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La casa de la Alegría es una crítica mordaz a la alta sociedad neoyorquina de principios del siglo XX. Edith Wharton disecciona las intrincadas dinámicas de poder, las presiones sociales y las expectativas que recaen sobre las mujeres de la época. A través de la protagonista, Lily Bart, la novela explora cómo las decisiones individuales pueden estar condicionadas por las restricciones de una sociedad centrada en la apariencia y el estatus económico. La obra destaca la lucha de Lily por encontrar un equilibrio entre su deseo de independencia y su necesidad de conformarse a las normas sociales. La autora presenta una crítica feroz de los valores superficiales de la aristocracia y de las limitaciones impuestas a las mujeres, atrapadas en una red de convenciones sociales que dictan sus vidas. Desde su publicación, La casa de la Alegría ha sido aclamada por su penetrante análisis de la hipocresía y la opresión social. Lily Bart se ha convertido en un símbolo trágico de la mujer atrapada entre sus aspiraciones personales y las expectativas restrictivas de su entorno, siendo un personaje central en las discusiones sobre los roles de género en la literatura. La relevancia de la novela persiste en su examen de la lucha por la identidad y el valor personal en una sociedad materialista, ofreciendo reflexiones profundas sobre las presiones sociales que siguen resonando en la actualidad.
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Seitenzahl: 659
Edith Wharton
LA CASA DE LA ALEGRÍA
Título original:
“The House of Mirth”
PRESENTACIÓN
LA CASA DE LA ALEGRIA
LIBRO PRIMERO
LIBRO SEGUNDO
Edith Wharton
1862-1937
Edith Wharton fue una escritora estadounidense y la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer de Ficción en 1921. Nacida en Nueva York en una familia adinerada, Wharton es reconocida por sus agudas observaciones sobre la alta sociedad estadounidense, a menudo criticando las convenciones sociales y las hipocresías de la élite. Su obra abarca una amplia gama de temas, desde las complejidades de las relaciones humanas hasta el análisis de las tensiones entre el viejo mundo y la modernidad.
Vida temprana y educación
Edith Wharton nació en el seno de una familia de clase alta, lo que le permitió una educación refinada y viajes frecuentes a Europa, lo que influenció profundamente su visión del mundo y su obra literaria. Desde temprana edad, mostró interés por la escritura, aunque las expectativas sociales limitaban sus ambiciones creativas. En 1885, contrajo matrimonio con Edward Wharton, pero su matrimonio fue infeliz, y su posterior divorcio en 1913 fue escandaloso para los estándares de la época.
Carrera y contribuciones
A lo largo de su carrera, Wharton desarrolló una profunda crítica de la sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX y principios del XX. Entre sus obras más importantes destacan La edad de la inocencia (1920), que le valió el Premio Pulitzer, y Ethan Frome (1911). En La edad de la inocencia, Wharton retrata la tensión entre el deber y el deseo en una sociedad rigurosamente estructurada, mientras que en Ethan Frome, explora las limitaciones del destino en la vida rural de Nueva Inglaterra. Ambas obras revelan su habilidad para examinar los aspectos trágicos de las vidas atrapadas por normas sociales rígidas.
Impacto y legado
Wharton no solo fue una escritora prolífica, sino también una cronista de las costumbres de su época, ofreciendo una visión perspicaz de la transformación social en América. Su estilo, influenciado por autores como Henry James, combina una prosa elegante con una crítica sutil pero incisiva. Wharton fue también una figura activa en la vida cultural de su tiempo, manteniendo relaciones con intelectuales y escritores de la talla de James y Sinclair Lewis.
Edith Wharton murió en 1937 en Francia, donde pasó gran parte de su vida adulta. Su legado literario continúa siendo relevante, ya que sus obras ofrecen una ventana a la complejidad de las relaciones humanas y las estructuras sociales. Hoy en día, es recordada como una de las grandes novelistas estadounidenses, cuyas observaciones sobre la sociedad siguen siendo estudiadas por su precisión y profundidad psicológica.
Sobre la obra
La casa de la Alegría es una crítica mordaz a la alta sociedad neoyorquina de principios del siglo XX. Edith Wharton disecciona las intrincadas dinámicas de poder, las presiones sociales y las expectativas que recaen sobre las mujeres de la época. A través de la protagonista, Lily Bart, la novela explora cómo las decisiones individuales pueden estar condicionadas por las restricciones de una sociedad centrada en la apariencia y el estatus económico.
La obra destaca la lucha de Lily por encontrar un equilibrio entre su deseo de independencia y su necesidad de conformarse a las normas sociales. La autora presenta una crítica feroz de los valores superficiales de la aristocracia y de las limitaciones impuestas a las mujeres, atrapadas en una red de convenciones sociales que dictan sus vidas.
Desde su publicación, La casa de la Alegría ha sido aclamada por su penetrante análisis de la hipocresía y la opresión social. Lily Bart se ha convertido en un símbolo trágico de la mujer atrapada entre sus aspiraciones personales y las expectativas restrictivas de su entorno, siendo un personaje central en las discusiones sobre los roles de género en la literatura.
La relevancia de la novela persiste en su examen de la lucha por la identidad y el valor personal en una sociedad materialista, ofreciendo reflexiones profundas sobre las presiones sociales que siguen resonando en la actualidad.
Selden se detuvo, sorprendido. En la aglomeración vespertina de la Estación Grand Central, sus ojos acababan de recrearse con la visión de la señorita Lily Bart.
Era un lunes de principios de septiembre y volvía a su trabajo después de una apresurada visita al campo, pero ¿qué hacía la señorita Bart en la ciudad en aquella estación? Si la hubiera visto subir a un tren, podría haber deducido que se trasladaba de una a otra de las mansiones campestres que se disputaban su presencia al término de la temporada de Newport1; pero su actitud vacilante le dejó perplejo. Estaba apartada de la multitud, mirándola pasar en dirección al andén o a la calle, y su aire de indecisión podía ocultar un propósito muy definido. El primer pensamiento de Selden fue que esperaba a alguien, y le extrañó que la idea le sorprendiera. No había novedades en torno a ella y, sin embargo, nunca podía verla sin sentir cierto interés: suscitarlo era una característica de Lily Bart, así como el hecho de que sus actos más sencillos parecieran el resultado de complicadas intenciones.
La curiosidad impulsó a Selden a desviarse de su camino hacia la puerta para acercarse a ella. Sabía que, si no quería ser vista, se las compondría para eludirle a él y le divertía poner a prueba su ingenio.
— Señor Selden… ¡Qué suerte!
Fue hacia él sonriendo, casi impaciente en su afán de salirle al paso. Las pocas personas a quienes rozó se volvieron a mirarla, porque la señorita Bart era una figura capaz de detener incluso a un viajero suburbano que corriera para coger el último tren.
Selden no la había visto nunca tan radiante. Su rubia cabeza, que contrastaba con el apagado colorido de la muchedumbre, resultaba más llamativa que en un salón de baile y el oscuro sombrero con velo le prestaba la tersura juvenil y la tez diáfana que había empezado a perder tras once años de acostarse tarde y bailar con frenesí. ¿Eran realmente once años, se preguntó Selden, y habría cumplido de verdad los veintinueve que le atribuían sus rivales?
— ¡Vaya suerte! — repitió —. ¡Qué amable ha sido al acudir en mi ayuda!
Él respondió en tono festivo que hacerlo era su misión en la vida y preguntó de qué forma podía socorrerla.
— ¡Oh, casi de cualquier modo! Incluso sentándose en un banco y hablando conmigo. Si podemos pasar sentados un cotillón, ¿por qué no el intervalo entre dos trenes? No hace más calor aquí que en el invernadero de la señora Van Osburgh… y algunas de estas mujeres no son más feas que ella.
Se interrumpió con una risa y explicó que había llegado a la ciudad desde Tuxedo para dirigirse a casa de Gus Trenor en Bellomont, y que había perdido el tren de las tres y cuarto a Rhinebeck2.
— Y no hay otro hasta las cinco y media. — Consultó el pequeño reloj de brillantes medio oculto entre los encajes del puño —. Dos horas de espera y no sé qué hacer. Mi doncella ha venido esta mañana para comprarme algunas cosas y a la una tenía que marcharse a Bellomont. La casa de mi tía está cerrada y no conozco a un alma en la ciudad. — Miró a su alrededor con un mohín de fastidio —. En realidad, hace más calor que en casa de la señora Van Osburgh. Si tiene tiempo, lléveme a respirar a algún sitio.
Él declaró estar a su entera disposición; la aventura se le antojó divertida. Como espectador, siempre le había gustado Lily Bart, y su propio camino estaba tan fuera de su órbita que le distraía entrar fugazmente en la súbita intimidad que implicaba aquella proposición.
— ¿Vamos a tomar una taza de té a Sherry’s?
Ella sonrió, complacida, pero en seguida hizo una ligera mueca.
— Los lunes viene tanta gente a la ciudad…, lo más probable es que encontremos a un montón de latosos. A mi edad, esto no debe preocuparme, pero, a la de usted, sí — objetó alegremente —. Me muero de ganas de una taza de té, pero… ¿no hay un lugar más tranquilo?
Él correspondió a su sonrisa, que encontró cautivadora. Su discreción le interesó tanto como su imprudencia; estaba seguro de que ambas formaban parte de un plan cuidadosamente elaborado. Al juzgar a la señorita Bart, siempre le había atribuido “segundas intenciones”.
— Los recursos de Nueva York son bastante exiguos — observó — , pero llamaré a un coche de punto y luego inventaremos algo.
La condujo por la marea de excursionistas recién llegados a la ciudad, entre muchachas de tez amarillenta, tocadas con sombreros ridículos, y mujeres de pecho plano, cargadas de paquetes y abanicos de palma. ¿Era posible que Lily perteneciera a la misma raza? El desaliño y la vulgaridad de aquellas mujeres del montón hicieron tomar a Selden conciencia de la distinción de su acompañante.
Un breve chubasco había refrescado el aire y unas nubes henchidas de agua aún se cernían sobre la calle húmeda.
— ¡Qué delicia! Paseemos un poco — propuso ella al salir de la estación.
Doblaron hacia la Avenida Madison y empezaron a andar en dirección norte. Lily caminaba con paso largo y ligero y Selden sintió que su proximidad le procuraba un raro placer. La forma de la delicada oreja, el cabello ondulado hacia arriba — ¿acaso un poco abrillantado por medios artificiales? — , la espesa cortina de pestañas negras y rectas… todo en ella era a la vez vigoroso y exquisito, fuerte y frágil. Selden tuvo la confusa idea de que hacerla debía haber sido muy costoso, de que muchas personas feas y mediocres habían tenido que ser sacrificadas de algún modo misterioso para crearla. Comprendió que las cualidades que la distinguían de las demás mujeres eran en su mayoría externas, como si a la vulgar arcilla le hubiera sido aplicado un fino barniz de elegancia y belleza. Pero esta analogía le dejó insatisfecho, porque un material tosco no admite un acabado primoroso, y ¿no sería posible que el material fuese fino, pero las circunstancias le hubieran dado una forma fútil?
Al llegar a este punto de sus especulaciones, reapareció el sol y la sombrilla abierta puso fin a su deleite. Un momento después, ella se detuvo con un suspiro.
— Oh, estoy sedienta y acalorada… ¡Qué lugar tan odioso es Nueva York! — Miró con expresión de desaliento la monótona calle de arriba abajo —. Otras ciudades se engalanan durante el verano, pero Nueva York parece ir en mangas de camisa. — Echó una ojeada a una de las calles adyacentes —. Alguien fue lo bastante humano para plantar unos árboles allí. Vamos a la sombra.
— Me alegro de que mi calle merezca su aprobación — observó Selden cuando llegaron a la esquina.
— ¿Su calle? ¿Vive usted aquí?
Contempló con interés las fachadas nuevas de ladrillo y piedra caliza, fantásticamente variadas en atención al afán de novedad norteamericano, pero frescas y acogedoras con sus toldos y jardineras.
— ¡Ah, sí, claro! El Benedick. ¡Qué edificio tan bonito! No creo haberlo visto antes. — Admiró la casa baja, con portal de mármol y fachada pseudogeorgiana —. ¿Cuáles son sus ventanas? ¿Las del toldo bajo?
— Las del piso superior, sí.
— ¿Y ese pequeño y bonito balcón es suyo? ¡Qué fresco parece!
Él guardó silencio unos segundos.
— Suba y compruébelo — sugirió —. Puedo darle una taza de té en cuestión de segundos… y no encontrará a ningún latoso.
Ella se ruborizó — todavía dominaba el arte de sonrojarse en el momento oportuno — , pero aceptó la sugerencia con la misma ligereza con que había sido ofrecida.
— ¿Por qué no? Es demasiado tentador… Me arriesgaré — declaró.
— Oh, no soy peligroso — replicó él en el mismo tono. A decir verdad, Lily no le había gustado nunca tanto como en aquel momento. Sabía que había aceptado con espontaneidad: él no podía ser nunca un factor en sus cálculos y la franqueza del consentimiento fue una sorpresa, casi un bálsamo.
Se detuvo en el umbral para buscar la llave del piso.
— No hay nadie, pero se supone que viene un criado por las mañanas y es posible que haya sacado el servicio de té y alguna especie de pastel. La hizo pasar a un diminuto recibidor de paredes cubiertas por grabados antiguos. Ella se fijó en las cartas y notas amontonadas sobre la mesa junto a sus guantes y bastones y a continuación se encontró en una pequeña biblioteca, oscura pero alegre, con
estanterías de libros, una alfombra turca de colores agradablemente descoloridos, un escritorio lleno a rebosar y, como él había anticipado, una bandeja con un servicio de té sobre una mesa baja cerca de la ventana. Se había levantado un poco de brisa que hinchaba hacia dentro los visillos de muselina y traía consigo la fresca fragancia de las resedas y petunias plantadas en la jardinera del balcón.
Lily se desplomó con un suspiro en uno de los gastados sillones de cuero.
— ¡Qué delicia, tener un lugar así para uno solo! ¡Qué triste es ser mujer! — y se apoyó en el respaldo para saborear mejor su descontento.
Selden revolvía en un aparador en busca del pastel.
— Incluso las mujeres pueden gozar de los privilegios de un apartamento propio — dijo.
— Oh, institutrices… o viudas. Pero no chicas solteras… ¡no las chicas casaderas, pobres y aburridas!
— Hasta yo conozco a una joven que vive en un piso.
Sorprendida, Lily se incorporó.
— ¿De verdad?
— Sí — afirmó Selden, volviendo del aparador con el anunciado pastel.
— Ah, ya sé… se refiere a Gerty Farish. — Lily esbozó una sonrisa poco bondadosa —. Pero yo he dicho “casaderas” y, además, su piso es pequeño y espantoso, no tiene doncella y sirve cosas muy extrañas para comer. Su cocinera hace la colada y la comida sabe a jabón. Esto me horripilaría, claro.
— No coma con ella los días de colada — dijo Selden, cortando el pastel.
Ambos rieron y él se arrodilló delante de la mesa para encender el infiernillo sobre el que reposaba la tetera, mientras Lily medía el té y lo echaba en otra tetera de porcelana verde brillante. Al contemplar Selden la mano, delicada como una pieza de marfil antiguo, de uñas largas y rosadas, y el brazalete de zafiros resbalando por la muñeca, le pareció irónico haberle sugerido una vida como la que había elegido su prima Gertrude Farish. Lily era de modo tan manifiesto víctima de la civilización que la había procreado que incluso los eslabones de su pulsera parecían esposas destinadas a encadenarla a su destino.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Lily exclamó con encantadora compunción:
— Ha sido horrible por mi parte decir eso de Gerty. Olvidaba que es prima suya. Es que somos tan diferentes… A ella le gusta ser buena y a mí me gusta ser feliz. Y además, Gerty es libre y yo no. Si lo fuera, creo que hasta podría ser feliz en su apartamento. Debe ser el colmo de la dicha distribuir los muebles tal como a una se le antoja y dar todas las cosas horrendas al trapero. Sé que sería una mujer distinta simplemente si pudiera decorar el salón de mi tía.
— ¿Tan feo es? — inquirió Selden, comprensivo.
Lily le sonrió por encima de la tetera que sostenía para que él la llenara.
— Esto indica lo poco frecuentes que son sus visitas. ¿Por qué no viene más a menudo?
— Cuando voy, no es para mirar el mobiliario de la señora Peniston.
— Tonterías — replicó ella —. No viene nunca. Y sin embargo… congeniamos cuando nos vemos.
— Tal vez sea ésta la razón — respondió él con prontitud —. Lamento no tener crema de leche… ¿se contenta con una rodaja de limón?
— Incluso lo prefiero. — Esperó a que Selden cortara el limón y echara un fino redondel en su taza —. Pero la razón no es ésta — insistió.
— ¿La razón de qué?
— De que no nos visite nunca. — Se inclinó hacia delante con una sombra de perplejidad en sus bonitos ojos —. Me gustaría conocerle… Me gustaría comprenderle. Ya sé que hay hombres a quienes no gusto, es algo que se nota en seguida. Y otros me tienen miedo; creen que quiero casarme con ellos. — Le sonrió con franqueza —. Pero me parece que a usted no le disgusto y, por descontado, no piensa que desee casarme con usted.
— No, la absuelvo de eso — convino Selden.
— Entonces, ¿qué…?
Se había llevado la taza hasta la chimenea y, apoyado en la repisa, la contemplaba con aire de diversión indolente. La provocativa mirada de Lily aumentaba su diversión; no la imaginaba gastando pólvora en una caza tan insignificante, aunque tal vez se trataba de un ardid o quizá las muchachas como ella sólo sabían hablar de temas personales.
En cualquier caso, su belleza era excepcional y él la había invitado a tomar el té y debía estar a la altura de las circunstancias.
— Pues que tal vez sea ésta la razón — explicó, en un impulso.
— ¿Cuál?
— El hecho de que no quiera casarse conmigo. Quizá no lo considero un gran aliciente para ir a verla. — Sintió un pequeño escalofrío en la espalda al decir esto, pero la risa de Lily le tranquilizó.
— Mi querido señor Selden, la frase no ha sido digna de usted. Cortejarme es una necedad por su parte y usted no suele ser necio. — Se apoyó en el respaldo y bebió unos sorbos de té con aire tan sensato y encantador que, de haber estado ambos en el salón de su tía, Selden casi habría intentado discrepar de semejante deducción —. ¿No comprende — prosiguió — que sobran hombres para decirme cosas agradables y que lo que necesito es un amigo que no tema espetarme las desagradables cuando me convienen? A veces he imaginado que usted podría ser este amigo… ignoro por qué, quizá porque no es presuntuoso ni vulgar y yo no tendría que fingir o estar siempre en guardia. — Su voz acabó en un tono serio y se quedó mirándole con la confusa gravedad de una niña —. No sabe hasta qué punto necesito a un amigo así — continuó —. Mi tía rebosa de axiomas convencionales, todos inventados para regir una conducta propia de los años cincuenta. Siempre tengo la impresión de que vivir de acuerdo con ellos supondría llevar brocado y mangas con esclavina. Y las demás mujeres — mis mejores amigas — , bueno, hacen uso o abuso de mí, pero les tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirme. Ya estoy demasiado vista y la gente se está cansando de mí y empieza a decir que debería casarme.
Hubo un silencio momentáneo durante el cual Selden meditó una o dos respuestas con la intención de añadir un efímero incentivo a la situación, pero las rechazó en favor de la sencilla pregunta:
— Bueno, ¿y por qué no lo hace?
Ella se ruborizó y soltó una carcajada.
— ¡Ah! Veo que es un amigo, después de todo, ya que me ha dicho una de las cosas desagradables que necesitaba oír.
— Yo no la considero desagradable — respondió él en tono amistoso —. ¿No es su vocación el matrimonio? ¿Acaso no nos educan a todos para casarnos?
Ella suspiró:
— Sí, supongo que sí. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
— Exacto. Así pues, ¿por qué no decidirse y dar el asunto por zanjado?
Lily se encogió de hombros.
— Habla como si tuviera que casarme con el primer hombre que se cruzara en mi camino.
— No he querido decir que haya ninguna prisa, pero seguro que existe alguien con los requisitos necesarios.
Lily movió la cabeza con gesto de hastío.
— Desperdicié un par de buenas ocasiones cuando fui presentada en sociedad (supongo que todas las chicas lo hacen); y ya sabe usted que soy horriblemente pobre… y muy cara. Necesito mucho dinero.
Selden se volvió para coger una pitillera de la repisa.
— ¿Qué ha sido de Dillworth? — preguntó.
— Oh, su madre se asustó: temía que quisiera cambiar la montura de todas las joyas de la familia. Y quiso arrancarme la promesa de que no reformaría la decoración del salón.
— ¡Justo el motivo por el que quiere casarse!
— Exacto. De modo que le envió a la India.
— Mala suerte… pero puede encontrar a alguien mejor que Dillworth.
Le alargó la pitillera y ella cogió tres o cuatro cigarrillos, se puso uno entre los labios y guardó los otros en una cajita de oro que pendía de su largo collar de perlas.
— ¿Tengo tiempo? Sólo dos caladas, entonces.
Se inclinó hacia delante para encender su cigarrillo con el de él y, mientras lo hacía, Selden observó con un placer puramente impersonal la regularidad de las negras pestañas en los finos y blancos párpados y la sombra violácea de las ojeras difuminándose en la palidez de la mejilla.
Lily empezó a deambular por la habitación, examinando las estanterías entre las volutas de humo de su cigarrillo. Algunos libros tenían el tono oscuro del tafilete antiguo y una buena encuadernación artesana, y sus ojos los acariciaron largamente, no con la apreciación del experto, sino con el gusto por los matices y texturas agradables que era una de sus susceptibilidades más profundas. De improviso su expresión pasó del placer a una activa conjetura y se volvió hacia él con una pregunta.
— Es coleccionista, ¿verdad? ¿Colecciona primeras ediciones y cosas por el estilo?
— En la medida en que puede hacerlo un hombre sin fortuna. De vez en cuando encuentro algo entre las baratijas y asisto a las grandes subastas.
Ella se había vuelto de nuevo hacia los libros, pero ya no los miraba con atención y Selden vio que estaba preocupada por otra idea.
— ¿Y libros relacionados con la historia de Estados Unidos? ¿También los colecciona?
Selden la miró y se echó a reír.
— No, esto se aparta bastante de mis preferencias. Verá, no soy coleccionista, sólo me gusta tener ediciones buenas de mis libros favoritos.
Ella esbozó un mohín.
— Y supongo que los libros históricos americanos son muy aburridos. Yo diría que sí… excepto para el historiador. Pero los verdaderos coleccionistas valoran las cosas por su rareza. No me imagino a los compradores de viejos libracos de historia americana leyéndolos durante toda la noche… El anciano Jefferson Gryce no lo hacía, desde luego.
Ella escuchaba con viva atención.
— Y no obstante, se venden a precios fabulosos, ¿verdad? Parece extraño que alguien esté dispuesto a pagar un montón de dinero por un libro feo y mal impreso que no piensa leer nunca. Y supongo que la mayoría de quienes poseen libros viejos de historia americana no son historiadores, ¿verdad?
— No, muy pocos historiadores pueden permitirse el lujo de comprarlos; tienen que consultarlos en bibliotecas públicas o en colecciones particulares. Al parecer, es sólo la rareza lo que atrae al coleccionista medio.
Se había sentado en el brazo de un sillón, cerca de Lily, y ésta continuó interrogándole, interesada por cuáles eran los volúmenes más raros, por si la colección de Jefferson Gryce se consideraba realmente la mejor del mundo y por cuál era el precio más alto jamás pagado por un solo libro.
Resultaba tan agradable mirarla mientras cogía de los estantes un libro tras otro y volvía rápidamente las páginas entre los dedos, con el perfil inclinado destacando contra el cálido fondo de las viejas encuadernaciones, que Selden hablaba sin detenerse a pensar con extrañeza en su repentino interés por un tema tan poco sugestivo. Sin embargo, nunca podía estar mucho rato con Lily sin tratar de hallar una razón para sus actos y, cuando la vio colocar en su sitio la primera edición de La Bruyére y dar la espalda a la librería, empezó a especular sobre sus intenciones. La siguiente pregunta que le formuló no le ayudó a esclarecer nada. Se detuvo ante él con una sonrisa cuyo propósito parecía ser admitirle en su intimidad y al mismo tiempo recordarle las restricciones que eso imponía.
— ¿No ha lamentado alguna vez — inquirió de repente — no ser lo bastante rico para comprar todos los libros que le gustan?
Él siguió su mirada en torno a la habitación, pasando por el gastado mobiliario y las deslucidas paredes.
— ¿Que si lo he lamentado? ¿Me toma por un santo o por un alcornoque?
— Y trabajar… ¿le molesta?
— Bueno, el trabajo en sí no está tan mal; me gusta bastante la abogacía.
— No, yo hablo de la obligación, la rutina… ¿No tiene nunca ganas de escapar, de ver personas y lugares nuevos?
— Unas ganas terribles… en especial cuando veo a todos mis amigos apresurarse para coger un barco.
Lily exhaló un suspiro de asentimiento.
— Pero ¿lo desea lo bastante… para casarse, a fin de escapar?
Selden soltó una carcajada.
— ¡Dios me libre! — declaró.
Ella se levantó con otro suspiro, tirando el cigarrillo a la chimenea.
— Ah, ahí está la diferencia… Una chica no tiene más remedio, un hombre sólo se casa si quiere. — Le contempló con expresión crítica —. Su chaqueta es un poco vieja, pero ¿a quién le importa? No impedirá que la gente le invite a cenar. Si yo vistiera prendas viejas, nadie me aceptaría; a una mujer se la invita tanto por su vestuario como por su persona. Los vestidos son el telón de fondo, el marco, por así decirlo; no son causa del éxito pero sí parte de él. ¿Quién quiere a una mujer desaliñada? Tenemos que ser guapas e ir bien vestidas hasta que nos caemos muertas… y, si no podemos lograrlo solas, tenemos que asociarnos.
Selden la miró, divertido; era imposible, pese a los ojos bellos e implorantes, ver su caso con sentimentalismo.
— Bueno, supongo que habrá mucho capital en busca de semejante inversión. Tal
vez encuentre su destino esta noche, en casa de los Trenor.
Ella le dirigió una mirada interrogante.
— Pensaba que usted también iría… ¡Oh, no estará tan lleno! Pero estarán muchos miembros de su grupo: Gwen Van Osburgh, los Wetherall, lady Cressida Raith… y George Dorset y su mujer.
Hizo una pausa antes del último nombre y formuló una pregunta a través de las pestañas, pero él continuó imperturbable.
— La señora Trenor me invitó, pero no puedo marcharme hasta el fin de semana y los grupos numerosos me aburren.
— ¡A mí también! — exclamó ella.
— Entonces, ¿por qué va?
— Es parte del negocio… ya lo ha olvidado. Y además, si no fuera, tendría que quedarme a jugar al bézique con mi tía en Richfield Springs3.
— Esto es casi peor que casarse con Dillworth — convino él, y ambos rieron por el puro placer de su improvisada intimidad.
Lily echó una ojeada al reloj.
— ¡Dios mío! Debo irme. Son más de las cinco.
Se detuvo delante de la chimenea para estudiarse en el espejo y arreglarse el velo. Su postura reveló la larga curva de sus esbeltas caderas, que prestaba a su silueta una especie de gracia salvaje, como si fuera una criada capturada y sometida a las convenciones de salón; y Selden pensó que era aquel rasgo de libertad silvestre de su naturaleza lo que tanto sabor daba a su artificialidad.
La siguió hasta el recibidor, pero en el umbral ella le alargó la mano en un gesto de despedida.
— Ha sido encantador y ahora tendrá que devolverme la visita.
— Pero ¿no quiere que la acompañe a la estación?
— No, despidámonos aquí, se lo ruego.
Dejó un momento la mano en la de él, sonriéndole de modo adorable.
— Adiós, entonces… ¡y buena suerte en Bellomont! — dijo Selden, abriendo la puerta.
Lily se paró en el rellano y echó un vistazo. Las posibilidades de que alguien la viera eran mínimas, pero nunca se sabía con seguridad y siempre pagaba sus raras indiscreciones con una violenta reacción de prudencia. Sin embargo, no había nadie a la vista, excepción hecha de una mujer que fregaba las escaleras; era tan gorda y sus utensilios de limpieza ocupaban tanto sitio que, para sortearla, Lily tuvo que recogerse las faldas y arrimarse a la pared. La mujer levantó la vista con curiosidad, apoyando al mismo tiempo los puños rojizos en la bayeta mojada que acababa de sacar del cubo. Tenía una cara ancha y cetrina, ligeramente picada de viruela, y unos cabellos ralos, del color de la paja, a través de los cuales se veía brillar el cuero cabelludo.
— Perdone — dijo Lily, con intención de subrayar con su cortesía los malos modales de la mujer que, sin contestar, empujó el cubo hacia un lado y continuó con la mirada clavada en la señorita Bart. Ésta pasó con un crujido de faldas de seda, sintiendo que se ruborizaba. ¿Qué pensaba aquella mujer? ¿No podía una obrar del modo más sencillo e inofensivo sin verse sometida a odiosas conjeturas? A medio camino del rellano inferior, sonrió al pensar que la mirada de una fregona había podido perturbarla. Lo más probable era que la pobrecilla estuviera deslumbrada por la imprevista aparición. Pero ¿eran imprevistas tales apariciones en la escalera de Selden? La señorita Bart desconocía el código moral de los edificios de apartamentos para solteros y volvió a sonrojarse cuando se le ocurrió que la persistente mirada de la mujer podía significar un intento de asociarla con otras caras. Desechó, sin embargo, esta idea, sonrió ante sus propios temores y siguió bajando a toda prisa mientras se preguntaba si encontraría un coche de alquiler antes de la Quinta Avenida.
Bajo el portal georgiano volvió a detenerse y escudriñó la calle en busca de un coche. No se veía ninguno, pero al salir a la acera tropezó con un hombre bajo, de aspecto vulgar, que llevaba una gardenia en el ojal y que se descubrió con una exclamación de sorpresa.
— ¡Señorita Bart! ¡Vaya casualidad! ¡Esto sí que es suerte! — exclamó; y ella captó un destello de divertida curiosidad entre los párpados entornados.
— Oh, señor Rosedale… ¿cómo está usted? — dijo, percatándose de que la irreprimible contrariedad de su propio rostro se reflejaba en la sonrisa súbitamente íntima del rostro de su conocido.
El señor Rosedale la observaba con interés y aprobación. Era un hombre gordinflón y sonrosado, el tipo clásico de judío rubio, vestido con un elegante traje londinense que en él semejaba una tapicería; sus ojos pequeños y oblicuos daban la impresión de estudiar a las personas como si fueran curiosidades. Dirigió una mirada inquisitiva a la fachada del Benedick.
— ¿Ha venido a la ciudad para ir de compras, supongo? — preguntó en un tono que sugería la familiaridad de un contacto físico.
La señorita Bart dio un pequeño respingo y ofreció en seguida atolondradas explicaciones.
— Sí… he venido a la modista y ahora iba a coger el tren para visitar a los Trenor.
— Ah, su modista; vaya, vaya — dijo él con voz meliflua —. Ignoraba que hubiera modistas en el Benedick.
— ¿El Benedick? — repitió ella, perpleja —. ¿Es el nombre de este edificio?
— Sí, se llama así, creo que es una palabra arcaica para soltero, ¿verdad? Casualmente el edificio es mío… por eso lo sé. — Su sonrisa se acentuó mientras añadía con creciente desparpajo —: Pero debe permitirme que la acompañe a la
estación. Los Trenor están en Bellomont, claro. Apenas le queda tiempo para coger el tren de las cinco cuarenta. Supongo que la modista la ha hecho esperar.
Lily se puso rígida al oír el irónico comentario.
— Oh, gracias — tartamudeó y en aquel momento vio un coche de punto bajar con lentitud por la Avenida Madison y lo llamó con un desesperado ademán —. Es usted muy amable, pero no quiero causarle tantas molestias — añadió, alargando la mano al señor Rosedale y saltando, sin hacer caso de las protestas de éste, al vehículo salvador, desde cuyo interior gritó una orden al cochero con voz entrecortada.
Se apoyó en el respaldo con un suspiro.
¿Por qué una chica tenía que pagar tan cara la menor desviación de la rutina? ¿Por qué no se podía obrar con naturalidad sin tener que ocultarse tras una estructura de disimulo? Al ir al piso de Lawrence Selden había cedido a un impulso momentáneo, ¡y eran tan raras las veces que podía permitirse el lujo de un impulso! De todos modos, éste le costaría bastante más de lo que podía permitirse. La molestaba ver que, a pesar de tantos años de vigilancia, había cometido dos torpezas en cinco minutos. Aquella estúpida historia de la modista ya era por sí sola bastante grave; ¡con lo fácil que habría sido decirle a Rosedale que había ido a tomar el té con Selden! La mera constatación del hecho lo habría vuelto inocuo. Pero, después de dejarse sorprender en una mentira, era doblemente estúpido desairar al testigo de su falsedad. Si hubiera tenido la presencia de ánimo de permitir a Rosedale acompañarla a la estación, el privilegio podría haber comprado su silencio. Éste contaba con la exactitud de su raza para la apreciación de valores y ser visto en el andén a una hora de intenso tráfico en compañía de la señorita Lily Bart habría equivalido a tener dinero en el bolsillo, como él mismo diría. Estaba enterado, por supuesto, de que había una gran reunión en Bellomont y la posibilidad de ser tomado por un invitado de la señora Trenor entraba sin duda en sus cálculos. El señor Rosedale se hallaba todavía en una fase de su ascenso social en la que no carecía de importancia producir tales impresiones.
Lo fastidioso era que Lily sabía todo esto; sabía lo fácil que habría sido silenciarle en el acto y lo difícil que sería hacerlo después. El señor Simon Rosedale era un hombre interesado en saberlo todo de todo el mundo y cuya idea de mostrarse cómodo en sociedad era hacer gala de una desagradable familiaridad con las costumbres de aquellas personas de las que le convenía ser considerado amigo íntimo. Lily estaba segura de que dentro de veinticuatro horas la historia de su visita a la modista en el Benedick circularía activamente entre los conocidos del señor Rosedale. Lo peor era que ella nunca le había hecho caso y siempre le había desairado. En su primera aparición pública, una vez que el imprudente primo de Lily, Jack Stepney, obtuvo para él (a cambio de favores muy fáciles de adivinar) una invitación a una de las inmensas e impersonales “aglomeraciones” de los Van Osburgh, Rosedale, con esa mezcla de sensibilidad artística y astucia comercial que caracteriza a su raza, había gravitado instantáneamente hacia la señorita Bart, la cual comprendía sus motivos, ya que también se dejaba guiar por cálculos de la misma índole. La educación y la experiencia la habían enseñado a ser hospitalaria con los recién llegados, ya que los menos prometedores podían ser útiles en el futuro, y había muchas oubliettes4 a punto para confinarlos si no lo eran. Sin embargo, cierta repugnancia instintiva, que anuló años de disciplina social, la había obligado a empujar al señor Rosedale al fondo de una de esas oubliettes sin juicio previo. Cayó dejando sólo una estela de risas entre los amigos de Lily por tan rápida eliminación y, aunque más tarde (para cambiar la metáfora) reapareció río abajo, fue sólo en momentos fugaces entre largas inmersiones.
Hasta entonces los escrúpulos no habían hecho mella en Lily. Su pequeño grupo había declarado “imposible” al señor Rosedale y castigado debidamente a Jack Stepney por el intento de pagar sus deudas con invitaciones a cenar. Incluso la señora Trenor, cuya afición a la variedad la había conducido a diversos experimentos arriesgados, se negó en redondo a aceptar los esfuerzos de Jack por disfrazar de novedad al señor Rosedale y declaró que se trataba del mismo pequeño judío que había sido servido y rechazado en el banquete social una docena de veces como mínimo. Sin embargo, mientras Judy Trenor se obstinaba en las pocas posibilidades que tenía el señor Rosedale de penetrar más allá del limbo exterior de las aglomeraciones de los Van Osburgh, Jack abandonó la competición con un sonriente “ya veremos” y, sin cejar en su valiente empeñó, se dejaba ver con su amigo en los restaurantes de moda en compañía de damas de aspecto llamativo, aunque socialmente oscuras, que siempre se encuentran para tales fines. No obstante, el intento había sido vano y, mientras Rosedale pagaba las cenas, su deudor se divertía.
Como se verá más adelante, el señor Rosedale no era de momento un factor peligroso… a menos que uno cayera en su poder. Y esto era precisamente lo que le había ocurrido a la señorita Bart. Su torpe mentira había puesto de manifiesto que tenía algo que ocultar; y sabía que a él le sobraban motivos para ajustarle las cuentas. Algo en su sonrisa proclamaba que no los había olvidado. Lily apartó la idea con un ligero estremecimiento, pero se cernió sobre ella durante todo el trayecto hasta la estación y siguió persiguiéndola por el andén con la persistencia del propio señor Rosedale.
Tuvo el tiempo justo de ocupar un asiento antes de que el tren arrancara y, en cuanto se hubo acomodado en un rincón con el instinto efectista que nunca la abandonaba, miró a su alrededor con la esperanza de ver a algún otro invitado a la reunión de los Trenor. Necesitaba escapar de sí misma y la conversación era el único medio que conocía.
Su búsqueda se vio recompensada por el descubrimiento de un hombre joven muy rubio, de barba suave y pelirroja, que en el otro extremo del vagón parecía ocultarse tras un periódico desdoblado. Los ojos de Lily se animaron y una pequeña sonrisa distendió sus labios apretados. Sabía que el señor Percy Gryce iba a ir a Bellomont, pero no había esperado tener la suerte de disfrutar ella sola de su compañía en el tren, y este hecho barrió todos los pensamientos inquietantes en torno al señor Rosedale. Después de todo, quizá el día terminara de un modo más favorable que como había empezado.
Se puso a cortar las páginas de una novela, estudiando tranquilamente a su presa a través de las pestañas entornadas mientras organizaba un plan de ataque. En la actitud de concienzuda absorción del joven había algo que denotaba que se había percatado de la presencia de Lily; ¡nadie permanecía tan absorto en la lectura del periódico vespertino! Adivinó que era demasiado tímido para abordarla y que era ella quien tendría que inventar algún método de acercamiento que no pareciera demasiado atrevido por su parte. Le divirtió pensar que alguien tan rico como el señor Percy Gryce pudiera ser tímido, pero Lily poseía tesoros de indulgencia por semejantes idiosincrasias y, además, la timidez podía ser más conveniente para sus propósitos que una seguridad excesiva. Dominaba el arte de comunicar confianza a los confundidos, pero no estaba segura de saber confundir a los arrogantes.
Esperó a que el tren saliera del túnel y adquiriera velocidad entre los míseros límites de los suburbios del lado norte. Entonces, mientras frenaba cerca de Yonkers, se levantó del asiento y avanzó con lentitud por el pasillo del vagón. Al pasar junto al señor Gryce, el vehículo dio una sacudida y el joven advirtió que una mano delicada se agarraba al respaldo de su asiento. Se puso en pie de un salto y su rostro ingenuo pareció teñirse de rojo; incluso la barba rojiza dio la impresión de oscurecerse.
El tren volvió a dar un tumbo, casi lanzando a la señorita Bart entre los brazos del joven. Recobró el equilibrio con una risa y retrocedió, pero él ya estaba envuelto en la fragancia de su vestido y su hombro había sentido un fugaz contacto con el de ella.
— Oh, ¿es usted, señor Gryce? Cuánto lo siento… Iba a buscar al camarero para pedirle un poco de té.
Alargó la mano mientras el tren reanudaba su marcha normal y se detuvo para intercambiar unas palabras en el pasillo. Sí, se dirigía a Bellomont. Había oído decir que ella también estaba invitada… Se ruborizó al admitirlo. ¿Y él se quedaría toda una semana? ¡Espléndido!
Pero en este punto uno o dos pasajeros rezagados que habían subido en la última estación irrumpieron en el vagón a empujones y Lily tuvo que retirarse a su asiento.
— El asiento contiguo al mío está libre… Venga a ocuparlo — dijo por encima del hombro, y el señor Gryce logró realizar con extraordinaria confusión un traslado que le permitió instalarse con su equipaje al lado de Lily.
— Ah… y aquí está el camarero, que quizá podrá traernos el té.
Hizo una seña al empleado y en cuestión de un momento, con la facilidad que parecía presidir el cumplimiento de todos sus deseos, apareció una mesita entre los asientos, bajo la cual ayudó al señor Gryce a colocar sus maletas.
Cuando llegó el té, el joven contempló, fascinado y en silencio, cómo las manos de Lily se movían sobre la bandeja, milagrosamente finas y delicadas en contraste con la porcelana ordinaria y el pan de escasa calidad. Se le antojaba maravilloso que alguien fuera capaz de llevar a cabo con tanta soltura la difícil tarea de preparar el té en público y en un tren tambaleante. Jamás se hubiera atrevido a pedirlo para él por temor de atraer la atención de los demás pasajeros, pero ahora, seguro bajo la protección de su atractiva acompañante, sorbió el oscuro brebaje con una deliciosa sensación de bienestar.
Lily, con el sabor del excelente té de Selden en los labios, no tenía ningún deseo de mezclarlo con el mejunje del tren que su compañero parecía saborear como un néctar, pero, juzgando con acierto que uno de los encantos del té es el hecho de beberlo en compañía, procedió a dar el último toque al bienestar del señor Gryce sonriéndole por encima de la taza levantada.
— ¿Está en su punto? ¿No lo he hecho demasiado fuerte? — preguntó en tono solícito, y él respondió convencido que nunca había probado un té más de su gusto.
“Supongo que es verdad”, reflexionó ella, y su imaginación cobró alas ante la idea de que el señor Gryce, que podría haberse deleitado con los caprichos más complejos, estaba en realidad viajando por primera vez solo con una mujer bonita.
Consideró providencial que a ella le tocara ser el instrumento de su iniciación. Algunas chicas no habrían sabido cómo tratarle y habrían exagerado la novedad de la aventura, intentando hacerle ver el placer de una escapada. Pero los métodos de Lily eran más sutiles. Recordó que su primo Jack Stepney había definido una vez al señor Gryce como el joven que había prometido a su madre no salir nunca sin chanclos bajo la lluvia e, inspirándose en este dato, resolvió envolver de un aire doméstico la escena con la esperanza de que su compañero, en lugar de sentir que hacía algo atrevido o insólito, pensara en la ventaja que suponía llevar siempre consigo a una compañera que le preparase el té en el tren.
Pero a pesar de sus esfuerzos la conversación languideció cuando se hubieron llevado la bandeja, y se vio obligada a tomar nuevas medidas de las limitaciones del señor Gryce. No era oportunidad lo que le faltaba, sino imaginación; tenía un paladar mental que jamás aprendería a distinguir entre néctar y té del ferrocarril. Había, sin embargo, un tema en que ella podía confiar: un resorte que sólo necesitaba rozar para poner en marcha su sencilla maquinaria. Se había abstenido de mencionarlo porque era el último recurso y prefería otras artes para estimular otras sensaciones, pero, cuando una expresión ausente empezó a inmovilizar los candorosos rasgos del joven, Lily comprendió la necesidad de medidas extremas.
— ¿Y cómo sigue su colección de libros americanos? — preguntó, inclinándose hacia delante.
Sus ojos perdieron un poco su opacidad; fue como si se desprendiera de ellos una película incipiente y Lily sintió el orgullo de un hábil cirujano.
— Tengo algunos nuevos — respondió él, enrojeciendo de placer, pero bajando la voz como temeroso de que los demás pasajeros conspirasen para despojarle de sus nuevas adquisiciones.
Ella le complació formulando otra pregunta y poco a poco le indujo a hablar de sus últimas compras. Era el único tema que le permitía olvidarse de sí mismo o, mejor dicho, recordarse a sí mismo sin reservas, porque le resultaba muy familiar y porque con él podía sentir una superioridad que muy pocos estaban en posición de disputarle. Casi ningún conocido suyo era aficionado a los libros históricos americanos o sabía algo acerca de ellos; y el conocimiento de esta ignorancia ponía agradablemente de relieve la erudición del señor Gryce. La única dificultad residía en introducir el tema y no profundizar en él; a la mayoría de las personas no les gustaba salir de su ignorancia y el señor Gryce era como un comerciante con un almacén atestado de género invendible.
Pero al parecer la señorita Bart tenía auténtico interés en saber más cosas sobre libros antiguos y, además, estaba ya lo bastante informada para que la tarea de instruirla resultara tan fácil como agradable. Le hacía preguntas inteligentes y le escuchaba con atención; y, preparado para la expresión de tedio que solía aparecer en el semblante de sus interlocutores, se volvió elocuente ante la receptiva mirada de ella. Los “puntos de interés” que Lily había tenido la presencia de ánimo de recoger en el apartamento de Selden, en previsión de una contingencia como aquélla, le eran tan útiles que empezó a considerar la visita a su casa el incidente más afortunado del día. Una vez más había demostrado su talento para aprovecharse de lo inesperado, y peligrosas teorías sobre la conveniencia de ceder al impulso germinaban ya bajo la capa de sonriente atención con que continuaba deleitando a su compañero.
Las sensaciones del señor Gryce, si bien menos definidas, eran igualmente agradables. Sentía el confuso cosquilleo con que los organismos inferiores acogen la satisfacción de sus necesidades, y todos sus sentidos nadaban en un vago bienestar a través del cual la personalidad de la señorita Bart era difusa pero gratamente perceptible.
El interés del señor Gryce por los libros históricos americanos no había nacido de él; era imposible creerle capaz de desarrollar una afición propia. Un tío le había dejado una colección ya conocida entre los bibliófilos; la existencia de dicha colección era el único hecho que había dado cierta gloria al nombre de Gryce y el sobrino se enorgullecía de su herencia como si se tratara de su propia obra. En realidad, poco a poco fue considerándola tal y experimentando un gran placer personal cuando por casualidad oía alguna referencia a la colección Gryce. Ansioso como estaba de evitar la atención ajena, la mención impresa de su nombre le causaba, sin embargo, un placer tan exquisito y excesivo que parecía una compensación por su renuncia a la publicidad.
A fin de saborear esta sensación lo más a menudo posible, se había suscrito a todas las revistas que trataban del coleccionismo de libros en general, y de los de historia americana en particular, y, como en las páginas de estas publicaciones, que constituían su única lectura, abundaban las alusiones a su biblioteca, llegó a tenerse por una figura preeminente y conocida por la opinión pública y a disfrutar pensando en el interés que suscitaría si las personas que encontraba en la calle o con las que viajaba se enterasen de repente de que era el propietario de la colección Gryce.
La mayoría de las timideces tienen tales compensaciones secretas y la señorita Bart era lo bastante perspicaz para saber que la vanidad interior es generalmente proporcional a la modestia exterior. Con una persona más segura de sí misma no se habría atrevido a insistir tanto sobre un tema o a demostrar por él un interés tan exagerado, pero había intuido con acierto que el egoísmo del señor Gryce era un terreno sediento que requería un riego constante. La señorita Bart tenía el don de saber seguir el hilo de sus pensamientos mientras parecía absorta en la conversación y en este caso la excursión mental tomó la forma de un rápido examen del futuro del señor Percy Gryce en combinación con el suyo propio. Los Gryce procedían de Albany y habían llegado hacía poco a la metrópoli, donde madre e hijo tomaron posesión, tras la muerte del viejo Jefferson Gryce, de su casa en la Avenida Madison, una casa muy fea, de piedra parda por fuera y nogal negro por dentro, con la biblioteca Gryce en un anexo incombustible que parecía un mausoleo. Lily, sin embargo, lo sabía todo de ellos: la llegada del joven señor Gryce había hecho palpitar los corazones maternales de Nueva York y, cuando una chica no tiene madre con un corazón que palpite por ella, tiene que hacer guardia por su cuenta y riesgo. Por lo tanto, no sólo había conseguido cruzarse en el camino del joven, sino que había conocido a la señora Gryce, una mujer monumental con la voz de un orador de púlpito y la cabeza preocupada por la iniquidad de sus sirvientes, que a veces visitaba a la señora Peniston para averiguar cómo se las arreglaba dicha dama para evitar que la pinche robase hortalizas de la despensa. La señora Gryce daba muestras de una benevolencia impersonal: los casos de necesidad individual le inspiraban suspicacia, y en cambio daba dinero a instituciones cuyos ejercicios anuales arrojaban un impresionante superávit. Sus tareas domésticas eran múltiples, ya que abarcaban desde furtivas inspecciones a los dormitorios de la servidumbre a imprevistas bajadas a la bodega; sin embargo, nunca se permitía a sí misma excesivos placeres. Sólo en una ocasión mandó imprimir una edición especial en rústica de las ceremonias litúrgicas Sarum5 y regaló un ejemplar a todos los sacerdotes de la diócesis; y el álbum dorado en que pegó sus cartas de agradecimiento constituía el principal ornamento de la mesa del salón.
Percy había sido educado según los principios que una mujer tan ejemplar no podía por menos que inculcar en su hijo. Toda forma de prudencia y suspicacia había sido grabada en una naturaleza ya de por sí reacia y cautelosa, con el resultado de que apenas parecía necesario que la señora Gryce tuviera que prometer que se calzaría los chanclos, tan improbable era que el hijo se aventurara a salir bajo la lluvia. Después de llegar a la mayoría de edad y heredar la fortuna que el difunto señor Gryce había amasado con una patente para excluir el aire fresco de los hoteles, el joven continuó viviendo con su madre en Albany, pero, a la muerte de Jefferson Gryce, cuando pasó a sus manos otra sustanciosa herencia, la señora Gryce pensó que los “intereses” de su hijo exigían su presencia en Nueva York, por lo que se instalaron en la casa de la Avenida Madison. Percy, cuyo sentido del deber no era inferior al de su madre, pasaba todos los días laborables en la amplia oficina de Broad Street, donde un puñado de hombres pálidos con salarios exiguos había encanecido en la administración de la fortuna Gryce y donde fue iniciado con la debida reverencia en todos los detalles del arte de la acumulación.
Por lo que Lily pudo colegir, tal había sido hasta ahora la única ocupación del joven, y quizá merecía ser perdonada por pensar que no sería una tarea demasiado difícil interesar a un hombre sometido a una dieta tan frugal. En cualquier caso, se veía tan completamente al mando de la situación que se dejó llevar por una sensación de seguridad que disipó como por ensalmo el miedo al señor Rosedale y a todas las dificultades entrevistas.
La parada del tren en Garrisons no la habría distraído de sus pensamientos si no hubiera sorprendido una súbita expresión de apuro en la mirada de su compañero de viaje. Éste iba sentado de cara a la puerta y Lily adivinó que le había perturbado la aparición de una persona conocida, hecho que fue confirmado por un revuelo de cabezas que se volvían y por la agitación general que su propia entrada en un vagón de ferrocarril solía producir.
Reconoció al momento los síntomas y no se sorprendió al ser interpelada por la voz aguda de una bonita mujer que entró en el coche acompañada por una doncella, un bull terrier y un lacayo que se tambaleaba bajo un cargamento de maletas y neceseres.
— ¡Oh, Lily! ¿Vas a Bellomont? Entonces, supongo que no me puedes ceder el asiento… Tengo que sentarme en este vagón. ¡Mozo, búsqueme en seguida un sitio! ¿No puede cambiar de asiento a alguien? Quiero estar con mis amigos. ¡Oh! ¿Cómo está, señor Gryce? Explíquele que quiero sentarme con usted y Lily.
La señora de George Dorset, a pesar de los vanos esfuerzos de un viajero que pugnaba por coger su bolsa y hacer sitio a la recién llegada apeándose del tren, se quedó plantada en medio del pasillo, difundiendo a su alrededor ese ambiente de exasperación que una mujer guapa suele crear en sus viajes.
Era más baja y más delgada que Lily Bart y sus movimientos tenían una elasticidad inquieta, como si su cuerpo pudiera plegarse y pasar por un aro del mismo modo que la tela de su vestido. El rostro pequeño y pálido parecía un simple marco para un par de ojos oscuros y desmesurados con una mirada visionaria que contrastaba curiosamente con la autoridad de su tono y sus gestos, hasta el punto de que uno de sus amigos había observado que semejaba un espíritu sin cuerpo que ocupara un espacio considerable.
Cuando por fin descubrió que el asiento contiguo al de la señorita Bart estaba a su disposición, se instaló en él con un nuevo desplazamiento de sus pertenencias, explicando mientras tanto que había llegado de Mount Kisco en su automóvil aquella mañana y tenido que esperar una hora en Garrisons sin el consuelo siquiera de un cigarrillo, pues el bruto de su marido había olvidado volver a llenar su pitillera antes de despedirse por la mañana.
— Y supongo que a esta hora del día ya no te debe quedar ninguno, ¿verdad, Lily? — concluyó con voz quejumbrosa.
La señorita Bart captó la mirada de alarma del señor Percy Gryce, cuyos labios no habían sido nunca profanados por el tabaco.
— ¡Qué pregunta tan absurda, Bertha! — exclamó, ruborizándose al pensar en los cigarrillos de que se había provisto en casa de Lawrence Selden.
— ¡Cómo! ¿No fumas? ¿Cuándo lo has dejado? ¿Que nunca has…? ¿Y usted tampoco, señor Gryce? Ah, claro… qué tonta soy… Ya comprendo.
Y la señora Dorset se recostó sobre sus cojines de viaje con una sonrisa que obligó a Lily a lamentar que hubiese un asiento libre a su lado.
En Bellomont las partidas de bridge solían durar hasta la madrugada, y cuando Lily fue a acostarse aquella noche había jugado demasiado para su propio bien.
Reacia a la comunión consigo misma que la esperaba en su habitación, se demoró en la ancha escalinata, mirando hacia el vestíbulo, donde los últimos jugadores estaban agrupados en torno a una bandeja de vasos altos y garrafas con cuello de plata, recién colocada por el mayordomo sobre una mesita delante del fuego.
El vestíbulo tenía arcadas y una galería de columnas de mármol amarillo pálido. Altos arbustos floridos se apiñaban contra un fondo de oscuro follaje en las esquinas de las paredes. Un galgo y dos o tres perros de aguas dormitaban sensualmente junto a la chimenea sobre la alfombra granate, y la luz de la gran araña central brillaba en el cabello de las mujeres y arrancaba destellos a sus joyas cuando se movían.
Había momentos en que semejantes escenas deleitaban a Lily, satisfacían su sentido de la belleza y su pasión por un acabado perfecto de la vida, pero había otros en que resaltaban la exigüidad de sus propias oportunidades. Éste era uno de los momentos en que dominaba la idea del contraste y se volvió de espaldas con impaciencia cuando la señora de George Dorset, deslumbrante con un vestido de lentejuelas, se llevó a Percy Gryce a un discreto rincón de la galería.
No era que la señorita Bart tuviera miedo de perder su recién adquirida ascendencia sobre el señor Gryce. La señora Dorset podía sobresaltarle o deslumbrarle, pero carecía de la habilidad y la paciencia necesarias para lograr su captura. Estaba demasiado absorta en sí misma para penetrar en los recovecos de la timidez de Gryce y, además, ¿por qué habría de molestarse? Podía, como máximo, divertirse burlándose de su candor durante una velada, pero después él sería simplemente un estorbo para ella y, sabiéndolo, era demasiado experimentada para darle alas. Sin embargo, la mera idea de que una mujer pudiera atraer y desechar a un hombre a su capricho, sin tener que considerarle un posible factor en sus planes, llenaba de envidia a Lily Bart. Se había aburrido toda la tarde con Percy Gryce — el mero recuerdo parecía despertar un eco de su monótona voz — , pero no podría rehuirle al día siguiente, tendría que cimentar su éxito, someterse a más aburrimiento, estar dispuesta a hacer más concesiones, a seguir adaptándose, y todo por la remota posibilidad de que al final él se decidiera a hacerle el honor de aburrirla para toda la vida.
Era un destino odioso… pero ¿cómo escapar de él? ¿Qué alternativa tenía? Ser ella misma o una Gerty Farish. Cuando entró en su dormitorio, con las lámparas de luz suave, el camisón de encaje colocado sobre el cubrecama de seda, sus pequeñas zapatillas bordadas delante del fuego, un jarrón de claveles que perfumaban el aire y las últimas novelas y revistas aún sin abrir sobre una mesa, junto a la lámpara de pie, tuvo una visión del apartamento de la señorita Farish, con su barato mobiliario y horrible empapelado. No, no estaba hecha para un ambiente triste y mediocre, para los míseros compromisos de la pobreza. Todo su ser se expandía en una atmósfera de lujo; era el telón de fondo que necesitaba, el único clima respirable para ella. Pero lo que quería no era el lujo ajeno. Unos años antes le había bastado, había aceptado su dosis diaria de placer sin preocuparse de quien lo procuraba. Ahora ya empezaban a irritarle las obligaciones que imponía y se encontraba extraña en medio del esplendor que antes parecía pertenecerle. Incluso había momentos en que era consciente de tener que pagar por lo que recibía.
Durante mucho tiempo se había negado a jugar al bridge. Sabía que no podía permitírselo y temía aficionarse a una diversión tan cara. Había visto el peligro ejemplificado en más de uno de sus conocidos, en el joven Ned Silverton, sin ir más lejos, el atractivo muchacho rubio que estaba ahora sentado en abyecta adoración al lado de la señora Fisher, una llamativa divorciada de ojos y vestidos tan chillones como los titulares de su “caso”. Lily recordaba la época en que el joven Silverton había irrumpido en su círculo, con el aire de un extraviado habitante de la Arcadia que ha publicado unos sonetos encantadores en la revista de la universidad. A partir de entonces se aficionó a la señora Fisher y al bridge y por lo menos este último le había acarreado unos gastos de los que le habían redimido más de una vez sus alarmadas hermanas solteras, que atesoraban los sonetos y prescindían del azúcar en el té para mantener a flote a su niño mimado. El caso era bien conocido por Lily: había visto sus ojos seductores — con mucha más poesía que los sonetos — expresar sorpresa y diversión y pasar de la diversión a la ansiedad mientras caía bajo el hechizo del terrible dios del juego, y temía descubrir los mismos síntomas en su propio caso.
Porque a lo largo del último año había visto que sus anfitrionas esperaban de ella que se sentara a la mesa de bridge. Era uno de los impuestos que debía pagar por su prolongada hospitalidad y por los vestidos y la bisutería que de vez en cuando venían a engrosar su insuficiente vestuario. Y desde que jugaba con regularidad, se había aficionado a tentar la suerte. Últimamente había ganado una gran suma en una o dos ocasiones y, en vez de guardarla en previsión de futuras pérdidas, la había gastado en vestidos o joyas; y el deseo de reparar esta imprudencia, junto con la creciente atracción del juego, la impulsaba a arriesgar más dinero en cada nueva partida. Intentaba justificarse con el pretexto de que en el grupo de los Trenor era preciso apostar mucho si no se quería pasar por pusilánime o avara, pero sabía que la pasión del juego la dominaba y que en sus actuales circunstancias tenía pocas esperanzas de poder vencerla.
Esta noche la suerte le había sido obstinadamente adversa, y el pequeño monedero de oro que colgaba entre sus brazaletes estaba casi vacío cuando volvió a su habitación. Abrió el armario, sacó el joyero y miró debajo de la bandeja donde guardaba los billetes y de cuyo fajo había extraído unos cuantos antes de bajar a cenar. Sólo le quedaban veinte dólares: el descubrimiento la sobresaltó tanto que por un momento creyó haber sido víctima de un robo. Tomó papel y lápiz, se sentó ante el escritorio e intentó calcular lo que había gastado durante el día. La cabeza le latía de cansancio y tuvo que repasar los números una y otra vez, pero al fin resultó evidente que había perdido trescientos dólares en el juego. Sacó el talonario para ver si el saldo era mayor de lo que recordaba, pero descubrió que se había equivocado en el sentido contrario. Entonces volvió a sus cálculos; sin embargo, por más vueltas que diera a la cuestión, no podía recuperar los desaparecidos trescientos dólares. Era la suma que había apartado para apaciguar a su modista… a menos que la usara como anticipo para el joyero. En cualquier caso, la necesitaba para tantas cosas que su misma insuficiencia la había impulsado a apostar fuerte con la esperanza de doblarla. Pero había perdido, claro, ella que necesitaba hasta el último penique, mientras Bertha Dorset, cuyo marido le daba dinero a espuertas, debía haberse embolsado por lo menos quinientos dólares y Judy Trenor, que podía permitirse el lujo de perder mil cada noche, se había levantado de la mesa con un fajo de billetes tan abultado que no había podido estrechar la mano de sus invitados cuando le desearon las buenas noches.
Un mundo en que pudieran suceder tales cosas se le antojaba a Lily Bart un lugar abominable; nunca había sido capaz de comprender las leyes de un universo siempre tan dispuesto a excluirla de sus planes.
Empezó a desnudarse sin llamar a la doncella, a quien ya había mandado a la cama. Había sido esclava del placer ajeno el tiempo suficiente para ser considerada con quienes dependían de ella, y en sus momentos amargos solía ocurrírsele que su doncella y ella estaban en la misma posición, sólo que la doncella recibía su salario con más regularidad.