era su hija, lo cual hubiera sido en aquel lugar, donde todo se sabía, el más inútil de los disimulos. Juana crió, pues, a sus pechos a Juanita; siempre la llamaba hija, y Juanita, desde que empezó a hablar, llamaba a Juana madre a boca llena.
Esto era considerado como una gran desvergüenza entre las personas severas del lugar, que clamaban contra el escándalo y mal ejemplo; pero, poco a poco, todos se fueron acostumbrando, y al cabo de algunos años nada parecía más natural ni más justo sino que Juanita fuese hija de Juana, a la cual no faltaron tampoco defensores, ya razonables, ya fervorosos, que alababan el cariño y la devoción material de la madre a la hija, y que, cuando eran algo maldicientes, no dejaban de comparar a Juana con otras que pasaban por honradísimas y que hasta tenían la insolencia de presumir de casi santas. De ellas se murmuraba, con más o menos fundamento, que habían tenido también fruto, y no de bendición, del cual se habían desprendido, o enviándole a la inclusa o sabe Dios o el diablo de qué otra manera.
El epíteto de Larga dado a Juanita no era solo por herencia, sino que era también por conquista.
Juanita, a los diecisiete años, había espigado tanto, que era la moza más alta y más esbelta que había en el lugar. Algo de la sangre belicosa del oficial de caballería se había infundido en ella, y la crianza libre y hombruna que había recibido, había desarrollado su agilidad y sus bríos. Cuando andaba tenía un aire marcial a par que gracioso; corría como un gamo; tiraba pedradas con tanto tino que mataba los gorriones, y de un brinco se plantaba sobre el lomo del mulo más resabiado o del potro más cerril. Y no a horcajadas, porque esto no lo consentían su decoro y su estética natural e inconsciente, sino sentada, lo cual es más difícil, hacía trotar y galopar a la bestia, espoleándola con los talones o azotándola con el extremo del ronzal o de la jáquima, cuando la tenía y no iba en pelo sin brida ni rienda de ninguna clase.
Los primeros años de la mocedad de Juanita habían sido algo dificultosos, porque su madre no había alcanzado aún la extraordinaria reputación de que después gozaba, ni tenía el bienestar y la riqueza de que ya hemos hablado.
Juanita no fue nunca a la miga, pero su madre le enseñó a coser y a bordar primorosamente; y el maestro de escuela, que le tomó mucho cariño, le enseñó a leer y a escribir gratis en sus ratos de ocio.
Desde que tuvo nueve años, Juanita fue de grande auxilio a su madre, que hasta mucho más tarde no se dio el lujo de tener una sirvienta.
Juanita barría y aljofifaba, fregaba los platos, enjalbegaba algunos cuartos y la fachada de la casa, que era la más blanca y la más limpia de la población, y hasta agarraba su cantarillo e iba por agua a la milagrosa fuente del ejido, cuyo caño vertía un chorro tan grueso como el brazo de un hombre robusto, siendo tal la abundancia del agua que con ella se regaban muchísimas huertas y se hacían frondosos, amenos y deleitables los alrededores de Villalegre, contribuyendo no poco a que la villa mereciese este nombre. El agua además era exquisita por su transparencia y pureza, como filtrada por entre rocas de los cercanos cerros, y tenía muy grato sabor y muy salubres condiciones. La gente del pueblo le atribuía, por último, algunas prodigiosas cualidades, calificándola de muy vinagrera y de muy triguera. Quería significar con esto que el arriero que compraba en Villalegre vinagre de yema, por lo común muy fuerte, llenaba sólo dos tercios de la cavidad de la corambre, y la acababa de llenar por la mañanita temprano, antes de emprender su viaje, mitigando y suavizando con el agua de la fuente la fortaleza y acritud del líquido, y ganándose así desde luego un treinta y tres por ciento, aunque vendiese el vinagre al mismo precio en que le había comprado.
Era también triguera el agua de la fuente, porque sus raras cualidades consentían, aunque era difícil operación y que debía hacerse con gran sigilo, que, valiéndose de una escoba de palma enana, se rociase con ella el trigo que se iba a vender, dejándole expuesto luego al sol para que se secase. Así el trigo recibía mejor sabor, y aunque por fuera quedaba seco, guardaba por dentro algo del líquido, y se esponjaba y crecía en peso y volumen.
Todavía esta fuente tenía otro mérito y prestaba otro notable servicio, porque, además de un gran pilar en que iban a beber y bebían todas las bestias de carga y de labor y los toros, vacas y bueyes, y además de otro pilar bajo, que solía ser abrevadero del ganado lanar y de cerda, llenaba con sus cristalinas ondas un espacioso albercón cercado de muros que le ocultaban a la vista de los transeúntes, donde iban las mujeres a lavar la ropa, remangadas las enaguas hasta los muslos y metidas en el agua hasta la rodilla, como por allí es uso, aun en el rigor del invierno. Frondosos y gigantescos álamos negros y pinos y mimbreras circundan la fuente y hacen aquel sitio umbrío y deleitoso. Al pie de los mejores árboles hay poyos hechos de piedra y de barro y cubiertos de losas, en los cuales suelen sentarse los caballeros y las señoras que salen de paseo. Casi todas las tardes se arma allí tertulia y grata conversación, siendo los más constantes el escribano, el boticario, nuestro don Paco y el señor cura quien, al toque de oraciones, recita el Angelus Domini, al que responden todos quitándose el sombrero y santiguándose y persignándose.
En torno del pilar charlan las mozas que vienen por agua, cada cual con su cantarillo, y suelen hacer el papel de Rebecas con cuantos arrieros Eliaceres acuden allí para que beban, si no sus camellos, sus mulas y sus borricos. También, al lado y dentro del albercón y a poca distancia de él, donde hay un vallado o seto vivo de zarzamoras, granados y madreselvas, que limita y defiende las huertas, y sobre el cual seto se pone a secar la ropa lavada, se extiende y dilata la tertulia democrática y popular con mucha charla, risotadas, jaleos y retozos, pues no faltan nunca zagalones y hasta hombres ya maduros que acuden por allí atraídos por las muchachas, como acuden los gorriones al trigo.
Juana la Larga, según queda indicado, gracias a su constante actividad, buen orden y economía, en todo lo cual su hija le ayudaba con inteligencia y celo, había mejorado de posición y de fortuna. Tenía una criada muy trabajadora, que barría y fregaba, y bajo la dirección de las señoras guisaba también, dejando a éstas el tiempo libre para ejercer sus lucrativos oficios. El oficio principal de Juanita era coser y bordar, para lo cual había desplegado aptitud superior a la de su madre.
Juanita no tenía que emplearse en más bajas ocupaciones. Sin embargo, ora fuese por candorosa coquetería, o sea por deseo de lucir la gallardía de su persona, deseo de que no se daba cuenta, ora porque Juanita necesitase del ejercicio corporal y de mostrar y desplegar la energía de su sana naturaleza, Juanita, aun cumplidos ya los diecisiete años, gustaba de ir por agua a la fuente del ejido, allanándose a veces, a pesar de la desahogada posición de su madre y de ella, a ir al albercón a lavar alguna ropa, cuando la ropa era fina y temía ella, o aparentaba temer, que manos más rudas que las suyas la estropeasen.
La verdad era que esto de ir al albercón y a la fuente, más que fatiga era recreo y solaz para Juanita, la cual divertía a las otras muchachas con sus agudos dichos y felices ocurrencias, las hacía reír a casquillo quitado y gozaba de popularidad y favor entre ellas.
Era ya Juanita una guapa moza en toda la extensión de la palabra. Las faenas caseras no habían estropeado sus lindas y bien torneadas manos, y ni el sol ni el aire habían bronceado su tez trigueña. Su pelo negro, con reflejos azules estaba bien cuidado y limpio. No ponía en él ni aceite de almendras dulces ni blandurilla de ninguna clase, sino agua sola con alguna infusión de hierbas olorosas para lavarle mejor. Le llevaba recogido, muy alto, sobre el colodrillo, en trenza que, atada luego, formaba un moño en figura de dos triángulos equiláteros que se tocaban en uno de los vértices. Como Juanita decía que cabeza loca no quiere toca, casi siempre iba a la fuente sin pañuelo en la cabeza, luciendo así el primor y la pulcritud de su peinado y dejando ver lo bien plantada que estaba la cabeza sobre su airoso cuello, sólo sombreado por algunos ricillos menudos, que se sustraían a la cautividad en que tenía el moño los más largos cabellos. Por delante, recogido el pelo, dejaba ver la tersa frente, recta y chiquita, y sobre las sienes tenía grandes rizos sostenidos con horquillas, que llaman por allí caracoles, por bajo de los cuales había una suave patillita, que no fijaba ella contra la cara con zaragatona o pepitas de membrillo, como hacen otras muchachas, sino que dejaba flotar libremente en vagas sortijillas o más bien alcayatas donde colgar corazones.
La misma libertad en que se había criado, y el constante ejercicio corporal, ya en útiles faenas, ya en juegos más de muchacho que de niña, habían hecho que Juanita, aunque no tenía la santa ignorancia, ni había vivido con el recogimiento que recomiendan y procuran otras madres celosas, no había pensado todavía en cosas de amor. Era buscada, requebrada y solicitada por no pocos mozos, pero, brava y arisca, sabía despedir huéspedes, imponer respeto y tener a raya a los más atrevidos.
Sólo se le conocía una inclinación que, desde la niñez, persistía en ella con constancia; pero esta inclinación, al menos por su parte, más que de afecto amoroso, tenía trazas de fraternal cariño. Quien le inspiraba, compartiéndole sin duda por menos inocente estilo, era Antoñuelo, el hijo del maestro herrador, y sobrino del cacique, quien tenía en el lugar muy humilde parentela.
Antoñuelo era un mocetón gentil y robusto, muy simpático, aunque de cortos alcances, y decidido para todo, y singularmente para admirar a Juanita, a quien consideraba y respetaba, sometiendo a ella toda su voluntad, como por virtud de fascinación o de hechizos.
Entregado D. Paco a sus constantes y diversos quehaceres no sólo no había pensado en casarse por segunda vez sino que nunca había tenido amoríos, o al menos, si algunos había tenido, habían sido con tan maravilloso recato, que nadie se había enterado de ellos en Villalegre, lo cual es una inverosimilitud extraordinaria, porque en aquel lugar apenas había persona, y menos aún si era de tanta importancia y viso como D. Paco, que pudiera hacer o decir cosa alguna que no se supiese. Hasta los mismos pensamientos se adivinaban allí, se divulgaban y se comentaban, como el pensador no pensase con mucho disimulo y muy para dentro. Debemos, pues, creer que D. Paco no había tenido amoríos, a no ser muy efímeros y livianos, y que ni siquiera, durante su larga viudez, había pensado en semejante cosa.
Tenía, sin embargo, notable aptitud y tino para conocer y admirar la belleza femenina, y hacía ya meses que, casi sin reparar en ello y muy involuntariamente, cuando estaba de tertulia con el escribano y el boticario y con otros señores, en los poyos que había junto a la fuente, sus ojos se fijaban con morosa deleitación en Juanita la Larga, que aún solía venir a llenar su cántaro y a estar allí de charla con las otras muchachas mientras que le llegaba su turno.
Indudablemente D. Paco había empezado a sentir hacia Juanita viva inclinación, que era difícil de dominar; pero se le pasó bastante tiempo sin dar muestra exterior de que la sentía, anhelando acaso ocultársela a sí mismo por razones que él se daba.
Fundado en la propia modestia, que le hacía formar un pobre concepto de su persona, hallaba que con sus cincuenta y tres años, treinta y seis más que Juanita, no podía ya enamorar a la muchacha, la cual o desdeñaría su cariño o sólo por interés se movería a corresponderle. Pensaba luego que Juanita, aunque en aparente libertad, estaba muy vigilada por su madre, y como madre e hija vivían con cierto desahogo, no era de presumir que, si él tuviese intenciones pecaminosas, ellas cediesen, sino que en todo caso cederían in facie Eclesiae y llevando al cura por delante.
La idea de casamiento aterrorizaba a D. Paco, y no porque en absoluto le repugnase el estar casado, sino porque su hija, la señora doña Inés, le inspiraba un entrañable cariño, mezclado de terror, y porque ella era tan imperiosa como brava, y sin duda se pondría hecha una furia del Averno si su padre le diese madrastra, sobre todo de tan ruin posición, y si a los siete nietos que ella le había dado, y a los que calculaba que podrían venir todavía, persistiendo ella en su actividad productora, quitase él la esperanza de heredar el majuelo, el olivar y la casa, y de gozar, en vida suya, de no poco de lo que él fuese granjeando con sus variadas artes.
Temblaba D. Paco de incurrir en el enojo de su hija, y aunque temblaba principalmente por el mismo enojo, no dejaba de recelar sus malas consecuencias.