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Benito Perez Galdós. Enmarcada en uno de los episodios mas enconados de la Primera Guerra Carlista, el protagonizado por el general Ramon Cabrera en las escarpadas tierras de esta comarca, La Campaña del Maestrazgo gira en torno al simpatico y noble personaje de don Beltran de Urdaneta en quien se personifican los riesgos e infortunios que pueden recaer sobre alguien envuelto en una guerra fratricida.
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BENITO PÉREZ GALDÓS
EPISODIOS NACIONALES 25
[5]
En la derecha margen del Ebro y a cinco leguas de la por tantos títulos esclarecida Zaragoza, existe la villa de Julióbriga, fundación de romanos, según dicen libros y rezan lápidas desenterradas, la cual, en tiempos remotos, mudó aquel nombre sonoro por el de Fuentes de Ebro, con que la designaron cien generaciones aragonesas. No por los hechos históricos que ilustran esta villa (pues en lo antiguo dicen que fue lugar de moros, y algún chinazo le tocó en la guerra de la Independencia y en los dos inmortales sitios); no por la fertilidad de su término, regado por el Canal Imperial; no por las estameñas que fabrican sus tejedores, ni por las excelentes lechugas que crían sus huertas, ni tampoco por su gótica iglesia parroquial, donde yacen, en desmoronados sepulcros, multitud de Condes de Fuentes que rabia-ron o hicieron rabiar al pueblo, aparece este en la primera página de la presente relación, sino por la fama del parador de Viscarrués, situado en la plaza junto a la llamada [6] casa del Rey, el cual gozaba de gran crédito y favor entre los arrieros y trajinan-tes que comunicaban a Zaragoza con el Reino de Valencia. Asimismo confluían allí los trayectos peoniles y carromateros de la parte de Alcañiz, del Maestrazgo y Vinaroz, de la tierra baja de Teruel, Híjar y la cuenca del río Martín. Los barqueros del Canal Imperial, así como todo el personal de fonta-nería, eran también fieles parroquianos de Viscarrués, el cual daba excelente trato a las caballerías primero, a las personas después, y poseía un amplio local con cuadras extensas, donde podían acomodarse, entre animales y arrieros, como unos treinta pares. En el piso alto no faltaban aposentos para señores, algunos hasta con camas, otros bien acondicio-nados de mullidos jergones. Era la cocina monu-mental, con el hogar guarnecido de poyos, y por uno y otro lado mesas largas, donde podían tomar el pienso hasta veinte parroquianos. Servía Viscarrués un Cariñena superior, sin competencia en cuatro leguas a la redonda, y para todo pasto un tintillo de Contamina que en lo de alegrar corazones y cabezas parecía hermano de la jota. Uno y otra procedían de la misma cepa.
Los más de los días Viscarrués y su familia no tenían manos para servir a la mucha y diversa gente que en el parador se juntaba. Uno de los criados, llamado Guasa (verdadero apellido, no apodo), natural de Jaca, y más vivo que el azogue, hacía milagros [7] de ubicuidad y diligencia. Pero llegó un día; mejor dicho, llegaron tres días, en que ni el ventero con sus hijas y su mujer, ni Guasa con toda su agilidad ratonil, pudieron atender al golpe de personas y acémilas que se metieron por aquellas puertas con hambre y sed, pidiendo vino, cebada, carne y un montón de paja para dormir. Furioso Viscarrués por no disponer de cuádruple local, se tiraba de los pelos, y su mujer del moño; Guasa andaba de coronilla; la parroquia se impacientaba; todos pedían a un tiempo su remedio. Con gran trabajo y a puñados les iban acomodando aquí y allí, metiendo ocho en cada cuarto de arriba, estibando a otros en las cuadras, por grupos, por series, por ma-nadas: y para dar de comer se ponían los platos en el suelo, por no haber ya mesas, los jarros de vino pasaban de boca en boca, sin vasos; los guisados iban a la rueda en grandes fuentes, chorreando salsa, y no se oían más que voces airadas del que pedía su parte, del que, no contento con la primera ración, pedía la segunda. Aquí esgrimían cucharas, allá repicaban en los vasos con toque de cuchillos. El vino abundante suplía las escaseces del comer, y si en una parte echaban maldiciones a Viscarrués, en otra le vitoreaban como al primer posadero del mundo. «Hay que dispensar en días como este», decía él, rascándose la cabeza, luego los brazos, levantándose después la faja que se le caía. A Guasa colmábanle de injurias, que le excitaban a un enojo risueño; [8] y era tal su sofocación, que regaba con honrado sudor los manjares que servía.
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