La condesa desaparecida - Catherine George - E-Book

La condesa desaparecida E-Book

CATHERINE GEORGE

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Beschreibung

Casada y seducida por un conde italiano… El conde Francesco da Luca no está acostumbrado a quedar en ridículo. Cuando su esposa huyó del lecho nupcial, juró que le haría pagar la deuda contraída con él… ¡la noche de bodas! Pero Alicia Cross ya no es la mujer tímida con la que se casó, y no parece dispuesta a dejarse avasallar por él. Su mujer demuestra ser un reto mayor del que Francesco había previsto, hasta que descubre que todavía es virgen…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Harlequin Enterprises Ulc

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La condesa desaparecida, n.º 1989 - julio 2022

Título original: The Italian Count’s Defiant Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-117-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALICIA Cross sentía la electricidad del ambiente correr por sus venas mientras se unía al torrente de forofos del equipo galés de rugby que se apiñaba para entrar en el Milennium Stadium de Cardiff. Una victoria contra Italia supondría un paso más hacia el santo grial del torneo de las Seis Naciones ya que Gales estaba empatada a victorias con Inglaterra.

Tras semanas de trabajo duro y muchos viajes, Alicia había conseguido un par de horas libres para asistir al partido con unos amigos. Pero antes había dejado organizada la comida del patrocinador en el estadio y luego había vuelto a Cardiff Bay para asegurarse de que todo estuviera listo en el hotel elegido para la fiesta que se iba a celebrar por la noche. Pero, al fin, se encontraba camino de su asiento. Con las prisas, estuvo a punto de tropezar con el hombre que la precedía en la cola. A punto de abrir la boca para disculparse, la cerró de golpe mientras el color le abandonaba el rostro. Impulsivamente se dio media vuelta, pero él fue demasiado rápido y le agarró una mano. Con el corazón desbocado, contempló el rostro atractivo e inolvidable del hombre que una vez transformó sus sueños de juventud en pesadillas.

–Alicia –dijo él con la misma voz que, para disgusto de la joven, no había perdido la capacidad de provocarle escalofríos en la columna, mientras la miraba fijamente a los ojos.

Ella le devolvió la mirada durante unos segundos antes de soltar su mano y darse media vuelta.

–Alicia, espera –Francesco da Luca la sujetó–. Tengo que hablar contigo.

Ella lo miró con desprecio mientras la muchedumbre los empujaba.

–No creas que podrás volver a huir tan fácilmente, Alicia –con un juramento, al fin la soltó.

La velada amenaza hizo que ella huyera a la carrera. Entró en el famoso estadio y bajó las escaleras a tal velocidad que Gareth Davies tuvo que agarrarla del brazo.

–Echa el freno, te vas a partir el cuello.

–¿Dónde te habías metido? –preguntó Meg con indignación mientras su hermano empujaba a Alicia a su asiento–. Los equipos están a punto de salir y… oye, ¿qué te pasa?

–Mucho jaleo –Alicia se inclinó hacia delante para saludar al marido de Meg–. Hola, Rhys.

–¿Estás bien, querida? –preguntó él mientras le daba una palmadita en la mano.

–Bien –al menos lo estaría en un minuto.

–Pues no lo pareces –dijo Gareth.

La respuesta de la joven fue ahogada por el estruendo de los hinchas italianos que saludaban a su equipo. Después, el estadio entero estalló en un rugido cuando el carnero, Billy Wales, la famosa mascota de los Guards de Gales, fue conducido al campo. Le seguía el enorme capitán del equipo galés, de la mano de un niño que guiaba al resto del equipo al campo para la presentación ante la realeza.

El sonriente príncipe recorrió la fila y saludó a los jugadores de ambos equipos. Después de ser escoltado a su asiento, la banda de los guardas galeses atacó las primeras notas del himno italiano, coreado a gritos por los aficionados de su país. Tras el aplauso final se hizo el silencio mientras la banda empezaba los primeros acordes del himno nacional galés y cada hombre, mujer y niño galés presente en el estadio cantaba con una sola voz.

La banda fue despedida con vítores y el árbitro hizo sonar el silbato para dar por iniciado el partido. Alicia soltó gritos de alegría, y de angustia, junto con el resto de los aficionados. Un pase del medio melé galés puso a la muchedumbre en pie mientras los defensas corrían hacia la línea y esquivaban a los italianos al tiempo que se pasaban el balón. El rugido del público alcanzó niveles ensordecedores mientras el ensayo era transformado con éxito.

Pero, incluso mientras se abrazaba a Meg para celebrarlo, una parte de su cerebro estaba aún aturdida por el encuentro con Francesco da Luca. Jamás habría pedido la tarde libre si hubiera sabido que había una mínima posibilidad de que apareciera, y tampoco habría podido explicarlo. Ninguno de sus compañeros conocía su relación con Francesco.

Al sonar el silbato final que certificaba la victoria de Gales, la multitud se volvió loca. Nadie se movió del estadio y el público vitoreó eufórico al equipo galés que saludaba a su afición.

–Tengo que irme, chicos –Alicia se puso en pie–. Vosotros quedaos y disfrutad de la fiesta.

–¿Estás segura? –dijo Gareth que dudaba entre acompañarla o quedarse.

–Pues claro. Te veré en la comida mañana –Alicia se inclinó para besar a Meg en la mejilla.

–No te acuestes muy tarde, Lally. Pareces cansada.

–Estoy bien, mamá gallina. Hasta luego, chicos.

Mientras subía por la grada, Alicia sonreía satisfecha. Pero la sonrisa desapareció al ver a la elegante figura con gabardina que esperaba a la salida. Durante un segundo consideró la posibilidad de volver con sus amigos. Pero decidió, con la cabeza alta, proseguir su ascenso. Ignoró la mano que Francesco le tendió, pero en una silenciosa y gélida aquiescencia, lo acompañó a la calle. El hombre agarró a la joven con fuerza de la cintura para atraerla hacia él.

–Necesito hablar contigo –le dijo al oído mientras la soltaba.

–No –contestó ella con sequedad.

–Entiendo tu hostilidad…

–¡Quién mejor que tú para entenderla!

–Sabes de sobra cuántas veces he intentado contactar contigo, Alicia –él la miró furioso–, pero no respondes a mis llamadas y mis cartas son devueltas sin abrir. Y las súplicas dirigidas a tu madre han sido inútiles.

–Pues claro. Seguía mis instrucciones –ella alzó la barbilla.

–Dio. Esto está imposible –Francesco la empujó a un lado para evitar ser arrollados por la multitud–. Acompáñame al hotel.

–¿Después de lo sucedido la última vez que estuvimos juntos en un hotel? –ella le dedicó una mirada asesina–. ¡Ni lo sueñes, Francesco! –intentó soltarse, pero él la sujetó con fuerza.

–Pues precisamente lo único que tengo son sueños de ti –él la miró fijamente–. Y cuando al fin recibí una carta tuya, resultó ser tu… tu condoglianze por la muerte de mi madre.

–Y sólo la recibiste porque mi madre insistió en ello.

–¿Tanto me odias, Alicia? –la mirada de él se ensombreció.

–Cielo santo. No –ella sonrió con pena–. Ya no siento nada por ti, Francesco. Esta conversación… ¿Acaso quieres el divorcio? Si es eso, no necesitas mi acuerdo. Y para tu tranquilidad, signor conte, no quiero nada de ti. Firmaré lo que quieras. Por lo que a mí respecta, eres un hombre libre.

–Fuimos casados por un cura ante Dios, Alicia –él sacudió la cabeza–. Aún eres mi esposa.

–¡Sólo en un papel! Como novia resulté estar muy por debajo de tus exigencias. Algo que me dejaste claro de la forma más cruel –ella alzó una ceja–. ¿No quieres anular el matrimonio?

–¿Y que este asunto se haga público? –él negó con la cabeza–. Dudo que aún seas virgen. Y si no lo eres, no hay pruebas de que nuestro matrimonio no fuera consumado.

–Ése es tu problema, no el mío, Francesco –los ojos de Alicia brillaban con gélido desprecio–. No tengo intención de volver a casarme. Ahora disfruto de relaciones sin ataduras –consultó la hora y le dedicó una insulsa sonrisa–. Por fascinante que sea todo esto, tengo que irme.

–Va bene –Francesco la soltó con tal brusquedad que casi le hizo caer–. Huye de nuevo, Alicia.

Ella intentó pensar en alguna respuesta hiriente, pero al final se limitó a dar media vuelta y marcharse. Echó un vistazo atrás para comprobar si Francesco la vigilaba, pero la alta figura con gabardina había desaparecido. Y con ella, toda la alegría de ese día.

En un intento desesperado por borrar de su mente el encuentro, se preparó para la fiesta de aquella noche. Peinó sus cabellos recién lavados con un producto milagroso que transformó sus rebeldes rizos en unas sedosas ondas que recogió en un sofisticado moño antes de seguir con el rostro. Lo hacía como un autómata, con la mirada ausente y la desobediente mente llena de los recuerdos que el encuentro con Francesco le había devuelto.

 

 

El día de su decimoctavo cumpleaños, totalmente ignorante de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre, Alicia se dispuso a explorar Florencia, sola, el primer día de sus vacaciones. Armada con un mapa de la ciudad, recorrió antiguas callejuelas de fascinantes nombres y se sintió muy orgullosa de sí misma al lograr llegar a la Piazza della Signoria. Con los ojos brillantes de excitación, admiró el paisaje que ya había visto en los libros de arte y la televisión, pero, sobre todo, en su película favorita: Una habitación con vistas. Luego se dirigió hacia el Caffe Rivoire. Al esquivar a una pareja de amantes, se le cayó el bolso al suelo y, al inclinarse por él estuvo a punto de caer de no haberle sujetado el hombre contra el que chocó.

–¡Mi dispiace! –dijo una voz tan fuerte como las manos que la sujetaban.

Roja de vergüenza, Alicia levantó la vista hacia un rostro dorado coronado por unos cabellos negros y rizados. Un rostro tan familiar que se olvidó de golpe de todo el italiano que sabía.

–Lo siento, ha sido culpa mía –consiguió decir al fin.

–¡Ah! Es usted inglesa –el rescatador sonrió–. Y está temblando, piccola. ¿Está herida?

–No –sólo aturdida de ver al hombre cuya foto colgaba de la pared de su dormitorio.

–Venga. Necesita beber algo –dijo él con firmeza–. Me presentaré. Soy Francesco da Luca.

–Encantada –¿de verdad estaba sucediéndole todo aquello?–. Me llamo Alicia Cross.

Se sentaron en una terraza protegida por un toldo y ella se quitó las gafas de sol y el sombrero blanco que acababa de estrenar mientras pedía un chocolate caliente.

–Me han dicho que es la especialidad de aquí. Iba a tomarme uno cuando tropecé con usted… –al percatarse de la mirada de Francesco da Luca, fija sobre ella, se quedó en silencio.

–De manera que está aquí de vacaciones, señorita Alicia Cross –él pestañeó y pidió la bebida.

–Sí.

–¿Tan joven y viene sola? –él enarcó una ceja.

–No –¿qué edad habría pensado que tenía?–. He venido con mi mejor amiga. Pero Megan se mareó en el avión y ahora duerme en el hotel. Insistió en que yo saliera a dar una vuelta –Alicia sonrió–. Pero no sin darme antes una larga lista de consejos.

–Y supongo que uno de ellos era que no hablara con extraños –la sonrisa del hombre hizo que el pulso de la joven se disparara.

–Era el primero de la lista –dos hoyuelos asomaron junto a los labios, pero la sonrisa de Alicia se esfumó ante la inquietante mirada del hombre–. Lo siento. No pretendía ofenderle.

–No lo ha hecho –es que me fascinan esos fosetti –dijo él con dulzura.

–Las odio –estaba casi segura de que se refería a sus pecas. Sonrió al camarero que traía el chocolate y le dio las gracias en la única palabra en italiano que recordaba en esos momentos.

–Pues no debería odiarlos –dijo él mientras se inclinaba hacia delante–. Son encantadores.

–Para mí no –ella probó el chocolate–. He intentado de todo para hacerlas desaparecer.

–Creo que tenemos un problema con el idioma –él frunció el ceño–. Per favore, sonría otra vez.

–Creía que se refería a las pecas –Alicia obedeció y, al sonreír comprendió que el hombre hablaba de sus hoyuelos. Aunque tampoco le entusiasmaban demasiado.

–También son encantadoras –insistió él con voz grave.

Alicia decidió refugiarse en el chocolate, no muy segura de qué responder. Seguía maravillada ante su buena suerte. Estaba al fin en Florencia, en la famosa piazza, con su maravillosa arquitectura, bañada por el sol de la tarde. Y estaba acompañada por Francesco da Luca.

–¿En qué piensa? –preguntó él.

–En que habla muy bien inglés, señor da Luca –y con un ligero acento que le provocaba escalofríos en la columna.

–Grazie, pero, por favor, llámame Francesco. Hablo inglés –añadió–, porque supone una gran ventaja en mi oficio.

–¿A qué te dedicas? –su carrera como deportista había sido tan breve que ella nunca había descubierto nada de su vida privada–. Lo siento. No tienes que contestarme.

–¿A qué hombre no le gusta hablar de sí mismo? –él sonrió divertido.

Alicia resplandecía. Por ella, ese hombre podía hablar de sí mismo todo lo que quisiera.

–Estudié Derecho –Francesco se reclinó en la silla, feliz de satisfacer la curiosidad de la joven–, pero no ejerzo –se encogió de hombros–. Mi vida está dedicada al vino, las aceitunas y el mármol. Y mis responsabilidades –la miró con curiosidad–. ¿Y tú? ¿Aún vas al colegio?

–No. Pero fui hasta la semana pasada –aclaró ella–. Acabo de terminar los exámenes y, si mis notas son lo bastante buenas, iré a la universidad en octubre.

–Entonces no eres tan joven como yo creía –dijo él sorprendido–. ¿Cuántos años tienes, Alicia?

–Dieciocho –sonrió ella abiertamente, sin importarle los hoyuelos–. Hoy, por cierto.

–¡Es tu cumpleaños! –los ojos de Francesco se abrieron de par en par y ella se quedó sin respiración ante los reflejos, entre verdes y azules, que emitían–. ¡Buon compleanno!

–Gracias.

–Pero en lugar de chocolate, deberías estar tomando champán para celebrarlo, o una copa de nuestro prosecco. Ya que eres una adulta, está permitido, ¿no?

–¿Te reirás si te digo que no me gusta el champán? –ella sonrió.

–No –contestó él con dulzura–. No me reiré.

–En realidad, sé quién eres –el silencio se hizo entre ellos mientras los espectaculares ojos se clavaban en Alicia que, fascinada, tuvo que pestañear varias veces antes de hablar.

–Claro, te he dicho mi nombre –él asintió.

–No. Quiero decir que en una ocasión te vi jugar al rugby.

–¿Davvero? –exclamó él estupefacto.

Ella asintió y nombró el campeonato en el que le había visto jugar.

–Pocas personas lo recuerdan. Me lesioné poco después y no volví a jugar al mismo nivel –Francesco sacudió la cabeza maravillado–. Tú serías una niña. Y, además, una chica. Increíble.

–¿Increíble que te recuerde o que a una chica le guste el rugby?

–Las dos cosas. ¿Tu padre jugaba?

–No lo sé. No lo conocí –en cuanto dijo las palabras deseó haberse mordido la lengua.

–¡Mi dispiace! –Francesco hizo una mueca.

–Me gusta el rugby porque el padre de mi mejor amiga es un fanático de ese deporte –ella intentó parecer despreocupada–, y su hermano también. Solía acompañar a Meg a los partidos de Gareth, primero en la escuela y luego en el equipo. Una vez nos consiguió entradas para el estadio Millennium en Cardiff.

–Un lugar impresionante –admitió él–. He asistido allí a algún partido entre Italia y Gales.

–¿Echas de menos jugar al rugby?

–Sí –encogió los impresionantes hombros–. Pero ya no tengo tiempo para el deporte en mi vida, salvo para el que veo en televisión.

–Es hora de volver con mi amiga –Alicia sonrió. Tras suspirar, se puso las gafas de sol y el sombrero–. Gracias por el chocolate… y por tu amabilidad.

–¿Dónde os alojáis? –Francesco se puso rápidamente en pie.

–Me lo recomendó un amigo de mi madre –dijo ella tras darle el nombre del pequeño y tranquilo hotel, en una zona residencial alejada del centro.

–Bene. Te acompaño –él se asomó bajo el ala del sombrero de la joven y sonrió–. Debo asegurarme de que vuelvas sana y salva con tu amiga en tu día especial, señorita Alicia Cross.

El camino de ida a la Piazza della Signoria le había parecido muy largo, pero el de vuelta, acompañada por Francesco, le resultó demasiado corto. Al llegar al hotel le tendió la mano.

–Gracias otra vez. Ha sido una increíble coincidencia conocerte –ella sonrió–. Y un placer.

–Para mí también ha sido un gran placer, señorita Alicia Cross –Francesco le besó la mano–. Espero que tu amiga se haya recuperado. Arrivederci.

Alicia subió a la habitación transportada en una nube sin dejar de mirarse el dorso de la mano, como si el beso de Francesco estuviera grabado en ella. Pero volvió rápidamente a tierra y llamó suavemente a la puerta de la habitación.

–Siento sacarte de la cama. Soy yo.

–Has vuelto pronto –Megan Davies parecía somnolienta–. Pensé que tardarías mucho más.

–Estaba preocupada por ti –Alicia la miró con preocupación–. ¿Qué tal te encuentras?

–Débil, pero ya no vomito –la amiga suspiró–. Menudo fastidio. Hoy es tu cumpleaños.

–Ya lo celebraremos mañana. Mientras tanto, acuéstate otra vez –ella le ahuecó la almohada.

–Cuéntame, Lally –exigió Meg mientras se tumbaba de nuevo–. ¿Qué has visto?

–Encontré sin problemas la Piazza della Signoria. No está lejos y es tan espectacular como me imaginaba, como una enorme galería de arte al aire libre. Eché un vistazo al Palazzo Vecchio, aunque no entré, y después bordeé la multitud alrededor de la fuente de Neptuno para contemplar la réplica de David y las estatuas del Loggia dei Lanzi. El rapto de las sabinas es muy realista –añadió con deleite–, pero mi favorita es Perseo sujetando la cabeza de Medusa.

–¡Qué ganas tengo de verlo! ¿Te diste el lujo de un chocolate caliente en el Rivoire después?

–Más o menos.

–¿Qué quiere decir, más o menos?

–Nunca te imaginarás con quién me he tropezado –Alicia respiró hondo con los ojos brillantes.

–¿Nada más llegar a Florencia? –Megan abrió los ojos desmesuradamente–. ¿Con quién?

Con gran dramatismo, Alicia describió el incidente del bolso y el hombre que la rescató.

–¿Me estás diciendo que después de todas mis advertencias te fuiste con un extraño?

–Sí, mamá gallina. Literalmente.

–Y ese rescatador… ¿es italiano?

–¿De dónde esperabas que fuera, de Cardiff? –los hoyuelos de Alicia se acentuaron con malicia–. ¿Estás cómoda? Porque ahora viene la parte que no te podrás creer. Era Francesco da Luca.

–¿El alero italiano de tu galería de rugby? –Meg la miró boquiabierta.

–El mismo –Alicia apoyó una mano en el pecho–. El objeto de mi adoración infantil.

–¿Se lo dijiste?

–Por supuesto que no. Pero sí le dije que era una fanática del rugby.

–¿Y qué pasó?

–Insistió en invitarme a una bebida fría para que me recuperara del susto, pero yo pedí un chocolate, y nos sentamos en la terraza del Rivoire. Hablamos largo rato y luego me acompañó hasta aquí –la joven sonrió–. Debió ser el destino el que me hizo tropezar delante de él.

–Y que fue tan amable de hacer que yo enfermara para dejaros solos –dijo su amiga antes de reír–. Pero me alegro de que tuvieras algo de emoción en tu cumpleaños, cariño.

–¡Mi madre no se lo va a creer!

–Ni la mía –Meg bostezó–. Escucha, yo aún no puedo probar bocado, pero tú tendrás hambre.

–Después del chocolate, no te creas. Pareces cansada, túmbate otra vez. Me sentaré un rato a leer en la terraza –Alicia agitó un libro de bolsillo en el aire–. ¡Menudo lujo! Ficción en lugar de interminables libros de texto. Procura dormir un poco. Te veré luego.

Pero, cuando al fin se instaló bajo una sombrilla, Alicia estaba demasiado excitada para concentrarse en la novela. Cerró los ojos, y revivió el momento del encuentro con Francesco. Tras desistir en su intento de leer, volvió a la habitación para ver si su amiga quería comer algo.

–¡Estaba a punto de enviarte un mensaje! Acaba de llegar esto –Meg empujó a Alicia hacia el ramo de flores que descansaba sobre la mesa–. El recepcionista las ha traído. El ramillete de claveles es para mí, porque en la tarjeta pone que me desea una pronta recuperación, pero las rosas son para la señorita Alicia Cross.

La aludida contempló embelesada los capullos color crema. El mensaje de la tarjeta le deseaba un feliz cumpleaños y suplicaba que la señorita Alicia Cross y su amiga le concedieran el placer de invitarlas a cenar aquella noche. Las llamaría a las ocho para confirmar.

–Siento haber cotilleado, pero tenía que saber qué ponía –los ojos de Meg brillaron en el pálido rostro–. Saca el vestido de fiesta de la maleta, chica. ¡Ésta es tu noche!

–¡De eso nada! No pienso dejarte sola otra vez, Meg –dijo la joven indignada–. Cuando llame Francesco le diré que aún no estás recuperada del todo y que a lo mejor en otra ocasión…

–¿Te has vuelto loca? No habrá otra ocasión. Escucha, ésta es una oportunidad única, Lally. Aprovéchala. Si tienes dudas, llama a tu madre a ver qué te dice.

–Si lo hago, Bron dirá que no –Alicia rió.

–Pero, ¿tú quieres salir con Francesco?

–Pues claro que sí. Pero quisiera que estuvieras lo bastante bien para venir conmigo.

–Y yo también, pero dado mi aspecto, y el hecho de que no soporto la visión de la comida, no va a poder ser. Pide que me suban un té, luego dúchate, arréglate y vete de fiesta.

–Bron insistió en que trajera el vestido que me regaló. ¿Debería ponérmelo esta noche?

–Pues claro que sí. Ese tono tostado te sienta muy bien. Sutil, pero bonito.

–Yo quería uno negro sin tirantes, no uno bonito –suspiró la joven–. Pero Bron lo vetó –de repente, guardó el vestido–. No creo que sea una buena idea. Me quedaré aquí contigo.

–Tonterías. Si cancelas tu cita con Signor Ensueño, jamás te lo perdonarás. Ponte la ropa interior que te compré. Cuando te maquilles te echaré una mano con el peinado.

Toda su vida, Alicia había suspirado por tener unos cabellos negros y lisos como los de Meg. Para dominar sus rizos cobrizos, solía llevarlos recogidos en una trenza, pero dada la ocasión, su amiga insistió en echar mano del secador para conseguir unos bucles sueltos.

–Está genial. Ahora ponte el vestido y yo me hundiré en la miseria mientras te das el toque final –suspiró Meg mientras volvía a meterse en la cama.

–¡Meg! –exclamó la joven con remordimiento–. ¡Mírate!

–Estaré bien. Date prisa. Ponte los zapatos nuevos de tacón.

–Espero no tener que caminar mucho –Alicia obedeció y, tras calzarse, se puso la pulsera de oro, regalo de los padres de Meg–. ¿Seguro que estarás bien? Llevo el móvil por si me necesitas.

–No te necesitaré –la amiga sonrió–. Por el amor de Dios, márchate y celebra tu cumpleaños.

Una vez dentro del ascensor, Alicia sufrió un ataque de pánico. Francesco podría llevarse una impresión completamente equivocada al verla llegar sola. Pensaría que hacía esas cosas habitualmente, cuando lo cierto era que los únicos chicos que conocía eran Gareth, el hermano de Meg, y sus amigos. Y para ellos no era más que una chiquilla pecosa.

Al llegar al vestíbulo el corazón le dio un vuelco. Francesco iba muy elegante con un precioso traje de lino. Era un sueño hecho realidad y tuvo que pellizcarse varias veces.

–Buona sera –dijo él mientras le tomaba la mano–. Estás preciosa, señorita Alicia Cross.

–Gracias –ella sonrió tímidamente–. Meg y yo te damos las gracias por las flores, pero me temo que hay un problema…

–¿No podéis cenar conmigo? –la sonrisa se esfumó.

–Meg no se encuentra lo bastante bien para venir –Alicia lo miró indecisa–. ¿Estará bien que vaya yo sola contigo?

–Perfecto –los ojos de Francesco se iluminaron de un modo que disparó el pulso de la joven–. Será un honor celebrar contigo tu cumpleaños –sacó un móvil del bolsillo–. Llamaré al restaurante –tras una breve conversación, salieron a la cálida noche estrellada–. Cenaremos en el Santa Croce. ¿Puedes caminar bien con esos tacones?

Ella asintió entusiasmada. Aunque a la mañana siguiente tuviera ampollas.

La noche de Florencia bullía de vida, y el constante ruido de fondo del tráfico y las inevitables motos. La joven respiró hondo mientras Francesco la guiaba por la aún abarrotada Piazza della Signoria donde se quedó mirando fijamente a Perseo con su macabro trofeo en la mano.

–¿Te gusta esa estatua? –preguntó Francesco.