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"La vida puede ser brutal. Jack lo sabía. Yo también. A veces me pregunto por qué las cosas suceden de esta forma. La gente dice que el batir de las alas de una mariposa en Brasil puede provocar un tornado en Texas. ¿Sentí el batir de las alas cuando Jack y yo nos conocimos? ¿Sentí el tornado que se avecinaba? Al mirar atrás, creo que sí. Jack caminó frente a mis ojos y todo cambió". PARA ENTENDER LA VERDAD, HAY QUE COMENZAR POR EL PRINCIPIO. Es invierno. El cielo está oscuro. Hace un frío capaz de quebrar los huesos. Jack y su hermano menor, Matty, viven en la extrema pobreza. No tienen nada, excepto el uno al otro. Y ahora Jack se enfrenta a una cruda elección: permitir que se lleven a su hermano a un centro de estancia temporal para menores o encontrar el dinero por el que su padre fue encerrado en prisión. Jack elige el dinero. Ava vive una vida de silencio y aislamiento. Durante diecisiete años, su padre, un hombre despiadado, ha controlado su destino y le ha enseñado a no amar a nadie. Ahora él se encuentra tras el rastro del mismo dinero que Jack. Cuando los destinos de Jack y Ava se cruzan, ella habrá de tomar su propia decisión: permanecer en silencio o ayudar a que los hermanos sobrevivan. Elecciones. Siempre tienen sus consecuencias.
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Seitenzahl: 403
Veröffentlichungsjahr: 2021
A Brady y Kate,quienes me mostraron qué poner en mi corazón
Mi vida se ha desteñido en fragmentos flotantes en blanco y negro, pero recuerdo los minutos con Jack en colores, en una vívida bruma de rojo, amarillo y azul. Cosas sensoriales. El sonido de su voz. Su olor, como un bosque en invierno. Lo veo acostado a mi lado con la luz de la luna reflejada en su rostro. Su mano sostiene la mía, y siento la calidez en todo mi ser, a pesar del frío. Siento su aliento en mi piel.
No olvido esas cosas.
Le dije a Jack que se mantuviera lejos. Él te hará daño, dije. Te arrebatará aquello que más importa. Lo hará con una sonrisa, y luego se fumará un cigarrillo.
Jack no escuchó.
Pero me estoy adelantando. Llego al final cuando, para entender la verdad, hay que empezar por el principio.
Cuando Jack abrió la puerta, mamá no estaba sentada en la mecedora junto a la chimenea. Su colcha arcoíris formaba un bulto estéril en la mecedora, salvo por una esquina hecha jirones que se escabullía, furtiva, hacia la desgastada alfombra. Tampoco estaba en la cocina, mirando fijamente por la ventana sobre el fregadero con ojos vidriosos, toda piel y huesos en su raído camisón rosa. El frío se aferraba a las escasas paredes de la casa y se agazapaba en los oscuros rincones adonde el sol jamás llegaba. Ella había dejado que el fuego se apagara. Nunca lo permitía. Ni siquiera en medio de sus aturdimientos.
En la mente de Jack, una abrazadera de acero se tensó.
Sacudió la nieve de sus botas, se quitó la mochila de los hombros y la enganchó en el respaldo de la silla de la cocina. Se quitó los auriculares para ver si conseguía escucharla arriba. Nada. Ella casi nunca dejaba esa mecedora en estos días, salvo para ir al baño. Hubo un tiempo en que ella lo recibía en la puerta cuando él llegaba de la escuela, pero eso había sido en otra época.
—¿Mamá?
Se quedó allí esperando respuesta, pero ninguna llegó. El viento soplaba en las ventanas y traqueteaba al bajar por el ducto de la chimenea. Necesitaba encenderla. Si no tenían fuego, la pasarían mal. Matty llegaría pronto de la escuela. La señora Browning dejaba que los estudiantes de segundo grado se quedaran más tiempo y jugaran a encestar en el gimnasio, pero sólo por un rato. Él necesitaba preparar la cena para Matty. Se acercaba la noche.
Aun así, se quedó allí e intentó escuchar alguna señal de mamá.
La nieve se derritió bajo sus botas y formó charcos en el linóleo. Se quitó las botas y los calcetines y los alineó junto a la chimenea fría, por costumbre. Cuando volvió a mirar hacia la mecedora, vio el frasco de pastillas en la mesa. No estaba tapado y la mayor parte de las pequeñas píldoras redondas había desaparecido de su interior. Al principio, un médico del pueblo dijo que las pastillas la ayudarían a descansar del dolor después del accidente, pero todo eso había sucedido mucho tiempo atrás y desde entonces ella se las había tomado sin control alguno. Ahora dormía en la mecedora día y noche. No lo recibía en la puerta, no comía, no se bañaba, no decía cosas que tuvieran sentido.
El viento, o algo más, susurró en el piso de arriba. Jack caminó hasta las escaleras y se quedó mirando. La luz se atenuaba a medio camino y se reducía hasta alcanzar la oscuridad en la parte superior.
—¿Mamá?
Debía estar arriba, en el baño. Quizás estaba enferma otra vez por haber tomado demasiadas pastillas. Subió los crujientes escalones alfombrados, encendió la luz del pasillo y esperó. Ningún sonido. Una ráfaga de aire a lo largo del techo.
Cruzó hacia el baño.
Imaginó que la encontraría encorvada junto al retrete, vomitando, con los ojos hundidos en bolsas de amoratadas sombras, o parada frente al espejo, tan delgada como si estuviera a punto de morir de hambre, como una arrugada muñeca de papel. Pero no estaba allí.
Un baño vacío. Porcelana rosada.
Azulejos en forma de octágonos, de un sórdido blanco.
Pensó en ella tendida en camisón en algún lugar allá fuera, con su vida escapando poco a poco en la nieve helada. Basta, se dijo. Ella está bien. Alguien vino a buscarla y tal vez la llevó a la tienda. Eso es todo.
Pero era mentira. Por supuesto.
Salió del baño y miró fijamente la puerta cerrada al final del pasillo. La puerta se hizo más grande mientras la observaba. Sólo quedaba una habitación en la casa y ella no estaría allí. No, nunca entraba en ese dormitorio. No desde que ellos habían llegado en medio de la noche, cuando habían sacado a papá de su cama mientras los dos se encontraban ahí y se lo habían llevado.
No, esa habitación era una tumba. Y ella no quería entrar.
Puso la mano en la perilla de la puerta y la giró.
Ahí estaba, colgando del ventilador del techo. Un cinturón se enrollaba alrededor de la varilla del ventilador y se ceñía alrededor de su cuello. Una de sus frágiles manos se movió.
Jack se abalanzó sobre ella y la levantó por las piernas, pero estaba completamente flácida. Debajo había una silla de madera volcada. Él la soltó y acomodó la silla. Se subió en ella y levantó a mamá, pero su cabeza se inclinó hacia delante. Sus ojos no parpadearon. Dios mío. Jack tiró del cinturón y el ventilador se sacudió. El yeso empolvó su rostro. Por favor, pensó.
Dios mío, por favor.
Se bajó tambaleante y buscó rápidamente en la cómoda hasta encontrar el cuchillo de caza de papá, desdobló la hoja, se subió a la silla y cortó el cuero. Cortar la correa, encontrar uno de los agujeros del cinturón, seguir cortando. Maldita sea. Oh, maldita sea, maldita sea. Cuando el cuero se rompió, él la sostuvo por la cintura, pero ella se fue de lado, lejos de sus brazos, y cayó al suelo. La silla se volcó y él también salió volando. Dejó caer el cuchillo.
Se arrastró hacia ella y la volteó. Ella yacía allí, bajo la estremecedora luz desvaída, con el rostro inexpresivo y pequeñas manchas de sangre en los ojos abiertos. Su cabello se esparcía alrededor. Un bulto de huesos en la gruesa alfombra verde. Una pantufla en su pie y baba seca en su barbilla.
Cuánto silencio.
Jack se puso en pie y golpeó la pared con el puño. No hubo ninguna fuerza en el primer golpe, pero en el segundo raspó los nudillos contra el panel de yeso para que sangraran. El ruido lo sacudió, sonidos entrecortados de dolor y respiración agitada.
Se sentó junto a ella en el suelo.
Tocó su mano y la sostuvo.
Simplemente se quedó sentado junto a ella.
Cuando la ventana se oscureció y el frío bajó reptando por las paredes, Jack se enderezó y la levantó. No podía pesar más de cincuenta kilos, pero era un peso muerto. La llevó a la cama y la acostó allí. Luego tan sólo se paró a su lado, mirándola. Las sombras violetas acumuladas sobre su piel. Su cabello amarillo. Le cerró los ojos y acomodó el camisón alrededor de sus piernas. Cruzó sus brazos. Encontró su otra pantufla en la alfombra, se la puso y se sentó a su lado en la cama.
Estuvo sentado ahí durante mucho tiempo.
Cerró la puerta del dormitorio, se lavó la cara, bajó las escaleras y encendió la chimenea. El frío seguía llegando, y ahora también la noche. Tiró el frasco de pastillas a la basura, abrió el gabinete junto al fregadero y sacó el bote amarillo de Tupperware. Quitó la tapa y contó el dinero que había dentro. Quince dólares con treinta y seis centavos. Volvió a contarlo.
Sip. Correcto desde la primera vez.
Frotó sus ojos con la palma de la mano y abrió la puerta de la despensa. Un saco medio lleno de papas. Un par de latas: frijoles y duraznos. Un bote de azúcar casi vacío. Las papas eran de las buenas, las rojizas de la señora Browning. Tomó tres, las lavó y las cortó. En una sartén, derritió un poco de mantequilla y luego dejó caer los trozos de papa. Su corazón punzaba con dolor en el pecho, pero lo ignoró.
La puerta de la entrada se abrió con un chirrido y Matty entró estrepitosamente, pisoteando nieve, con las mejillas brillantes, un gorro de lana húmedo que cubría casi hasta sus ojos y el abrigo abrochado para arroparlo hasta la barbilla. Ese abrigo había sido alguna vez de Jack y, antes, de alguien más. Una rasgadura en el frente dejaba expuesto el relleno, pero por dentro era de franela, cálido. Matty cerró la puerta de golpe, se quitó el abrigo y el gorro, y sonrió.
—Jack, nunca lo adivinarás. Dije bien todas las tablas de multiplicar. Todas, hasta el doce. No fallé en ninguna.
Las papas chisporrotearon y Jack les dio la vuelta para dorarlas por ambos lados. Sal y pimienta. Por un segundo, las cosas se sintieron normales. Salvo por sus ojos, ese ardiente aguijón en los bordes. En su cabeza, un latido empezó a golpear.
—Buen trabajo, enano. Ahora cuelga tu abrigo y lávate.
—¿Crees que podamos comer duraznos esta noche?
Jack asintió.
—Para celebrar tu triunfo con las tablas de multiplicar.
Matty colgó su abrigo y su mochila en el gancho de la pared junto a la chimenea, y colocó sus botas con cuidado junto a las de Jack, alineando los tacones. Miró la mecedora y se detuvo allí por un momento. Pensativo. Con un gesto de concentración en el rostro. Luego se volvió y se dirigió hacia las escaleras, Jack escuchó que se abría el grifo del baño. Percibió un sabor fuerte en la boca. Como pólvora.
La puerta está cerrada.
La puerta está cerrada.
Después de un minuto, Matty volvió a bajar. Observó a Jack cocinar. Luego arrastró una silla de la cocina hasta el gabinete junto al fregadero y sacó los platos.
Juntos colocaron todo y se sentaron a la mesa de formaica. Papas fritas, duraznos y tazas de café instantáneo caliente. Jack sabía lo que se avecinaba y se había preparado.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Matty.
—Se fue de viaje.
—Revisé el baño y no está allí.
—Ya te lo dije. Se fue de viaje.
—Bueno, ¿con quién iría?
—Un amigo. Alguien que no conoces.
—¿Como quién?
—Cómete las papas —dijo Jack.
Matty no comió. Miró la mecedora. Miró a Jack.
—No se llevó su colcha arcoíris.
Jack lanzó un vistazo a la colcha. Filas de hilos tejidos con ganchillo. Los bordes se habían aflojado y se desvanecían en naranja donde habían sido rojos. Un regalo de la abuela Jensen cuando mamá tenía sólo ocho años. Era estúpido haber olvidado esa colcha.
—No. Supongo que no.
—No creo que ella fuera a ninguna parte sin su manta.
—Quizá la olvidó.
—¿Crees que esté bien en la nieve?
—Sí. Creo que sí.
—¿Cuándo regresará?
Jack bebió un sorbo de café y se quemó la boca. Comió sus papas.
Matty lo miró.
—¿Estamos bien?
—Claro, estamos bien.
Jack comió. Masticar y tragar. Sorbo de café. Harás esto por él, no permitirás que se entere, no lo permitirás.
Matty se quedó mirándolo, luego tomó su tenedor y comenzó a comer.
Bien.
Jack calentó agua en la chimenea, tapó el fregadero, vació el agua caliente, lavó todo y lo dejó secar en la barra. Después de que Matty terminó sus duraznos, Jack le pidió que sacara su tarea. Deletrear.
—Escuela —dijo Jack.
La concentración volvió al rostro de Matty.
—E-S-C-U-E-L-A.
—Bien. Ahora, lápiz.
—L-Á-P-I-Z.
Del otro lado de la ventana de la cocina, el viento arrojó ráfagas de nieve contra el vidrio, las agitó en círculos y las lanzó a la tierra. Un frío de hierro allá fuera. Jack se tapó los ojos con las manos. La oscuridad hundía el techo y las paredes de la frágil casa, y ella yacía allá arriba en la cama.
¿Qué recuerdo?
Mi padre es un ladrón y un asesino. Robó una casa de empeño con Leland Dahl cuando yo tenía diez años, pero nadie lo atrapó. No hubo evidencia. No hubo juicio. Ahí empezó todo. Una larga cicatriz cruzaba su frente y su mejilla de aquella vez que mi madre lo atacó con un cuchillo. Ella pagó por eso. Él es un asesino, pero es algo peor.
Los ojos de mi padre son garfios. Cavan hondo. Atrapan el alma.
Algunas personas tienen hielo en los ojos. Sé que yo lo tengo. Eso es lo que mi padre me hizo. Una cubierta de escarcha para un interior negro. Incluso ahora, cuando pienso en él, me quedo helada. Como si acabara de entrar en un congelador.
Pero Jack —el dulce, enfurecido y callado Jack— me hace arder. Me rompe en pedazos.
Nos conocimos sólo nueve días.
Sacaron el sofá cama y extendieron unas mantas rugosas y una colcha sobre el colchón hundido. Jack avivó el fuego, cerró las puertas y se aseguró de que tuvieran suficiente leña para pasar la noche, mientras Matty se quitaba la ropa y se ponía la pijama frente a la chimenea. Una pijama de Batman con la capa hecha jirones. Verlo hizo que el pecho de Jack se contrajera. Sus costillas que sobresalían y sus rodillas, como un pobre huérfano. Y eso era. Jack recogió la ropa, la dobló y la puso sobre la cama.
Sólo respira, Jack.
Inhala y exhala. Otra vez.
Matty se escurrió entre las mantas. Seguía mirando la mecedora. Jack apagó la lámpara y plegó los bordes de la manta alrededor del cuerpo de su hermano para ayudarlo a mantener el calor. La luz de la luna entraba por la ventana. Se sentó en el colchón.
—¿Podemos ver la televisión?
—No. Ya pasó tu hora de dormir.
—¡Qué frío hace!
—Sí.
El fuego crepitaba. Se quedó allí sentado, respirando. Inhalar, exhalar.
—¿Jack?
—¿Qué?
—¿Crees que papá volverá a casa pronto? ¿Como dijo mamá?
—No lo sé.
Matty guardó silencio. Luego volvió a preguntar:
—¿Te acuerdas de la señora de Servicios?
Jack la recordaba. La señora de Servicios Infantiles. Se metió bajo las mantas y miró a Matty. Su rostro estaba surcado por la tenue luz azulada de la luna y la nieve. Sus mejillas se veían pálidas. Su cabello todavía estaba enmarañado y esponjado en algunas partes por el gorro de lana. Necesitaba un corte. Jack lo atrajo hacia sí.
—La recuerdo.
—¿Crees que vuelva?
—No lo sé. Podría ser.
—¿Crees que traiga a ese policía que nos dijo?
—Si ella o ese policía vienen y yo no estoy, no abras la puerta. Sólo mantén la puerta cerrada con llave y no respondas.
—De acuerdo.
—Yo me encargaré de eso.
Podía sentir los latidos del corazón de Matty.
—Si se enteran de que mamá está de viaje, ¿crees que me lleven a algún lado?
—No permitiré que eso suceda.
—De acuerdo.
—No permitiré que eso suceda —dijo Jack otra vez.
—De acuerdo.
Matty no se durmió en un largo rato. Estaba inquieto. Se acurrucó contra Jack y luego se dio media vuelta y se cubrió con la manta de espaldas a la mecedora. Después de un rato, sus ojos se cerraron. Jack pensó que ya estaba dormido, pero entonces abrió los ojos y miró a Jack en la penumbra. No habló, sólo lo miró. Jack fingió dormir. No lo arruinarás, no lo harás. Harás lo que sea necesario. Como siempre lo has hecho.
Después de un rato, la respiración de Matty se volvió regular.
Jack se quedó allí, sin dormir.
Pasaron las horas.
Cuando se levantó, puso una almohada sobre la oreja de Matty y esperó que fuera suficiente. La casa estaba casi a oscuras. Sólo se veían los contornos de las formas. La mesa de la cocina. La mecedora y la chimenea. Se puso el abrigo y las botas. Matty no se movió.
Recogió la colcha arcoíris, subió a la recámara y abrió la puerta. Ella yacía en la cama con los brazos cruzados y las sombras de la luna jugando sobre su cuerpo. Casi iridiscente a la luz plomiza. Como una demacrada Bella Durmiente esperando a su príncipe. Bueno, él no vendrá. Y nunca fue un príncipe.
Extendió la manta sobre ella, juntó las esquinas inferiores y las anudó bajo sus pies. Su piel estaba fría. Su cabello en mechones amarillos caía sobre la almohada. Él miró su rostro una última vez, luego anudó las esquinas superiores de la colcha detrás de su cabeza, la giró y tiró de los bordes para apretarlos. El blanco esculpido de su rostro quedó oculto por el estambre, en un montículo de colores atravesado sobre la cama. Trató de pasar saliva, pero no pudo.
¿Cómo puedes hacer esto?
Eres un monstruo.
La levantó en sus brazos. Estaba rígida y él sabía que no podría bajarla por la escalera. A la mitad del pasillo se detuvo con ella en brazos y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento. Cuando llegó a la parte superior de la escalera, se puso en cuclillas, la dejó en el suelo y se movió hacia su cabeza. La sostuvo por los hombros a través del estambre y la levantó un poco para que se doblara ligeramente por la cintura. Con el peso de ella sobre sus rodillas, la arrastró hacia abajo, un escalón a la vez. Bajó dando lentos golpes sobre la alfombra. Bájala despacio. Con suavidad. Que Matty no escuche. Todo el camino, hasta que llegues abajo.
Miró el sofá cama. Flotaba como una barcaza en la oscuridad. La forma de Matty yacía envuelta en las mantas, con la almohada todavía sobre la oreja.
Silencio.
Se agachó y la levantó. No podría sostenerla mucho tiempo.
Callado. Quédate callado. Muévete rápido.
Se tambaleó hasta llegar a la puerta principal, la abrió y salió a trompicones. Cada ruido sonaba con fuerza, como el crujido de un hacha. Pensó que despertaría a Matty, pero no fue así. Cuando cerró la puerta, sus piernas cedieron y la dejó caer. Pegó con fuerza y luego se deslizó desde el porche hacia la nieve.
Jack se sentó a su lado.
Nunca volverás a ver su rostro. Nunca la volverás a ver. Nunca.
Se levantó y miró a su alrededor. Era una noche sin estrellas. Helada y profunda. Un único copo cayó flotando. En este gélido páramo azul, con el rastrojo de campos desolados por todos lados y nadie alrededor en kilómetros.
Fue al cobertizo, tomó la carretilla y la empujó sobre la llanta a través de la nieve hasta llegar a ella. La colocó dentro. Ligeros copos de nieve como encaje espolvorearon la colcha arcoíris. Jack se quedó allí parado; su aliento subía en una tenue columna. Frío y silencio. Diez latidos, veinte.
La luna lo miraba fijamente.
Condujo la carretilla alrededor del Chevrolet Caprice hasta un agradable lugar detrás del granero, donde el tejado colgaba y los pinos viejos y altos lucían capas de fresca blancura, y encontró un espacio en la tierra que no estaba tan congelado. Un lugar tranquilo. Tomó una pala del cobertizo y empezó el trabajo. Había olvidado ponerse los guantes antes de salir, pero no regresó por ellos. Paleó a través de capas de nieve hasta alcanzar la tierra compacta e intentó cavar. Sacó el pico del cobertizo. Removió la tierra y siguió cavando. Profundo, para que los perros del campo no la encontraran. Para que ella no quedara a la vista en la primavera. Cavó y no pensó. Apagó su mente como si se tratara de un interruptor de luz.
El frío quemaba su piel.
Sus manos se sentían resbaladizas sobre la pala.
Levantar, clavar. Cavar.
Una vez que terminó de cubrirla, se sentó a su lado, en la tierra abultada. En la nieve batida y ennegrecida. Hacía mucho frío, pero se quedó allí sentado. Nada salvo la luna vigilaba sus espaldas. Un amanecer gris comenzaba a asomarse sobre la tierra. Se secó los ojos, se levantó y caminó hacia la casa.
En la sala, Matty seguía dormido con la almohada sobre la oreja. Jack se quitó el abrigo y las botas, retiró las cenizas de la chimenea y puso un leño sobre las brasas para alimentar el fuego. La tenue luz cayó sobre las paredes, breve y temblorosa. Las palmas de sus manos estaban palpitantes. Puso la rejilla de la chimenea y se quedó en ropa interior, temblando. Luego se metió debajo de las mantas y se acercó a Matty. Su pequeño cuerpo. En la oscuridad, Jack escuchó cada respiración superficial.
¿Qué haré ahora?, pensó. ¿Qué haré?
La vida puede ser brutal.
Jack lo sabía.
Yo también.
Algunas veces me pregunto por qué suceden las cosas de la manera en que lo hacen. Si existe alguna lógica o razón. Se dice que una mariposa en Brasil puede batir sus alas y provocar un tornado en Texas. Una pequeña mariposa desata una tormenta al otro lado del mundo. Pienso en ello. ¿Sentí el aleteo cuando Jack y yo nos conocimos? ¿Sentí el tornado que se avecinaba?
Mirando atrás, creo que así fue. Sí, lo sentí.
Jack caminó frente a mis ojos y todo cambió.
Escucho las puertas de los casilleros abrirse y cerrarse. El metal suena. Las voces gritan y ríen en el pasillo. Colores brillantes relampaguean en camisetas y jeans. Es mi primer día en una nueva escuela. Estoy a punto de abrir mi casillero. Acabo de terminar la clase de cálculo y estoy pensando en los límites del infinito.
Estoy distraída.
Luke Stoddard se acerca y comienza a hablarme, y yo ni siquiera lo vi venir. Descubro su nombre más tarde. Luke usa una sudadera de futbol. Tiene los dientes derechos. Es grande, y dice algo acerca de mostrarme los alrededores. Se aproxima a mí, demasiado, así que retrocedo contra mi casillero. El metal presiona mis omóplatos. Mi codo. La parte de atrás de mi cabeza. Da un paso más cerca. Me va a tocar. Sé que lohará.
Dejo caer mis libros. Los papeles sueltos flotan y se dispersan. Decoran el pasillo, cuadrados de confeti blanco en un desfile de papel picado.
Entonces veo a Jack.
Déjala en paz.
Jack le dice a Luke.
Aléjate de mí.
Le digo a Jack, unos minutos después.
No lo digo en serio.
A veces reproduzco ese recuerdo en mi cabeza. El momento en que vi a Jack por primera vez.
El dulce y enfurecido Jack. El callado Jack.
Mirando atrás, creo que la mariposa batió sus alas en ese momento.
Los vientos comenzaron a arremolinarse.
Todo cambió.
Jack despertó.
Matty estaba acostado, envuelto en las mantas, mirándolo. Callado. En un sueño, Jack había estado corriendo por un campo vestido de nieve con la luna mirando hacia abajo. Con el olor a tierra fría en su nariz. Necesitaba encontrar algo que se había perdido. Al despertar, todo se derrumbó en la luz gris del día, los colores se desvanecieron con presteza.
Le revolvió el cabello a Matty.
—Hola.
—Hola.
—Todo está bien.
Matty asintió. Sus ojos brillaban a la luz cenicienta. Algo innombrable y ajustado.
Jack podía sentir la pala en sus manos. Se levantó y encendió el fuego mientras Matty se vestía. El aire se sentía quebradizo como un hueso. La sombría luz del día entraba en líneas oblicuas a través de la ventana y se arrastraba sobre el colchón. Matty miró la mecedora vacía y no dijo una palabra acerca de la colcha arcoíris faltante.
La nieve caía en gruesos y duros copos, y se apilaba en el alféizar de la ventana. Jack espolvoreó canela sobre la avena, la sirvió en tazones y los llevó a la mesa de la cocina. Matty estaba sentado sosteniendo un papel azul en sus manos.
—¿Qué es eso? —preguntó Jack.
—Nada.
—A mí me parece algo.
Matty no lo miraba.
—Tenemos una excursión hoy.
—Suena divertido. ¿Adónde?
—No quiero ir.
Jack lo observó con atención. Llevaba una de esas viejas camisas de lana que antes habían sido suyas. Le faltaban dos botones. Tela a cuadros, desgastada. Se había peinado el cabello con agua, pero no había logrado aplacarlo.
—¿Por qué?
—Este papel dice que puedes quedarte en la escuela si no quieres ir.
—¿Por qué no quieres ir?
—Porque no.
—¿Por qué?
Matty se sentó allí sosteniendo el papel. Parecía estar a punto de llorar. Jack tomó el papel y lo leyó. La excursión era al Museo de Idaho para ver dinosaurios y costaba dos dólares. La gasolina para el autobús. Una prensa se cerró alrededor del pecho de Jack.
—¿Es por los dos dólares?
—No me importa si no voy. Eso es todo.
Jack caminó hacia el armario y tomó el bote amarillo. Quitó la tapa, contó dos dólares y se los entregó a Matty:
—Mírame. No vamos a morir si te doy dos dólares.
Matty lo miró. Sus ojos lo atenazaron.
—¿Me crees?
—Sí.
—Estamos bien.
Matty miró las manos de Jack y apartó la mirada. No hay descripción de estúpidoen la que no encajes, pensó Jack.
—Estamos bien —dijo otra vez.
—De acuerdo.
Comieron su avena uno al lado del otro. Jack firmó la hoja de permiso y la guardó en la mochila de Matty. Calentó el abrigo de Matty junto al fuego y lo extendió para que él metiera sus brazos. Subió la cremallera. Observó a Matty esperar el autobús, lo vio subir y observó después cómo el autobús traqueteaba por la carretera. Cuando desapareció sobre la colina, seguía mirando. Sólo podía pensar en que le había mentido a Matty. No estaban bien. Tenían trece dólares y treinta y seis centavos. Tenían un aviso de embargo en el cajón de la cocina, un calentador de agua roto, una despensa vacía y un papá en prisión. Y a mamá bajo la nieve, en el patio trasero.
Se sentó a la mesa de la cocina y escuchó el tic tac del reloj sobre el horno.
—Necesitas un plan —dijo en voz alta—. Necesitas un plan.
Todo dependía del dinero. Si tuviera dinero, podría comprar comida. Leche. Pan. Pagar las facturas. Un trabajo significaba dinero, así que debía conseguir un trabajo. ¿Dónde? En algún lugar del pueblo. Tendría que hacer que pasara. Encontraría la manera. Pero había que pensar en la escuela. Lo echarían de menos si no iba a la escuela y nadie podía echarlo de menos. Ser echado de menos significaba Servicios Infantiles. No. No era una opción. Se llevarán a Matty. Se llevarán a Matty.
Entonces.
Escuela.
Luego, trabajo.
¿Y qué harás con Matty mientras estás en el trabajo?
No había respuesta.
Tic tac, marcó el reloj. Contando los segundos hasta algún invisible momento cero. Cada tic más fuerte que el anterior. El tiempo se mueve en el estrecho espacio intermedio. Pulsa lentamente. Como la sangre de una herida.
Le dolían las manos, así que subió al baño y se vendó las ampollas. Se peinó y se cepilló los dientes. Se echó la mochila al hombro. Luego se subió al Caprice y condujo hasta la escuela.
Un maestro suplente habló sobre historia. Todos los presidentes a lo largo de los años y quién había sido el mejor o el peor. Jack miraba por la ventana. Seguían llegando las imágenes a su cabeza. No las miraba de frente, sólo vislumbraba los fragmentos afilados y fracturados que se reflejaban en la parte posterior de sus párpados. Imágenes incompletas. Como pedazos de un espejo caído.
Su pantufla en la alfombra.
El cuchillo en su mano. Cortando la piel del cinturón.
Sus ojos ardieron y los cerró. Cruzó los brazos sobre el escritorio, empujó las imágenes a algún lugar secreto y apoyó la frente sobre sus brazos.
Ve a la tienda de comestibles y luego a la cafetería. Después, a las gasolineras. Las dos. ¿Qué vas a decir? Soy un gran trabajador, señor. No tengo experiencia, pero trabajo duro. Haré lo que necesite. Lo haré bien, lo juro, lo que sea que usted quiera: llenar los estantes o trapear pisos o limpiar inodoros. Trabajaré duro…
El timbre sonó.
Levantó la cabeza y tragó saliva. Sintió el dolor en su garganta. Demonios. No puedes enfermarte ¿Qué pasará si te enfermas? Tú sabes qué pasará.
En el pasillo, abrió su casillero y metió su libro de historia. Otros estudiantes pasaban a su lado. Hablaban, reían. Algunos iban en grupos, otros caminaban solos. Era la hora del almuerzo. Si saliera al estacionamiento, podría dormir unos veinte minutos en el Caprice. Dio media vuelta y se dirigió a las puertas. Sólo necesitas descansar un poco. Una pequeña siesta. Eso es todo.
—… cosa más bonita he visto en mi vida.
Luke Stoddard estaba junto a los casilleros de espaldas a Jack. Un estudiante del último grado. Un mariscal de campo. Le decía palabras dulces a una chica. Llevaba jeans ajustados y una gorra de beisbol con la visera sobre sus ojos. Tenía reputación por sus anotaciones dentro y fuera del campo.
—Podría llevarte a algunos lugares —decía Luke—. Mostrarte los alrededores.
Jack siguió caminando, pero cuando vio a la chica se detuvo. Ella estaba allí parada, sosteniendo sus libros contra su pecho, sin ninguna expresión en el rostro. Sobre todo, fueron sus ojos los que hicieron que se detuviera. Era como asomarse en aguas profundas. A la vez brillantes y oscuros. Muy abajo, en esas profundidades, algo destelló y desapareció como si se lo hubieran tragado. Jack conocía ese destello.
Luke se acercó a ella.
—Eres un poco tímida, ¿cierto?
Jack se quedó un poco a un lado, mirando. La chica dejó caer sus libros. Los papeles flotaron y se esparcieron, y Luke rio. La chica no se movió. Tenía las manos apretadas a los costados.
Luke extendió la mano para tocar su mejilla. Estaba ligeramente inclinado sobre ella cuando la chica levantó el brazo y lo golpeó con una rapidez instintiva y, con el mismo movimiento, dejó caer su mano. Jack lo sintió más que verlo. El lápiz sobresalía en ángulo del antebrazo de Luke.
Luke retrocedió con brusquedad. Se miró el brazo, tragó aire, sacó el lápiz y lo dejó caer. Una mancha roja se expandió por su manga. Se estaba ahogando con sus propios jadeos.
Ella lo miró fijamente. Inmóvil como una piedra. El lápiz yacía a sus pies. Él la empujó contra el casillero.
—¡Perra!
—Déjala en paz —dijo Jack.
Cuando Luke se volvió, vio a Jack parado allí, callado.
—¿Qué?
—Déjala en paz.
La respiración de Luke se hizo más lenta. Separó los pies y sonrió.
—Josh Dahl. O Jack. ¿Cierto? ¿Qué quieres?
—Ya te dije lo que quiero.
—Eso hiciste.
Jack no respondió.
Luke miró a la chica y luego a Jack.
—¿Sabes quién soy? Porque no soy alguien con quien realmente quieras meterte.
—Sé quién eres —dijo Jack.
Luke se sonrojó. Algunos chicos se habían detenido y estaban mirando. La chica no dijo nada. No se había movido en absoluto. Podría haber sido muda por lo que Jack sabía.
—¿Cómo está tu papá, Jack? —dijo Luke—. ¿Cómo la está pasando? ¿Lo ves a menudo?
Jack esperó sin responder.
La confusión cruzó el rostro de Luke. La duda.
—¿Qué quieres?
Jack se sentía muy apartado de sí. Muy lejos. Como si se estuviera observando a sí mismo hablando con Luke a la distancia. Miró las manos de Luke.
—Necesitas buenas manos para el futbol, ¿cierto? Un mariscal de campo debe tener buenas manos para lanzar la pelota.
—¿Qué?
Jack se quedó allí, mirándolo.
La sangre goteó por el brazo de Luke y salpicó el suelo en pequeñas gotas. Se lamió el labio superior.
—¿Eso es algún tipo de amenaza?
Jack sólo esperó.
Luke miró por el pasillo en ambas direcciones, como si pudiera haber algún amigo allí. Nadie se movió. Ya se había reunido toda una multitud. Nadie hablaba. Nadie reía.
Silencio. En algún lugar, un casillero rechinó al abrirse.
Luke se encogió un poco de hombros. Su boca se esforzó por encontrar las palabras.
—Como sea, imbécil. No vale la pena que pierda el tiempo contigo —miró a la chica—. Y tampoco con ella.
Observó con atención a Jack por un rato más. Luego dio un paso atrás, se volvió, se abrió paso entre los estudiantes y salió huyendo por la puerta.
Un murmullo se elevó entre la multitud. Rostros del pasado. Chicos que alguna vez habían sido sus amigos. Años atrás. Jack pudo escuchar fragmentos de conversación.
—Maldición. ¿Viste a Luke?
—Ella le encajó un lápiz…
—Ése es Jack Dahl. Su padre es el que…
Jack observó a los estudiantes que estaban hablando. Sus voces se apagaron al verlo, hasta que no hubo ningún sonido en ninguna parte. Los miró fijamente. A cada uno de ellos. Sus rostros. ¿Cómo sería? ¿Cómo sería ser así? ¿Tan normal? Los observó hasta que, uno por uno, apartaron la mirada. Él sabía en quién estaban pensando. Eres como él, pensó. Acorralado en una esquina, eres igual que él.
Sonó el timbre y la multitud cobró vida.
El ruido regresó. Los espectadores se movieron.
Miró a la chica. Tenía la cabeza inclinada y su cabello oscuro ocultaba su rostro. Él se agachó, recogió los papeles sueltos y levantó uno de sus libros. La portada mostraba un globo aerostático con letras descoloridas en la parte superior. Cálculo, quinta edición. Se enderezó y le tendió los papeles.
—¿Estás bien?
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos: la vio claramente por primera vez. Mejillas de manzana y piel desnuda. Ojos de un doloroso color avellana. Su voz salió con aspereza.
—Aléjate de mí.
Él dio un paso atrás.
Ella le arrebató los papeles. Jack vio un tatuaje en el interior de su muñeca. Un corazón. Negro como el ónix. Un pequeño corazón negro.
Ella giró sobre sus talones. Su espalda muy recta; su cabello, una revolución de giros y espirales. Caminó por el pasillo hasta el baño de chicas a grandes zancadas y desapareció en su interior.
Jack se quedó allí parado, estúpidamente, sosteniendo su libro en la mano. El pasillo ahora estaba vacío. Entonces abrió la tapa. Su nombre estaba impreso en letras negras en la parte superior, con su número de teléfono escrito debajo.
AVA.
Se quedó examinando el libro por un minuto y se preguntó por qué Ava tendría tanto miedo. Luego abrió su mochila y guardó el libro dentro.
Aléjate de mí.
Qué frase tan encantadora.
Debería haberle dado las gracias a Jack. Trató de ayudarme. Levantó mi libro. Debería haberle agradecido. Pero tienes que entender: yo sabía quién era Jack. Lo supe en cuanto Luke dijo su nombre.
Jack Dahl.
¿Cómo está tu papá, Jack? ¿Cómola está pasando?
Jack era el hijo de Leland Dahl.
Leland Dahl, que robó una casa de empeño con mi padre y fue a la cárcel. Leland Dahl, que sabía dónde estaba el dinero.
En el baño, me lavé las manos. Las lavé una vez, las froté. Las lavé de nuevo. Luego entré en un cubículo y cerré la puerta. La respiración se estremecía y temblaba a través de mí. Los pensamientos me golpeaban en una rápida y afilada secuencia.
Jack Dahl es peligroso.
Mantente alejada de él.
Mantente alejada.
Tanto como puedas.
He hablado un poco de mi padre. Su nombre es Victor Bardem. No le digo padre. Yo tenía diez años cuando robó Lucky Pawn. Fue un martes de agosto. Llegó a casa muy tarde en la noche, con un hombre al que nunca había visto. Debería haber estado dormida, pero no teníamos aire acondicionado y hacía calor. Mi camisón se pegaba a mi piel incluso sin tener las sábanas encima. En ese momento vivíamos en un remolque en las afueras de Rigby. Mamá ya se había ido en ese momento.
Esto es lo que sucedió.
Bardem apaga el motor de la Land Rover y se baja. Se para frente al remolque, lo observa. Una pálida silueta con revestimiento de aluminio. La luna es una rendija en el cielo. El otro hombre sale por el lado del pasajero. Tiene un bigote que cuelga a ambos lados de su boca y un tatuaje en el brazo de un par de manos juntas, en señal de oración. Lleva una escopeta con el cañón recortado. Mira a Bardem y espera.
Bardem está ahí, analizando el remolque. Las ventanas oscuras. Nada se mueve en su interior. La lámpara sobre la puerta arroja su resplandor sobre el porche delantero.
—¿Crees que se haya ido con el dinero? —dice el otro hombre.
—Sí, eso creo.
—¿Crees que haya escondido el maletín en alguna parte?
Bardem sonríe con gesto distraído. Camina al porche y se sienta en una silla de jardín de plástico verde. Casual. Relajado. Mira al hombre.
Silencio.
El hombre escupe sobre la tierra. Gotas de sudor resbalan por su frente. No se mueve el aire. Cojea hasta el porche y se apoya en la barandilla. Sostiene la escopeta en una mano, con el cañón apuntando al suelo. Una sombra oscura mancha el muslo izquierdo de sus jeans. Asiente con la cabeza hacia el remolque.
—¿Tienes un vendaje allí dentro?
Bardem no parece oírlo. Inclina la cabeza hacia el remolque como si estuviera escuchando algo.
Todo está callado. Un búho ulula.
—¿Quieres ir a buscarlo? —pregunta el hombre—. Podríamos intentar encontrarlo.
Bardem permanece inmóvil.
—¿Sabes dónde escondería algo?
El hombre sacude la cabeza.
—No. Pero tú lo conoces mejor. Sabes dónde vive.
Se seca el sudor de la frente y cojea con la pierna sana.
—Estoy sangrando mucho. ¿Tienes algunas vendas?
—¿Estás seguro?
—¿Qué?
—Dije: ¿estás seguro? Que no sabes dónde escondería algo.
—No lo sé.
Bardem posa los ojos en el hombre. La sonrisa se demora en sus labios.
—Necesito hacer algo con esta pierna —el hombre se acerca al porche y vuelve a mirar el remolque—. ¿Tienes antibióticos?
—¿De qué me sirves?
El hombre lleva rápidamente su mirada a Bardem.
—¿Qué?
Bardem se inclina hacia atrás en su silla y estudia al hombre. La sonrisa se ha ido ahora, pero la voz permanece tranquila.
—Dije: ¿de qué me sirves? No sabes dónde está el maletín.
Los dedos del hombre se tensan sobre la escopeta, pero Bardem ya tiene una pistola en la mano, que sacó del cinturón y apunta ahora directo a la cabeza del hombre.
—Suéltala —dice Bardem.
El hombre no se mueve. Bardem observa el pánico que arde en sus ojos. Ya antes ha visto este pánico.
—Creo que comprendes —dice Bardem— tus posibilidades en esta situación.
El hombre deja caer la escopeta. Cae ruidosamente del porche y levanta una nube de tierra seca.
—No hay necesidad de que lleguemos a esto.
—Pero aquí estamos.
—Podría irme…
—¿Alguna vez te has cansado de escuchar tu propia voz?
La boca del hombre se estremece.
Bardem se reclina en la silla, sosteniendo la pistola.
—¿Sabes cuántas personas están enteradas de lo que pasó esta noche? Te lo diré. Tres. Yo. Tú. Dahl. Demasiados. No me gusta.
—Dije que me iré.
Bardem mira el remolque. Baja la pistola.
—Te diré una cosa —dice—. Resolveremos esto como hombres. Vamos a dar un paseo.
Entran en la Land Rover y se alejan en el polvo en medio de la noche oscura.
Media hora después, Bardem regresa solo.
Se sienta en la silla de jardín. Saca un cigarro y un encendedor del bolsillo de su camisa, enciende un Marlboro y fuma. El extremo encendido forma un tenue círculo rojo en la oscuridad. Hay sangre en sus botas de piel de avestruz.
Deja caer la colilla del cigarro y la aplasta. Silba suavemente.
Con una manguera, lava la camioneta. El tapete de plástico que está sobre la alfombra. Vuelve y echa tierra sobre la sangre del suelo con el costado de la bota. Los grillos chirrían a lo lejos. Sube los escalones del porche hasta el remolque.
No enciende una luz. En la cocina, se lava las manos y las seca con una toalla limpia. Quita la sangre de sus botas. El refrigerador zumba. El remolque huele a hierbas. Hay albahaca junto al fregadero. Se mira en el reflejo de la ventana. Su aspecto es pulcro. Ecuánime. Escucha de nuevo.
Camina hacia la puerta del dormitorio de Ava. Se detiene, pega la oreja a la puerta y luego toma la perilla y la gira.
Ava está en la cama. Acurrucada bajo las sábanas. Con los ojos cerrados.
Ha estado mirando por la ventana.
Yace muy quieta. El aliento entra y sale de su cuerpo. Casi silencioso. Su rostro terso. Hay un muñeco de peluche en la cama, junto a ella: un pequeño chango de pelaje marrón. Quiere alcanzarlo, pero no lo hace. No se mueve.
Sus pasos son silenciosos, pero ella sabe que él está allí. Huele su loción.
Se sienta en la silla junto a la cama. Callado. Ella siente su oscuridad allí. Espera. Respira. Su corazón aletea agitado contra las paredes de su pecho. Yace en las sombras y piensa en cielos azules y caballos palominos y cosas felices. Espera, espera.
Él se pone en pie y se acerca a la cama. Espera ahí. Se inclina y roza el cabello de ella con los labios. Ella no se mueve.
La habitación está en silencio.
Él vuelve a sentarse en la silla.
Cuando ella despierta, él ya se ha ido.
Encontraron a ese hombre en algún lugar de la Ruta 20. Todos dijeron que lo había matado el padre de Jack. Pero no fue así.
Parece que la mayoría de la gente ya no cree en el bien y en el mal. Te sonríen con indulgencia si hablas de esas cosas. Como si hubieras visto demasiadas películas o algo así. Pero puedo decirte que el mal es real. Yo he visto su rostro. Puro y simple. He escuchado su voz. Lo he mirado a los ojos, y una vez que ves al mal a la cara, entiendes. Ni siquiera te haces preguntas.
Me dije a mí misma que me mantuviera alejada.
Jack es peligroso, dije. Mantente alejada de él. Tanto como puedas.
Y planeaba mantenerme alejada.
En verdad.
Pero Jack me atrae hacia él como la Tierra a la luna.
Y yo no me alejo.
Lo vi cuatro veces más.
Después de la escuela, Jack caminó por Main Street de tienda en tienda, buscando un lugar abierto. La mayoría de los edificios estaban abandonados. Tenían los vidrios rotos, las puertas tapiadas y los ladrillos desmoronados.
La nieve susurraba en su caída desde un cielo gris agazapado. Los frágiles copos se hacían más espesos. A la deriva, como ceniza en algún mundo apocalíptico. Ya crudamente frío. Jack cerró la cremallera de su abrigo, sopló en sus manos ateridas y las metió en sus bolsillos. Sentía cada parte de su cuerpo dolorida y cansada.
La chica de la escuela seguía robando sus pensamientos. Su cabello del color de una cáscara de nuez oscura. Sus ojos caídos, sus labios. Algo acerca de ella estaba más allá de su comprensión. Pronunció su nombre en su cabeza y luego lo dijo en voz alta. Ava. Ella debía ser nueva. Nunca antes la había visto. Trató de imaginar por qué había escapado de él en el pasillo, pero no encontró nada. Estaba asustada. ¿Por qué? No importa, pensó. Tienes otras cosas de qué preocuparte que una chica. Toda una larga lista de cosas.
Matty.
Dinero.
Trabajo.
Si no encontraba trabajo, se quedarían sin comida en dos días. Tal vez tres.
Podría ser que el Caprice tuviera que venderse.
Caminó pesadamente por la acera. Se asomó por las ventanas. Una barbería con un letrero descolorido sobre el techo inclinado de metal: $5 CORTES. El poste de barbero a rayas como caramelo estaba muerto y oxidado. Una tienda de muebles anunciaba con pintura roja desgastada en el vidrio de la ventana: TODO EN LIQUIDACIÓN. Toda la calle se descomponía lentamente.
Revisó en las gasolineras, pero no había trabajo.
Nada en Big J’s Burgers. Continuó. Trozos blancos se asentaban sobre todo. El anochecer, cada vez más oscuro, estaba abriendo el paso a la noche.
En la esquina de la segunda cuadra, una nebulosa luz amarilla llamaba desde el interior de una tienda. Hunter’s Drug & Hardware. Se acercó, se detuvo y miró por el gran ventanal que había junto a la puerta. Una vitrina con cecina, puros y whiskies. Sobre un mantel a cuadros rojos yacía una manguera de radiador junto a una bandeja para hornear. Una batidora KitchenAid. En la esquina, contra el vidrio, había un cartel de cartón con dos palabras escritas con rotulador negro.
SE BUSCA AYUDANTE.
Abrió la puerta, sentía las piernas débiles. Sonó una campana en la manija. En el interior, vio filas de pasillos cubiertos bajo el resplandor de luces fluorescentes. Pastillas para la tos, antifebriles, analgésicos, antiácidos, termómetros. Productos enlatados en otro conjunto de anaqueles. Frijoles, maíz, chili, sopa, salsa de tomate. Mermelada y pan de caja. Un soporte de alambre de tarjetas de felicitación por $0.99 cada una. Música adormecedora de un radio en alguna parte. “I Fall to Pieces”, de Patsy Cline. Se paró sobre un tapete negro y sacudió la nieve de sus botas, bajó la cremallera de su abrigo y se alisó el cabello mojado por la nieve. Los nervios reptaban a través de él como culebras rayadas. Las aplastó. Puedes hacerlo,tú puedes.
—Ya estoy cerrando —dijo el propietario detrás del mostrador—. Está por caer una tormenta de nieve. El locutor dice que tendremos al menos treinta centímetros para mañana en la mañana.
Estaba ahí parado, limpiando el mostrador con una toalla gastada. Viejo, encorvado y delgado como una hoja de papel, con los ojos cubiertos por pliegues de piel arrugada y diminutas venas en la piel. Llevaba una camisa a cuadros con botones en la parte delantera, tirantes marrones y un delantal de vinilo atado en la parte superior.
—Vi su cartel —dijo Jack—. Estoy buscando trabajo.
El dueño dejó de fregar y se enderezó. Frunció el ceño e inspeccionó a Jack. Entrecerró los ojos bajo las cejas blancas.
—Bueno. Ven, déjame verte bien.
Jack sostuvo la mirada del anciano y fue hacia el mostrador. Supo que no podía estropearlo, sin importar qué pasara.
—Puedo hacer lo que usted necesite. Barrer, quitar el polvo, almacenar la mercancía. Cualquier cosa. Y también soy muy confiable.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho —una mentira, pero sólo por un año.
—¿Alguna vez has tenido un trabajo?
—No, señor. Pero trabajaría duro. Le juro que lo haré.
—Espero trabajo duro.
—Sí, señor. Trabajaré duro para usted.
—Tendrías que levantar cajas pesadas.
—No me importa. Puedo levantar lo que usted necesite.
—No acepto ninguna réplica insolente. Ni una sola.
—No, señor.
El viejo dueño hizo una mueca y miró la nieve por la ventana. Sus uñas amarillas golpearon el gastado mostrador de mármol. Su nariz en forma de pico se crispó.
—Pago siete la hora. Fuera de registro. Es todo lo que haré.
Jack no respiraba.
—Está bien.
Detrás del mostrador, un reloj de cucú en la pared sonó seis veces. El dueño se rascó la barbilla. Sus ojos hundidos escudriñaron a Jack, agudos como los de un cuervo.
—Bueno, tal vez cumplas con los requisitos —asintió con la cabeza y le tendió una mano para estrecharla, aunque su rostro ceñudo no mostró ningún cambio—. Estás contratado.
Jack parpadeó. Todo se volvió un poco borroso. La cara bigotuda del dueño. El mostrador de mármol y el reloj de cucú. Muy abajo en él, donde la preocupación constante se movía, no había pensado que esto realmente sucedería. Encontrar trabajo. El dinero siempre había estado en su mente. Eso y la comida. El trabajo significaba dinero para comidas, facturas, un par de zapatos nuevos para Matty. Recuerda esto, pensó. Nunca lo olvides.
Estrechó la mano del propietario.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el dueño.
—Jack, señor. Jack Dahl.
Los dedos del anciano se aflojaron. Su rostro se torció en salientes y ángulos. Podría haber estado sufriendo.
—Dahl.
Jack no se movió. Sus entrañas se volcaron hacia los lados, se volcaron y se rompieron. Una repentina sensación de pérdida golpeó como un mazo contra la parte inferior de sus costillas…
—¿Tú eres el hijo de Leland Dahl?
Jack simplemente se quedó allí, mientras el entumecimiento se filtraba a través de su cuerpo.
El dueño retiró la mano como si se la hubieran mordido. Sus ojos se clavaron en Jack y se adentraron en lugares abiertos y crudos.
—Eres su hijo, ¿cierto?
Jack intentó hablar, pero su voz no respondió. En la pared, una cabeza de ciervo lo miraba.