La explosión racionalista del siglo XVII - Ernesto Ballesteros Arranz - E-Book

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Ernesto Ballesteros Arranz

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Beschreibung

eBook Interactivo. Al mismo tiempo que se producían estas revoluciones sociales y económicas en Europa, los pueblos comenzaron a manifestar una tendencia a la unión lingüística y cultural que iba a perfilar los límites nacionales. El nacionalismo que habían iniciado el siglo anterior España, Francia e Inglaterra, se extendió ahora a toda Europa. Y este estallido nacionalista casi siempre fue acompañado de un resurgir artístico que caracterizaba cada zona y cada momento de forma inconfundible.

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ÍNDICE

LOS PRECEDENTES FILOSÓFICOS DE LA EDAD MODERNA

EL PENSAMIENTO RACIONALISTA DEL SIGLO XVIII

OTRAS PUBLICACIONES

No podemos hablar de la historia del siglo XVII sin mencionar la sacudida filosófica que se produjo en este siglo. Toda la profunda crisis que se gestaba en Europa, desde el siglo XIII, encuentra en el siglo XVII la expresión formal adecuada y sistemática. Los hombres, que llevaban varios siglos descubriendo un nuevo estilo de vida, crean ahora no uno, sino varios sistemas filosóficos para explicar esta novedad. Esto ha sucedido siempre. Recordemos la antigua Grecia, donde los hombres vivieron durante varios siglos desconfiando de los dioses y buscando nuevas formas de vida. Este proceso puede observarse desde el siglo VIII a. de J. C. Pues bien, sólo en el siglo IV se consigue expresar conceptualmente la nueva vida. Es decir, que en este caso se repite la sentencia tradicional «Primum vivere, deinde filosofare». El hombre necesita recorrer muchas veces un camino nuevo para ponerse a pensar sobre ese camino. Pero luego sucede un fenómeno inverso. Una vez iniciado el proceso del pensamiento, el hombre llega muy rápidamente a sus últimas consecuencias, adelantándose, por regla general, a la propia vida. Así sucede que los primeros filósofos del siglo XVII sólo están expresando las vivencias de los hombres de los siglos XIV y XV, pero la segunda generación de pensadores seiscientistas ya anticipa el mundo europeo de los siglos XVIII y XIX. Hay, por tanto, un desfase entre la vida y la filosofía, porque ésta sólo es una ocupación del hombre que se da en aquella. Podríamos decir que, en principio, la filosofía es una producción o derivación de la vida humana, pero también es cierto que más tarde la filosofía dirige la vida humana anticipándose a ella. Tal es la confusión que sentimos cuando estudiamos la obra de los pensadores. Unos nos parecen demasiado anticuados, casi arcaicos; otros, en cambio, parecen profetas que prometen nuevos horizontes. No son distintas clases de pensadores, sino que se encuentran en una fase diferente de la toma de conciencia. Podemos imaginar una mano que pone en marcha un motor con el anticuado resorte de mani-vela. Es la mano la que se pone en movimiento y logra, no sin esfuerzo, comunicar su impulso al motor. Pero una vez conseguido este impulso, el mecanismo de explosión que el motor contiene desarrolla una velocidad y una potencia muy superiores a las de la mano y la manivela que lo han lanzado. Este desfase entre vida y pensamiento no es único en su género. Lo propio ocurre en otras esferas humanas, como el arte, la ciencia, etc., pero en distinta proporción. Por ejemplo: el arte, que es una manifestación vital más profunda y radical que el pensamiento, se manifiesta mucho antes que éste. Recordemos que el Renacimiento italiano es la expresión de la modernidad en los siglos XV y XVI, mientras que el pensamiento sólo llega a la formulación exacta de los postulados modernos en el siglo XVII.

Hasta el siglo XVIII, el hombre moderno no tiene suficientes elementos de juicio para advertir el cambio que afecta a su propia naturaleza, aunque ese cambio venía afectándole progresivamente desde el siglo XII. Recordemos la «Meta-morfosis», de Kafka. Cuando el protagonista comienza a sentir los primeros efectos del extraño fenómeno de transformación en oruga, cree que es un malestar pasajero -cólico o jaqueca- que se va extendiendo por su cuerpo. Cada minuto que pasa le extraña más el creciente malestar y las nuevas sensaciones que se van acumulando en su mente. Pero no puede ni imaginar que está dejando de ser hombre para ser un insecto. Sólo después de un tiempo, cuando la metamorfosis está consumada e intenta sin éxito mover las piernas, toma conciencia de su nuevo estado. La primera sensación es de asombro. No puede creérselo. Todavía se resiste a creer que su naturaleza ha sufrido un cambio sustancial. Su segunda reacción es de miedo, casi terror, y entonces sale a pedir ayuda en medio del fatal desconcierto. Cuando se siente rechazado y bloqueado por su familia, comienza a pensar sobre su nuevo estado. Si repasáramos punto por punto la metamorfosis del hombre medieval, descubriríamos probablemente un proceso como el que Kafka nos describe. Ese es el valor colosal de una gran obra, que trasciende varios niveles de la realidad y es la expresión cabal de varios fenómenos universales. La crisis del hombre medieval fue otra metamorfosis, no menos completa y desconcertante. Lo primero que descubre el hombre medieval son dolores pasajeros, molestias inciertas que relaciona con sus problemas habituales. Los primeros dolores modernos son tomados por los medievales como si fueran dolores del Medievo. Recordemos que los filósofos medievales intentan dar a sus problemas una respuesta teológica y de ahí surge la escolástica. Es como si el protagonista de la «Metamorfosis», al sentir que le salían antenas en la cabeza, y este hecho le producía cierto dolor, se hubiera tomado una infusión. También intenta el medieval andar con los antiguos pies que lo posaban sólidamente sobre el suelo: Dios y su fe. Pero este intento le lleva una y otra vez a caer sobre sí mismo, incapaz de sostenerse. Eso ocurre con las herejías místicas ciudadanas que sacuden una vez tras otra el mundo occidental.

La última es, quizá, la de Lutero. Más tarde siente el hombre nuevas apetencias, desea cosas en las que antes ni siquiera había reparado. Eso es el Renacimiento, que crea un nuevo sistema de valores estéticos y literarios. Inmediatamente el hombre se mira en un espejo y se queda estupefacto al contemplar el cambio sufrido. Podríamos situar este momento en Miguel Angel, en Shakespeare o en Cervantes. Su desconcierto es total. La seguridad de Miguel Angel es más bien un sistema de compensación de su angus-tia, producida por el agudo y desagradable sentimiento de saberse diferente. Esa es la angustia de la modernidad, la misma que sintió Cervantes, sumergido en un ambiente ascético y heroico que se cerraba hermético a todo lo demás. Pues bien, Miguel Angel se mira a sí mismo y expresa lo que ve. No lo que ve en el mundo, porque nunca han existido sus gigantes serenos y pesimistas, sino lo que ve en su intimidad. Es el hombre-gusano mirándose al espejo y sintiéndose diferente al resto de los mortales de su época. Más tarde, el hombre moderno pide ayuda, recurre a su familia, a los seres que han vivido con él hasta ese momento, sin presumir que ellos no van a comprenderlo ni aceptarlo. Es más, ni siquiera van a reconocerlo. Ese es Galileo, Servet, Savonarola, Copérnico, Maquiavelo, etc… Por último, el hombre-gusano, enclaustrado en el pequeño reducto de su alcoba, se pone a pensar sobre su pasado y su porvenir. Ese es Descartes. Aquí hemos llegado al siglo XVII y al comienzo de nuestro tema.