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La construcción es uno de los últimos relatos en los que Kafka trabajó, durante 1923 y 1924, antes de morir. Narra la neurosis progresiva de un roedor (nunca sabemos con exactitud de qué animal se trata, sólo asistimos a gestos y acciones de su cuerpo) que vive solitario y bajo tierra. La búsqueda de seguridad frente a cualquier hipotético peligro exterior lo lleva a pergeñar un diseño obsesivo de su madriguera, "la construcción", que incluye rituales de control, reordenamientos de estructuras, argumentos y contraargumentos sobre decisiones tomadas y por tomar. Aunque en el relato nunca aparecen enemigos reales, el animal cada vez desconfía más y más en sus cuidados, en sus ideas, en sus capacidades físicas (también se siente viejo). Cualquier irregularidad es una fuerte amenaza. Esta manía llega a un pico máximo cuando un sonido, del que no puede explicar su origen, lo lleva a transitar un recorrido existencial que involucra el frenesí, el miedo, el respiro y el desencanto. La lectura de este relato nos conduce sin remedio a un hermanamiento con el animal. Hoy, cien años después, nos es imposible mirar de soslayo la obsesión por "la construcción" perfecta y el desánimo final inapelable.
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Seitenzahl: 65
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Kafka, Franz
La construcción / Franz Kafka. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Buchwald Editorial, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Enrique Salas.
ISBN 978-631-90310-8-9
1. Literatura Checa. 2. Narrativa Checa. 3. Cuentos con Animales. I. Salas, Enrique, trad. II. Título.
CDD 808.899282
Primera edición en formato digital
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto451
Portada
Portadilla
Legales
La construcción
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Portada
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Tabla de contenidos
Comienzo de lectura
Terminé la construcción y parece que quedó bien. Desde afuera, sólo se ve un gran agujero, pero en realidad no conduce a ninguna parte; apenas uno entra, se encuentra con una roca natural maciza. No quiero vanagloriarme de haber preparado intencionalmente esa trampa; es, más bien, lo que quedó de uno de los tantos e inútiles intentos de construcción; después de todo, me pareció ventajoso no rellenar ese agujero. Claro, hay trampas tan sutiles que se anulan a sí mismas, eso lo sé mejor que nadie y, por supuesto, ya es una audacia remarcar, con ese agujero, la posibilidad de que aquí exista algo en lo que valga la pena indagar. Pero quien piense que soy un cobarde y que sólo erigí mi construcción por cobardía, se equivoca. A unos mil pasos del agujero, se encuentra, cubierta por una capa de musgo que se puede levantar, la verdadera entrada a la construcción, y está asegurada tan bien como algo puede estarlo en este mundo; claro que alguien podría pisar el musgo o rasgarlo, y el acceso a la construcción estaría libre para cualquiera que quisiera entrar y destruirlo todo para siempre –por cierto, es evidente que para hacerlo hace falta poseer ciertas habilidades poco comunes. Lo sé muy bien, incluso ahora en pleno apogeo, mi vida apenas tiene sosiego; allí, en ese punto en el musgo oscuro, soy mortal y, en mis sueños, un hocico ávido no deja de olfatear el lugar. Dirán que bien podría tapar ese agujero de entrada con una capa fina de tierra firme y más abajo con una más suelta, de modo que pueda volver a abrirla sin mucho esfuerzo. Pero es imposible, la precaución en sí exige que tenga una posibilidad de escape inmediata, la precaución en sí exige, como por desgracia suele ser el caso, poner la vida en riesgo. Se trata de cálculos bastante exigentes y la alegría de la agilidad mental en sí misma es, a veces, la única razón para seguir haciéndolo. Tengo que tener una posibilidad de escape inmediato, a pesar de toda mi vigilancia, ¿no podría ser atacado desde algún lugar completamente inesperado? En lo más profundo de mi casa, vivo en paz, mientras el enemigo cava lentamente y en silencio, acercándose. No estoy diciendo que tenga mejor olfato que yo, quizás sabe tan poco de mí como yo de él. Pero hay ladrones insaciables que revuelven ciegamente la tierra y, con la enorme extensión de mi construcción, hasta ellos tienen esperanzas de cruzarse con alguno de mis caminos. Es cierto que tengo la ventaja de estar en mi casa, de conocer perfectamente todos los caminos y a dónde llevan. El ladrón puede convertirse fácilmente en mi víctima, incluso una suculenta. Pero estoy envejeciendo y hay muchos que son más fuertes que yo, además tengo tantos enemigos que podría estar huyendo de uno y caer en las garras de otro. ¡Ay! ¡Qué no podría pasar! En todo caso, necesito tener la seguridad de que, en algún lugar, exista una salida a la que pueda llegar con facilidad y esté completamente despejada, en donde para salir no tenga que trabajar, de modo que, mientras estuviera cavando desesperadamente, aunque fuera tierra suelta, no sienta de pronto –¡Dios me ampare!– los dientes del perseguidor en mis muslos. No son sólo los enemigos externos los que me amenazan. También los hay en lo profundo de la tierra. Nunca los vi, pero las leyendas hablan de ellos y yo creo firmemente en su existencia. Son seres de la tierra profunda, ni siquiera las leyendas logran describirlos, ni siquiera sus víctimas pudieron verlos bien; ellos se acercan, se puede escuchar el arañar de sus uñas debajo de uno, en la tierra, que es su elemento, y ya se está perdido. En este caso, no tiene sentido decir que uno está en casa, más bien, uno está en la de ellos. De ellos, tampoco me va a salvar aquella salida, aunque lo más probable es que no me salve de nada, sino, más bien, me condene, pero es una esperanza y no puedo vivir sin ella. A parte de esa amplia entrada, otros caminos muy angostos me conectan con el mundo exterior, son bastante seguros y me proveen del aire que respiro. Fueron construidos por ratones salvajes y, sabiamente, supe incorporarlos a mi construcción. También me dan protección porque me permiten ampliar el alcance de mi olfato. Además, por esos caminos me llega todo tipo de fauna menor que devoro, de modo que dispongo de una caza secundaria que me asegura una subsistencia modesta, pero suficiente, y no tengo necesidad de abandonar mi construcción; y eso es, por supuesto, valiosísimo.
Pero lo más lindo de mi construcción es su silencio. Desde luego, engaña. Podría ser interrumpido de golpe y todo habría terminado. Pero, por ahora, sigue aquí. Puedo deslizarme horas enteras por mis pasillos sin escuchar nada más que el rumor casual de algún animalito que enseguida callo entre mis dientes o el murmullo de la tierra que me indica la necesidad de hacer alguna mejora; pero, en general, todo está en silencio. Entra el aire del bosque, cálido y fresco a la vez. A veces me estiro y, satisfecho, me doy una vuelta. Para alguien ya entrado en años, es bueno tener una construcción así, un techo para cuando comience el otoño. Cada cien metros ensanché los pasillos hasta tener pequeñas plazas redondas donde puedo acurrucarme cómodamente, calentarme y descansar. Allí disfruto del dulce sueño de la paz, del deseo satisfecho, del objetivo alcanzado de poseer una casa. No sé si es un hábito de los viejos tiempos o si los peligros de esta casa son lo suficientemente fuertes como para sobresaltarme, pero, con regularidad y de a ratos, me despierto de un sueño profundo y escucho atentamente, escucho el silencio invariable que reina día y noche, sonrío más tranquilo y, con mis miembros relajados, me sumerjo en un sueño aún más profundo. ¡Pobres viajeros sin casa, en caminos rurales, en bosques; en el mejor de los casos, acurrucados entre un montón de hojas o en una manada de sus semejantes, a merced de todos los males del cielo y de la tierra! Yo estoy aquí, acostado en una plaza que está asegurada por todos lados –hay más de cincuenta en mi construcción– y las horas que yo elijo pasan entre la somnolencia y el sueño inconsciente.