La espada de Kuromori - Jason Rohan - E-Book

La espada de Kuromori E-Book

Jason Rohan

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Beschreibung

"Novela de magia y mitología cuyo acelerado ritmo le hace sentir al lector que está leyendo un cómic en lugar de una novela. Los adolescentes realmente la disfrutarán..." se7en.org.za Un chico llamado Kenny Blackwood llega a Tokio para pasar el verano con su padre. Todo parece indicar que serán unas vacaciones comunes y corrientes. Sin embargo, muy pronto se ve envuelto en una peligrosa e inesperada misión que pondrá a prueba su valor e inteligencia. Este joven héroe descubre que posee poderes especiales y que a su alrededor hay seres mitológicos que inciden en los acontecimientos cotidianos. Kenny deberá encontrar la legendaria Espada de Cielo, la cual le servirá para salvar su vida y evitar una guerra. Con esta arma enfrentará a un conjunto de terroríficas criaturas que no dudarán en matarlo si él les da la oportunidad. Su única ayuda será Kiyomi, una sarcástica y ruda chica.

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Seitenzahl: 365

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Para Christine, el tesoro que encontré en Japón

Los dedos de Kenny se clavaron en los descansabrazos del asiento del avión con tanta fuerza que le comenzaron a doler los nudillos. Aunque su primer vuelo en avión le pareció una aventura emocionante, pasado un tiempo el viajar por aire se volvió una actividad cada vez más pesada.

El jet 747 volvió a sacudirse por la turbulencia y, por un momento, sintió que su estómago flotaba, antes que su peso volviera a caer en el asiento. Era como estar en una montaña rusa muy lenta, pero mucho menos divertida.

Relájate, se dijo Kenny. Volar es más seguro que conducir un auto. No te fijes en que vas dentro de un tubo presurizado de metal que pesa mil toneladas, viaja a una altura de once kilómetros y vuela a mil kilómetros por hora. Todo es perfectamente seguro.

El sobrecargo de la aerolínea, quien de acuerdo con su gafete se llamaba Daniel Mayer, puso una rodilla sobre el piso del pasillo, al lado suyo, y le dio unas palmaditas en el brazo crispado.

—¿Te pone nervioso volar?—le preguntó con una sonrisa profesional.

Kenny movió la cabeza, lo cual no era nada fácil con el cuello rígido.

—Volar no —repuso con los dientes apretados—. Lo que me pone nervioso es que se estrelle el avión. ¿Por qué no hay turbulencia más que cuando sirven la comida? ¿Es algo deliberado para que se derramen las bebidas de los pasajeros?

—No te preocupes —Dan seguía sonriendo—. He volado esta ruta de Seattle a Tokio por lo menos cien veces, y aún estoy aquí. Además, llegaremos pronto.

Los ojos del sobrecargo se posaron sobre el asiento vacío junto a Kenny.

—¿Viajas solo?

Kenny asintió.

—Sí, voy a ver a mi padre, él trabaja allá. Pasaré el verano en Japón.

—No pareces muy feliz al respecto.

Kenny se encogió de hombros.

—Bueno... es algo complicado.

Dan le volvió a dar palmaditas en el brazo y se puso de pie.

—¿Es la primera vez que vas a Japón?

El chico asintió de nuevo.

—Te va a encantar. Es un lugar extraordinario. Es un país supertecnológico y, por otra parte, supertradicional.

—¿Kenny Blackwood? —dijo una voz femenina.

Kenny y el sobrecargo alzaron la vista, y vieron a una azafata japonesa, de pie en el pasillo, con un sobre entre los blancos guantes que cubrían sus manos. Su gafete decía Naoko Iwamoto.

—¿Asiento 57C? ¿Kenny Blackwood? ¿Eres tú? —insistió.

Kenny asintió.

—Me pidieron darte esto antes de aterrizar —dijo Naoko, y le entregó el sobre.

—Y ¿desde cuándo juegas tú al cartero? —murmuró Dan alzando una ceja.

Naoko se limitó a sonreírle y avanzó por el pasillo.

Kenny le dio vueltas al sobre que tenía en las manos; estaba en blanco y con un sello. Sin embargo, sintió los bordes de una hoja de papel doblada y un pequeño objeto cilíndrico, con la forma y el tamaño aproximados de un lápiz labial.

Qué raro, pensó. ¿Quién me habrá mandado una carta al avión? Y más aún: ¿cómo supo dónde encontrarme?

Rasgó el sobre con el cuchillo de plástico de la bandeja de comida, y sacó una sola hoja de papel con un texto mecanografiado, el cual comenzó a leer:

Al más querido de mis nietos, Kenneth.

Sí, ya sé que odias que te digan “Kenneth”, pero pudo ser peor: tuabuela quería ponerte “Aloysius”.

Si todo salebien, estarás leyendo estas líneas en un aeroplano, volando muy alto sobre el Océano Pacífico mientras te aproximas, finalmente, a Japón, donde he hecho arreglos para que pases el verano con tu padre.

Recuerdo cómo mesentí cuando viajé solo a un lugar extraño y desconocido, pero una vez que me adapté a las costumbreslocales, encontré que era un país maravilloso y mágico. Sospecho que quizá tú también te has embarcadoen un viaje similar de auto-descubrimiento.

Si tuviese un consejo que darte, sería éste: cree en ti mismo; confía en tus sentimientos; haz lo que sea correcto, sobre todo cuando resulte más difícil; y siempre que estés cerca de agua dulce, lleva contigo un pepino.

Con todo mi amor, tu abuelo, Lawrence.

Kenny frunció el ceño ante el papel. Su abuelo, que pasaba de los noventa años, era un antiguo profesor de Estudios Orientales y ahora, ya retirado, vivía en Buckinghamshire. También fue un famoso excéntrico, pero esto era disparatado, desde donde se viera.

Después de darle la vuelta al papel, Kenny volvió a buscar dentro del sobre. Dentro había un pequeño cuadrado de papel translúcido, casi del tamaño de un timbre postal grande, y un pequeño silbato de madera.

Tomó el papel y lo puso bajo la luz sobre el asiento. Había algo escrito en él, lo cual leyó:

Haz una copia de la carta. Usa el silbato sólo en emergencias. Ahora cómete esta nota.

Kenny tuvo que sonreír. Su abuelo era muy afecto a los misterios, los rompecabezas y las contraseñas. De hecho, el verano anterior insistió en que Kenny lo acompañara en la complicada búsqueda de un tesoro.

Sin duda, se trataba de otro de sus sofisticados juegos. Kenny alzó los hombros. Con su teléfono tomó una foto de la carta y procedió a mordisquear una de las esquinas del pequeño papel perlado, el cual se disolvió en su lengua como una oblea. Papel de arroz, pensó, antes de meterse el resto a la boca.

Quedaba el silbato. Era un trocito de bambú con una rendija para soplar, un agujero cuadrado encima y otro redondo al final. Debajo había un signo grabado:

Kenny asomó la nariz por encima del respaldo de su asiento para verificar que nadie lo miraba, enseguida sopló con suavidad la boquilla. Pfft. No se produjo ningún sonido. Kenny volvió a intentarlo, esta vez un poco más fuerte. Pffftt. Como las veces anteriores, sólo oía su aliento al pasar por el tubito. Pensando que el silbato tendría algún truco, decidió intentarlo con toda la fuerza de sus pulmones. Pffff...

Se detuvo a medio soplo, porque se escucharon furiosos golpes provenientes del compartimento para equipaje de mano. Kenny se quedó helado, con el silbato en los labios, escuchando. Los golpes cesaron, pero fueron remplazados por rasguños procedentes del mismo lugar. ¡Eso es totalmente extraño!, pensó. Una creciente sensación de erizársele la piel cubrió sus brazos, mientras permanecía sentado ahí, sin saber qué hacer.

Kenny dio un salto cuando sonó el timbre del intercomunicador de la cabina y una sobrecargo dijo:

—Hemos iniciado nuestro descenso, nos acercamos al Aeropuerto Internacional Narita.

En ese momento los pasajeros aprovecharon la indicación para prepararse; algunos hicieron una última visita al baño, mientras otros, entre estiramientos y bostezos, metían bolsas en los casilleros del pasillo y bajo los asientos. Kenny se levantó y se quedó mirando la portezuela del compartimento sobre su asiento. Deseaba abrirla para ver el interior, pero le daba miedo lo que pudiera encontrar. En lugar de eso, dio dos golpecitos sobre la portezuela. De inmediato vino la respuesta: toc-toc. Tomó aliento y se atrevió a abrirla ligeramente y ver hacia dentro.

Dos ojos redondos y húmedos le devolvieron la mirada. La sorpresa fue tal que gritó y cayó hacia atrás, encima de una enorme señora que estaba comiendo una bolsita de cacahuates.

—¡Oye, cuidado con lo que haces! —dijo la mujer, al tiempo que los cacahuates se esparcían por la cabina.

—Lo siento mucho, señora —murmuró Kenny y retrocedió, pero sin acercarse demasiado al compartimento medio abierto.

Dan, el sobrecargo, apareció de nuevo.

—¿Puedo ayudarlos? —inquirió.

Kenny indicó con el dedo el compartimento semiabierto.

—Ahí... ahí dentro... ¡hay una cosa!

—¿Una cosa? ¿Qué clase de cosa? ¿Le pasó algo a tu mochila?

—No, no. Es algo como... un animal —repuso Kenny en un hilo de voz.

—No es momento para bromas, ¿no crees? Sé que el viaje fue largo, pero ya casi llegamos. Pronto saldremos del avión —dijo Dan.

—Estoy diciendo la verdad —dijo Kenny, con voz trémula—. Hay un animal ahí adentro. Es cierto. Lo acabo de ver.

—No se permite traer animales en el avión —dijo la señora de los cacahuates—. Eso cualquiera lo sabe. No he oído mayor tontería en mi vida.

—Bueno, bueno —repuso Dan al tiempo que estiraba el brazo para tomar la manija del compartimento—. Veamos qué cosa hay ahí dentro, armando tanto escándalo.

Kenny se puso tras el sobrecargo y se asomó por un costado. La portezuela se alzó hacia arriba. Ahí, extendido por todo el compartimento, recargado en la mochila de Kenny, estaba un animal peludo y gordo, de tamaño parecido al de un tejón. La cara era similar a la de un zorro, con el hocico largo, estrecho y pelo espeso entre rojizo y marrón. Las piernas eran negras, y ese pelaje oscuro le subía por el pecho hasta formar círculos alrededor de los ojos.

—¿Ves? —le dijo Dan—. Ahí dentro no hay nada más que tu mochila.

Kenny se quedó con la boca abierta.

—¿Estás...? ¿Acaso no puedes ver que...?

La criatura, cualquier cosa que fuese, agitó una de sus garras hacia Kenny y se puso un dedo sobre los labios cerrados. Enseguida bostezó y soltó un pedo. Kenny logró apartar la mirada y, al girar la cabeza, advirtió que todos sus compañeros de viaje lo observaban.

—¿Es que no...? ¿No hay nadie que pueda... ver eso? —preguntó Kenny, quien tuvo que esforzarse para darle forma a sus palabras mientras apuntaba al ser peludo sentado dentro del compartimento.

—No hay nada ahí dentro, chico —dijo la señora de los cacahuates, midiendo cada palabra.

—Pobrecillo, debe estar realmente cansado si tiene alucinaciones —dijo una voz.

—Tal vez está drogado —comentó otra voz—. ¡Los chicos de estos días! ¿Eh?

—¡Vamos! ¿Se trata de una broma? —reaccionó Kenny, alzando la voz y recorriendo con los ojos las caras de los demás pasajeros—. ¿En serio me están diciendo que no pueden ver... esa cosa ahí dentro?

Las caras inexpresivas de los viajeros le respondieron su pregunta, antes de perder interés en el asunto y volver a sus actividades previas al aterrizaje.

—Mira, jovencito, es hora de que vuelvas a tu asiento y te prepares para aterrizar —indicó Dan, con voz suave pero firme—. Ya te divertiste, pero tu broma se está pasando, ¿de acuerdo?

Kenny asintió aturdido y lanzó una mirada final a la criatura peluda acurrucada junto a su mochila, que le lanzó un beso antes de que Dan cerrara la portezuela. Se dejó caer de nuevo sobre el asiento, se abrochó el cinturón de seguridad mientras la cabeza le daba vueltas.

Naoko, la sobrecargo japonesa, volvió a aproximarse por el pasillo. Se inclinó sobre él para recoger los desechos del servicio y le dijo en voz baja:

—La cosa que viste... ¿es grande y peluda, con círculos negros en los ojos, como un mapache?

Kenny asintió.

—Sí, ¿cómo es que...?

Naoko sonrió.

—Yo tampoco lo vi.

Y le guiñó el ojo.

Kenny se arrellanó en el asiento con los brazos cruzados, ignorando las miradas de curiosidad que le dirigían. No esperaba que algo así fuera posible. Ya era bastante malo que, de todos los lugares posibles, su abuelo lo hubiera mandado a Japón, pero lo peor consistía en pasar las doce semanas siguientes con su papá. Y, para colmo, lo acechaba un animal raro.

Cerró los ojos y visualizó su habitación en la Escuela Internacional de Oregon. Chad, su compañero de cuarto, ya estaría en su casa, en Boston. Pronto viajaría con su familia a un safari en Namibia. ¡Qué suerte! Kenny suspiró; eso de tener familia debía de ser bonito.

El resto del viaje transcurrió sin novedad, y cuando Kenny quiso sacar la mochila del compartimento superior, el animal, o lo que fuese, se había esfumado; después de todo, tal vez lo imaginó.

Echó a andar dentro del edificio ultramoderno y espacioso de la terminal hacia el control de inmigración. Se sentía feliz de regresar a tierra firme. Sin embargo, el buen humor le duró muy poco.

Cuando llegó su turno, el funcionario de inmigración le hizo una señal a Kenny, y éste le tendió su pasaporte y su tarjeta de entrada. El uniformado deslizó el pasaporte color vino sobre el escáner biométrico, se detuvo, examinó con atención la pantalla y volvió a deslizar el documento. Hizo una señal a su supervisor, y los dos hombres hablaron un momento. Kenny cambió su peso a la otra pierna y metió las manos en los bolsillos.

El supervisor observó la foto del pasaporte y la comparó con el rostro de Kenny.

—¿Su nombre, por favor? —inquirió el funcionario.

—Kenny, señor. Kenneth Blackwood.

—¿Edad?

—Quince años.

—¿Viaja usted solo?

Kenny asintió, mientras se preguntaba a dónde iría a parar todo eso.

El funcionario dio unos golpecitos sobre la tarjeta de entrada.

—Su pasaporte es británico, pero aquí indica un domicilio en Norteamérica, ¿correcto?

—Sí. Nací en Inglaterra, pero a los ocho años me mudé a los Estados Unidos. Mi mamá era norteamericana, y por eso tengo doble nacionalidad. ¿Hay algún problema?

—Este domicilio no es una casa —indicó el funcionario leyendo la tarjeta.

Kenny suspiró.

—Es un internado. Es donde vivo.

El funcionario alzó una ceja.

—¿Un internado? ¿Cómo el de Harry Po...?

—No, nada que ver con él. A él sí le gusta su escuela.

El funcionario de jerarquía más alta observó a Kenny, como si buscara en su cara el origen del enfado repentino del adolescente.

—¿Con qué propósito visita Japón? —preguntó.

—Mi papá es profesor en la Universidad de Tokio. Vengo a pasar el verano con él.

El funcionario asentía después de cada respuesta de Kenny.

—Me temo que necesitamos hacerle más preguntas —anunció—. Por favor, venga conmigo.

—¿Tardará mucho? —preguntó Kenny, incapaz de contenerse—. Es sólo que mi papá me espera, y...

—Por favor. Venga.

Los funcionarios se llevaron a Kenny entre los pasajeros que contemplaban la escena. Entre ellos la señora de los cacahuates.

—¿Lo ven? Yo sabía que estaba drogado —dijo la mujer con aire de suficiencia.

Kenny siguió a los funcionarios hasta una oficina pequeña.

—Siéntese, por favor —dijo el supervisor, con un ademán hacia dos sillas vacías.

Kenny se sentó. Los dos hombres se retiraron y el chico se puso a tamborilear con los dedos sobre la superficie de la mesa. La puerta se abrió y entró otro hombre. Vestía traje oscuro, llevaba gafas de sol y su pelo color ala de cuervo peinado hacia atrás.

—Señor Blackwood —dijo el recién llegado tendiéndole una mano—. Mi nombre es Sato.

Deslizó una tarjeta de presentación hacia Kenny sobre la mesa, mientras se sentaba frente a él.

—Estoy aquí para ayudarle —añadió—. Puede confiar en mí.

—En la escuela, mi orientador opina que tengo dificultades con el tema de confiar —replicó Kenny mordiéndose un labio—. ¿Qué sucede, señor Sato? Creí que no se necesitaba visa para entrar a Japón. Creí que no se necesitaba visa para entrar a Japón.

—Usted es Ken Blackwood, ¿sí? ¿El hijo de Charles Blackwood y nieto de Lawrence Blackwood?

—Sí, correcto —repuso Kenny, sin poder disimular su sorpresa—. ¿Cómo lo...?

—Su abuelo es un gran hombre. Un héroe para algunos japoneses. ¿Lo sabía?

Kenny parpadeó.

—Uh, a decir verdad, no. En realidad, no.

Sato se apoyó en el respaldo del asiento y juntó las yemas de los dedos.

—No sé cuánto debo contarle de esto, o si es mejor no mencionarlo. Voy a intentar ayudarle y usted me ayudará también, ¿de acuerdo?

Con el rabillo del ojo Kenny advirtió una sombra enorme al otro lado de la puerta de vidrio escarchado.

—Su ojiisan, su abuelo, vino a Japón al finalizar la segunda guerra mundial, ¿sí?

Los ojos de Kenny volvieron a fijarse en Sato.

—Eso es lo que él me contó.

—¿Y le mencionó que vino con la finalidad de ayudar al pueblo de Japón a recuperarse después de la guerra?

—Algo así.

Sato sonrió.

—Lamento decirle que su abuelo es un mentiroso, además de ladrón.

Antes de que Kenny pudiera responder, alguien dio unos golpes leves en la puerta.

—Adelante —dijo Sato.

La puerta se abrió y entró otro funcionario, seguido por una figura enorme, que tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Aunque el gigante llevaba un traje convencional, tenía por lo menos tres metros de alto y un cuerpo musculoso. Eso era ya bastante alarmante, pero lo que le preocupó más a Kenny fue ver que tenía la piel de color rojo ladrillo, colmillos que se asomaban desde la mandíbula inferior y dos cuernos en la cabeza. De un salto, agarró una silla como escudo y se agazapó con la espalda contra la pared.

—¡Taro! Ike! —gritó Sato y apuntó hacia la puerta.

El ogro inclinó la cabeza y se apresuró a salir.

—Por favor, señor Blackwood, siéntese. No hay peligro —dijo Sato, mientras se acercaba a Kenny y lo ayudaba a incorporarse.

—¿Qué... qué es... esa cosa? —preguntó con voz ronca y trémula Kenny.

—Dígame qué vio.

—¿Otra vez? ¡No puede ser! No me diga que no lo vio.

El corazón de Kenny parecía golpear contra su caja torácica.

Sato se tocó las gafas oscuras.

—No puedo decir eso. Yo lo vi. Pero quiero estar seguro de que usted y yo hayamos visto lo mismo.

—¿Qué? ¿El gigante rojo con cuernos? ¡Parece una cruza entre Shrek y Hellboy!

Sato alzó una ceja.

—Así que usted tiene el Don de la Visión. Interesante. Siempre creí que un gaijin no podía ver a los oni.

—¿Oni? ¿Así le llaman?

—Yo lo llamo Taro, pero sí, es un oni.

—¿Y qué es un gay-in?

—Usted. Un extranjero, alguien de fuera —explicó Sato, al tiempo que se sentaba de nuevo—. Señor Blackwood, lo que usted acaba de ver es algo que la mayoría de la gente no percibe nunca. Se ha asomado usted tras el telón y ha visto el mundo que se oculta al otro lado.

Kenny se frotó la cara con las manos.

—No entiendo.

—No es necesario. Su abuelo lo envió a usted a Japón para finalizar su misión. De eso no me cabe la menor duda. Estoy aquí para ayudarlo.

—¿Finalizar una misión? ¿Qué misión? Yo he venido nada más a ver a mi papá. ¿Ya me puedo ir?

—Por favor, vacíe sus bolsillos. ¿Tiene algo de su abuelo? ¿Lo que sea?

—Espere un momento. Usted hizo venir esa cosa oni. ¿Por qué?

—Digamos que fue una prueba. El hecho de que usted pueda ver a Taro me ha dicho todo lo que necesito saber. Ahora, hágame el favor de vaciar sus bolsillos.

—Y, si no lo hago, ¿qué?

—En tal caso, Taro se encargará de hacerlo por usted —lo amenazó Sato mientras inspeccionaba sus uñas manicuradas—. Yo puedo esperar.

Entre maldiciones inaudibles, Kenny procedió a colocar el contenido de sus bolsillos sobre la mesa: algunas llaves en un llavero del Newcastle United, unas monedas, un paquete a medias de goma de mascar, su teléfono, un mazo de cartas sujetas con una liga y el silbato de madera.

—¿Eso es todo? —inquirió Sato mientras volvía a ponerse de pie.

Kenny asintió, pero enseguida se puso tenso al ver que Sato se aproximaba. Había algo respecto a aquel hombre que le hacía apretar los dientes. Aunque no podía determinar de qué se trataba, algo no andaba bien.

—Póngase de pie y levante los brazos —ordenó Sato.

Palpó el cuerpo de Kenny. Al pasar sobre su tórax, se oyó crujir un papel. Sato metió la mano en la chaqueta de Kenny y extrajo el sobre que le dio la azafata en el avión.

—¿Olvidó esto? —comentó mientras sacaba la carta y recorría el texto con la mirada.

—¡Hey! —protestó Kenny—. Eso es privado. Usted no puede leer una carta dirigida a otra persona...

Con su mano libre, Sato dibujó una forma en el aire. La voz de Kenny se apagó de pronto, como si hubieran apretado un interruptor. Desconcertado, Kenny seguía protestando, y aunque movía la boca y el aire pasaba por sus cuerdas vocales, no emitía sonido alguno. Trató de gritar, pero parecía un personaje de película muda.

Sato leyó por tercera vez la carta. Con una expresión de desconcierto se dirigió a Kenny.

—¡Es una carta extraña! No muy informativa. Voy a sacarle una copia. Por su propia seguridad, permanezca en este sitio. No intente salir, pues Taro vigila la puerta.

Sonrió con frialdad, antes de añadir:

—Si lo desea, puede gritar pidiendo ayuda.

Sato tiró el sobre encima de la mesa y salió de la habitación. En el vidrio de la puerta se traslucía la sombra enorme del oni.

La mente de Kenny se puso a funcionar a toda velocidad. Nada de lo que sucedía tenía ningún sentido. Apenas doce horas antes, él era un muchacho que se preparaba para viajar al Lejano Oriente. Y se encontraba atorado en una especie de pesadilla, completada con monstruos que la mayor parte de la gente no podía ver.

Buscó su teléfono y soltó una maldición al ver que no tenía señal. Lo guardó de nuevo en un bolsillo y reunió sus otras pertenencias. Lo último que recogió fue el sobre, y al alzarlo rodó un objeto que estaba debajo: el silbato.

¿Qué decía la carta del abuelo? Usa el silbato sólo en emergencias. Era ridículo, pero si eso no era una emergencia, ¿qué era?

Kenny sopló el silbato con toda la fuerza que pudo. Como antes, no se produjo sonido alguno. Iba a volver a soplar cuando oyó un ruido de algo que se arrastraba encima de su cabeza. Miró hacia arriba y vio que la esquina de una de las losas del techo se alzaba. Se asomó un hocico seguido de dos ojos relucientes.

Sin querer, Kenny dio un paso atrás al ver el animalito gordo y peludo que se le había aparecido en el avión. Era real y lo observaba. Ante los ojos de Kenny, pasó su trasero por el hueco, quedó colgado de los brazos y, de pronto, se dejó caer sobre la mesa con un movimiento torpe. Se alzó sobre las patas y le tendió los brazos al chico, como si le pidiera un abrazo.

Sin saber qué hacer, Kenny lo alzó. Con rapidez, las garras del animalito le desabrocharon cuatro botones de la camisa y se metió bajo su ropa.

—¡Hey!

Las palabras de Kenny se formaron en su boca sin sonido. Iba a sacar de sus ropas a la criatura, pero ésta hizo un movimiento y pareció derretirse mientras se extendía sobre su abdomen y se aplanaba como una crepa. En segundos envolvió a Kenny en una banda peluda y ancha. Al oír pasos que se acercaban, el chico se volvió a abrochar los botones con rapidez justo en el momento en que Taro se hacía a un lado y Sato volvía a entrar.

—¡Cambio de planes! —anunció Sato—. Queda bajo arresto y lo voy a trasladar a Tokio para un interrogatorio adicional.

—¡Pero yo no he hecho nada! —quiso gritar Kenny, moviendo los labios en silencio.

Dos policías entraron en la oficina. Momentos después, Kenny recorría la terminal escoltado por ellos, esposado a uno de los oficiales.

Al salir de la Terminal Uno del Aeropuerto de Narita se detuvieron frente a dos vehículos de la policía y un par de agentes en motocicletas que esperaban. Sato se subió al primer automóvil y los policías hicieron entrar a Kenny al segundo. Las sirenas aullaron y las patrullas se pusieron en movimiento hacia Tokio, cuyas luces se veían a lo lejos.

Kenny echó un vistazo a la terminal, la cual desaparecía atrás. Allí debía de estar su padre, quien lo esperaba sin tener ninguna idea de lo que pasaba. ¡Qué locura! Apenas había aterrizado y ya era el Enemigo Público Número Uno. Tenía que existir alguna explicación para aquello. Tenía que haberla.

El convoy policiaco recorrió el breve tramo de carretera que unía al aeropuerto con la autopista de seis carriles Higashi-Kanto. En la distancia aparecieron las jorobas de unas colinas no muy altas, bajo el cielo color rosa neón del crepúsculo.

Kenny miraba por la ventanilla con la mente en un torbellino. Sabía que el abuelo había trabajado y vivido en Japón, pero de eso hacía más de medio siglo. ¿Cómo podía afectar ahora a su nieto lo sucedido en aquel entonces? ¿A qué se refería Sato al decir que el abuelo enviaba a Kenny para finalizar su trabajo? ¿Qué pasaba con su voz? ¿Cómo era que Sato tenía el poder de quitarle el habla a una persona?

Kenny recibió un recordatorio del animal escondido bajo la camisa, el cual se movió clavándole las garras en las costillas. El chico hizo una mueca de dolor.

El conductor murmuró una advertencia en voz baja, y el policía esposado a Kenny giró en su asiento para examinar la ventanilla posterior. Al sentir que algo no andaba bien, Kenny también volteó.

—Honto, da! —dijo el policía, apuntando con un dedo.

Kenny observaba la ventanilla, pero no se veía nada inusual, hasta que un objeto negro apareció tras un camión de carga y fue a toda velocidad hacia el vehículo policiaco. Era una motocicleta negra, brillante y aerodinámica, desplazándose con tal rapidez que antes de que Kenny se diera cuenta ya los había pasado por el carril interior. Con el rostro pegado a la ventanilla, Kenny vio cómo la motocicleta rebasaba el automóvil de Sato y se lanzaba hacia los dos policías en moto que iban al frente.

El conductor accionó el radio de la patrulla y se puso a hablar rápidamente por el micrófono. Con la nariz crispada, el agente que iba al lado de Kenny se inclinó hacia adelante, haciendo presión sobre el asiento frontal, ansioso por verlo todo.

El motociclista iba vestido de cuero negro, usaba casco y visor de espejo. Frenó momentáneamente al pasar las motos de los policías, y luego aceleró de nuevo para ponerse frente a ellos. Metió la mano en una canastilla lateral, de donde sacó un puñado de objetos pequeños que dispersó sobre el pavimento tras de sí.

Hubo un estallido, luego otro. Kenny advirtió que el ruido provenía de los neumáticos de una de las motos policiacas al reventarse. El aparato dio una voltereta sobre su nariz y una vuelta de campana por el aire. La otra dio un giro brusco para evitar chocar con ella. El automóvil de Sato, que iba junto a las motos, se vio obligado a frenar de súbito y derrapó, al tiempo que la motocicleta averiada giraba en su dirección en medio de una cascada de chispas.

El conductor del automóvil de Kenny soltó un grito mientras hacía girar el volante, pues en un instante el vehículo de Sato se vio mucho más grande, justo frente a ellos. El frente de la patrulla viró a la izquierda, pero alcanzó a rozar la parte de atrás de la otra que iba delante. Ese ligero impacto estrelló las luces de los frenos, pero además puso al vehículo en trayectoria de colisión con la moto destrozada del policía.

Kenny apenas logró sujetarse del asiento frente a él, antes que el auto golpeara la motocicleta accidentada con un crujido que lo estremeció hasta los huesos. La patrulla se bamboleó al pasar sobre las ruedas delanteras y los restos de la moto, que chirriaron al arrastrarse debajo del vehículo. Por fin, con una sacudida el auto logró pasar por encima de la moto, y las cuatro ruedas volvieron a rodar sobre el asfalto.

Los vehículos que venían tras ellos frenaron. Kenny volvió la cabeza y vio cómo se perdían en la distancia los destellos de pedazos de metal y vidrio a lo largo de la autopista. Al frente, el automóvil de Sato aumentó la velocidad para alcanzar a las motocicletas. El chofer del auto de Kenny también pisó el acelerador al tiempo que gritaba algo en el micrófono de su radio.

El policía motorizado corría en persecución del motociclista vestido de negro, en medio de los camiones y automóviles que esquivaba. Kenny estiró el cuello para seguir sus movimientos. La motocicleta negra redujo la velocidad y esperó que lo alcanzara la moto del policía. Cuando estuvieron una al lado de la otra, el motociclista de negro dio un salto sin soltar el manubrio, y arremetió con la bota extendida, la cual impactó en el casco del policía. El agente perdió el equilibrio y la moto se deslizó bajo el oficial y ambos terminaron en el arcén.

Sato, que iba en la primera de las patrullas, de inmediato entró en acción. Abrió la guantera y extrajo una subametralladora de cañón corto. Con la culata rompió el cristal lateral y se envolvió la mano con el cinturón de seguridad a manera de ancla y se sentó en el borde de la ventanilla. Apuntó el arma y soltó varias ráfagas breves y rápidas a la motocicleta negra que iba delante de él.

El motociclista vestido de negro notó que el asfalto en torno suyo reventaba en un ramillete de pequeños cráteres, y osciló frente a un camión con remolque de dieciocho ruedas para cubrirse. Sin creer lo que veían sus ojos, Kenny vio a Sato ordenar mayor velocidad al conductor para rebasar al remolque y disparar varias ráfagas hacia la motocicleta negra. El motociclista se sujetó contra su vehículo, accionó los frenos y jaló los manubrios. La moto se abatió de costado hasta casi tocar el suelo y se deslizó bajo el remolque, saliendo del otro lado.

El automóvil de Sato redujo la velocidad, esperó a que pasara el remolque y volvió a acelerar para darle cacería al motociclista de negro. La moto se desplazó un carril a la derecha; el piloto se buscó un objeto que llevaba en la espalda y, de pronto, frenó.

Sobre las marcas del caucho embarrado en el pavimento, Kenny vio relampaguear una espada a través de una nube de polvo de llantas, al pasar zumbando junto a la motocicleta. El cañón del arma de Sato cayó en dos pedazos y el conductor de la moto empujó la hoja curvada hacia atrás, en la funda que llevaba a la espalda antes de acelerar de nuevo.

Sato seguía con medio cuerpo asomado sobre la portezuela y dibujó algo en el aire con la mano libre. La motocicleta negra comenzó a esquivar obstáculos invisibles oscilando a uno y otro lado. Enseguida, Sato dibujó una forma mayor y un enorme muro de fuego de unos seis metros de altura se alzó a todo lo ancho de la carretera. El motociclista aceleró el motor y atravesó las llamas sin sufrir daño alguno.

El conductor de Kenny gritó y pisó el freno. No pasó nada. Volvió a pisar el freno varias veces, mientras seguían avanzando hacia la muralla de fuego. Kenny se cubrió los ojos con un brazo y gritó en silencio. El policía esposado a él le dio un codazo, con una risita de alivio, lo cual hizo que Kenny levantara la vista. No quedaba señal de las llamas, y seguían a toda velocidad tras el automóvil de Sato y el misterioso motociclista de negro.

El brazo de Sato se volvió a alzar para hacer un nuevo dibujo en el aire, pero lo enganchó un relámpago de metal: un garfio sujeto a un cable delgado cuyo extremo opuesto lo sostenía con fuerza el motociclista de negro. Alzado en los soportes de la moto, el piloto jaló con toda su fuerza. Sato apenas tuvo tiempo de gritar antes de verse arrancado de la patrulla y caer rebotando en el asfalto.

El piloto soltó el cable, volvió la cabeza atrás y, enseguida, se lanzó a toda velocidad hacia el segundo auto. Kenny observó que Sato se levantaba ileso y en un ataque de rabia arrojaba su chaqueta desgarrada al suelo.

De nuevo el conductor quiso frenar, pero el pedal estaba averiado. Echó un vistazo a Kenny por el espejo retrovisor y se encogió de hombros.

—Dameh da —se disculpó.

Delante de ellos, el motociclista de negro se acercó al automóvil en donde antes venía Sato y echó una pequeña lata por la ventana, del lado del pasajero, antes de alejarse. Se produjo un destello y el interior del auto se llenó de humo blanco. El policía que iba al volante frenó de inmediato y paró el vehículo en el arcén, para que él y sus compañeros pudieran escapar de los gases asfixiantes. Se quedaron arrodillados sobre el asfalto, sacudidos por las náuseas.

En cuanto a Kenny, su pulso estaba acelerado, tenía la boca seca y experimentaba sensaciones de opresión en el pecho. Estaba atrapado en una patrulla, a ochenta kilómetros por hora, sin frenos y sin voz. Y, para colmo, lo perseguía un ninja loco en motocicleta, que ya llevaba tres vehículos policiacos y ahora venía a terminar su trabajo.

El conductor del auto intentó accionar el pedal del freno por última vez, antes de darse por vencido.

—¡No hay frenos! —le gritó a Kenny—. Debes saltar antes de chocar. Gambatte, ne?

Tan pronto dijo eso, sus rasgos se derritieron y desapareció, dejando vacío su uniforme arrugado sobre el asiento.

Atónito, Kenny contemplaba la escena sin poder hablar. De la cintura del pantalón abandonado surgió un hocico peludo con franjas negras y, ya fuera de la ropa, un tejón marrón se encogió de hombros, abrió con las garras la portezuela y se lanzó fuera del auto en marcha.

—Okubyomono! —gritó el policía que iba junto a Kenny. Saltó hacia adelante para mantener fijo el volante con la mano que le quedaba libre, tirando con la otra de las esposas que lo unían a Kenny, hasta que la muñeca se estiró como si fuera plastilina y la mano pasó a través de ella.

Kenny había olvidado por completo a la criatura enroscada alrededor de su cintura hasta que se dejó sentir al aflojarse y tomar volumen para abandonar su forma aplanada. Resbaló bajo la camisa y cayó al piso de la patrulla, justo en el momento en que la motocicleta negra los alcanzaba, a la misma velocidad de la patrulla y se situaba frente a la portezuela de Kenny. El piloto dibujó un símbolo en el aire y Kenny sintió un tirón en la garganta, pero antes de saber lo que significaba, vio al motociclista desenvainar de nuevo su espada y apuntarla hacia él a través de la ventana.

Kenny dio un grito y se lanzó a través del asiento trasero al tiempo que la espada descendía. Se oyó un clang y la portezuela, cortada por los goznes, se separó del auto y cayó al pavimento dando volteretas tras ellos.

—¡No es bueno! —gritó el conductor del auto que sujetaba el volante.

Kenny alzó la vista y distinguió al frente una hilera de luces brillantes: casetas de peaje. Tardarían unos veinte segundos en impactarse contra los automóviles detenidos. Debía salir rápido de ahí.

Evidentemente el animal peludo compartía esa opinión, pues daba brincos y tiraba del cuello de la camisa de Kenny, apuntando en dirección a la motocicleta negra. Al levantar los ojos, vio que el motociclista le tendía una mano enguantada y le hacía señas de que se sujetara.

—¡De ninguna manera! —gritó.

Su voz había llenado el espacio del automóvil. ¡Su voz! Había vuelto y eso significaba que el motociclista... Pero no tenía tiempo para esos pensamientos.

—¡Confía en mí! —dijo el motociclista a través de un altavoz.

Kenny vio la hilera de vehículos parados cada vez más cerca. Sólo le quedaban unos segundos. Agarró su mochila que estaba en el asiento a su lado, se acercó al borde del auto y trató de no mirar el paso vertiginoso del pavimento bajo él. Se estiró hacia la mano extendida. La moto osciló y quedó fuera de su alcance. Kenny resbaló y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio y volvió a tender la mano. La fuerte mano del motociclista aferró la suya y estaba a punto de saltar cuando sintió que le jalaban la chamarra. El policía la asía fuertemente y tiraba de ella.

—¡Tú prisionero! —aulló el agente—. ¡Tú bajo arresto!

—¡No! —gritó Kenny—. ¡Suéltame ya!

La hilera de las casetas de peaje estaba muy cerca y frente a ellos estaba estacionado un camión de carga.

Kenny percibió un destello de pelaje rojizo al tiempo que el policía aullaba de dolor, pues el animal le había hundido los dientes en el brazo. Soltó a Kenny, quien aprovechó para saltar, columpiándose entre el motociclista y el auto. La moto se apartó enseguida de la patrulla, la cual se estrelló contra la parte trasera del camión, explotando después.

Aturdido, Kenny observó el remolque lamido por las llamas, conmocionado por haberse aproximado tanto a un ardiente final. La impresión de algo que se movía rápidamente atrajo su mirada y vio a la criatura peluda que saltaba tras ellos. La moto disminuyó la velocidad y el animal la abordó, entre Kenny y el piloto, con el pelaje echando humo.

La motocicleta atravesó silenciosamente una caseta y se dirigió hacia Tokio.

Kenny mantuvo los brazos alrededor del motociclista vestido de cuero, sintiendo la calidez del animal peludo en el vientre. Estaba exhausto, pero su mente era un hervidero de preguntas; además, notaba algo raro respecto a la motocicleta, pero tenía demasiado sueño para determinar qué era. Sin embargo, sintió la certeza de que ni la extraña criatura apretada contra él, ni el piloto, le harían daño, al menos por el momento, y eso ya era algo.

De vez en cuando abría los párpados y ante sus ojos pasaban destellando algunas señales en japonés y en inglés; no muy lejos, se distinguían brillantes rascacielos y hasta tuvo la breve impresión de una Torre Eiffel pintada de anaranjado y blanco, contra el fondo cada vez más oscuro del cielo. La única cosa de la que estaba seguro era que el piloto elegía caminos poco transitados.

En algún punto del trayecto el conductor detuvo la motocicleta a un lado de la carretera cuando escucharon el sonido de algunas sirenas aproximándose, pero al ver que las patrullas no se detenían, reanudaron la marcha.

Después de lo que a Kenny le pareció más de una hora, la motocicleta redujo la velocidad y rodeó un terreno grande protegido por un alto muro de piedra. Después de verificar que el acceso estaba despejado, el conductor se dirigió hacia el portón de hierro, ornamentado con dos dragones trenzados en combate, los cuales clavaban sus garras uno a otro. Un hombre ataviado con traje oscuro observó a la motocicleta aproximarse y con una señal indicó a otro que abriera las puertas. Los dragones se deslizaron en silencio sobre correderas bien engrasadas y se retiraron de su pelea.

La moto se deslizó al interior y enfiló por un camino largo hacia una magnífica mansión situada al centro de la propiedad. Kenny se despertó lo suficiente para notar los techos curvos con graciosas almenas, vigas negras de madera, mosaicos color pizarra y una suave luz que se dejaba ver a través de las ventanas.

El motociclista detuvo el vehículo a un lado del edificio, desmontó y se dirigió hacia las puertas principales.

—¡Hey! ¡Espera! —lo llamó Kenny—. ¿Dónde estamos? ¿Quién eres tú?

El piloto desapareció en el interior de la casa.

—¡Genial! ¡Ahora es mi turno para ser invisible! —farfulló Kenny.

La criatura peluda resbaló sobre la moto y se echó a andar tras el motociclista. Kenny bajó del asiento, hizo una mueca de dolor y se acuclilló para aflojar la rigidez de las piernas y el entumecimiento de su trasero. Puso las manos en la parte baja de la espalda y flexionó las caderas. Al notar que algo le tiraba de una pierna, vio al pequeño animal que apuntaba hacia la casa con impaciencia.

—Ok, capto tu idea. Vamos a ver de qué se trata todo esto —declaró Kenny y siguió al animal a través del umbral de la puerta abierta.

Adentro, el vestíbulo estaba iluminado con suavidad por luces empotradas. El papel tapiz de las paredes tenía un tono verde salvia y en un muro estaba desplegado un rollo con grandes caracteres chinos. No había la menor señal del motociclista, pero a la entrada se encontraba un enorme hombre japonés que le extendía sus manazas con un par de zapatillas blancas.

Al bajar la vista, Kenny vio que se encontraba al centro de una especie de pozo poco profundo. Ahí estaban las botas del motociclista, colocadas una al lado de la otra, con las puntas hacia la puerta. Pies pequeños, pensó Kenny, y se quitó sus zapatos deportivos y tomó las zapatillas que le ofrecía aquel gigante.

—Gracias —le dijo Kenny—. Supongo que no me dirá qué...

El grandulón aquel giró sobre sus talones, haciéndole un ademán a Kenny para que lo siguiera.

—Sí, claro... no me lo dirá —terminó su frase Kenny.

Se puso las zapatillas, subió el escalón hacia el piso de madera y siguió al enorme sirviente hacia el interior de la casa.

Su guía lo condujo hasta una puerta corrediza, la cual deslizó para dar acceso a una habitación espaciosa, amueblada sólo con una mesa baja y un cojín en el suelo frente a ella. El hombre hizo entrar a Kenny y enseguida se fue.

Lo primero que hizo Kenny fue sacar su teléfono. Iba a llamar a su padre cuando advirtió que la señal estaba de nuevo en cero. ¿Cómo es posible no tener señal en medio de Tokio?, se preguntó, mirando ceñudo la pantalla. Esta cosa es demasiado estúpida para ser un teléfono inteligente.

Se sentó en la orilla de la mesa y se frotó los ojos para disminuir el ardor. No era exactamente el tipo de bienvenida que esperaba encontrar en Japón. Después de un vuelo tan largo todo lo que deseaba era una ducha caliente, una buena comida y, tal vez, hasta una charla con su padre. En cambio, fue arrestado e interrogado, fue confrontado por un monstruo con cuernos y después fue atrapado en una persecución de vehículos a toda velocidad, para acabar casi muerto antes de que lo secuestrara un ninja maniaco. Y eso ocurrió en las últimas dos horas.

Sus dedos danzaban sobre la pantalla táctil, buscando imágenes de su hogar. La casa nueva en Oregon, y su casa de verdad, en Londres. Eso le parecía chistoso; después de siete años en Norteamérica, seguía considerando que su hogar era Inglaterra. Su compañero de cuarto bromeaba al respecto, por su acento y sus modales.

—Kenneth, viejo amigo, deja de vivir en el pasado —le decía—. De veras, abandona todo eso. El regalo es hoy, por eso se llama el presente.

Kenny se detuvo cuando una vieja foto apareció en la pantalla. No había pensado en ella; pero se presentaba siempre que su ánimo decaía, lo cual, a últimas fechas, era cada tercer día.

El rostro de Kenny a los cinco años le sonreía, con un trocito de lengua roja asomado por el hueco entre los dientes de abajo. Su madre, Sarah, estaba hincada a su lado, con un brazo protector alrededor de su cintura. Aún lucía hermosa, a pesar de las mejillas hundidas y la ausencia de cejas, efectos de la radioterapia que recibía en aquel tiempo. Su padre, tras ellos, estaba cortado por el encuadre y no se veían más que sus piernas con pantalones.

Se volvió a correr la puerta y entró el grandulón con una charola laqueada en las manos. Con sorprendente gracia en sus movimientos, puso la charola en la mesa y se retiró de nuevo.