La Divina Comedia
Infierno, Purgatorio y Paraiso
Dante Alighieri
Dionisio Ridruejo
Century Carroggio
Derechos de autor © 2024 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Presentación y estudio preliminar de Dionisio RiduejoTraducción de Manuel Aranda y Sanjuan, revisada y anotadaPortada:Dante y su poema, de Domenico di Michelino.Isbn:9788472545427
Contenido
Página del título
Derechos de autor
PRESENTACIÓN
ESTUDIO PRELIMINAR
LA DIVINA COMEDIA
INFIERNO
PURGATORIO
PARAISO
PRESENTACIÓN
LA SITUACIÓN HISTÓRICA DEL DANTE Y PETRARCA
por
Dionisio Ridruejo
Entre el nacimiento de Dante Alighieri (1265) y la muerte de Francesco Petrarca (1374) transcurre un siglo y una década. En el comedio de este lapso se suelen situar la plenitud, ya crítica, de la Edad Media y el comienzo del antepórtico renacentista que precede a la Edad Moderna, fechada, con óptica europea, en 1453, año de la ocupación de Constantinopla por los turcos. Lo que equivale a decir que la Edad Media discurre entre la disgregación del Imperio Romano en Occidente y su liquidación completa en Oriente. Si bien el Renacimiento la concebirá también como una cesura entre la antigüedad modélica y su deseada restauración. Que ello no sea del todo convincente lo demuestra el hecho de que las llamadas «historias nacionales» suelen corregir aquella fecha sustituyéndola por algún acontecimiento propio decisivo para su constitución interior, con lo que dan a entender que la Edad Media no ha sido para cada pueblo europeo una cesura sino un periodo constituyente. Todo ello nos induce a una saludable relatividad sobre el valor del comodín historiográfico que es la división del proceso histórico por Edades (Antigua, Media, Moderna y Contemporánea) que, por otra parte, no parece idóneo para dar cuenta de la evolución histórica de la humanidad tomada en su conjunto. Pero este último escolio hemos de dejarlo aparte a pesar de su gran interés. Porque tiene interés saber si la historia es, de suyo, universal. Las ideas de atraso, puntualidad o adelanto histórico que todos los días aplicamos en cada país a una porción de él, en cada grupo cultural a uno u otro de sus pueblos y en el Planeta a las diversas culturas, parecen responder a esa pregunta con un apriorismo afirmativo. Pero la intensificación de las comunicaciones en nuestro siglo está produciendo ante nuestros ojos fenómenos de mutación -no ya de aceleración- en la secuencia histórica y así vemos saltar culturas que imaginamos primitivas al nivel de culturas actuales, mientras contemplamos también situaciones policrónicas donde coexisten estructuras y vigencias que presentan notas de todas las edades teóricas de nuestra propia cultura; quiero decir, de la cultura que reivindica una «antigüedad común». El hecho es, sin embargo, irrelevante para nuestro objeto: que es el de fijar los rasgos de la época o, dicho con más precisión, de la situación histórica en que vivieron los dos grandes poetas italianos con cuyos nombres hemos iniciado este escrito. Estos creyeron, pensaron, esperaron y obraron como si el mundo que reivindicaba la doble tradición «antigua» (la hebraica y la grecolatina sinoptizadas en la tradición romana) fuera todo el mundo y los hombres conformados por ella fueran todos los hombres. Para ese mundo y esos hombres soñó Dante un orden y Petrarca un humanismo. Si queremos entenderlos no podremos salir del círculo que ellos mismos se trazaron, aunque nos sea imposible ajustarnos rigurosamente a él. Me explicaré.
Como quiera que se considere, la sucesión de situaciones (y no unidad de duración) que es la Edad Media es la que va configurando la realidad de los que llamamos hoy pueblos europeos. Cuando más tarde estos pueblos hayan descrito, con más o menos precisión, su espacio propio, la imaginación renacentista (no importa repetirlo) pensará la Edad Media como una especie de invierno penitencial que separa lo que murió de lo que resucita. Será el momento en que el pensamiento naturalista de los griegos (ciclos, retornos) dominará, contradiciéndolo, al historicista hebraico (linealidad progresiva en busca de una plenitud de los tiempos), equivocándose de medio a medio. Equivocándose y contradiciéndose, pues el Renacimiento vive aún con esperanza cristiana. Esta contradicción la advertiremos ya en el Dante cuando, por una parte, ve el modelo romano como un verano histórico -una primera sazón- que debe retornar y, por otra parte, se las arregla para interpretar proféticamente ese retorno como el tiempo prometido de la parusía y el antepórtico de la consumación metahistórica de los tiempos. En ambas concepciones su pensamiento se hará utópico y será difícil asimilarlo a la concepción historiográfica, basada científicamente en la experiencia que hoy tenemos de la historia después de varios siglos de trabajo desmitificador. Porque, como pensaban los hebreos -y algún que otro Heráclito-, la historia es curso procesual y, por otra parte, es dudoso que se dirija a un cumplimiento último e irreversible en el tiempo. Más bien se diría que, como solía pensarse con pensamiento cristiano, la plenitud de los tiempos no pertenezca al dominio de Cronos. Por lo que se refiere a Dante, como veremos, esta doble y discorde ilusión de la restauración romana y del reino temporal del Espíritu Santo le impidió discernir lo que, por de pronto, pasaba: la madurez de los pueblos en que, como en tierra de sembradura, había ido cayendo semilla nueva al disgregarse la romanidad. Por ello, aunque los sucesores renacentistas del Dante, aún medieval, no dejarían de seguir utilizando a Roma como vaciado para remodelar las nuevas entidades políticas, esas Romas -que negaban el modelo por el hecho de ser varias- desearían todas ser la única, lo cual justificaría las tremendas colisiones europeas, que han durado hasta ayer mismo y se han alimentado de la imaginación de unos cuantos pueblos que no terminaban de resignarse a su verdadera identidad. Como veremos luego, de Dante a Petrarca hay ya ese paso de la Roma única extinta a la Roma reivindicada por cada cual.
El trabajo de la Edad Media fue lento y con alguna frecuencia ignorante de su objeto y hasta despreciador de sus propios factores. En todo caso, el siglo XIII, en cuya última década se inicia la madurez de Dante, será un siglo históricamente decisivo porque en él se consuma la transferencia del centro cultural del mundo a los pueblos de Europa, pueblos que sólo entonces toman plenamente conciencia de su comunidad y de su diversidad. Por eso los dos siglos siguientes serán tan ricos en novedades como en agitaciones.
En rigor hay que distinguir, cuando menos, cuatro sub-edades en el largo proceso medieval y así suelen hacerlo muchos historiadores.
Para fijar los comienzos de la Edad Media puede elegirse cualquiera de estas fechas: el 406, en que entran los vándalos y los suevos del Este en el espacio romanizado y cristianizado de la Galia romana. El 410 en que Alarico ha ocupado fugazmente Roma. El 412 en que comienza San Agustín a escribir La Ciudad de Dios, citando a la humanidad para el otro mundo. Sólo, sin embargo, en 476 Rómulo Augústulo da por finiquitado el Imperio Romano de Occidente. Pero el Imperio Romano continúa en Bizancio. Durante dos siglos largos el centro cultural del mundo cristiano pasa a la Roma oriental, aunque la cabeza de la Iglesia -que todavía es una, si bien acosada de herejías- continúa en Roma o, al menos, en Italia. Por otra parte, el dominio bizantino no ha abandonado por completo la península latina que aún puede romanizar a algunos bárbaros, como el ostrogodo Teodorico, o alojar legados del basileus Justiniano -que también roba espacio a los visigodos en la Bética hispánica- y de sus sucesores. Bizancio confina, al Este, con el reino sasánida de Persia y comparte con él los dominios de la antigua Siria donde la vida cultural cristiana, si no ortodoxa, es vivísima. Persia, amenazada constantemente por sus propios bárbaros (avaros, turcos, hunos meridionales) ha de aceptar la firmeza de su frontera occidental, mientras se abre al comercio que la comunica con la India y, a través de ella, con la China, ambas por entonces en el cenit de sus civilizaciones. Por el Oeste, Bizancio cubre todo el antiguo mundo alejandrino (Palestina, Egipto, Cartago, Berbería y -en Europa- toda la Turquía actual con parte de la Mesopotamia, Grecia, buena parte de Italia y un trozo de Hispania. Los bárbaros -especialmente los lombardos- le hacen retroceder en Italia con suerte alternativa. Los lombardos han conseguido en el Norte (Pavía) un fuerte asentamiento, que sólo domarán los francos imperiales de Carlomagno. Los eslavos húngaros combaten en las regiones del Véneto actual, y otros eslavos y avaros (especialmente los búlgaros) atacan a Bizancio desde la ribera superior del mar Negro. La situación, sin embargo, se mantiene estable hasta la eclosión del Islam ya avanzado el siglo VII. Entretanto, la Europa central sufre las oleadas sucesivas de los invasores no romanizados ni cristianizados que montan sobre las antiguas poblaciones de bárbaros asociados al Imperio y fieles a la Iglesia romana. Normandos, sajones, prusianos, eslavos y hunos, van apretando a los alanos, vándalos, francos, merovingios, ostrogodos o visigodos que les precedieron. No hay la menor estabilidad para la población sedentaria y productiva. La economía se envilece, los principios de organización son meras situaciones de hecho, la cultura se hace ruda y, si se compara la vida de los cristianos sectarios u ortodoxos de Siria o Alejandría con los clérigos y monjes de Germanía o las Galias, el resultado es desolador para estos últimos. Sólo en la España visigótica y en los monasterios britanos se conserva alguna luz. Los señores armados son brutales, los siervos pobres, los clérigos ignorantes. Es la llamada Edad de Hierro.
La segunda etapa medieval se inicia con el ataque del Islam que tiene un carácter eruptivo casi incomprensible. Una adaptación muy simple y práctica del monoteísmo hebraico y del propio cristianismo pone a Mahoma en condiciones de galvanizar a un pueblo sumamente disponible. Disponible porque es nómada y participa en el tráfico comercial que se disputan los persas y bizantinos. Disponible, adaptable y tolerante, por encontrarse en un quicio de civilizaciones y creencias. En pocos años, este pueblo viejo y de repente misionado ocupa todo el reino sasánida, convierte a algunos de sus bárbaros exteriores -eslavos del Cáucaso y turcos-y penetra colonizando religiosamente algunos terrenos de la India. Poco después, arranca a Bizancio el dominio de Siria, de Egipto y de Túnez y vence la resistencia de los bereberes norteafricanos. Luego cubre la península Ibérica, ocupa Sicilia y zonas importantes del mediodía peninsular italiano. Por Epaña, pasando los Pirineos, ocupa la Septimania visigótica y llega hasta Poitiers, a dos centenares de kilómetros de donde el cristianismo se había detenido en la época romana. Los límites de la expansión árabe -o más bien islámica- se encuentran en la resistencia de Bizancio que -aún reducida en su territorio se ve defendida primero por su superioridad marítima y luego por los auxilios -en alguna medida perturbadores- de las Cruzadas europeas. Más al nordeste le resisten también grupos euroasiáticos y mongoles que irán cayendo sobre los imperios de la India y China. En Europa no consiguen más que un efímero dominio sobre partes de Italia, son expulsados por los francos hasta la Marca Hispánica y resistidos también por los grupos nativos de impregnación céltica del Norte español, que ya habían resistido a la penetración romana y visigoda pero que ahora van a formar pueblo con los residuos de estos grupos dominadores. La vastedad del dominio islámico es, sin embargo, formidable. El control de las comunicaciones entre Oriente y Occidente le enriquece. Su amplitud, que debilitará luego su cohesión como poder, le enriquece también, en cuanto la minoría árabe, guiada por una fe muy abierta a la asimilación cultural, le hace recibir cómodamente el legado de los pueblos convertidos a su religión y no desplazados de sus lares originarios. Las minorías semíticas y cristianas, que han conservado el legado greco latino, Bizancio misma por contagio, siriacos e iraníes por integración, egipcios, fenicios y bereberes, sincretizaron en el Islam sus tradiciones y capacidades. Más que a la propia Bizancio -sacudida por frecuentes crisis de dogmatismo destructor- los historiadores reconocerán al Islam la función de conservador y transmisor del legado antiguo, enriquecido por otras aportaciones orientales, pues el comercio mahometano se alarga hasta la China y, cuando alcanza su mayor desarrollo naval, explora los mares de las especierías. Todas estas integraciones enriquecen las artes y favorecen las ciencias mientras fortifican la economía del Islam. Matemáticos, médicos, filósofos, poetas y mercaderes tejen el mundo del neo-aristotelismo, del misticismo y de Las mil y una noches. Desde Siria primero (Damasco o Bagdad) y desde España luego (Córdoba, Sevilla, Granada), la cultura islámica va a ser uno de los centros ilustradores de la Europa oscurecida, especialmente a partir del movimiento de las Cruzadas. Entretanto será la misma amenaza islámica la que favorecerá la tentativa de crear algo parecido a un orden en el centro de Europa, que aún sigue amenazada por los nómadas a caballo de las llanuras euroasiáticas, por los húngaros eslavos, por los sajones paganos, por los normandos apenas convertidos. La monarquía de los francos -beneficiaria del rápido agotamiento de los hunos de Atila y de los ostrogodos de Teodorico- será la que dirigirá los cambios más importantes. La victoria de Carlos Martel -mayordomo de palacio de la Austrasia merovingia y dominador progresivo de la Germania y la Galia- atrae sobre su familia la favorable atención del Papado romano mal avenido con los reyes lombardos y con el basileus bizantino. La monarquía carolingia de Pipino sustituirá así a la merovingia, descendiente de Clodoveo, recibiendo el carisma romano. Su hijo dirigirá el que se ha solido llamar «primer Renacimiento» que se guía, como los sucesivos, por el sueño de la restauración del Imperio Romano, investidura que, efectivamente, Carlomagno recibirá de Roma. Es el precedente del sueño de las dos espadas que dominará la imaginación política dantesca. Pero este renacimiento es pobre y de corta duración. La herencia lo divide, las incursiones exteriores lo perturban y la regeneración cultural que parece alumbrar un momento se queda corta, aunque deje tras sí una arquitectura y unos cuantos centros monásticos con capacidad colonizadora y educativa. Sería inútil traer a cuento aquí los mil accidentes que median entre la disgregación del imperio carolingio -partido en principio por la línea del Rhin- y el momento en que, del lado germánico, se configura algo parecido a una federación de pueblos o principados bajo la autoridad, más o menos efectiva, de un emperador electivo que reivindica el nombre romano invocando el precedente de Carlos y, del lado occidental, se concretan como verdaderos pueblos grupos que antes fueron meros depredadores o señoríos acrecentados de vinculación más estable. A un lado como al otro del Rhin y también en las islas Británicas -ocupadas primero por los sajones y después por los vikingos daneses-, así como en la orla escandinava y en la Marca Eslava del Este (no tardará en cristianizarse la belicosa Hungría) e incluso en las penínsulas Ibérica e Italiana, las situaciones de hecho -ocupación del territorio por minorías militares, sumisión de las clases laboriosas y proliferación de los centros eclesiásticos- se van institucionalizando. Así se forma y desarrolla el feudalismo; se crea un sistema de sociedad estamental. Se estabilizan, más o menos seguramente, los centros de población, los campos de labor y las vías de mercado y esplenden los grandes monasterios. A partir del siglo IX, las técnicas agrarias mejoran y los campos cultivados se ensanchan. Aparecen verdaderas herramientas (útiles de hierro como el arado de vertedera, por ejemplo) y las artes industriales del metal y el tejido se desarrollan también. La piedra vuelve a labrarse con arte. El caballo se le hace indispensable al guerrero, puesto que los bárbaros del Este han sido, desde antes de Atila, jinetes. Aumenta la población. Al aproximarse el año 1000, la piedra se prodiga en fortificaciones y templos. Va a nacer el Románico en Lombardía, donde quedan no pocos monumentos antiguos, con aportación de elementos bizantinos y más tarde siríacos. Cluny, fundado por San Hugo, se convierte en un gran centro de reforma monástica que, por una parte, intenta ser cortafuegos de la influencia islámica (que resucita los saberes del paganismo) pero, por otra parte, tiende a elevar la moralidad social y a difundir mejoras técnicas de trabajo. La modernización agrícola y la difusión del Románico van unidas a aquel nombre. El feudalismo estabiliza situaciones de prepotencia pero las modera asegurando la estabilidad de las poblaciones. La pirámide social se forma mediante los pactos de fidelidad que vinculan los siervos a los señores, los señores pequeños a los grandes, los grandes a los Reyes o al Emperador. Bueno o malo, es un orden. La monarquía que, en general, es la forma natural de regimiento de los pueblos guerreros y de los pueblos expansivos, nace también, en parte, como reflejo mundano del principio monoteísta (así la pensará el mismo Dante). Se concibe a Dios como ente espiritual y como principio centralizador (la versión heliocéntrica del mismo principio da fundamento a algunas tiranías orientales y a las que conoció la América ignota). En Europa la monarquía se constituye, de hecho, como vértice del sistema de los compromisos feudales, siendo más frágil el nexo donde menor era la tensión militar defensiva u ofensiva. Por eso en Germanía, mientras tiene las fronteras amenazadas, en la Inglaterra recién conquistada por una minoría extranjera, o en las Españas cristianas presionadas por el Islam, el poder monárquico domina, aunque no de un modo continuo y seguro, al poder señorial, algo más que en pueblos como Francia donde el trabajo de su estabilización será más penoso, aunque, a la postre, más absoluto.
Pero nos interesa aquí y particularmente el caso de Italia, país que conocerá los beneficios y los riesgos de ser vía de paso entre los grandes poderes meridionales -Bizancio y el Islam- y los fraccionados poderes europeos. Roma sigue siendo, para la cristiandad europea y durante algún tiempo para la oriental o bizantina, el centro de la cristiandad. Y es difícil entender el proceso subsecuente de la península -y la obra de Dante y de Petrarca- sin considerar las condiciones en que el Pontificado ha debido mantenerse durante las fases más oscuras de la Edad Media. Durante algún tiempo el sucesor de Pedro vive bajo la tutela del plenipotenciario bizantino que primero mora en el antiguo Palatino de los Césares y después en Rávena, la capital postrimera del Imperio de Occidente. Desde poco después de Constantino, la relación entre el Imperio y el Pontificado es ambigua y, aunque la invención del apócrifo legado de Constantino -transferencia al Papado de la soberanía romana-tarda en inventarse, es evidente que las dos potestades pugnaban por hacer valer su primacía y asegurar su independencia. Alejada de Roma la mano del basileus, el Pontificado se infeuda durante muchos años a las viejas familias patricias de Roma y con frecuencia ha de desterrarse de la ciudad y buscar refugio en otros lugares. Los longobardos amenazan a Roma por el Norte. Los bizantinos ocupan -usándolos como escalas comerciales de un práctico monopolio mercantil- los puertos del Adriático y la punta meridional de la península. Luego los sarracenos ocupan Sicilia y la costa del Tirreno que le queda frontera, así como buena parte del espacio meridional. El Papado tiende su mirada suplicante hacia los francos y, cuando el imperio carolingio se disgrega, hacia los germanos. Pero, por otra parte, y en virtud del dominio islámico sobre los pasos del tráfico mercantil en Oriente Medio, el monopolio bizantino quiebra y una serie de ciudades de dependencia política imprecisa comienzan a comerciar con los nuevos proveedores (Venecia en el Adriático, Génova y algunas ciudades de la Tuscia en el mar Ligur) creando emporios de riqueza y promoviendo una clase de mercaderes que serán proclives a garantizarse franquicias mediante el establecimiento de comunidades libres. (Es algo que también comenzará a suceder en el Norte, en la línea de comunicación que se jalona desde la vieja Nóvgorod, que luego fue de Rusia, hasta los Países Bajos, con burgos de importancia en la isla de Gotland, en los países bálticos y en la Alemania del Norte: lo que será más tarde la Liga Hanseática). Lombardos, bizantinos, sarracenos, ciudades libres. Entretanto Bizancio -sobre todo después de producirse el cisma- conoce un modelo césaro-papista que unifica el poder espiritual y el civil o coactivo. ¿Por qué el Papa de Roma no soñará, a su vez, con un modelo papista-cesáreo que asegure su precaria independencia por el consabido procedimiento de recortar la de los otros? Desde que en el año 962 Otón el Grande (restaurador del Sacro Imperio Romano de Carlos) es coronado emperador, el problema, que tanto dará que hacer a Dante, va ser este: Puesto que el Papa es el jefe de la cristiandad (el representante de Cristo) y el Emperador el defensor de la misma, ¿quién dependerá de quién? El Papa, manteniendo el rito de la consagración, se declara legitimador del poder imperial. ¿Y por qué no descalificador? Pero el Emperador tiene la espada; ¿cómo persuadirle de que no debe intervenir en la elección papal asegurándose así contra las veleidades romanas? Naturalmente sucederá que las ciudades libres -las Comunidades- buscarán en uno o en otro su escudo. Y lo mismo las tiranías señoriales que, en principio, tienen con el Imperio o el Papado relación feudal. Pero además el Papa, aparte de la reivindicación de la potestas suprema, estará muy interesado en garantizarse, con su soberanía temporal en Italia, una independencia y una holgura efectivas.
Hay otras cuestiones complicadas. En principio, si el Papa es el jefe religioso de la cristiandad, parece lógico que los clérigos -obispos, abades, clero regular y secular- le estén sometidos y que la concesión de las dignidades de gobierno dentro de ese estamento sea de jurisdicción pontificia. Sí; pero se trata de un estamento. El elemento eclesiástico forma parte de la estructura social que, allí donde esta se va formalizando, es la estructura feudal. Obispos y abades tienen vínculo de fidelidad -recibida- con los vasallos de sus dominios, puesto que los tienen. Pero por ello mismo han de tener vínculo de fidelidad -prestada- con los grandes señores -Reyes, Príncipes o Emperadores- que los han beneficiado. Conforme señoríos y reinos se van nacionalizando -valga el término, anacrónico aún- no parece lógico que existan dos leyes para los señores laicos, que funcionan con un sistema jerárquico, y para los señores eclesiásticos que, realizando las mismas funciones, pueden eximirse de él. Cierto que el elemento eclesiástico está más internacionalizado. Pero también lo está el nobiliario. Cada reino europeo está lleno de obispos forasteros pero también de señores que han pasado de una fidelidad a otra, cambiando de «naturaleza». Porque no se trata de naciones -como pasará mucho más tarde- sino de sociedades fundadas en el vínculo personal. Los soberanos temporales exigen, pues, el derecho a la colación de dignidades eclesiásticas. El Papa lo contiende, aunque ha de aceptarlo de hecho. De otra parte y por lo que al Imperio se refiere, el tal Imperio dista mucho de repetir el modelo romano en cuanto a su universalidad. Su dominio feudal se limita, en rigor, a la pirámide social germana. Los otros reyes, príncipes, duques o señores «independientes», sólo reconocen su figura en sentido retórico o para utilizar su mediación en eventuales conflictos. El Papa, por otra parte, es el primero en minar la hipotética soberanía imperial. Numerosos señoríos se convierten en reinos independientes infeudándose directamente al Papa. Y el Papa mismo llamará a Italia a los príncipes y señores extranjeros, ajenos a la obediencia imperial, cuando necesite auxiliarse contra el Emperador o contra cualquier otro «opresor» probable. No tardarán en llegar a Roma los húngaros cristianizados para terciar en el pleito entre el Imperio y el Papado. Y ya están llegando los normandos a tomarles a los sarracenos el regimiento de Sicilia y de la costa amalfitana. Más tarde (el Dante como testigo y contestatario) la puerta se les abrirá a los franceses de Anjou. Y habrá comenzado el proceso de ocupaciones fragmentarias que hará imposible la unidad de Italia cuando las monarquías de la Edad Moderna empiecen a modelar las naciones que aún conocemos y habitamos.
En términos generales, parece que, al aproximarse el siglo XIII, se puede hablar ya de Europa. Su estructura social es feudal. El sistema se ha impuesto incluso en espacios que, como los reinos de Castilla y Portugal, no lo habían establecido formalmente. Por encima de esta estructura, forcejean por imponerse, de modo estable, las monarquías que luego se llamarán nacionales. Por abajo, la transformación es más profunda. La burguesía, la clase de comerciantes e industriales que viven en las urbes, ha crecido a impulsos de la ampliación de las vías de comunicación, la mayor fluidez de las mercancías, el desarrollo de la economía dineraria, el aumento de la productividad agropecuaria y la expansión de la demanda en artículos comunes y suntuarios. El arte gótico -experimentado por primera vez en Saint-Denis, junto a París- se hace fastuoso partiendo de los primeros modelos sobrios de la reforma cisterciense. La escultura se hace realista, a veces mística, con frecuencia jovial. La caballería pesada asegura el monopolio de la violencia en manos de los grandes, pero la vida de esos grandes es cara y enriquece a los pequeños: a los burgueses. Los ideales de la burguesía se cifran en una vida más libre donde el fuero privado se haga cosa sagrada.
En otro orden de cosas las crisis por fraccionamiento en que ha caído el mundo árabe -dominado ya por los toscos mercenarios turcos llamados en auxilio de sus facciones- hace pasar el espíritu de estudio y creación a los pueblos renovados de Europa. Los puentes serán Italia por el Sur y los Países Bajos -término de Hansa- por el Norte. Los prejuicios religiosos aflojan su defensa frente a la sugestión de la cultura antigua, enriquecida por las culturas orientales y por no escasas aportaciones del Islam. El hambre de saber se despierta, como despierta el entusiasmo por la belleza. Los árabes importan a Europa matemáticas, jardinería, poesía y medicina, mística y filosofía. Pitágoras, Platón, Cicerón pero, sobre todo, Aristóteles, pasan del griego o del árabe al latín en Toledo y también en París y en Oxford y en Bolonia, aunque no deja de acusarse alguna resistencia. Entre la antigua oscuridad y las nuevas luces han transcurrido las Cruzadas, cuyo arranque data de 1095, cuando su gran «líder» religioso fue San Bernardo de Clairvaux y, cuyo último episodio, ya epigonal, se fecha en 1270. Episodios turbios desde el punto de vista de la ética cristiana, las Cruzadas fueron un movimiento histórico de gran importancia. Las Cruzadas europeas fracasaron en su objetivo específico -liberación de la Tierra Santa- pero podría decirse que, a cambio de no asegurar a la cristiandad la posesión de esa Tierra, ni evitar el desastre del Imperio bizantino, consiguieron robar para Europa, en aquel cruce de caminos del mundo, el secreto de la protagonización de la historia y de la hegemonía de la cultura.
Pasa el siglo XIII por ser un siglo colmado, armonioso. Una especie de ápice. Lo es, en cierto modo, tras el largo pasaje oscuro y germinante que llamamos Edad Media europea. Lo es en cuanto posee una concepción del mundo. Pero no puede negarse que la ilusión racional de la unidad hace, con frecuencia, positivar situaciones que pecan de rígidas. La enorme virulencia de los dos siglos posteriores, cuando explotan los gérmenes más vivos y proféticos de este siglo de creencias seguras y orden convenido, demuestra que el «orden» del siglo XIII no era fácilmente sostenible. Es un siglo que, al mismo tiempo que consagra el régimen señorial, construye los supuestos de poder de la clase sometida y de las monarquías absorbentes. Que, al mismo tiempo que cierra un orden gremial riguroso para la producción económica, consagra o descubre algunos de los más eficaces instrumentos del capitalismo: el dinero, la banca, la carta de pago, la letra de cambio. Que, mientras inventa una racionalización de la creencia para unificar intelectualmente la dogmática cristiana, entrega a los idiomas particulares el acervo de su cultura. Todo tiempo es de tránsito; toda situación es provisional; toda la historia es proceso. Pensar que el siglo XIII -como se ha hecho a veces- es una especie de estación de reposo de la historia es, por ello, una ilusión. Luego, al seguir las vidas sucesivas de Dante y de Petrarca, veremos cuánto mar de fondo había en aquella calma chicha soñada por los Belloc de turno.
Nos interesa ahora conocer, al menos en sus grandes rasgos, la situación de Italia en este siglo tan cargado y complejo.
El dominio del Imperio germánico sobre Italia había tenido, en definitiva, un efecto dispersivo, como lo tuvo sobre la propia Alemania aunque más gravemente. En el siglo XIII, ese Imperio tocaba a su fin. Su último refundidor, Federico de Suabia, había conseguido la posesión del reino de Sicilia, Calabria y Apulia y el ducado de Benevento, que habían sido -como quedó dicho- dominio normando (después de serlo bizantino y sarraceno) por instigación del Papado. Los Estados pontificios (originariamente breves) quedaban así envueltos por el Norte, el Este y el Sur. Al Norte los feudos del Imperio -empezando por la propia Lombardía y por Verona, con Venecia soberana en el Adriático y, más cerca, las repúblicas ligures y la Toscana, legada tiempo atrás al Papa por la duquesa Matilde de Toscana, con inclusión de la Umbría. Un espacio, eso sí, disgregado en ciudades ligadas a Roma por vínculos más bien nominales. Que es lo que pasaba al Este con Spoleto, la Pentápolis o la Romaña. Al Sur queda lo que acabaría por ser el reino de Nápoles, de momento imperial como ya quedó dicho. El espacio territorial excluido del Patrimonium Petri y vinculado al poder imperial o disputado por él era grande. El resultado fue la lucha sorda entre los dos poderes, jalonada de excomuniones y cismas. Y la lucha sería aprovechada para acrecentar su independencia efectiva por muchos de aquellos espacios e incluso daría nacimiento a otras soberanías güelfas -partido pontificio- o gibelinas -partido imperial. Hasta Roma había conocido la veleidad republicana en tiempos de Arnaldo de Brescia. En cuanto a las tiranías, su modelo fue, en general, el acuñado en Sicilia por Federico II, que sometió a nobles y quemó herejes a fuego lento en tanto que promovía el esplendor del arte y el primer movimiento de la lírica italiana. Hacia 1260, sin embargo, ya la suerte del bastardo de Federico, Manfredo, está echada. Dos años después, el Papa llama a Sicilia a los francos provenzales al mando de Carlos de Anjou, que pronto ocuparán también Nápoles y el mediodía de Italia, si bien los franceses serán expulsados de la isla en 1282 dando entrada a los aragoneses en la historia de Italia. Ya acabamos de sugerir que la división entre pueblos güelfos y gibelinos no es rigurosamente lo que parece -fidelidad al Papa o al Emperador- sino que se matiza en cada lugar constituyendo un doble movimiento de autoafirmación de los microestados peninsulares. Por lo general, los movimientos güelfos corresponden al ideal comunitario de las ciudades libres de predominio burgués, donde los tiranos no han tomado plaza y los nobles han sido despojados del gobierno, funcionando el aparato defensivo -las milicias- a las órdenes de condotieros asalariados. Los estados gibelinos, en cambio, suelen repetir el modelo tiránico de base más o menos feudal. Florencia -y en general la Toscana- corresponden perfectamente al modelo güelfo republicano hasta que siglo y medio más tarde unos burgueses ennoblecidos -los Medici- establezcan la tiranía. Pero el dominio papal busca también su expansión y crecerá más en el siglo siguiente aprovechando las colisiones entre Aragón, Francia, el Imperio y las orgullosas potencias navales de Génova y Venecia. Divide y vencerás. Un español muy ejecutivo -el cardenal Gil de Albornoz- será el agente de la expansión del poder papal por las Marcas y la Romaña. Por otra parte, Italia no sólo sigue siendo rica sino que su riqueza empieza a tener esplendor. A pesar de la piratería turca, los puertos mercantiles conducen hacia la Europa sedienta de consumo suntuario toda la riqueza de Oriente: metales, especias, sedas, joyas, armas, que dejan un surco de prosperidad en los caminos italianos. La banca se desarrolla enormemente. Los gremios, sólidamente organizados, disciernen, en las ciudades libres, la calidad de los ciudadanos.
El mundo intelectual del siglo XIII incluía, pero sin agotarse en ella, la doble orientación que había ido manifestándose en la cristiandad desde la época de Tertuliano y Justino (y algo más tarde Orígenes y Boecio), representada la primera por una orientación celante y antipagana, ya vertida a la mística ya a la seca exclusividad de las Sagradas Escrituras, y la segunda por una instancia de racionalismo que reivindicaba a los antiguos, valorando el concepto del logos y tratando de presentar a los pensadores griegos y a los poetas latinos como una especie de mensajeros precristianos -y hasta protocristianos- de la Verdad. Entender a estos será, para esta segunda tendencia, hacer entender el cristianismo subiendo por la razón natural a las evidencias de la Revelación. Para los primeros, comerciar con los antiguos, en cambio, será obligar a los cristianos a vivir «según la carne» oscureciéndoles el mensaje divino que sólo puede comprenderse en Cristo y a través de su Iglesia. En esta época, y sobre todo a través de la Patrística griega, el platonismo domina como domina también en la obra de San Agustín. El primer platonismo cristiano pudo favorecer más bien las orientaciones místicas que las racionales, pero hacia el siglo IX comienzan a funcionar con algún esplendor los Estudios, germen de las universidades. El Toledo del obispo Raimundo, el Monte Cassino de San Benito., el París del irlandés Juan Escoto o de Guillermo de Champeaux, el Tours de Berengario, el Canterbury de San Anselmo, etc., demuestran ya un gran interés por la dialéctica sin descuidar completamente otras ciencias más positivas. Platón-Agustín y Aristóteles-Escoto contienden en la primera filosofía escolástica. Pero el nominalismo de Roscelino de Compiegne, como luego el del gran Pedro Abelardo -que otorga a la razón fueros más amplios que San Anselmo- serán condenados. Aún en el 1210, el Comentario de la filosofía natural de Aristóteles será censurado en París. Pero se van multiplicando, tanto los centros como las materias de enseñanza. En las universidades se enseñan el trívium y el quadrivium: gramática, dialéctica y retórica; aritmética, música, geometría y astronomía. (Dante añadirá la metafísica, la ética y la teología para completar el número diez con el que constituirá su curioso sistema simbólico). Se estudia también la historia (griegos y, sobre todo, romanos) y el Derecho, cuyo centro más importante se situará en Bolonia. Gracias a Alberto Magno y a Tomás de Aquino el triunfo de Aristóteles como filósofo protocristiano será consagrado, aunque también se incluyen en la nueva síntesis cristiana -junto a las indudables novedades de sus hacedores- elementos platónicos y pitagóricos, ya presentes en San Agustín, y hasta principios de Demócrito. Y, sobre todo, rasgos de averroísmo, pues Averroes es el conciliador del aristotelismo con el Islam y en la práctica -con Avicena y, en algún sentido, el judío Maimónides- su introductor en Occidente. Se asimila también la cosmología de Tolomeo. En otra dirección más mística, dilatan el prerracionalismo del siglo XIII los ingleses Duns Escoto (el Sutil), Roger Bacon y Occam. Las dos escuelas complementarias serán emplazadas en el seno de las dos grandes órdenes nuevas de monjes mendicantes: Los predicadores Dominicos, fundados por el antiguo canónigo de Osma durante la cruzada contra los albigenses (que trajeron a Occidente una vieja herejía maniquea conocida entre los grupos cristianos del Norte de Persia), y los Franciscanos, surgidos del genio moral más delicado que ha producido la cristiandad después de San Pablo y que, en cierto modo, refunde de manera ortodoxa la doctrina valdense del culto a la pobreza y la primitiva recusación de la iglesia mundanizada, en una orientación mística y profética. Ya hemos advertido, y luego lo veremos, cómo en Dante las dos direcciones -la racionalista y la profética- querrán hacerse compatibles.
No hay ni que decir que el concepto de racionalismo aplicado a la Escolástica del siglo XIII no puede ser riguroso. La razón se apoya aquí en los apriorismos de la fe y los sigue. Quizá Pedro Abelardo quiso ir un poco más lejos. Pero la suspensión fáctica de cualquier certidumbre previa a la directa investigación racional queda lejos. El misterio ha de insertarse en el sistema y en hacerlo posible estarán algunas de las mayores originalidades de la filosofía de la época. El argumento de autoridad suena constantemente en el razonamiento aquiniano y aún más en el Dante, ya se trate del Libro de los libros, de la tradición de la Iglesia o de la autoridad misma de los filósofos antiguos y sobre todo del «filósofo» por antonomasia.
Pero hay algo más en la situación cultural del siglo XIII, que debe interesarnos sobremanera. Vamos a hablar de dos artistas de la palabra. La palabra hablada venía buscando, al menos desde los albores del siglo IX, el modo de encontrarse con la palabra escrita. El latín seguía siendo (donde no el griego, el árabe, el sánscrito o el chino) la lengua de las letras. Pero esto dejaba fuera del orden de las letras al pueblo en el más amplio sentido de la palabra, pues los mismos señores no serían letrados hasta varios siglos después. El mismo Carlomagno sólo aprendió a leer en la madurez y Guillermo de Aquitania no tomaría el laúd y la pluma hasta el año 1100. Los clérigos ordinarios mascullaban sus latinajos sin entender del todo lo que recitaban. Hasta que nace la literatura vulgar. Hoy esta literatura se fecha, en sus primeros brotes, en tierra andaluza, donde las jarchas de los mozárabes se incrustan en los poemas árabes y se suponen escritas quizá cien años antes que las primeras canciones trovadorescas. Pero será en tierra de francos (lengua d'oil, lengua d'oc) donde brotarán las dos fuentes copiosas que van a interesarnos más aquí. No importa mucho para nuestros fines entrar en las disputas sobre la precedencia cronológica de la épica y la lírica, el verso y la prosa en las literaturas europeas, o entre las extrañas al romance y las propiamente neolatinas. Parece probable que los textos más viejos en lengua vulgar sean sajones y que las leyendas germánicas y escandinavas hayan circulado antes que las francesas, hispánicas o itálicas. La lengua d'oil sirve, por lo general -dentro del grupo románico- a las historias periféricas. Se trata de obras hagiográficas (vidas de santos), novelescas (transformación de leyendas arcaicas) o caballerescas y provistas de un contenido histórico, veraz o mitificado, pero de origen más próximo. Parece que el máximo de fidelidad a los hechos próximos se da en el castellano Poema del Cid (1099), en tanto que su casi coetánea Chanson de Roland (1090) es mucho más novelesca. El ciclo novelesco y cortesano es más tardío (sobre todo el riquísimo ciclo bretón) y la hagiografía no tiene verdaderos esplendores hasta el siglo XIII, en tanto que la poesía alegórica o de misterios es de la misma época y muy limitada.
Las influencias procedentes de la lengua d'oil entran en Italia por la Saboya y la Lombardía, aunque quizá son las imitaciones provenzales de esa literatura las que consigan mayor penetración. De todos modos esa corriente crea una literatura épica, didáctica y alegórica que no es del todo desdeñable como antecedente de la Comedia dantiana, aunque su consecuencia más estimable deba buscarse, de momento, en el ingenioso y fuerte Jacopone da Todi; cuyos cantos a la Virgen María, aunque más encendidos y también más toscos, se parecen, de algún modo, a las historias piadosas del castellano Gonzalo de Berceo. En todo caso, el nacimiento de la poesía lírica en italiano vulgar se registra en Sicilia, bajo directísima influencia provenzal y en torno a Federico II, trovador él mismo, entre sus curiales Cielo d'Álcamo, Pier della Vigna, Ruggerone de Palermo, Guido delle Colonne, Jacopo da Lentini y media docena más, entre los cuales figuran el mismo rey y su bastardo Manfredo.
La dependencia de Provenza será en Sicilia -y luego en Toscana rigurosa. Afecta a la temática, a las invenciones métricas y a la selección del lenguaje, aunque el primitivismo de los sicilianos de 1250 no admite comparación con el refinamiento del catalano-provenzal Arnaut Daniel que escribía hacia 1190. Y ello a pesar de que los sicilianos tenían a la espalda -vivida por ellos mismos- la cultura literaria de la que se nutrieron los provenzales, ya que durante el dominio normando habían convivido en la isla poetas de lengua griega, de la lengua germánica y de la lengua árabe que, sin duda, conocerían e imitarían bien a los grandes maestros de la poesía arábigo-andaluza cuya influencia sobre la provenzal -alimentada especialmente por las Cruzadas- no parece ponerse en duda.
En Provenza, pues, está el gran centro de arranque de la poesía en romance y, en general, de la poesía lírica europea, detrás de la cual queda la árabe reforzada por el redescubrimiento de la poesía latina -Virgilio, Horacio, Ovidio y Apuleyo- cuya lectura se prodigó en las escuelas durante todo el siglo XIII.
Pound ha fechado el nacimiento de la literatura romance -ignorando las jarchas- en un «alba» del siglo x que lleva el texto en latín y el estribillo en lengua occitana y cuya tonalidad árabe parece bastante clara (aunque también podría recordar a los hay-kay chinos) y a la que Pound asigna una estructura gótica relacionándola además con el greco-africano Apuleyo:
L'alba part humet mar
altra sol, poy pasa
bigil, mira clar tenebras.
Todos los estudiosos de la poesía provenzal hacen notar la enorme preocupación de los trovadores por el aspecto musical del poema: asistido por lo que Dante llamará el número (ritmo) y la rima. Y los acentos. Tanto en el Convivio como en De vulgari eloquentia Dante habla por extenso de los problemas que se planteaban a las hablas vulgares para encontrar sus propias leyes musicales que, por razones de estructura, no podían ser las cuantitativas de la poesía greco-latina ni las de la poesía árabe que, por otra parte, quizá no pudiera ser directamente gustada por los rimadores europeos. Hubo, pues, una larga brega experimental con las lenguas nuevas (introduciendo el acento y la rima en lugar de la sola cadencia silábica) para someterlas al imperio de la música, ya que la poesía provenzal culta, como su precedente la popular o espontánea, era siempre poesía lírica en el más riguroso sentido de la palabra: poesía cantada. (De ahí que el poeta fuera también compositor y que naciese el oficio de los juglares tañedores de instrumentos y cantores que fueron la «imprenta» oral -valga la paradoja- de la poesía nueva, como los rapsodas lo habían sido de la vieja). Pero, además, había que hacer aptas a las lenguas vulgares para las elevaciones conceptuales, afectivas e imaginativas que el afinamiento escolástico y los gustos de la sociedad feudal y gótica iban reclamando.
La poesía de los trovadores, sensual y desenfadada aún en tiempos de Guillermo de Poitiers o de Aquitania, va sutilizándose en los temas y las expresiones tanto como en las formas, hasta convertirse -en épocas ya tardías- en un amaneramiento. El asunto predilecto de la poesía cortesana y culta de los trovadores es el amor sublimado o idealizado, «el amor cortés» (un anticipo del «feminismo» objetivador que Francia e Italia perfeccionaron en el Renacimiento y que aún se conoció por toda Europa en el XVIII) tanto más extremoso cuanto más lejano, inaccesible o secreto. Con gran lucidez establece Martín de Riquer que sin el concepto de fidelidad señor-vasallo, vigente en el feudalismo, la entronización trovadoresca de la mujer no podría explicarse. En el amor cortés la dama es señor y el amante vasallo, relación convencional que pasará de la poesía a otros ritos del orden caballeresco. La espiritualización creciente de aquella forma de amor y culto es, por otra parte, necesidad del disimulo o el secreto en que la relación se envuelve, puesto que la amada es casi siempre casada (el Dante mismo no faltará a esta ley). Y así va produciéndose la estilización hasta llegar al estereotipo. Y aún queda la ambigua analogía entre la difusión de la devoción mariana y las formas idealizadas y crípticas del amor profano, que acabará por sugerir al Dante el decisivo giro de la deshumanización de la amada que, como veremos, pasa de ser -sin dejar de serlo- criatura carnal, a ser ente mediador cuasi-angélico y luego, decididamente, alegoría de la filosofía, de la teología y de la gracia. El «intelecto de amor» será el acabóse -y el nuevo planteamiento- del proceso de elevación de la poesía trovadoresca. Desde el punto de vista formal, esta culmina, según el propio Dante, en el extraordinario Arnaut Daniel.
Refinamiento progresivo de la forma. Depuración progresiva -enaltecimiento- del tema amoroso. Son los elementos provenzales que van a extenderse por todo el mundo cristiano -incluso por sus latitudes germánica y española- pero sobre todo por el mundo italiano, después de hacer, como ya vimos, sus primeras pruebas en Sicilia. Será la escuela de Toscana –donde la lengua ha adquirido ya un desarrollo mayor- la destinada a utilizarlos a fondo, a engrandecerlos y transformarlos. El «dolce stil novo», de Guittone d'Arezzo primero y de Guido Cavalcanti después, será el antecedente más inmediato e influyente en el Alighieri, el cual empieza por ser uno más, aunque el mayor, de la nueva escuela. Pero aun en el terreno puramente artístico de la lengua, la forma, la imaginación y el sentimiento, hay que anotar el precedente de la poesía franciscana. Alguna vez se ha dicho que el Himno al sol o Himno a las criaturas de San Francisco es el comienzo mismo de la poesía moderna europea. En algún sentido lo es: en el del descubrimiento de la naturaleza como tema; una naturaleza que en el santo de Asís reverbera a su creador.
Ya dejamos anotado como, en otro aspecto, en el filosófico, la influencia franciscana -especialmente en la vertiente profética de su pensamiento convive en el Dante con la influencia cuasi-racionalista del aristotelismo recibido a través del tomismo e incluso del platonismo no del todo derrotado y dispuesto a reverdecer. Y no olvidemos que el transmisor árabe está en todo ese proceso acumulativo, que, en muy buena medida, puede llamarse ya renacentista sin dejar de ser aún medieval. Las especiales condiciones de una sociedad burguesa ya muy laicificada y que de algún modo quiere recordar a la polis democrática de los antiguos, explican la pujanza de novedad que aureola la hazaña del espíritu dantesco aunque, como veremos y hemos anunciado, esté solicitada por más de una contradicción. Es la contradicción de su época.
Avancemos un poco. No adelantaremos ahora la vida del Dante ni la de Petrarca, pero sí hemos de consignar algunos acontecimientos que, localizados a lo largo de esas vidas, muestran muy claramente el giro que iba a tomar la época en su paso al que Huizinga ha llamado «otoño de la Edad Media» y la especial complejidad, la intensa peculiaridad con que iba a caracterizarse en el proceso italiano de donde saldría el sol renacentista.
Sumariamente hemos indicado la relación de fuerzas -poderes e intereses- y la diversidad de modelos en que va organizándose la Italia medieval. Insistiremos en algunas de las modificaciones que se producen a partir del año 1300 que es cuando Dante llega a la madurez y cuando va a nacer Petrarca. Ya sabemos que la batalla de Benevento, ganada por Carlos de Anjou (llamado a Italia por el Papa), liquidó con la muerte de Manfredo, el vástago de Federico II, el dominio imperial sobre la Italia del mediodía. Los Anjou dominarán inicialmente Nápoles y Sicilia, aunque muy pronto (1282) las «vísperas sicilianas» entregan el reino insular a Pedro III de Aragón y debilitan el poder angevino. De hecho, cuando en 1294 asciende al solio pontificio Bonifacio VIII, hay en Italia un peligroso vacío de poder que el nuevo papa trata de reconquistar solicitando la ayuda de Carlos de Valois, hermano de Felipe el Hermoso de Francia. La intervención del de Valois (1301) devolvió a Bonifacio VIII el dominio sobre la Toscana, pero fracasó frente a los aragoneses de Sicilia. Poco después tuvo lugar la ruptura entre el papa y el monarca francés (1303), que culminó en el triste episodio de Anagni, cuando Bonifacio VIII fue hecho prisionero por las tropas de Felipe el Hermoso. Aquella humillación precipitó la muerte del pontífice y fue el preludio del sometimiento del Papado a la corona francesa. Ni siquiera la posterior intervención del emperador Enrique VII (1311) logró torcer el curso de los acontecimientos. Italia quedará disgregada, dispuesta a ser futuro campo de batalla entre franceses y españoles. Entretanto, hacia la mitad del siglo XIV, una reacción papal, con el cardenal Gil de Albornoz como «hombre fuerte», se orientará a la conquista o aseguramiento de la Italia central, con las Marcas y la Romaña; y el régimen de repúblicas aristocráticas como Venecia, de democracias de mercaderes como Florencia, Génova, Siena o Pisa, convivirá con pequeñas tiranías como Mantua, Ferrara, Verona o Milán, o monarquías como Saboya, algunas de ellas feudatarias del Imperio.
Es el fin de los sueños. Si el sueño del papa Bonifacio VIII o el del emperador Enrique VII (para quien el Dante escribió su Monarchia) fracasan, lo mismo sucederá -en la madurez de Petrarca- con la tentativa de Cola di Rienzo por establecer la antigua República romana. Entretanto el Papado mismo sufrirá en Avignon el largo y dorado «cautiverio de Babilonia» bajo la influencia francesa. Cuando los papas regresan a Roma y el gran cisma concluye, ya estará echada la suerte y la túnica de Italia repartida. Para Dante, Italia no era aún más que el solar nutricio de la antigua Roma, cuya monarquía universal considera dispuesta por la Providencia y a cuya restauración aspira para que se cumpla la profecía del Reino del Espíritu Santo en el mundo, tal como lo ha soñado el franciscano Gioacchino da Fiare. Para Petrarca, más advertido sobre el curso que lleva la historia, la unidad de Italia basta. Hacia la suya se orientan, aunque será largo el camino, los grupos europeos que prefiguran ya lo que mucho más tarde serán las naciones, utilizando en buena parte los micromodelos políticos que ha ido experimentado Italia. Pero Italia por la oposición de las fuerzas extrañas y la ambigüedad universalista del Papado (como Alemania por la ambigüedad universalista del Imperio) será la última en alcanzar ese bien -quizá dudoso- hacia el que las monarquías de Inglaterra, de Francia o de Iberia se orientan. No es que este proceso vaya a ser demasiado fácil. Entre Inglaterra y Francia (con Borgoña como elemento incierto) va a abrirse la guerra de los Cien Años. La península Ibérica conocerá dos siglos de guerras entre reinos y facciones nobiliarias. Inglaterra conocerá sangrientas conmociones internas.
Profetas como Huss o Wyclif anunciarán la quiebra no lejana de la unidad religiosa de Occidente.
En el orden cultural la primacía de Aristóteles va a ser sustituida por la de Platón. Ni la primera será absoluta en el ánimo del Dante ni la segunda en el de Petrarca, pero a la altura de la madurez de este es evidente que la construcción intelectual del Dante ha entrado ya en crisis. Ni la era profética del cumplimiento cristiano en el siglo, ni su imagen del orden celeste serán para los contemporáneos de Petrarca, a mitad del siglo XIV, imágenes atendibles. En la visión física del mundo las representaciones de la física de Aristóteles y de la cosmología de Tolomeo resistirán aún algún tiempo, pero el espíritu empieza a ser más crítico y la lectura de los autores antiguos empieza a hacerse de otro modo.
Italia, por otra parte, no se ha entregado al espíritu del gótico -como tampoco al del feudalismo- de la misma manera que la Europa continental. Basta observar -con la excepción de la Lombardía- lo que fue ya el románico italiano. Los modelos romanos estaban en pie. La iglesia bizantina más próxima. Una simple mirada comparativa al Duomo de Pisa y al Saint Laurence de Toulouse lo dice todo. El San Giovanni (Battistero) de Florencia es algo incomparable. O San Miniato. El Giotto, rompiendo con los esquemáticos modelos de Bizancio, salta por encima del goticismo e inicia una manera -aristotélica aún- de imitación de lo natural. El platonismo no interrumpirá esta tendencia. Las ojivas pueden verse en la Umbría y en la Toscana; pero la cúpula de Brunelleschi en Santa María del Fiore o las primeras trazas de Alberti para San Pedro de Roma, así como los primeros relieves del Ghiberti y los primeros volúmenes de Donatello, son ya grecolatinos: renacentistas. Si las repúblicas y las tiranías italianas se parecen más a los estados modernos que las pirámides feudales del continente, no es porque han anticipado un desenlace. Es que han tomado otro camino. Las rimas y sonetos de Petrarca -menos valiosos seguramente que los sonetos, canciones y tercetos del Dante- serán, antes que estos, las referencias formales de los Du Bellay, los Herrera, los Garcilaso, los Camoes y los Shakespeare. El goticismo genial de Villon o de Jorge Manrique quedarán rezagados o como entre paréntesis para no reaparecer sino -como el Dante mismo- con el romanticismo. Cualquier historiador del Renacimiento citará a Dante en la primera página. Pero Dante no estaba en ello. Petrarca lo anunciaba. Es un salto enorme. El primero es un poeta de la antigüedad soñada y del medioevo consumado, aunque también de una futura Edad universal presentida sin espíritu histórico. Petrarca es la nacionalidad presentida. Pero, sobre todo, no es ya un poeta de la comunidad cristiano-imperial, sino de la individualidad italiana y moderna. Colorista y turbulenta, la época que une y separa al Dante y a Petrarca es una bisagra de la historia. Uno es teocéntrico, orgánico, social, religado, profético. El otro empieza a ser antropocéntrico, individual, humanista, calculador. Empieza a serlo. Copérnico, Galileo, Lutero y Loyola, Luis XI y Fernando II de Aragón, Maquiavelo y Leonardo da Vinci no han nacido aún. Dante ni los supone. Petrarca -con menos genio- los espera, en aquella Italia que lo había anticipado todo menos su propia construcción.
ESTUDIO PRELIMINAR
VIDA Y OBRA DE DANTE ALIGHIERI
por
Dionisio Ridruejo
Particularizaremos ahora, aun a costa de repetirnos más de una vez. La Florencia que hoy puede pasear el viajero no deja de recordar, pese a su enorme transformación, aquella en la cual transcurrió la primera mitad de la vida de Dante Alighieri. No sólo quedan en pie, intactos o enriquecidos, San Miniato o Santa Croce, Santa Maria Novella o San Giovanni (el Battistero) sino que el carácter de alguna de sus casas y palacios, contemporáneos suyos algunos, posteriores los más, dan aún una idea bastante clara del carácter agitado y contencioso, pero también vital y creador, de aquella asombrosa república de tantas ambiciones, virtudes y riquezas como accidentada y mudable trayectoria histórica. Aún muchos de los palacios de la Época Media o labrados en el Renacimiento conservan el carácter de fortalezas que se acentúa con la talla en diamante (o en picos) de sus grandes bloques de sillería, o en las torres que pujan sobre almenas, mientras, por otra parte, son preciosos los mármoles de los templos y las esculturas que se reúnen en la Piazza de la Signoria, a recordar el tiempo pasado, en la loggia lateral y ante el gran Palazzo Vecchio que tiene al flanco los bonitos cuerpos de los Uffizi, mientras la calle, al otro lado, deja al Neptuno y va hacia el conjunto blanco, rosa y verde de Santa María del Fiore con su campanile del Giotto y su cúpula de Brunelleschi que ya estaban sobre el papel y quizá en obra cuando el Dante abandonó para siempre la ciudad.
La fundación de Florencia se remonta seguramente al siglo III y fue obra romana. Pero su solar es etrusco y aún queda sangre de esa vena entre su población. Los etruscos, cuyo origen no parece del todo aclarado, la poseen ya, con alto grado de cultura, desde la Edad de Bronce. Pero la Etruria primitiva -Tuscia romana y Toscana medieval-, no tenía una estructura política unitaria y así fue fácilmente asimilada por los rudos vecinos que asumirían su cultura como asumieron la del Lacio y la de la Magna Grecia. La fidelidad de Etruria o Tuscia a Roma -su romanización- se hará patente en las Guerras Púnicas, cuando Aníbal pasó hostigado entre sus colinas y tierras más o menos pantanosas.
Después de haber sido romana y fugazmente ostrogoda y bizantina, la Tuscia será dominio longobardo y algo más tarde dominio franco e imperial. Pero la estructura feudal de la sociedad dominadora favorecerá -como en otros bordes europeos del Sacro Imperio- la adquisición de una dispersa autonomía que irá transformándose paulatinamente de feudal o señorial en municipal o comunal, con una fuerte influencia de las oligarquías locales que, con sus rivalidades, van estimulando la madurez de los pueblos. Durante largo tiempo la capital del condado (en algún momento marquesado) de Tuscia, se fija en Lucca, la ciudad que se mantendrá más largamente fuera del dominio florentino y que habrá sido, en las largas luchas medievales, la plaza fuerte del bando gibelino, señorial y proclive al Imperio, como lo serán también Fiesole, Prato, Pistoia, Arezzo, Siena, Pisa y Livorno, por no citar más que las ciudades florecientes que quedan entre el Apenino y el mar y entre el alto Tíber y el Arno.
El desarrollo comunal, la riqueza y la población creciente de Florencia comienzan bajo signo güelfo, en el tiempo de la condesa Matilde, que toma partido por el Pontificado -legándole luego su dominio- durante la contienda entre Enrique IV y el papa Hildebrando (Gregorio VII), al final de la cual las fuerzas de la Tuscia quedan divididas, quedando Lucca, Pistoia y Pisa, con estatutos de amplia autonomía, por el bando gibelino y convirtiéndose Florencia -que pronto se apoderará de Fiesole e impondrá su hegemonía a San Gimignano, a Prato y a otras ciudades- en el centro del movimiento güelfo, dominado aún por algunas poderosas familias pero incubando un fuerte movimiento comunal. Durante el siglo XI el carácter insalubre y palúdico de buena parte de la región destruye en ella las estructuras feudales y da ocasión a un vasto proceso de transformación y saneamiento que correrá a cargo de los labradores libres a los que se da acceso a la propiedad de la tierra en forma de enfiteusis, mientras en la ciudad se multiplican las actividades mercantiles e industriales dando origen a la constitución de los gremios o «artes» mayores y menores, protagonistas de las luchas civiles futuras.
Los movimientos del desarrollo florentino van a ser pendulares. A la muerte de Matilde -época en que Florencia capitanea la liga güelfa en una gran parte de la Tuscia- la lucha será entre los nobles servidos por guerreros germánicos, y a cuya cabeza se sitúa la familia de los Uberti, y las corporaciones gremiales que son la fuerza básica de la república comunal. Se conoce el régimen de Consulado en el que dominan los nobles y el de Consejos en que predomina el pueblo. Los cambios internos obedecen casi siempre a la mayor o menor influencia de los vicarios imperiales e incluso a las entradas o salidas del emperador germano en Italia. Así Federico Barbarroja morará en la ciudad mientras esta conseguirá arrastrar a toda la Toscana en una liga contra Enrique VI.
El punto crítico de la historia florentina parece producirse con la intervención de Federico II -el rey poeta de Sicilia- que impone al partido nobiliario y gibelino y expulsa al güelfo hasta que en 1250 este derrota a aquel en Fligine y recobra la ciudad. Comenzará así el llamado «primer pueblo» con un parlamento, un podesta asistido de un Consejo y un «capitán del pueblo» o gonfaloniere