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Harper F, Historias en FemeninoDe la autora best seller internacional Hannah Richell llega una fascinante novela sobre los secretos que salen a la luz cuando una gran familia se reúne para una boda. Margot no puede evitar recordar lo que le sucedió hace tiempo. El olor a sidra, a manzanas descomponiéndose, el tacto del papel en su cara, una mano que presiona su piel, las risas al lado del río, el barro negro manchando su cuerpo dolorido, sus manos ensangrentadas. Windfalls. Y esa voz, resonando en su cabeza: «¿Qué has hecho? ¿Qué demonios has hecho?» ¿Se puede curar alguna vez una herida del pasado que ha marcado toda tu vida? Los Sorrell se han reunido para la boda de la hermana mediana, anunciada apenas un par de semanas antes, en Windfalls, su destartalada casa de Somerset, en la campiña inglesa, con sus exuberantes jardines que llegan hasta el río. Lucy, la novia, ha rogado a sus seres queridos que asistan, sin decirles que tiene una importante noticia que comunicarles una vez estén todos juntos. Su hermana pequeña, Margot, que se fue de casa después de una devastadora discusión con su madre, acepta a regañadientes, aunque la casa familiar es un lugar que solo le produce dolor. Mientras tanto, su hermana mayor, Eve, se ha lanzado en picado a ultimar todos los detalles de la boda, cualquier cosa para distraerse de cómo su propia vida se está desmoronando. Sus padres, Kit y Ted, artistas y divorciados desde hace mucho tiempo, se ven obligados a interpretar, de mala gana, el papel de alegres anfitriones. Mientras la familia Sorrell se reúne para una semana de celebraciones y enfrentamientos, reviven dolorosos recuerdos del pasado y sus relaciones se tensan hasta rozar la ruptura. «Hermosa y apasionante». Libby Page, autora de Soñar bajo el agua «Una novela cuyo punto fuerte son sus magníficos personajes y que fluye sin esfuerzo con una prosa descriptiva que dibuja cada escena emocional con sumo cuidado. Su habilidad para quitar las capas e ir revelando el crudo dolor que subyace en esta familia, tan complicada, es ejemplar». Library Journal
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Seitenzahl: 485
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La casa del río
Título original: The River Home
© Hannah Richell, 2020
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Originalmente publicada en Gran Bretaña en 2020 por Orion Books
© De la traducción del inglés, Celia Montolío Nicholson
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-18976-21-6
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Lunes
Martes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
El pasado 1986-1987
Capítulo 6
Miércoles
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
El pasado 2005
Capítulo 15
Jueves
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
El pasado 2009
Capítulo 19
Viernes
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
El pasado 2009
Capítulo 25
Sábado
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
El pasado 2009-2010
Capítulo 33
Domingo
Capítulo 34
Seis meses después
Capítulo 35
Capítulo 36
Agradecimientos
Créditos
Durante el sueño, los recuerdos afloran espontáneamente. Los árboles se alzan como sombras negras, indicando el camino a través del huerto de frutales. El ácido dulzor de las manzanas sube desde las altas hierbas, y el río, abajo, fluye silencioso.
En la oscuridad, tras los temblorosos párpados, recuerda el burbujeo fermentado de la sidra en la lengua, las bombillas danzando como luciérnagas sobre el embarcadero, las risas resonando sobre el agua. De nuevo, siente en el rostro el roce de los papeles, los dedos que se hincan en su piel, el denso barro negro pegado a sus manos cubiertas de sangre y arañazos, el lacerante dolor como de cristales rotos.
Sumida en la duermevela, los aromas, los sonidos y los colores de su pasado salen a la superficie, y todo lo que ha enterrado —los secretos, la oscuridad— vuelve a ella.
«¿Qué has hecho? ¿Se puede saber qué demonios has hecho?».
Es algo que aprendió hace años por las malas, y sabe que jamás habrá de olvidarlo: con el tiempo, hasta el fruto más dulce acaba cayendo a la tierra y pudriéndose. Por muy profundo que entierres el dolor, sus huesos subirán para perseguirte, como el aroma empalagoso de esas manzanas, como los ecos de una noche de verano, como el río que fluye implacable por su cauce.
Espero que este siga siendo tu número. Te necesitamos en Windfalls. Se casa Lucy. Este sábado!! Sin comentarios. Llámame. Bss. E.
Enviado 18/09/18, 17:58
Eve dice que te ha escrito. Por favor, ven. Te necesito. Bss. Luce
Enviado 18/09/18, 20:49
Margot se rebulle en el asiento al oír el estridente silbato del tren a su paso por un túnel. La mejilla que tiene apoyada contra la ventanilla se le ha quedado fría y húmeda, y un olor familiar, dulce y penetrante, flota en el ambiente. Al abrir los ojos, su mirada se cruza con la de una niña que va sentada al otro lado de la mesa abatible. Lleva unos auriculares morados con orejas de gato y se está comiendo una manzana. Entre las dos hay una cajita rosa de comida preparada por la que asoman envoltorios vacíos.
La mirada de Margot va desde la cajita a la manzana, y después regresa a los ojos de la niña. Le echa siete u ocho años; tiene los ojos azules, y el pelo, del color del maíz, está recogido en dos pulcras trenzas. Hay algo en su aspecto que le recuerda a Lucy, a pesar de que la niña luce una raya perfecta y trenzas rectas y tirantes. Las de su hermana, en cambio, casi siempre delataban la lucha que entablaban con su pelo Eve o el padre de ambas durante el desayuno. Lucy siempre había ido hecha un desastre, aunque ya no era una niña, claro, sino una mujer hecha y derecha, y a punto de casarse.
Los mensajes habían llegado la noche anterior; primero el de Eve, que apareció en la pantalla de su móvil nada más entrar en el piso vacío. Le había echado un vistazo en la cocina mientras ponía agua a hervir, y había tenido que leerlo dos veces antes de asimilarlo. ¿Lucy se casaba, y en menos de una semana? Su hermana mediana siempre había sido impetuosa, dada a arranques espontáneos o a espetar lo primero que se le venía a la cabeza sin atender a las consecuencias, pero esta última ventolera tenía todas las papeletas para ser un desastre. En cuanto a Eve, su reacción también había sido típica: la exasperación y la censura de su hermana mayor saltaban a la vista a pesar de la parquedad del mensaje. Y quizás —piensa Margot, volviéndose hacia la ventana y estudiando su reflejo en el cristal, mirándose los ojos enrojecidos y notando el mal sabor del vodka que le sube del fondo de la garganta— también sea típico de ella.
Enfrente, la niña da un mordisco a la manzana, en cuyas cavidades se ven ya las pepitas marrones. Margot observa, esperando que se deshaga de ella de un momento a otro o quizá que se la pase a la mujer —sin lugar a dudas, su madre— que está a su lado enfrascada en un libro, pero la niña sigue mordiendo la menguante manzana sin pestañear hasta que el centro, las semillas y, por último, el fino tallo marrón terminan desapareciendo en su boca. Lo mismo que hacía Lucy. La recuerda con todo detalle: vaqueros cortados y extremidades largas y bronceadas, tumbada sobre una manta bajo los frutales, entre la fruta caída, sonriendo de oreja a oreja y con los largos cabellos rubios alborotados sobre el rostro.
Margot suspira. Piensa en el carrito de los aperitivos que ha pasado hace media hora y en el tintineo de las minúsculas botellitas de cristal, tan sugerentes. Ojalá no se hubiera mantenido firme, piensa. Ojalá hubiera comprado al menos una, solo para combatir la resaca.
«Te necesito».
La niña se chupa los dedos y mira medio sonriendo a Margot, que responde con un pequeño gesto antes de volverse y apoyar la cabeza contra la ventanilla. Dos palabras. Dos palabras han bastado para minar su resolución. Y es que Margot sabe bien lo que es necesitar, de modo que ¿cómo iba a hacer oídos sordos a la súplica de Lucy? Aun sabiendo que es un error, aquí está, volviendo a Windfalls. ¿En qué diablos estaría pensando?
En el huerto de abajo, Eve, una mano abierta sobre el pecho y la otra haciendo visera, espera mientras el hombre de la empresa de alquiler de carpas se pasea entre los árboles chasqueando la lengua. No le gusta cómo frunce el ceño, ni su manera de encorvarse una y otra vez mientras mueve la cabeza como si no le convencieran ni la pendiente ni la calidad de la tierra.
—Es bastante pantanosa —dice, acercándose—. Y la inclinación no es la ideal, pero creo que podremos hacerlo. Entre esos árboles hay sitio suficiente para instalar una carpa de nueve por doce metros, que en principio es más que de sobra para sus invitados. ¿Unos cincuenta, me dijo?
—Ahora ya pasan de los sesenta.
El hombre aprieta los dientes y aspira, y consulta el sujetapapeles.
—Podríamos hacerlo el jueves por la mañana. Así tendrían tiempo para decorarla.
—Genial. ¿Seguro que aquí abajo es buen sitio?
El suelo sobre el que pisan sus botas es inquietantemente blando. Cuesta creer que las estacas de la carpa puedan agarrarse bien. Imaginándose una enorme tienda blanca que se levanta y echa a volar sobre el valle, intenta no hacer caso al nudo que se le está formando en el pecho. Es como si un puño frío le hurgase en la caja torácica y le apretase el corazón.
—No se preocupe —dice él, tras leer su expresión—. Se lo apañaremos bien. Menudo lugar bonito tienen ustedes —añade con tono de sincera admiración.
Eve lo recorre con la mirada. Los manzanos están a rebosar de fruta madura. Los pájaros parlotean entre las frondosas ramas verdes mientras el sol, que acaba de pasar por su cénit, baña la ladera de una dorada luz otoñal. Al pie de la pendiente del huerto, una franja de río, visible entre los árboles que se bambolean con la brisa, lanza destellos como un espejo. Por detrás de Eve, las chimeneas de piedra de color miel de Windfalls se yerguen hacia un cielo azul. Entre la suave luz de septiembre, la vieja granja del siglo diecisiete, con sus ventanales de guillotina, su tejado de pizarra gris y su enmarañada glicinia trepando por la fachada, no ha estado nunca tan bonita.
Pero Eve no consigue centrarse en la belleza del hogar de su infancia; está demasiado absorta en carpas que se desenganchan, en el catering y en qué hacer si llueve antes del sábado y el huerto se convierte en un inmenso barrizal. De todos modos, no dejan de ser simples cuestiones de logística, meras tareas que hay que ir tachando de la lista. Cuando las compara con la idea más preocupante de que su familia va a volver a reunirse por primera vez en ocho años, no es de extrañar que le entre el pánico.
Paja, piensa, diciéndose que ojalá hubiese traído lápiz y papel. Con unas cuantas balas de paja de una de las granjas de la zona, bastaría. Y de paso servirían de decoración rústica, incluso de asientos. Y también serían útiles si el tiempo se les ponía en contra y el suelo se embarraba en exceso. Ah, y también está lo del suministro eléctrico…, algún tipo de generador, o cables que se conecten con la casa. Necesitarán una pista de baile, y luces. Unos farolillos estarían bien, pero no cree que les permitan encender velas dentro de la carpa. Tendrá que consultar todo esto con el hombre de la empresa.
Mira en derredor y ve que se ha alejado entre los árboles con la cinta métrica, y que por el sendero que sale de la casa aparece su madre con el moño canoso medio deshecho, un kimono de seda de vivos colores y el sol de la tarde atrapado en el algodón blanco del largo camisón que todavía lleva puesto.
De adolescente, el concepto alternativo de su madre respecto a la ropa le producía una vergüenza infinita. Se preguntaba si el hecho de pasar tanto tiempo metida en sus mundos imaginarios sería lo que explicaba que no tuviera la más remota idea de los códigos de la moda o las convenciones del vestir. ¿O sería que quería avergonzar a sus hijas, o escandalizarlas para que fueran menos convencionales? Pero, después de años y años de humillación, Eve ha llegado a la conclusión de que a Kit, sencillamente, no le importan demasiado las apariencias. Inmersa en sus libros, seguro que prestaba tan poca atención a lo que se ponía como a que la nevera estuviera vacía o la casa hecha una pocilga. Cada día, a la hora de elegir la ropa, no buscaba más allá de lo que encontrase más a mano, tirado en la butaca de su dormitorio. Así es su madre, sin más. El hombre de la empresa de carpas da un respingo al verla, pero Eve apenas pestañea.
—He visto el camión en la entrada —dice Kit, acercándose a ella.
—Está todo controlado.
—¿Lucy está aquí contigo?
—No —dice Eve—. No sé dónde se ha metido.
—Lo van a instalar aquí en el huerto, ¿no? —pregunta Kit, sin quitar ojo al hombre, que está tomando medidas.
—Sí, es el mejor sitio.
Kit vuelve el rostro hacia el cielo y cierra los ojos.
—¡Qué bien se está aquí!
—Estaba pensando que podríamos colgar banderines y guirnaldas de luces para indicar el camino desde la casa. Quedaría precioso al atardecer. Pero, claro, supondría más trabajo y más tiempo… —añade Eve. A estas alturas, no sabe cómo se las van a apañar para terminar antes del sábado ni siquiera lo más básico de esta pesadilla organizativa.
—Lo que tú creas, tesoro. Seguro que quedará de maravilla.
El puño se cierra con más fuerza en su pecho. Está muy bien que Lucy les encasquete a todos esta boda de última hora, diciendo que quiere que los festejos «sean discretos… una ceremonia íntima en el Registro Civil seguida de “una fiestecita” en Windfalls… todos juntos de nuevo… nada, poca cosa», pero mientras una parte de Eve admira el deseo de su hermana de evitar toda la maquinaria de las bodas y toda la parafernalia y la presión que conlleva, es incontestable que este tipo de eventos no se organizan así por las buenas. Por muy espontánea que quiera ser Lucy, por muy despreocupada que pueda parecer su madre, si las parejas planean sus nupcias con meses de antelación es por algo. Por mucho que se les avise en el último momento, los invitados tienen sus expectativas: comida, vino, música, baile. Así son las cosas.
Andrew y ella lo habían hecho como es debido. Habían reservado con un respetable plazo de doce meses para organizar el gran día. Habían elegido el lugar para la ceremonia tras un meticuloso proceso de selección. Meses antes, habían enviado invitaciones con monograma pidiendo confirmación. El catering, las pruebas para el vestido, la contratación de la disco móvil, la tarta, las flores y el fotógrafo se habían organizado con la precisión característica de Eve, y a pesar del tacón roto de una de las damas de honor, todo había funcionado como un reloj.
En cambio, parece que Lucy espera que la música, las decoraciones, la comida y la bebida simplemente «ocurran». Unas haditas de bodas entran majestuosamente y se ocupan de todo. Eve suspira. Puede que se hubiera podido improvisar si la lista de invitados fuera pequeña, pero Lucy, en su típico estilo Lucy, había anunciado sus disparatados planes de boda hacía unos días, y después, sin pensárselo dos veces, había enviado una invitación por correo electrónico a todos sus amigos.
—Tú tranquila —había dicho—, que con tan poco tiempo solo podrán venir unos cuantos. Solo los importantes.
Pero lo que un par de días antes había empezado como una «fiestecita sencilla» había ido creciendo de forma espectacular. En el último recuento, sesenta y cinco confirmaciones. Cinco menús vegetarianos. Dos veganos. Uno sin gluten. Uno para intolerantes a la lactosa. Y a toda esa gente, ¿qué le pasaba? ¿No tenía vida propia, vacaciones, calendarios de nevera en los que garabateaban sus planes y hacían malabares para encajar los compromisos? Qué típico de Lucy, qué ridículamente ingenuo y caótico.
Además, ni que Eve no tuviera ya bastante con lo suyo: lleva la casa y trabaja media jornada como gerente de una pequeña agencia de contratación, mientras que Andrew hace jornada completa en su consultoría informática. Y luego están las niñas, con sus clases de ballet y de piano, los deberes y las invitaciones a fiestas de cumpleaños. Si a todo esto se le suma organizar una boda en una semana, no es de extrañar que vaya a estallarle la cabeza.
—Eve, cielo… ¿Qué me dices de unos fuegos artificiales? ¿O una hoguera? —La voz de Kit le hace perder el hilo de sus pensamientos—. Podría ser divertido, ¿no crees?
Eve observa a su madre con una mirada impasible. ¿Hogueras, fuegos artificiales? ¿Añadir una carga de pirotecnia al explosivo paisaje emocional por el que ya van a tener que transitar el sábado? Sí, claro, una idea genial.
—Quizá podrían encargarse Andrew o tu padre, ¿no? —añade Kit, sin darse cuenta del estado de ánimo de Eve.
Eve no responde. Se imagina la cara de Andrew cuando le diga que ha sido elegido para improvisar un espectáculo de fuegos artificiales el sábado por la noche.
—¿Alguien sabe algo de Margot?
—Lucy y yo le hemos enviado mensajes, pero no sabemos nada.
Su madre aprieta los labios.
—Bueno, es una pena, pero quizá sea mejor así.
—Va a ser una desilusión para Lucy. Aunque, si al final viene, todos vamos a tener que encontrar el modo de limar las asperezas. —Le dirige una mirada penetrante—. A fin de cuentas, es el gran día de Lucy.
Kit frunce el ceño y vuelve el rostro hacia el valle.
Al pensar en su voluble hermanita y en lo que podría llegar a hacer sometida a una situación tan estresante como una boda familiar, el pánico se apodera nuevamente de Eve. Bastante mal habían salido las cosas dos años antes, cuando Margot volvió para celebrar el sesenta cumpleaños de su padre, aunque en aquella ocasión su madre, como era lógico, no había sido invitada.
Kit sube las manos con aire de resignación.
—Ya lo sé, ya lo sé. Jamás le impediría a Margot que viniese a participar en el gran día de Lucy, pero, mientras no me ofrezca algún tipo de disculpa o de explicación, no puedo perdonarla. —Se vuelve hacia Eve—: ¿Tú podrías, si estuvieras en mi lugar?
Eve frunce el ceño. Se pregunta si será la única que ha reparado en lo parecidas que son Kit y Margot, tan fogosas, tan impredecibles. Lo que hizo Margot fue inexplicable y, sí, puede que imperdonable.
—Seguramente no. No —reconoce.
Kit, al parecer satisfecha con la respuesta, dice:
—No creo que venga.
Quizá lo mejor sería que Margot no hiciese acto de presencia. Quizá lo último que les convenga a todos sea que Margot aparezca y eche todavía más leña al fuego. Eve se vuelve a llevar la mano al pecho y siente el corazón retumbando. «Respira hondo», se dice. «Todo va a salir bien».
Margot se baja del tren en la estación de Bath Spa y coge un taxi. Después de dejar atrás las grandiosas calles en curva de la ciudad y las elegantes casas de piedra con sus chimeneas idénticas perfiladas sobre el cielo, el coche entra en un valle en el que el final del verano se desliza ya hacia el otoño. Todo es verde, oro y bronce, y aquí y allá las hojas moradas de las hayas cobrizas van virando hacia un llameante ámbar. Cruzan el río Avon e inician el lento ascenso a través del boscoso valle, siguiendo las señales que indican el pueblo de Mortford. Margot se gira en el asiento para vislumbrar una vez más las verdes aguas que serpentean por el valle y atrapan la luz como el cristal. Siente un escalofrío.
—Ya he traído a unos cuantos viajeros hasta aquí —dice el taxista, por dar conversación—. La mayoría eran admiradores de esa escritora famosa a la que esperaban encontrar. ¿Cómo se llamaba? La que escribía libros de esos…
—Kit Weaver —responde ella, mirando los edificios de piedra color miel que van desfilando a su paso. Margot hace caso omiso del hincapié que hace el hombre en la palabra esos.
—Sí, esa digo. K. T. Weaver. A mi mujer le encanta. Dice que prefiere pasar la tarde en casa leyendo uno de sus libros a salir al bingo y meterse una buena cena entre pecho y espalda. ¿La conoce usted en persona? ¿Ha leído sus cosas?
—He leído un par de cosas, sí —contesta ella, sin apartar los ojos de la carretera.
—Según dicen, ahora es una especie de ermitaña, ¿no?
—Eso dicen.
—Un poco raro, eso de dejar de escribir así por las buenas. Supongo que ganó tanta pasta que para qué iba a molestarse en terminar la serie, ¿no? Los hay que nacen con estrella, ¿eh?
El hombre debe de percibir el humor de Margot porque no dice nada más. Se limita a enfilar el estrecho sendero hasta que aparece el tejado de pizarra de Windfalls y, después de cruzar un portalón de madera, aparcan detrás de un camión blanco con las palabras Carpas para eventos escritas con grandes letras rojas en uno de los lados. Las puertas traseras del vehículo están abiertas y se ve el interior, prácticamente vacío; solo hay unas mantas y una caja de herramientas. No hay nadie a la vista.
—Alguien está montando una fiesta.
—Sí. Una boda.
—¡Ay…! ¿A quién no le pirra una buena boda?
«¿A quién?, en efecto», se dice Margot.
En los últimos años, cada vez que pensaba en su casa le venía una imagen extrañamente desprovista de color. Se veía entrando en un paisaje de un color gris amortiguado en el que un cielo vacío se fundía con una tierra enmudecida, y a medida que avanzaba iba estando cada vez más envuelta por todo lo que la rodeaba, como por una manta sofocante. Pero aquí el cielo es de un azul marino intenso, la brisa cálida y estimulante, y el valle se extiende ante ella en un tapiz de colores otoñales, con hojas a medio camino entre un lustroso verde y el ámbar. El sol empieza a ponerse sobre las puntas del castaño de indias en el que la raída cuerda del columpio de su infancia se mece perezosamente con la brisa. Detrás del árbol, la granja construida con piedra de Bath suelta destellos dorados, y los cristales de las ventanas relucen como espejos. Aunque lleva puestas las gafas de sol, el mundo es demasiado brillante, demasiado intenso.
Margot paga al taxista, coge la bolsa de viaje y enfila el camino de grava que rodea la casa, bordeado por setos vivos y arriates que están pidiendo a gritos que los cuiden un poco. Al entrar por la puerta de atrás a la gran cocina enlosada, se detiene unos instantes y, en el silencio de la casa, va absorbiendo detalles tan absurdamente familiares que le asombra haberlos olvidado hasta este momento. Al lado del hervidor de agua hay una tetera con una funda de ganchillo de vivos colores. Sobre la mesa de madera de roble recién fregada hay un bol de terracota lleno de fruta; una mosca trepa por la piel medio marrón de una pera. Ve una tabla de picar muy desgastada cubierta de migas y media hogaza que está empezando a ponerse correosa bajo el sol de la tarde; amontonados junto a la pila están los platos sucios del almuerzo. Hay unos cojines desvaídos en el asiento de la ventana y, sobre este, un muñequito de maíz que Lucy compró hace muchos años en la fiesta de la cosecha del pueblo. Junto al teléfono hay un montón enorme de cartas sin abrir —por lo que parece, cartas sin responder de los admiradores de su madre—, y una caja de libros —reediciones de una editorial extranjera— que ha sido rasgada de mala manera antes de convertirse en tope para mantener abierta la puerta del pasillo. Lo asimila todo y cierra los ojos mientras la incipiente jaqueca va en aumento.
El reloj que hay sobre la chimenea del salón acompasa su tictac con el martilleo que siente en la cabeza. Sobre el sofá de terciopelo, un vetusto gato negro yace hecho un ovillo en un cuadradito de sol. Margot le rasca por detrás de las orejas. «Hola, Pinter». El gato abre un ojo legañoso y la recompensa con un ronroneo antes de sumirse de nuevo en el sueño. Margot coge un viejo cojín deshilachado con una rosa primorosamente bordada en punto de cruz y observa cómo las motas de polvo revolean en un rayo de sol; el sol también cae sobre un jarrón de cristal y revela la fina capa de mugre que lo recubre. Mire donde mire, hay montones de papeles en precario equilibrio, rincones polvorientos y telarañas colgando en lo alto, plantas que necesitan ser regadas y libros apilados peligrosamente. Imposible no admirar a su madre por esa actitud suya de: «Hay cosas más importantes en la vida que limpiar». Kit jamás ha sido de las que se pliegan a las convenciones sociales y, por lo que se ve, ni siquiera la inminente llegada de una horda de invitados hará que cambie.
Abandonada sobre la mesita, hay una bandeja con tazas al lado de una lista escrita deprisa y corriendo al dorso de un sobre. Margot lo coge y lee las palabras, escritas con la pulcra letra de Eve:
cantidad de menús: confirmar con R
servilletas
vajilla cristal alquiler
fotógrafo
alargadores luz
botes mermelada
flores: hablar con S
pilas
bombillas colorines
confeti
¿Margot?
Echa un vistazo a la lista antes de birlar la última galleta de un platito que hay en la bandeja. No se le pasa por alto que su nombre aparece al final, muy por debajo de frivolidades como las bombillas de colorines y el confeti, y entre esos cautelosos signos de interrogación.
La casa parece un escenario a la espera de los actores, el telón listo para abrirse de golpe. En lugar de romper el silencio llamando en voz alta, se dirige a la escalera.
En el piso de arriba, el sol cae sobre el descansillo a través de los lucernarios y dibuja cuadrados de luz sesgados sobre los tablones del suelo. Margot los sortea como una chiquilla jugando a la rayuela. Pasa por delante del dormitorio de su madre y alcanza a ver el papel afelpado de color escarlata que cubre las paredes, los cortinones de terciopelo y la enorme cama deshecha. Sobre la mesilla de noche hay otra pila inestable de libros, y en el suelo, formando un charco de seda, un camisón tirado. No hay ningún testimonio de que alguna vez haya compartido el cuarto con su padre. Al llegar a la escalera de caracol que sube al torreón del segundo piso, en el que Kit ha instalado ahora su despacho, pasa de largo y continúa rumbo al antiguo dormitorio de Eve y, después, al de Lucy, casi segura de que le llega el vago aroma a ambientador de varillas y a CK One que sigue flotando en el ambiente.
La casa está tan plagada de recuerdos de infancia —cuadros, olores, objetos familiares— que, para cuando Margot llega al final del pasillo, se siente un poco rara, aturdida, como si no terminase de hacer pie. Es como si flotara a unos pocos centímetros por encima del suelo, como si no solo hubiese viajado desde la otra punta del país, sino también retrocedido por el tejido del tiempo y, atravesando una intersección fina como la gasa, hubiese vuelto a un pasado que se ha esforzado en olvidar.
Titubea. La noche de sueño entrecortado seguida del largo viaje al sur hace que la imagen de su antigua cama se le antoje de lo más atractiva, pero se resiste, reacia —quizá incluso un poco temerosa— a reducir la distancia entre el pasado y el presente. ¿Qué teme que pueda haber tras esa puerta? ¿Su antigua vida? ¿Una encarnación previa de sí misma? ¿La chica que dejó el colegio, metió lo justo en una bolsa y se fue de casa con dieciséis años?
Después de la luminosidad del descansillo, los ojos de Margot tardan unos instantes en ajustarse a la tenue luz del dormitorio. Las cortinas están medio cerradas, tan solo un triangulito de luz se cuela por el hueco, pero enseguida se le acostumbra la vista y se asusta al descubrir que su cama ya está ocupada. Distingue una figura echada sobre las almohadas con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Rubia, no morena; no es el espectro de su antiguo yo, sino su hermana Lucy, tumbada en una postura extrañamente formal, casi como de cadáver, encima de la colcha. Bajo una chaqueta vaquera que le suena mucho, el vestido floreado de su hermana se funde con la maraña de flores que trepa por el papel pintado. La imagen le recuerda un cuadro de una mujer flotando en la superficie de un río sobre el que escribió una vez en el colegio: Ofelia, de Millais. Ha sacado el nombre del pintor de los recovecos más profundos de su memoria y le sorprende ver que lo recuerda.
En la penumbra, Lucy tiene la piel pálida, de un blanco luminoso, y sus extremidades tienen un aspecto anguloso, como de pájaro. La larga melena rubia cae, como siempre, enmarañada. Abre los ojos y se queda mirando a Margot sin inmutarse. Por un instante, a Margot le viene a la cabeza la niña del tren, los ojos muy abiertos y curiosos, a continuación desaparece y en su lugar ve a la Lucy adulta tumbada en la cama. De repente, el rostro de su hermana se ilumina:
—¡Eres tú!
Margot afirma con la cabeza.
—Soy yo.
Ambas permanecen calladas durante un buen rato. Al ver la cara de pasmo de su hermana, Margot, de pie en el umbral, esboza una sonrisita.
Lucy parece volver en sí.
—Bueno… ¿Qué? ¿Piensas quedarte ahí mirándome como un pasmarote, o vas a darle un abrazo a tu hermana favorita?
La sonrisa de Margot se ensancha. Da la vuelta a la cama y se sienta al borde.
—Hola, forastera.
—Hola, tú. —Lucy sonríe, se incorpora y, cruzando las piernas sobre el mullido colchón, la abraza con fuerza—. ¿Soy la última en saludarte?
—Eres la primera.
Lucy echa un vistazo culpable al jardín.
—Menuda perra que le va a dar a Eve. Desde que le dije que Tom y yo nos casábamos, se le ha quedado esa cara de amargada que se le pone, ya sabes.
—¿Y eso cuándo fue, exactamente?
— El domingo.
—¡Preparar una boda en una semana! —se ríe Margot—. Pobre Eve. Desde luego, tú sí que sabes cómo sacarla de quicio.
Lucy hace un gesto de resignación.
—Yo no le pedí que se hiciera cargo de todo. No hago más que decirle que se supone que queremos una fiesta discreta, improvisar algo divertido, pero ya la conoces. A ella lo que le va son las bodas tipo Martha Stewart; vamos, que según Eve no es una boda si no hay montañas de flores y de comida, un DJ pasado de moda y una tarta de tres pisos.
—¿Así que Eve es tu coordinadora de bodas oficial?
—Mi coordinadora de bodas «autoproclamada», más bien.
—Y tú aquí… ¡haciendo el vago tan tranquila… en mi dormitorio… —entorna los ojos— con mi chaqueta vaquera, mientras los demás echan el bofe para preparar tu gran día!
Lucy se encoge de hombros.
—Me estoy escondiendo. Y me pareció que la chaqueta estaba muy solita, ahí colgada, la pobre, detrás de la puerta. Seguro que ni te acuerdas de la última vez que te la pusiste. ¡Mira! —Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y, mirándola con cara de guasa, saca una cajetilla de Marlboro Light y unas cerillas.
—Dame eso —dice Margot, cogiendo ambas cosas. Se acerca al asiento que hay encajado en el hueco de la ventana y la abre.
—Estarán rancios —avisa Lucy, pero a Margot le da igual. Enciende un cigarrillo, da una calada larga y lenta antes de echar el humo por la ventana y se lo ofrece a Lucy, que se sienta a su lado—. No, gracias.
—Perdona, se me olvidaba que últimamente eres una saludable yogui.
—¡Bueno! —exclama Lucy, dándole un manotazo a su hermana en el muslo—. ¡Es alucinante! ¡Estás aquí!
Margot asiente con la cabeza.
—¿Qué, no se te ocurrió que podías responder a nuestros mensajes? ¿Avisar que venías? ¿Señales de humo?
Margot se encoge de hombros.
—Pensé que lo mejor sería venir y ya está. Decías que me necesitabas.
Lucy sonríe y le estruja levemente el brazo.
—No sabes cuánto me alegro. Mi plan diabólico ha surtido efecto.
—¿Tu plan diabólico?
—Sí, un plan genial, ¿no? Improviso una boda y así te sientes obligada a volver a casa para participar en un reencuentro que debería haberse producido hace tiempo.
—Genial —responde Margot con tono seco—. Aunque lo mismo te has pasado un pelín… Y ¿a qué tantas prisas?
—Ya me conoces. No soy de planear mucho las cosas. Además, no me convenía darte demasiado margen de tiempo. Sé que se te da de maravilla poner excusas para no venir a casa.
Margot, reparando en la habilidad con que su hermana ha esquivado la pregunta, suelta otra bocanada de humo por la ventana y se recoloca en el asiento.
—Bueno, a ver, cuéntame: ¿cómo te convenció Tom para que sentaras cabeza con la dicha conyugal?
Lucy vacila.
—Fui yo. Le pedí que se casara conmigo.
—Toma ya. Qué valiente.
Lucy se encoge de hombros.
—Le quiero, Margot.
—Reconozco que no soy ninguna experta en relaciones de pareja, pero supongo que no hay mejor motivo que ese.
Margot mira hacia los árboles del huerto. Abajo, en el valle, reluce el río. Se lleva el cigarrillo a los labios y da otra larga calada, esperando que el temblor de sus manos no sea tan evidente para Lucy como lo es para ella.
—He visto el camión de las carpas en la entrada. Va a ser el fiestón del siglo…
—Me da que a mamá y a Eve se les ha ido un poquito la mano…
—Siempre he pensado que te pegaba más fugarte para evitar todo el follón… No sé, una boda tipo capillita Elvis en Las Vegas, por ejemplo.
—Yo también me veía así. —Lucy titubea y Margot intuye que quiere decirle algo más—. Pero siento que Windfalls es el lugar adecuado. El único lugar. La boda es una buena oportunidad para juntarnos todos. ¿Cuándo fue la última vez que te vimos? ¿Cuando papá cumplió los sesenta?
—Sí… No me lo recuerdes.
—Seguro que a estas alturas ya se habrán olvidado.
Margot no. Aún recuerda su caída sobre la mesita baja del hotel en que lo habían celebrado, el estruendo que hizo el cristal al hacerse añicos. En su pierna está la cicatriz como prueba de aquel lamentable tropezón de borracha; se había puesto en ridículo bebiendo más de la cuenta, brindando por su padre con un discurso completamente fuera de lugar antes de chocarse con la mesita… Una antigüedad muy cara que le había tocado abonar a él.
—En fin —continúa Lucy, el gesto serio y franco—, el caso es que quiero que estemos todos juntos. Para mí es importante. Y creo que ya va siendo hora de que mamá y tú resolváis vuestras desavenencias, ¿no te parece?
Margot da la callada por respuesta. «Vuestras desavenencias». ¿Así lo llamaban ahora?
—¿Has invitado a Sibella?
—Por supuesto.
La idea de que Lucy haya forzado esta reunión con la esperanza de que se desarrolle como un episodio de Familias felices es poco menos que irrisoria.
—Eres más valiente que yo. —Margot da otra calada profunda—. Te he estado siguiendo en Instagram —dice, cambiando de tema—. Posturas de yoga y memes motivacionales. Un cóctel edificante donde los haya. Lo siguiente será que te pongas a dar charlas TED.
Lucy se ríe.
—Últimamente casi no tengo tiempo para dar clases. Estoy demasiado liada dirigiendo el centro. Además, Instagram, ya sabes… un paripé. No te fíes de todo lo que ves en las redes sociales. Supongo que todo eso forma parte del juego. Si estás en el sector de la salud y el bienestar, tienes que promocionar la imagen adecuada, vivir el ideal.
—Así que va bien el negocio.
—Va viento en popa. He contratado más personal docente para responder a la demanda.
—¿Tienes empleados?
—Sí. Y un estudio nuevo en Bath, un antiguo almacén pegado al río. Aunque he tenido que desentenderme un poco de algunas cosas para concentrarme en el marketing y en el aspecto financiero.
—Aspecto financiero… —Margot mira a Lucy con envidia.
—No todo son zumos verdes, quinoa y ropa deportiva, ¿sabes? —dice Lucy, encogiéndose de hombros.
—Claro, ya me lo imagino. —Margot entorna los ojos—. Pareces cansada. Trabajas demasiado. ¿O son los nervios preboda?
—Las dos cosas —dice Lucy, mirando al jardín—. Pero ¿y tú, qué? ¿Sigues en Edimburgo?
Margot asiente.
—Lo más lejos posible de este lugar, ¿no?
—Algo así.
—Lo último que supe fue que estabas trabajando en algo relacionado con los libros…
Margot suelta una carcajada.
—¿Eso te dijeron?
—Sí. Por lo que dijo Eve, sonaba importante. Pensamos que lo mismo estabas siguiendo los pasos de mamá. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?
—Bendita Eve. Me paso cinco días a la semana sentada delante de una mesa escaneando libros que entran y salen de la biblioteca municipal. Soy una reponedora fantástica.
—Bueno, alguien tiene que encargarse de que los libros vuelvan a la estantería que les corresponde.
—Cierto.
Margot sonríe, pero no puede evitar sentirse inepta al compararse con Lucy y sus éxitos. Aunque tampoco es que a ella le haya ido tan mal, teniendo en cuenta que dejó los estudios antes del Bachillerato y se marchó de casa sin planes concretos y con lo poco que tenía ahorrado en el banco. Había vivido una temporada en Londres, donde se había juntado con otros jóvenes para compartir piso y estos le habían enseñado a sacar partido del sistema de prestaciones sociales. Hasta que al final, cansada del incesante ajetreo y de los gastos de la capital, había cogido sus escasas pertenencias y se había dirigido hacia el norte. Al cabo de unos meses de autoestop, había terminado en Edimburgo.
Algo había en la ciudad escocesa que la había enamorado. Se había quedado fascinada con la arquitectura histórica, las callejuelas serpenteantes de la ciudad vieja y las vistas del castillo presidiendo la ciudad desde lo alto. Se había pasado un par de años trabajando de camarera en cafés, hasta que una tarde, mientras se refugiaba de la lluvia en la Biblioteca Central, se había fijado en un anuncio del tablón que ofrecía un puesto de ayudante. Había conseguido convencerles para que le dieran el trabajo y allí seguía desde entonces.
Después de la agitación y la incertidumbre de los años anteriores, la biblioteca había resultado ser una especie de refugio, con su silencio y sus fáciles vías de escape a otros mundos y lugares. Además, a la hora de los cuentos gozaba de una gran popularidad entre los niños, con sus actuaciones y las voces cómicas que ponía para hacerles reír. Aunque no se le pasa por alto que apenas pasa un día sin que alguien saque o encargue alguno de los libros de su madre. Cada vez que registra un ejemplar de K. T. Weaver con el escáner, siente una extraña mezcla de orgullo y dolor. Una forma muy personal de torturarse.
—Entonces, ¿estás contenta allí? ¿Sales con alguien? —le pregunta Lucy, a la que a todas luces le empieza a picar la curiosidad.
Margot se encoge de hombros.
—No. Bueno… No.
—No suenas muy segura. —Lucy se queda expectante y añade—: Podrías haberte traído a «alguien».
—No. Mejor así. Digamos que tu invitación no pudo venir en mejor momento.
Lucy espera, pero Margot no quiere dar detalles. Apaga el cigarrillo en el borde exterior del descascarillado marco de la ventana antes de tirarlo al parterre lleno de maleza que hay debajo.
—Va a salir bien, ¿verdad que sí? —pregunta de repente Lucy, toqueteando la tela de su vestido—. No estoy completamente loca por empeñarme en hacer esto aquí, en Windfalls, ¿no?
—No. —Lo dice con más convicción de la que siente—. Completamente loca, no.
—Es que lo que más quiero en este mundo es que todos nos llevemos bien. Quiero que nos sintamos como una familia normal.
A Margot se le escapa una risotada sardónica.
—¿Una familia normal, dices? —Al ver el gesto alicaído de su hermana, se ablanda—: Luce, estoy aquí y te apoyaré de cualquier forma que necesites.
Lucy titubea.
—Bien, porque se me ha ocurrido que podríamos limar algunas asperezas…
Lucy la mira con una expresión tan intensa que a Margot le pesa como si llevase una tonelada de ladrillos a la espalda.
—Si estás pensando en mamá y en mí, lo mismo convendría que renunciaras a ese sueño.
—¿Y si os sentarais las dos a hablar e intentases explicárselo? Todos cometemos errores.
—Sigues siendo la incurable optimista de siempre. —Margot suspira—. No puedo prometer un reencuentro conmovedor, pero sí te prometo que me mantendré alejada de todas las cuchillas afiladas y de todos los objetos inflamables o frágiles. ¿Quién sabe? ¡Incluso puede que mamá nos sorprenda en tu gran día y se vista como es debido! —Lucy no puede evitar una sonrisa al oírla—. Seré la hermana perfecta, te lo prometo.
—Gracias.
—Aunque, por supuesto, todo depende de una cosa.
—¿De qué?
—Más vale que me enseñes el vestido de dama de honor que esperas que me ponga. Porque te aviso que como tenga la más mínima pizca de rosa… o volantes… o, Dios no lo quiera, chorreras… ¡no me hago responsable de mis actos!
Lucy se ríe.
—Nada de damas de honor. Ya te lo dije, no va a ser ese tipo de boda.
—Joder, pues menos mal. Ya empezaba a pensar que no te conozco nada.
Eve va repasando mentalmente el número de invitados y los menús para el sábado cuando, al entrar en la cocina por la puerta trasera, se para en seco. Lucy y Margot están sentadas a la larga mesa de roble, cabeza con cabeza: los largos rizos rubios junto a la rectísima melena morena.
Margot ha vuelto.
Eve, durante el breve instante en que aún no han reparado en su presencia, las observa. Al ver juntas a sus hermanas por vez primera desde hace siglos, sentadas a la mesa en la que tantas horas han pasado —comiendo, trenzándose el pelo, haciendo los deberes, peleándose por juguetes, ropa y tareas domésticas—, es casi como si los fantasmas de las niñas que fueron se cernieran sobre ellas. Lucy, una caja de sorpresas llena de energía y optimismo, a pocos días de casarse con Tom. Y Margot, la menor, en otros tiempos tan exuberante, tan dotada para el teatro, y ahora tan difícil de entender, ahí sentada, con la oscura melena rozándole la clavícula y una vieja chaqueta de cuero sobre los estrechos hombros. Son la luz y la oscuridad, el día y la noche.
Una honda emoción embarga a Eve al verlas a las dos juntas, el mismo sentimiento que le produce acercarse de puntillas al dormitorio de sus hijas y verlas dormidas al final del día, los puñitos cerrados bajo las barbillas, las pálidas caritas abandonadas al sueño. Es un amor profundo, y también una nostalgia por todo lo que han compartido y por todos los días que forman ya parte del pasado.
Lucy dice algo que a Eve se le escapa y la risa de Margot resuena por la habitación, un sonido a la vez familiar y ajeno, como una campana lejana que lleva mucho tiempo sin repicar. La invade un anhelo de ser incluida, de formar parte de su círculo.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —pregunta, anunciando así su llegada, aunque las palabras, al salir de sus labios, suenan más severas de lo que pretendía, incluso ligeramente acusadoras.
—¡Eve! —Margot alza la vista—. Justo ahora estábamos hablando de ti.
Eve estudia con detenimiento a Margot, buscando en su rostro alguna señal de que está bromeando, pero no consigue leer sus ojos castaños. Está mayor, más angulosa, y también detecta en ella una dureza, un aire de frío distanciamiento que no recuerda haber visto antes. Parada en el umbral, con su camiseta a rayas, sus vaqueros sin forma definida y sus botas de lluvia, Eve vuelve a sentirse como cuando eran pequeñas: aburrida, sensata, responsable, desaliñada. Vieja antes de tiempo. ¡Cuántas veces se ha sentido como «la otra» en relación con ellas, excluida en cierto modo! Supone que se debe a que es la mayor: tres años más que Lucy, siete más que Margot, siempre la hermana más responsable frente a la actitud juvenil y más desenfadada de las otras dos.
—Lucy me estaba diciendo que has estado maravillosa, ayudándola con todo.
Eve sonríe.
—¿Cuándo has vuelto?
—Hace media hora. ¿Están contigo las niñas? —pregunta Margot, echando un vistazo a la puerta de atrás.
—No. Hoy hay cole.
—Cole. Madre mía, en mi recuerdo siguen siendo un par de bebés.
—Chloe ya está en cuarto. May acaba de empezar primero. —De nuevo, el tonillo acusador. Eve se refrena y prosigue—: Ya las verás en la cena familiar, incluso puede que antes.
—¿La cena familiar? —Margot entrecierra los ojos.
—Sí, este viernes —dice Lucy—. Me hacía ilusión una reunión antes de la boda.
—¿Estaremos todos?
Si Lucy se fija en cómo frunce Margot el ceño, no lo hace ver.
—Sí, todos —dice alegremente—. Bueno, ¿qué tal va la cosa ahí fuera? —pregunta volviéndose hacia Eve con un dejo de disculpa en la voz.
—Bien. He dejado a mamá ultimando detalles con el tipo de la carpa.
—Uf, pobrecillo —dice Lucy.
—Bueno, cuando digo que están ultimando detalles me refiero a que mamá iba de acá para allá ensimismada y a medio vestir, arrancando ramas de majuelo del seto mientras el hombre se esforzaba malamente por no mirarla con cara de pasmo.
—¿El caftán transparente? —pregunta Margot.
—Y un camisón.
—Podría ser peor. ¿Os acordáis de aquella temporada que le dio por tumbarse al sol desnuda?
Lucy se ríe.
—¡Por eso yo nunca invitaba a casa a las amigas del colegio!
—Chica lista, ha sido una buena decisión esto de celebrar la boda en otoño, cuando hace fresco.
Todavía se están riendo cuando la puerta de atrás se abre de golpe y aparece Kit majestuosamente con una enorme y lustrosa rama verde cuajada de bayas rojas en la mano. Se para en seco al ver a las tres chicas en la cocina, y las mira una a una hasta que sus ojos se posan en Margot.
—Has venido.
—Hola, mamá.
La rama del majuelo es arrojada sin contemplaciones a la pila y las bayas rojas se esparcen como canicas por el suelo de la cocina. Kit se sacude las manos.
—¿Por qué no nos avisaste de que venías? Podría haber ido alguien a recogerte a la estación.
Coge a Margot por los hombros para echarle un buen vistazo y las pulseras de plata tintinean ruidosamente.
Eve no puede evitar fijarse en la incomodidad de Margot, que recula y esquiva la mirada de su madre.
—No quería molestar.
—¡Molestar! No habrías molestado.
Kit suelta una risotada estridente. Se dan un abrazo rígido y mecánico, dos líneas que apenas se tocan. Eve mira a Lucy, pero Lucy está mirando hacia otro lado, concentrada en un hilo suelto que cuelga del camino de mesa y que termina arrancando.
—¿Alguien quiere té? —pregunta Eve con tono animado a la vez que Margot se zafa del abrazo de su madre—. Voy a preparar una tetera.
—Sí —se apresura a decir Lucy—. Venga, un té.
—Bueno, mira qué bien —dice Kit recorriéndolas con la mirada, la voz llena de falsa alegría—. Las tres aquí, así, bajo el mismo techo.
—Sí —repite Lucy.
—¿Te vas a quedar para la boda? —pregunta su madre, dirigiéndose de nuevo a Margot.
—Si no hay inconveniente…
—Pues claro que no. Tu habitación sigue ahí, exactamente igual que la dejaste.
Cae un silencio sobre las cuatro mujeres. Eve carraspea, se devana los sesos por decir algo que relaje la súbita tensión:
—Nos vendrá bien un par de manos extra para ayudar —dice, pensando que no es mal momento para repasar los detalles más relevantes—. Todavía quedan miles de cosas que hacer antes de la fiesta del sábado. Podríamos repartirnos algunas de las tareas, si os parece bien. —Las mira a todas—. ¿Qué? ¿Qué pasa?
—¿No desconectas nunca? —pregunta Lucy.
—Esta mañana he contado las confirmaciones de asistencia. Vienen sesenta y cinco.
—En realidad —dice Lucy con cara avergonzada—, me da que más bien del orden de los setenta. Por lo visto hubo gente que se enteró de la fiesta por Facebook. No podía decir que no.
Eve frunce el ceño.
—Vale. Así que dentro de cuatro días tendrás a setenta y pico invitados cayendo sobre Windfalls para el festejo. Necesitarán comer y beber, y esperarán pasárselo mínimamente bien, digo yo.
—No creo que esperen demasiado de…
—¡Lucy! Créeme, tus invitados contarán con que se les dé de comer. Querrán beber. Incluso necesitarán beber… Todos lo vamos a necesitar —añade entre dientes—. Tendrán que ir al cuarto de baño… Vaya por Dios, se me ha olvidado poner papel de váter en la lista de la compra… Escribe eso por ahí, por favor, mamá —añade, agitando el papel para que lo coja Kit, que está al lado de la pila—. Querrán bailar y divertirse. Una boda es eso. Y eso es lo que te estamos preparando.
Eve coloca las tazas sobre la mesa y comprueba que la tetera está ya caliente, echa un puñado de hojas de té de una latita cercana y vierte el agua sobre ellas.
Lucy se encoge de hombros.
—Francamente, Eve, te agradezco tu ayuda, en serio. Pero no creo que haga falta tener prevista cada eventualidad. Tu idea de pedirle al pub que se encargase de la comida y de la bebida fue genial. Y lo demás… Bueno… Cierta dosis de… de espontaneidad tampoco está mal, ¿no? Estaba pensando en que el día se desarrollase de un modo más improvisado. Todas las personas a las que quiero aquí juntas, divirtiéndose.
Eve aprieta los dientes mientras lleva la tetera a la mesa. Se le ocurre otra táctica.
—He visto unos vestidos de lo más monos, se venden online. Si los pidiésemos hoy todavía llegarían a tiempo. A Chloe y a May les encantarían. Y podrían llevar unas cestitas, unos lacitos, tirar pétalos de rosa… Ya me entendéis.
—¿Pétalos de rosa?
Eve se vuelve hacia Margot, solicitando ayuda.
—He estado intentando convencer a Luce de que unas damas de honor con flores darían un toque muy bonito a la ceremonia.
Lucy suspira.
—Ya te lo he dicho, la ceremonia se va a limitar a Tom y a mí, con nuestros padres como testigos. Sin más jaleo. Las niñas pueden ponerse lo que quieran para la fiesta de después. Flores en el pelo, zapatos brillantes, ramilletes… lo que les dé la gana.
—Pero si no se les asigna ningún cometido, no serán auténticas damas de honor, ¿no? Además, ¡saldrían tan lindas en la fotos…! De hecho —dice Eve frunciendo el ceño—, ya que estamos con el tema, deberíamos hacer una lista con los grupos familiares que quieres que se fotografíen.
Se acerca al cajón de los cubiertos y busca las cucharitas.
Lucy suelta un gruñido.
—¿Fotos formales? No quiero pasarme horas posando. Quiero que todo el mundo disfrute del día. Además, todos tenemos móvil.
Eve hace un gesto de desesperación.
—Una boda representa el comienzo de tu vida con Tom. ¿No crees que a tus suegros les haría ilusión tener un par de retratos profesionales de su hijo casándose con su preciosa novia? Algo para la posteridad, algo para enseñarles a tus nietos cuando seas una viejecita de pelo blanco.
Lucy deja caer los hombros. Cierra los ojos y espira lentamente con cara de sufrimiento.
—Paso de un fotógrafo de bodas, menuda cursilada.
—Pues creo que te arrepentirás toda tu vida.
—Eve, por favor…
—¿Y qué dices de las niñas? —continúa Eve, que ya ha cogido carrerilla.
Lucy se lleva las manos a la cabeza.
—Vale. Me da igual lo que se pongan.
—Les diré que son damas de honor, ¿de acuerdo?
Lucy busca apoyos con la mirada.
Eve suspira.
—¿Quieres que vuelva a casa y aplaste los sueños de dos niñitas ilusionadas?
—Lo siento, Eve. No he dicho nada de…
—En efecto —conviene Eve—. No has dicho nada. No has tomado ninguna decisión respecto de nada. Aunque te cueste creerlo, estoy intentando ayudarte, Luce.
Lucy se sonroja.
—No te pedí que planearas nada. Te estás apropiando de todo.
Eve se queda mirando a Lucy con la boca abierta. ¿Apropiando? Por el rabillo del ojo ve que Margot coge la tetera y empieza a servir. Su madre está ocupada con algo al lado de la nevera, de repente fascinada por el precinto de una botella de leche. No parece que nadie vaya a ponerse de su parte.
—Tom y yo queremos hacer las cosas de una manera un poco distinta —continúa Lucy, más suavemente.
Eve se encoge de hombros.
—Pues nada, supongo que he sido una boba. —Deja en la mesa las cucharillas que estaba apretando y coge el bolso—. Encárgate tú, ya que no necesitas mi ayuda.
—Pero ¿qué hay de esa taza de té? —pregunta Kit, agitando la botella de leche.
—Lo siento, mamá, no tengo tiempo.
Sabe que es una actitud infantil, pero no puede evitarlo. Sale de la cocina con andares altivos y se cuela una corriente de aire por la puerta de atrás, que se cierra de golpe.
Dentro del coche, baja la ventanilla y apoya los brazos y la frente en el volante, exhalando un largo suspiro. ¿Por qué se enfada tanto Lucy con ella? ¿No ve que solo intenta ayudar?
Visto de cerca, el cuero del volante tiene un aspecto ajado y descolorido. Cierra los ojos. Es única la capacidad que tiene su familia de ponerla de los nervios. ¿Y por qué no será ella capaz de cruzarse de brazos por una vez y dejar que cometan los errores que tengan que cometer? Tal vez así aprenderían, ¿no? En cambio, ahí está, con su constante necesidad de ayudar, de intentar sacarlos de sus atolladeros y allanar el camino cuando todo va mal. Es como esas madres sobreprotectoras de las que hablaban el otro día por la radio, que no dejan a sus hijos ni a sol ni a sombra, consintiéndolos, esforzándose por hacérselo todo. Y claro, los hijos nunca aprenden. Nunca se han visto obligados.
Levantando la cabeza, comprueba el reloj de pulsera y ve que todavía falta casi una hora para ir a por las niñas. En el espejo retrovisor, la granja se cierne amenazadora. «Ojalá pudiera entrar de nuevo», se dice. Se imagina a su madre y a sus hermanas sentadas a la mesa de la cocina, bebiendo té. Piensa en Margot y en Kit, y en el complicado terreno por el que van a tener que adentrarse. Piensa en la lista de tareas que espera tirada sobre la mesita del salón y en todo lo que queda por comprar antes del sábado, y suspira. A su lado, en el asiento, vibra el móvil. Desbloquea la pantalla y un rubor se extiende por sus mejillas mientras lee el mensaje. Se queda contemplándolo un buen rato, escudriñando las palabras con el dedo a poca distancia, hasta que entra en razón y lo elimina. Suspirando de nuevo, arranca el coche. Lo que menos necesita en estos momentos es una distracción de este tipo. ¡Con la de cosas que hay que resolver todavía!
El ambiente de la cocina sigue cargado cuando el portazo cede paso al silencio. Kit se dirige a las dos hijas que continúan allí: Margot, con su pelo moreno y corto y sus ojos inescrutables, encorvada sobre la mesa, y Lucy, pálida y con aire agotado, derrengada en la silla con las manos en las sienes.
—Bueno, la he cagado por todo lo alto, ¿no? —dice Lucy—. No sé qué mosca le ha picado. Qué tensa está.
—Eve es así. Ya se calmará —dice Kit, colocando la leche sobre la mesa. Saca una silla y se sienta al lado de Lucy.
—¿Creéis que no tengo razón? ¿Estoy siendo injusta?
Margot se encoge de hombros.
—Es tu día. Deberías hacerlo a tu manera.
—Sí que quiero que me ayude —suspira—. Pero ¡es que tiene unas ideas tan rígidas de lo que son las bodas…!
—Va a salir todo bien —la tranquiliza Kit, dándole unas palmaditas en la mano—. Deja que se calme un poco y mañana la tendrás aquí otra vez como si no hubiera pasado nada. No sé vosotras —dice, levantándose y sacando una botella de vino blanco de la nevera—, pero a mí me vendría bien algo un poquito más fuerte.
Agita la botella a modo de invitación.
—Yo no —dice Lucy—. Me toca conducir. —Echa un vistazo a su reloj—. De hecho, debería irme ya.
Una ligera inquietud se apodera de Kit al darse cuenta de que Lucy pretende dejarla a solas con Margot.
—Quédate a cenar —se apresura a decir—. Pareces cansada. Cocino yo. Y, mientras, vosotras dos os podéis poner al día.
—Debería volver con Tom. Todavía tenemos que hablar de muchas cosas. Y seguro que vosotras también —añade, mirando a Margot con expresión elocuente.
Kit suspira. Conque por eso no quiere quedarse. En el rostro de Margot hay una mirada de aprensión similar a la suya.
Lucy recoge sus cosas y abraza a las dos con muchos aspavientos.
—Disfrutad de la cena. Mañana llamo.
—No creas que no me he fijado en que sigues llevando mi chaqueta —dice Margot.
Lucy le lanza un beso desde la puerta y se marcha.
A Kit se le cruza la mirada con la de Margot y esboza una sonrisa.
—¿Te apetece un vinito?
Ve que Margot vacila antes de asentir.
—Vale. Uno pequeño.
Kit sirve dos copas.
—¿Por qué no vas a refrescarte un poco, deshaces las maletas…? Ya me encargo yo de la cena.
—Estoy bien. —Margot estira las piernas y las cruza por los tobillos—. He traído pocas cosas.
Incapaz de soportar el silencio que se hace a continuación, Kit enciende la radio y baja el volumen antes de ponerse a buscar cacharros aparatosamente. Después, llena una olla de agua y coge una maceta de albahaca del alféizar de la ventana.
—¿Quieres que la pique yo? —pregunta Margot, señalando la hierba.
—Vale, ¿por qué no? —dice Kit.