La flor cadáver - Anne Mette Hancock - E-Book

La flor cadáver E-Book

Anne Mette Hancock

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Beschreibung

UN FENÓMENO INTERNACIONAL. UNA HISTORIA A MEDIO CAMINO ENTRE LA SAGA MILLENNIUM Y LA SERIE HERIDAS ABIERTAS QUE ATRAPARÁ A FANS DEL THRILLER PSICOLÓGICO. «Ingeniosa, tensa, amenazante y emocionante, no podrás soltarla.»The Daily Mail «Adicción garantizada.» Emelie Schepp ¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar para contar la verdad? El empleo de la periodista Heloise Kaldan pende de un hilo cuando recibe una serie de cartas inquietantes. La remitente es una supuesta asesina en busca y captura, y los mensajes contienen información privada sobre Heloise, cosas que pertenecen a un pasado muy lejano. Cuando se produce otro homicidio, las investigaciones del detective Erik Schäfer y de la propia Heloise se cruzan. ¿Por qué todas las pistas apuntan a Heloise? ¿Corre peligro su vida? La periodista pronto se dará cuenta de que, para entender lo que está sucediendo, tiene que revisitar su propio pasado y enfrentarse a la única persona que juró que nunca volvería a ver… Anne Mette Hancock da vida a dos de los personajes más queridos de la novela negra nórdica.  Engánchate a este fenómeno internacional para fans de Jo Nesbø y Camilla Läckberg.

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Título original danés: Ligblomsten.

La traducción de esta obra ha contado

con el soporte financiero de Danish Arts Foundation.

RBA Libros y Publicaciones agradece el apoyo financiero recibido.

© del texto: Anne Mette Hancock, 2017.

Publicado por primera vez por Lindhart & Ringhof, Dinamarca.

Esta edición ha sido publicada gracias

a un acuerdo con Nordin Agency ApS, Dinamarca.

© de la traducción: Rodrigo Alberto Crespo, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: junio de 2024.

REF.: OBDO348

ISBN:978-84-1132-798-5

EL TALLER DEL LLIBRE • REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Todos los derechos reservados.

A MI MADRE Y A MI PADRE

1

Anna fantaseaba a menudo con matarlo. Con acercarse sigilosamente y, en un decidido movimiento, pasarle la cuchilla de parte a parte de la garganta. Por eso no se despertó sobresaltada; con parpadeos tranquilos y somnolientos, borró un nuevo sueño que le dejó en la retina un caleidoscopio de escenas violentas y en el cuerpo una sensación de euforia.

«¿Ha ocurrido ya?».

Se quedó tumbada en la oscuridad intentando acostumbrarse a la realidad. Miró el reloj que tenía junto a la cama, sobre el suelo de baldosas. Mostraba las cifras 5:37. Nunca había dormido tanto desde que se mudó a esa casa.

El ladrido de un perro retumbó entre las arcadas, junto al viejo convento de la calle contigua. Dos ladridos profundos seguidos de un aullido corto y ahogado y luego un completo silencio. Anna se acodó en la cama y aguzó los oídos durante unos instantes. Iba a volverse a tumbar, cuando un coche se aproximó lentamente, traqueteando.

Se levantó rápidamente y se dirigió a una de las dos ventanas del dormitorio. Una oleada de intranquilidad la invadió. Entreabrió una de las contraventanas verde pastel y la luz de la mañana cortó la habitación con un fino rayo; miró hacia la calle, dos pisos por debajo de ella. A excepción de un gato que movía perezosamente la cola en la pared del patio cubierto de maleza del edificio de enfrente, la rue des Trois Chapons estaba desierta.

Recorrió con la mirada las diferentes casas y se detuvo en la ventana de la planta baja del edificio de enfrente. Estaba abierta de par en par. Normalmente, las contraventanas de esa casa estaban siempre cerradas; aquella era la primera vez que veía un signo de vida en la polvorienta propiedad. Parecía que el oscuro hueco del muro la observara a ella, como un ojo que la mirase fijamente.

El miedo comenzó a reflejarse en el temblor de los dedos y en el retumbar del pulso en los oídos.

«¿Será él? ¿Me habrá encontrado?».

Permaneció escondida tras los postigos, vigilando la calle, hasta que volvió a controlar la respiración. Luego, movió la cabeza para tranquilizarse. No había nadie allá abajo. Nadie oculto entre las sombras.

En general, no entraba ni salía mucha gente de esa calleja. La rue des Trois Chapons iba desde la plaza de la iglesia hasta la calle mayor del pueblo, y era sinuosa y tan estrecha que, si estirabas los brazos, podías tocar al mismo tiempo, sin apuros, los adoquines de las casas de ambos lados. A pie de calle, un olor dulzón revelaba que allí se refugiaban por la noche los gatos callejeros. Por allí merodeaban y maullaban su aflicción en busca de compañía. Pero Anna no había visto a muchas personas. No en esa callejuela.

Cerró la ventana y subió desnuda los irregulares escalones de piedra. En la azotea abrió el grifo y la manguera comenzó a serpentear sobre los baldosines. La recogió y se mojó con el chorro. El agua fría le golpeó el cuerpo, que aún conservaba el calor del sueño, pero no reaccionó ante la incomodidad.

Se secó el agua del cuerpo y con las manos se peinó el pelo mojado. Luego presionó con la punta de los dedos en las mejillas hundidas y contempló su imagen en el cristal de la puerta del terrado. Había adelgazado, no mucho, quizá no más de tres o cuatro kilos, pero los pechos se le habían reducido, los brazos eran más nervudos y la cara más flaca. No tenía claro a qué se parecía ahora: si a una niña crecida o a una mujer vieja. Ambas posibilidades le revolvían las tripas.

Se puso un vestido suelto y unas alpargatas y bajó a la cocina, donde sacó una baguette empezada y un bote de mermelada de higos. Comió de pie junto a la ventana, mientras escuchaba el ruido que hacían en la plaza al montar los puestos del mercado.

Ayer había enviado la carta.

Había conducido durante tres horas hasta Cannes, donde había recogido el paquete de FedEx en la oficina de la rue de Mimont por primera vez. De vuelta al coche, lo primero que hizo fue rasgar el envoltorio y asegurarse de que estaba el dinero. Luego echó la carta en el buzón de la oficina de correos y regresó a la rue des Trois Chapons. Dentro de unos días, enviaría otra. Y luego una más. Entretanto, solo podía esperar. Y confiar.

Cuando acabó el último bocado de pan, se puso una gorra, cogió la mochila y salió de casa. Bajó a la calle mayor y fue al mercado; se paseó entre los puestos y los vendedores, saboreando la vida que desprendía aquella atmósfera.

Un grupo de niños se había reunido en torno a una inestable mesita plegable en la que había una caja de cartón con una cabrita que se dejaba acariciar por un enjambre de ávidas manos. Un hombre corpulento vestido con un peto se metió entre un par de gemelos y le puso un biberón en la boca al animal, que succionó el contenido con gratitud. Con la mano libre, extendía un platillo de plástico hacia los progenitores, que contemplaban el entusiasmo de sus hijos con una sonrisa. De mala gana, sacaban algunas monedas de los bolsillos y las echaban. El hombre les daba las gracias maquinalmente y al instante retiraba el biberón de la boca de la hambrienta cabrita, rociando leche en todas las direcciones.

Anna se quedó un buen rato mirando con repugnancia cómo repetía el procedimiento. Estaba a punto de acercarse a él y arrebatarle el biberón de la mano, cuando su mirada se posó en un matrimonio mayor sentado bajo un cielo de glicinas en el café del otro lado de la calle. El hombre era calvo y llevaba un polo amarillo chillón. Estaba concentrado en algo que parecía un cruasán de mantequilla. El jersey llamó la atención de Anna, pero fue la mujer menuda y de mejillas redondas que ocupaba la silla contigua la que la hizo detenerse.

No llegó a fijarse en lo que llevaba puesto la señora. Lo único que vio fue la cámara que sostenía delante y la mirada sorprendida que le dirigió directamente a Anna.

Anna se dio media vuelta, caminó con pasos controlados hasta la esquina más cercana y giró por ella.

Entonces echó a correr.

2

—No es lo mismo, ¡ni por asomo! —El oficial Erik Schäfer miraba incrédulo a su compañera sentada al otro lado de la mesa.

Llevaba casi un año compartiendo despacho con Lisa Augustin y no había pasado ni un solo día sin que hubiesen tenido una discusión, amable pero vehemente, sobre el desarrollo de algún caso o algún otro asunto de menor calado. Hoy no era una excepción.

—Por supuesto que sí —respondió ella—, pero tú eres de otra generación y te han educado de otra manera. A todos nos han lavado el cerebro para pensar que lo uno es totalmente normal y socialmente aceptado, mientras que lo otro está moralmente en la misma categoría que la malversación o el homicidio involuntario. Al final, no hay mucha diferencia, pero, por alguna razón inexplicable, hemos decidido pensar que sí la hay.

Augustin subrayaba sus argumentos esgrimiendo el sándwich de pavo a medio comer que tenía en la mano.

—De acuerdo, a ver si lo he entendido —dijo Erik Schäfer—. ¿Lo que dices es que el sexo y el masaje son lo mismo?

—Lo que digo es que ambas cosas suponen una satisfacción física en un nivel muy íntimo. Supongamos que Connie y tú vais a daros unos masajes...

A Schäfer la idea le parecía más que improbable.

—... Tu masajista es una mujer, el suyo un hombre. Os conducen a cada uno a un cuartito en penumbra, en el que hay algo similar a una cama. Os desnudáis y dejáis que una persona totalmente desconocida pase sus manos aceitosas por vuestros cuerpos desnudos. Huele a aceite de rosas y, en el equipo de música, suena una melodía relajante, sugerente y que invita a meditar, mientras cada uno de vosotros por su lado piensa: «Oh, esto es estupendo, sigue así, sí, justo ahí, Dios mío, qué bueno».

—Tienes mostaza en la barbilla. —Schäfer le señaló con un gesto frío la mancha amarilla.

Ella sacó de una bolsa del Subway una servilleta arrugada y se limpió la mostaza mientras continuaba con su argumentación:

—Luego os reunís, pagáis la cuenta y comentáis lo bien que ha estado. Nunca habéis disfrutado tanto y ninguno de los dos culpa al otro por haber sido físicamente satisfecho por una persona extraña. Más bien todo lo contrario; estáis muy de acuerdo en que deberíais repetirlo más a menudo.

Volvió las palmas de las manos hacia arriba y se encogió de hombros, dejando claro que había que ser analfabeto perdido para no ver lo obvio de la argumentación.

Schäfer parpadeó.

—¿Entonces piensas que debería ser tan ilícito recibir un masaje como tener relaciones sexuales con una persona que no sea tu pareja?

—No, joder, Schäfer, céntrate. Quiero decir que las dos cosas deberían ser legítimas.

Erik Schäfer abrió mucho los ojos.

—Es un hecho científicamente demostrado —continuó ella— que, si hubiera menos restricciones en las relaciones de pareja, mejoraría la satisfacción conyugal y la gente estaría mucho menos inclinada a separarse. Sobre todo, si la mujer tuviera derecho a follar con otras personas aparte de su marido.

—¡Valientes estupideces dices!

Augustin se rio a carcajadas.

—Lo que pasa es que tu cerebro está programado como el de un hombre —continuó Schäfer, haciendo referencia a que Lisa Augustin, a sus veintiocho años, se había acostado con más mujeres que él en toda su vida, casi el doble de larga.

—¿No me crees?

Augustin dio media vuelta en la silla. Estaba martilleando el teclado de su ordenador buscando documentación que avalara su afirmación, cuando sonó el teléfono de Schäfer.

—Salvado por la campana —dijo riendo mientras respondía a la llamada—. ¿Qué hay?

—Sí, buenos días, aquí abajo hay una mujer a la que le gustaría hablar contigo. —La voz del otro extremo de la línea correspondía a una de las recepcionistas de la planta baja de la Dirección General de la Policía.

—¿Cómo se llama?

—No quiere dar esa información.

—¿Cómo que no quiere dar esa información? —dijo Schäfer—. ¿Qué demonios significa eso?

Augustin dejó de escribir y lo miró con curiosidad.

—Solamente dice que quiere enseñarte algo importante relacionado con un asesinato que estuviste investigando en 2013.

Schäfer recibía con cierta regularidad tanto correos electrónicos como llamadas telefónicas de gente que creía poder ayudar con alguna información, pero era muy poco frecuente que alguien apareciera por la jefatura. Y aún era más raro que los datos fueran de casos tan lejanos en el tiempo.

—Vale. Que alguno de los guardias la acompañe hasta la segunda planta y la lleve a la sala uno de interrogatorios.

Colgó y se puso de pie.

—¿Quién era? —preguntó Augustin mientras, con un gesto, le señalaba el botón del pantalón que discretamente se había desabrochado por detrás del escritorio para hacer sitio al estómago al tomar el almuerzo.

—Era mi mujer —respondió Schäfer. Metió la barriga para abrocharse los pantalones—. Acaba de tirarse al jardinero y considera que me he ganado un buen masaje capilar. La masajista está subiendo en estos momentos.

3

Por quinto día consecutivo, caía sobre Copenhague la lluvia de septiembre, en finos hilos, casi silenciosa. Ese año, el verano, que hacía ya tiempo que había pasado, había sido más gris que de costumbre y daba la sensación de que las estaciones habían sido sustituidas por un largo y embarrado otoño.

Heloise Kaldan estaba cerrando la ventana de la cocina, donde goteaba la lluvia sobre el alféizar, cuando comenzó a vibrar el móvil que estaba en la mesa. Llevaba haciéndolo casi sin interrupción durante todo el fin de semana. Esta vez no reconoció el número de la pantalla, por lo que rechazó la llamada y colocó una cápsula verde oscura en la Nespresso, que inmediatamente comenzó a lanzar un lungo negro como la brea.

Desde el salón, contemplaba la gran cúpula verde azulada de la Iglesia de Mármol. El viejo ático del edificio que se alzaba en una esquina en la calle Olfert Fischer no era espacioso ni bonito cuando, unos años antes, había invertido en él. Ni siquiera tenía ducha, y la vetusta cocina, que ahora era la habitación preferida de Heloise, era francamente fea. Pero, desde el balconcito del salón, había una buena vista de la Iglesia de Mármol, y esa era una de las escasas condiciones que había impuesto al agente inmobiliario: la cúpula debía verse, al menos, desde una de las ventanas del piso.

De niña, cuando visitaba a su padre los fines de semana, la cúpula había sido su faro. Cada dos sábados, iban a la pastelería La Glace. Ella comía bomba de nata con chocolate caliente, mientras él se atiborraba de tarta Otelo y coqueteaba con la camarera, antes de bajar paseando por la Bredgade hasta la iglesia. Allí emprendían el sinuoso recorrido por la escalera de caracol y cruzaban los crujientes suelos de tablas de la sala abuhardillada bajo la estructura del tejado para sentarse en uno de los bancos de la parte superior de la torre.

Cogidos del brazo, disfrutaban de las vistas de Copenhague, en ocasiones cubierta por la nieve, en otras bañada de sol, pero la mayoría de ellas tan solo gris y ventosa. Su padre iba señalando edificios históricos y le contaba largas y apasionantes historias sobre los reyes y reinas del país. Heloise se sentaba a escuchar y a mirarlo con ojos que delataban que para ella su padre era el más simpático e inteligente del mundo entero, y, en cada una de esas ocasiones, él le enseñaba tres nuevas palabras, que debía practicar para cuando volvieran a verse.

—Bien, déjame ver —decía humedeciéndose la punta del índice con el labio inferior y fingiendo hojear concentrado un supuesto diccionario invisible.

—¡Ajá! Las palabras del día son: botarate, barroco y... opulento.

Luego le aclaraba los significados y le proporcionaba ejemplos de situaciones graciosas en las que se podrían usar esos términos. Y Heloise lo devoraba todo. Le encantaban las horas que pasaban los dos juntos en la cúpula de la iglesia, y fue allí, apoyada con despreocupación sobre su barriga, que se movía abajo y arriba al ritmo de las palabras, donde nació su interés por las buenas narraciones. En el primer piso al que se mudó siendo aún muy joven, tenía vistas a la cúpula desde la ventana de su habitación. Con el tiempo, se convirtió en el equivalente a una moneda de la suerte, el recuerdo de una infancia despreocupada y crucial en su existencia. Y, cuando tenía que viajar, era esa una de las cosas que más añoraba. Pero no solía ocurrir que un lunes por la mañana estuviese contemplando la iglesia. En circunstancias normales, estaría en la reunión de la redacción del periódico, discutiendo los focos de atención de la semana y preparando su investigación.

Pero hoy no.

Sobre la mesa de la cocina, tenía ante ella los periódicos de la mañana. Todos llevaban en la portada el caso Skriver.

Abrió por la página dos el Demokratisk Dagblad, su lugar de trabajo durante los últimos cinco años, y leyó el editorial. En él, el redactor jefe Mikkelsen lamentaba el artículo publicado unos días antes sobre las inversiones del gigante de la moda Jan Skriver en una fábrica textil de Bangladesh que era un desastre medioambiental y empleaba a menores. Se había sido «demasiado ingenuo en la búsqueda de la verdad», escribía. Se trataba de un patético ejercicio de lavado de manos, bien coreografiado, cuyo único propósito era conseguir que el periódico apareciera como honesto y neutral y, sobre todo, eximir a la dirección de toda responsabilidad.

Y era justo. El redactor jefe no era el responsable. Era ella. Ella había escrito el artículo, había confiado en su fuente y había permitido que algo parecido a la confianza se impusiera al rigor.

¿Cómo puñetas podía haber sido tan tonta? ¿Por qué no había hecho una primera y una segunda verificación? ¿Por qué había confiado en él?

Volvió a vibrar el móvil. Esta vez era de un número que no podía rechazar. Lo dejó sonar tres veces antes de responder con una voz cansada.

—Dígame.

—Hola, soy yo. ¿Dormías? —Su editora, Karen Aagaard, parecía tensa al otro lado de la línea.

—No, ¿por?

—Por nada, es que pareces un poco áspera.

—No, llevo bastante rato levantada.

Heloise había estado despierta la mayor parte de la noche y se había terminado la botella de vino blanco que Gerda y ella habían abierto el día anterior. Le había estado dando vueltas al caso desde todos los ángulos, repasando cada detalle del proceso e intentando considerarlo en su conjunto, pero, por mucho que lo intentaba, siempre parecía desenfocado, borroso. O quizá no le gustara lo que veía. Era periodista, una de las buenas, por cierto, y no era propio de ella cometer un fallo tan burdo. Estaba furiosa consigo misma... y furiosa con él.

—Ya sé que yo misma te pedí que te tomaras el día libre —dijo Karen Aargaard—, pero El Pala quiere verte.

Carl-Johan Paley, más conocido en el periódico como El Pala, era como un enano de jardín fofo que ocupaba el puesto de Defensor de los Lectores en el Demokratisk Dagblad. Examinaba las quejas sobre errores en los artículos del periódico, basándose en las normas de buena práctica periodística. Si llamaba a tu puerta, sabías que iba a ser un largo día, a veces una larga semana, y, en el peor de los casos, el final de tu carrera.

—¿Otra vez? —Heloise cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Apenas podía soportar la idea de otra revisión detallada del proceso. Ya lo habían repasado tres veces.

—Sí, no te queda más remedio que venir para poder poner punto final a esto. Hay todavía algunas cosillas que quiere documentar para pasar página. A ti también te interesa.

—Estoy allí en un cuarto de hora —dijo Heloise antes de colgar.

Cogió la cazadora de cuero negra de la percha de la entrada, le dio una patada a un montón de propaganda que había sobre el felpudo y cerró de golpe la puerta.

El Demokratisk Dagblad tenía su sede en un edificio protegido de la Store Strandstræde. Su aspecto y su ornamento, antiguos y monárquicos, encajaban muy bien con el perfil conservador del diario. Los techos abovedados eran altos, las paredes estaban cubiertas con tapices tejidos a mano y las viejas ventanas, divididas en cuarterones, tenían vidrios tan finos que Heloise se pasaba los meses de invierno tiritando.

Aparcó la bicicleta frente al edificio y saludó con un gesto a unos compañeros jóvenes del departamento de ventas que estaban fumando al abrigo de la lluvia, sentados en el banco de una cafetería al otro lado de la calle. Los protegía una lona negra tendida por encima de ellos. Estaba llena de agua hasta el borde, y la lluvia caía a chorros por los tensores de metal. Heloise se quedó mirando la lona, esperando que se rasgara en cualquier momento por encima de sus cabezas.

Uno de los chicos le devolvió el saludo con alegría:

—Hola, Kaldan, ¿qué hay?

El que tenía al lado se le acercó sin retirar la mirada de Heloise y le susurró algo que hizo que ambos rieran. Se alejó de ellos y pasó la tarjeta por el lector electrónico colocado a la derecha de la puerta principal. Introdujo su código personal, y se oyó un zumbido mecánico en la puerta, que se abrió lentamente.

Heloise decidió usar las escaleras para subir hasta la redacción de Actualidad en la tercera planta y lo hizo a paso ligero, salvando los escalones de dos en dos. Cuando llegó arriba, Karen Aagaard estaba esperándola en el pasillo. Siempre habían tenido una buena relación, una relación laboral sana e intensa, y Heloise la respetaba como periodista y como persona, pero nunca habían sido íntimas. Heloise sabía que Aagaard vivía en Hellerup, estaba casada y tenía un hijo en el ejército, pero, aparte de eso, no tenía ni idea de la vida personal de su editora, y viceversa. Era un nivel de intimidad que le resultaba perfecto... y hoy más que nunca.

—Deja que adivine: no crees en los paraguas, ¿a qué es eso? —Aagaard contempló interrogadora la ropa empapada de Heloise.

Esta sonrió y se sacudió parte de la lluvia que llevaba encima.

—No, aún no he llegado a ese estadio de evolución.

—Supongo que habrás leído el editorial de hoy.

—Sí

—¿Y?

Heloise se encogió de hombros.

—¿Y qué iba a escribir Mikkelsen?

—Puede que tengas razón, desde luego, pero estaba muy enfadado cuando hablé con él el otro día. Si no fuera porque eres la responsable de muchas de las historias importantes de este año, me parece a mí que te habrían dado la patada. Y, para ser sinceros, no estoy segura al cien por cien de que vayas a salir indemne.

—Gracias. Gracias por los ánimos, esto es justo lo que necesito ahora. —Heloise abrió la puerta de la oficina diáfana—. Después de ti, jefa.

—No hay nada más aparte de lo que ya has contado, ¿no? Quiero decir, no hay nada en lo que El Pala pueda escarbar y que yo no conozca; ¿o sí lo hay?

—¿Como qué?

—No sé, cualquier cosa que pudiera hacerte quedar en peor lugar de lo que ya estás. Y, francamente, un sencillo «no» me habría tranquilizado más. —Karen Aagaard la miró por encima de sus gafas de montura de pasta.

En la mente de Heloise, aparecieron turbias imágenes de cuerpos desnudos, sudor y besos salados. Quería cooperar, porque no le gustaba que su nombre se relacionara con una historia que no se sostenía. Pero no quería revelar detalles de su vida personal. Y no solo porque no fuera asunto de sus jefes, sino más bien porque era demasiado orgullosa para admitir que había confiado en Martin.

—No —le contestó poniendo una tranquilizadora mano en el hombro de su editora—. No hay nada más que rascar. ¿Por qué no acabamos con esto de una vez? ¿Dónde está El Pala?

—Ya debería haber llegado.

Karen Aagaard asomó la cabeza en la sala de reuniones que había a mitad del pasillo de la redacción. No había nadie.

—Todavía estaba en el coche cuando me llamó, así que quizá aún no haya llegado. Tómate un cafetito, pero quédate por la planta. Te aviso cuando esté en el periódico.

De camino a la pequeña cocina que había en la redacción, Heloise pasó por delante de las casillas para el correo. Rara vez recibía algo en la suya, pero ese día tenía un montón de cartas esperándola.

Se las llevó, junto con una taza de café soluble, a su puesto en la sección de Investigación, apoyó los pies en el escritorio y abrió el primer sobre. Era un grueso dosier de nueve páginas densamente escritas con gran indignación por la utilización del trabajo infantil en Bangladesh. El tema se repetía en las cartas número dos y tres, mientras que la cuarta contenía un pequeño pósit amarillo con una sola palabra: «¡Puta!».

—Vaya, ¡qué original! —comentó enseñándole la nota a su compañero Mogens Bøttger, que estaba al otro lado de la mesa doble.

Él levantó la vista de su bloc de notas y acusó recibo levantando las cejas poco impresionado.

Heloise hizo una bola con el papelito y el sobre en el que había llegado y la lanzó a la papelera que estaba al otro lado de la sala. Aterrizó en el irregular suelo de parqué en espiga, a metro y medio de su objetivo.

—Se te da bien, ¿eh? —señaló Mogens Bøttger con gesto de aprobación—. Podría ser un plan B, si Mikkelsen te echa.

—No lo va a hacer.

—Pues no deberías estar tan segura.

—No me va a despedir —repitió Heloise.

Sacó el siguiente sobre del montón y comenzó a abrirlo con el índice.

—Pero sí que despidió a la de las verrugas —constató Bøttger en tono cantarín, refiriéndose a una excompañera que se había tenido que marchar por inventarse una fuente. —El cese resonó en todo el edificio y dejó a Mikkelsen, redactor jefe, con los ojos inyectados en sangre. Estaba rabioso.

—Pero es que se ganó el despido a pulso. Esto es totalmente diferente. Yo actué de buena fe. Y no estoy diciendo que no haría las cosas de otra manera si pudiera rebobinar el tiempo; la insoportable luz cegadora de la perspectiva y todo eso, pero Mikkelsen y yo, nosotros... —Heloise negó con la cabeza—. No me despedirá.

Desdobló la siguiente carta y comenzó a leer. Al otro lado de la mesa, Bøttger continuaba hablando, pero el sonido de su voz se amortiguaba a medida que una sensación de frío y desagrado se extendía por todo el cuerpo de Heloise.

La carta no era larga.

Contenía solo unas pocas líneas cortas de palabras escritas con una primorosa caligrafía, pero hizo que se le secara la boca y que una sensación fría e inquietante se extendiera por su pecho.

Se oía la voz de Bøttger en el mismo segundo en el que ella se dio cuenta de que había dejado de respirar.

«Pero no hay que dejarse intimidar».

—Mogens —lo interrumpió—. ¿Fuiste tú el que cubrió ese caso en el norte hace algunos años? ¿El de ese abogado que fue asesinado?

—¿Perdón? —Él miró desconcertado hacia el otro lado de la mesa, pero se incorporó lentamente en la silla cuando vio que la mirada de ella era seria—. ¿De quién estamos hablando?

—Ese abogado que fue asesinado. En Kokkedal o en Hørsholm, o algún otro sitio de ahí arriba. ¿Cómo se llamaba?

—Mossing. Fue en Taarbæk. ¿Qué le pasa?

—¿Cubriste tú la historia?

Mogens Bøttger era el periodista de la sección de Investigación especializado en temas de delincuencia y asuntos sociales, mientras que Heloise se dedicaba a negocios y consumo, que rara vez tenían que ver con la violencia.

—No. Entonces yo todavía estaba en Actualidad. Lo llevaría Ulrich. ¿Por qué?

—¿Cómo se llamaba ella? ¿La que creían que lo había hecho?

—Anna Kiel. Y no era que simplemente lo creyeran. Lo sabían. Fue grabada por una cámara de vigilancia en la entrada de la casa de Mossing cuando abandonaba el lugar de los hechos. Y cuando digo «grabada», me refiero a que se quedó mirando al objetivo durante varios minutos antes de alejarse de la vivienda, sin intentar desmontar o romper la cámara. Cubierta de sangre de la cabeza a los pies, muy tranquila y sin prisa. Estuvo parada mirando a la cámara sin mover un músculo. Una auténtica psicópata.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé. Nunca la localizaron. ¿Por qué?

Heloise se acercó a Bøttger y le puso la carta delante. Se quedó a su lado mientras ambos la leían.

Querida Heloise:

¿Has visto alguna vez a alguien desangrarse hasta morir?

Es una experiencia excepcional. O al menos lo fue para mí, pero es cierto que yo llevaba mucho tiempo aguardando.

Sé perfectamente que dicen que cometí un crimen. Que tienen que localizarme, amansarme y castigarme.

Pero yo no lo he cometido.

No ocurrirá.

No se puede.

Y ya lo he sido.

... y aún no he terminado.

Me gustaría poder decir más, pero he prometido no hacerlo.

Ya que me niegas tu presencia, Heloise, dame, al menos, la dulzura de tu imagen siquiera a través de tus palabras.

ANNA KIEL

Bøttger la miró sorprendido.

—¿De dónde coño has sacado eso?

—Estaba en mi casillero.

—¿La conoces?

—No. Sí que recuerdo algunos detalles de la historia, pero, aparte de eso, no conozco nada más de ella.

—Caray... —Se rascó la cabeza con fruición y sus largos rizos castaños se separaron en dos—. ¿Crees que es auténtica?

Heloise se encogió de hombros.

—Bien puede ser algún tipo de broma —dijo Bøttger—. Yo también recibo los más extraños e-mails de la gente. Uno que ha visto un Jaguar en un camping de Hvide Sande, o alguien que conoce a alguien que quizá haya secuestrado a Madeleine McCann. No, quizá no. Hay locos por todas partes, Heloise, ya lo sabes. Esto puede ser de uno de ellos. Al estar de actualidad con el caso Skriver, tu bandeja de entrada se convierte automáticamente en Freak Central.

Heloise regresó a su mesa y observó el sobre en el que había llegado la carta. Era de tamaño medio, azul claro y estaba matasellado en Cannes hacía once días, mucho antes de que estallara el escándalo Skriver, así que quien lo hubiera enviado no lo había hecho como reacción al circo mediático que siguió.

—No tiene ningún sentido —dijo mirando a Bøttger—. ¿Por qué me escriben a mí en lugar de a Ulrich, si fue él quien en su día siguió el caso? ¿Dónde dices que está ahora?

—En realidad, creo que no trabaja. —Bøttger sacó el móvil y comenzó a mover el dedo.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, está contratado en Express, pero he oído que cogió una depresión o algo así el año pasado, y me parece que aún no ha vuelto. Desde luego, no he visto su firma desde hace mucho. Pero es que ha estado metido en muchos casos violentos, y tengo la sensación de que no es capaz de filtrarlos bien. Puede ser que se haya quemado en el trabajo. Pero me parece que... sí, tengo su número personal. ¿Te lo envío?

—Sí, por favor. —Heloise releyó la carta.

Conectó el ordenador de su mesa y buscó en Google «Anna Kiel». Aparecieron en la pantalla doscientos treinta y ocho resultados. Miró el primero: un artículo de su propio diario, escrito, efectivamente, por Ulrich Andersson, con fecha del veinticuatro de abril de 2013.

Identificada la sospechosa de asesinato

Se ha revelado la identidad de la mujer que desde el pasado 22 de abril era buscada en relación con el asesinato del abogado de treinta y siete años Christoffer Mossing, según informa hoy la Policía de Copenhague en un comunicado de prensa remitido a la agencia Ritzau.

La presunta autora del crimen se llama Anna Kiel, tiene treinta y un años y es de nacionalidad danesa. La mujer es buscada por la muerte a cuchilladas del abogado Christoffer Mossing en la noche del domingo 21 de abril. Los hechos tuvieron lugar en el domicilio de la víctima en Taarbæk, donde residía sola. Según la policía, no hay indicios de que, en el momento del crimen, hubiera nadie más en la casa.

«No hay nada que apunte a que la víctima y su agresora se conociesen de antemano, pero sí que sabemos que la fugitiva tiene un amplio historial de enfermedades psíquicas, por lo que solicitamos a cualquiera que se la encuentre que no intente establecer contacto con ella y avise a la policía», ha dicho el jefe de la investigación, Erik Schäfer.

Anna Kiel es de apariencia escandinava, mide un metro setenta y dos centímetros, es de complexión media y tenía el pelo largo y castaño claro en el momento del suceso. Se ruega que los ciudadanos que puedan facilitar información sobre su paradero, o ayudar de algún modo a la policía a seguir su pista, se pongan en contacto con la Policía de Copenhague en el número de teléfono 114.

UA, Demokratisk Dagblad

—¡Kaldan...!

Heloise levantó la vista del ordenador.

Karen Aagaard estaba al final del pasillo y le hacía gestos para que acudiera.

—Bueno, es la hora.

4

El oficial de Policía Erik Schäfer empujó la puerta de la sala de interrogatorios con uno de sus zapatones sucios de la marca Ecco. Allí estaba, sentada a la gran mesa recubierta de linóleo, una mujer mayor, rellenita y con el bolso en el regazo.

Lo saludó con amabilidad cuando entró en la habitación.

—Buenos días —le dijo—. ¿Es usted Erik Schäfer?

—Así es. —Le tendió a la mujer una mano endurecida que ella estrechó con amabilidad—. Aunque creo que yo no he oído su nombre, ¿señora...?

—¿Es imprescindible que se lo diga?

Schäfer se encogió de hombros.

—Sería algo más sencillo si supiera quién es usted y qué la trae por aquí.

—Es por mi marido —respondió ella—. Cree que debería mantenerme al margen. Es una persona muy reservada, ¿sabe usted?, y, bueno, no quiere meterse en ningún lío. Por eso no le he dicho que iba a venir a verlos. No me gustaría que descubriera luego que he estado aquí.

—All right. Pues entonces, ¿me podría decir por ahora qué la ha traído hasta nosotros? —Schäfer se sentó frente a la mujer.

—Es por ese abogado.

—¿Abogado?

—Sí, un señor muy agradable. Lo mataron. En el norte.

—¿Christoffer Mossing?

—Sí, ese. Usted llevaba el caso, ¿no?

—Así es, y lo sigo llevando —respondió Schäfer—. Ya han pasado unos cuantos años desde que ocurrió, pero el caso sigue abierto.

—Fue en primavera; mi hermana y mi cuñado estaban de visita —informó la mujer—. Lo recuerdo porque habíamos estado en las dunas de Tisvildeleje y, de camino a casa, los hombres tuvieron que comprar tabaco de pipa en la tiendecita que hay junto a la oficina de turismo. Mi hermana y yo nos quedamos fuera esperando, y los periódicos de la mañana que había delante de la tienda estaban empapelados con horribles detalles sobre ese asesinato. Debió de ser pocos días después. —Sus ojos se volvieron distantes y parecía haber perdido el hilo.

—Sí, lamentablemente murió de un modo bastante macabro, el bueno de Mossing —convino Schäfer—, pero no entiendo bien a dónde quieres llegar. ¿Tiene algo que decirme? —No estaba acostumbrado al tratamiento de usted.

—Recuerdo a la chica —le dijo ella—. La que decían que lo había hecho. Había una gran fotografía suya en una de las portadas de los periódicos que se utilizó una y otra vez, en las siguientes semanas, también en las noticias de la tele. Lo que pasa es que era una foto de vacaciones y llevaba manga corta y un hermoso paisaje a su espalda. Puede que fuera el Gran Cañón. ¿Se acuerda usted?

Schäfer asintió.

Tenía la foto en la planta de abajo, en una carpeta en la que había también otras fotos del lugar de los hechos, de la cabeza de Mossing, como de cera, que tras el asesinato quedó unida al cuerpo solo por unos pocos tendones, del arma del crimen... y de la sangre.

Tantísima sangre...

—Recuerdo que pensé que parecía triste —continuó la mujer—. Estaba bañada por el sol sonriendo al fotógrafo, pero en sus ojos había algo. Parecía que estuvieran... apagados. Puede que fuera algo que me imaginé yo, pero, en todo caso, me causó impresión. —Jugueteó nerviosa con el asa de su bolsito marrón claro.

Schäfer carraspeó e iba a pedirle que fuera al grano cuando ella volvió a levantar la vista.

—Creo que la he visto. —Se llevó la mano a la cara como si se hubiera sorprendido de sus propias palabras.

Schäfer no dijo nada durante bastantes segundos mientras la contemplaba.

—¿Crees que la has visto? —Sentía que el corazón se le aceleraba—. ¿Qué quieres decir?

—La he visto —replicó ella con mayor convicción en la voz—. Estaba diferente. El pelo lo tenía mucho más corto. Más oscuro. Pero era la misma cara, eran los mismos ojos. Era ella. Estoy segura.

—¿Y dónde dices que la viste?

Schäfer sacó del bolsillo interior su libreta y un bolígrafo y comenzó a escribir.

—En agosto y septiembre, siempre estamos en nuestra casa de veraneo...

—¿En Tisvildeleje?

—No, en la Provenza. Tenemos una pequeña casa de campo a las afueras de Saint-Remy; la compramos cuando Vilhelm se jubiló. —La mujer dio un respingo al darse cuenta de que había mencionado accidentalmente el nombre de su marido.

Miró asustada a Schäfer.

—No he oído nada —le aseguró él con un guiño, y le pidió que continuara.

—Mi marido y yo tenemos una casa en el sur de Francia. Llevamos allí... sí, ya van para doce o trece años. Los primeros años, los dedicamos a familiarizarnos con el entorno más cercano. Es que lleva tiempo conocer una ciudad nueva, aunque sea una no muy grande. Pero estos últimos veranos, hemos hecho breves excursiones a varias ciudades de los departamentos vecinos. Para entretenernos.

—¿Y creen haberla visto en una de esas excursiones?

—Vilh... mi marido no la vio, pero yo sí. Fuimos a un pueblecito a una hora en coche al norte de Saint-Remy y nos sentamos en un café a observar a la gente local, cuando mi mirada se posó en aquella mujer. Creo que me fijé en ella porque estaba como abstraída y parecía enfadada. Bueno, puede que no enfadada, pero, desde luego, no contenta. Y, mientras la miraba, me di cuenta. Era ella. La que buscaban.

—¿Hablaste con ella?

—No, se marchó al instante y, desgraciadamente, no volví a verla.

El creciente sentimiento de esperanza que albergaba Schäfer se desinfló un poco. Que una anciana hubiera visto, en una aldea perdida de la Cochinchina y solo por un instante, a una mujer parecida a Anna Kiel no era precisamente lo que él llamaría una pista sólida.

—No, todo fue muy rápido —añadió ella como si presintiera su pensamiento—. Así que entiendo perfectamente que le resulte difícil creer lo que le cuento, aunque creo que tal vez esto le ayude.

Abrió el repleto bolsito y de él sacó algo que le tendió a Schäfer.

Este se levantó de su silla y lo tomó, sintiendo un cosquilleo cálido extenderse por su cuerpo.

En la mano tenía una fotografía que, con números rojos verticales en la esquina inferior, revelaba que había sido tomada una semana y media antes. En la foto, un grupo de niños y un hombre corpulento y de aspecto tosco aparecían reunidos alrededor de una mesita. Estaban ocupados con algo que Schäfer no podía ver. Los ojos de todos estaban fijos en una caja de cartón que había en el centro de la mesa. Los ojos de todos, excepto los de una persona. Una mujer que estaba de pie unos metros detrás de la multitud.

Miraba directamente a la cámara y Schäfer no tuvo dudas.

Era ella. Era Anna Kiel.

5

Cuando Heloise entró en la sala, el Defensor de los Lectores, Carl-Johan Paley, El Pala, estaba sentado en la mesa de reuniones, enorme y verde musgo, hojeando una gruesa carpeta. En un extremo de la mesa, el editor jefe Mikkelsen se mesaba inquieto la poblada barba rojiza. Se levantó ligeramente para saludarla y le indicó con un gesto imperioso que tomara asiento.

—Pasa, pasa —le dijo—. Queridos amigos, terminemos con todo este circo para poder seguir con nuestras vidas. Después de todo, hay un periódico que tiene que salir mañana, y me parece que este pan ya está bien amasado.

El tono de Mikkelsen era suave, casi alegre, y Karen Aagaard, que se había sentado al lado de Heloise, lo miró por un momento atónita. Luego dirigió su atención a El Pala, que, por el contrario, no parecía haber notado ni los deseos ni el sorprendente buen humor procedente de la cabecera de la mesa.

—Sí, siéntate Heloise. —El Pala pronunció mal el nombre y ella sospechó que lo había hecho con intención.

—La hache es muda —replicó—. Se pronuncia Eloise.

El Pala ni siquiera llegó a levantar la vista.

—Bueno, me alegro de que hayas podido venir, habiéndote avisado con tan poca antelación.

—Por supuesto. Aunque tengo que reconocer que me extraña que volvamos a reunirnos. —Heloise miró en torno—. Ya hemos repasado el caso varias veces y no tengo nada nuevo que añadir.

—¿Estás segura? ¿No hay ningún detallito que hayas pasado por alto? ¿Datos que pudieran influir en mi decisión? —La voz de El Pala era sorprendentemente sombría y gutural y no encajaba bien con su leve y casi femenina apariencia.

—No, ya he contado todo lo que pudiera ser relevante para el caso.

—Vaya; déjame resumir muy brevemente el curso de los acontecimientos que has descrito, para estar seguro de que te he entendido bien antes de redactar el informe definitivo.

Heloise cruzó las piernas y aguardó.

El Pala pasó un par de páginas de su carpeta y carraspeó.

—Según tus propias palabras, en junio de este año, tuviste conocimiento de las inversiones de Jan Skriver en Cotton Corp., uno de los más importantes fabricantes textiles de Bangladesh.

—Así es.

—En tu artículo del dos de agosto, informas de que, al mismo tiempo, Skriver puso fin a la colaboración con Glæsel Tekstil en Vejle y trasladó así la mayor parte de su producción fuera del país. Esa decisión supuso la supresión de un total de ochocientos cincuenta puestos de trabajo daneses y, desde el punto de vista político, fue... digamos «impopular».

—Podría decirse así, sí. Impopular en Borgen y un auténtico desastre para la zona.

—El tres de agosto se puso en contacto contigo una, y cito textualmente, «fuente anónima» que te pidió que examinaras con más detalle el caso, en concreto el empleo en Cotton Corp. de menores de edad y, sobre todo, el uso en la fábrica de etoxilato de nonilfenol, más conocido como NPE, un disruptor endocrino. ¿Es correcto?

—Sí.

—Y resulta que las prendas producidas mediante el empleo de NPE no se pueden importar a la UE legalmente, ¿es así? —El Pala levantó la vista por primera vez.

—Así es.

—¿Quién era la fuente?

—No lo sé. Recibí una llamada telefónica. Al otro lado, había una voz... de hombre. Me dio una serie de indicaciones y me animó a investigar, pero no me dijo ningún nombre.

—Pero tienes una idea de quién era.

—Una idea, sí. Pero nada concreto. Como tú mismo has apuntado, políticamente había insatisfacción con la decisión de Skriver de llevarse la producción fuera de Dinamarca, por lo que puedo imaginar que el chivatazo venía de ahí. Pero tu suposición sería tan buena como la mía.

—Ajá... —El Pala mantuvo la mirada de Heloise varios segundos antes de continuar—. Durante tu investigación, estuviste en posesión de algo que parecían ser documentos internos confidenciales de la organización de Skriver, entre ellos extractos de su contrato con Cotton Corp. Los documentos confirmarían las acusaciones de que la fábrica empleaba trabajo infantil y sustancias químicas que harían ilegal su exportación a la UE.

—Correcto.

—Documentos sobre los que decidiste basar tu último artículo.

—Sí.

—¿Quién te consiguió ese material?

—Siento no poder revelarlo. La fuente deseaba mantenerse anónima, y debo y quiero respetarlo.

—¿Pero conoces la identidad de la fuente?

—Sí, la conozco.

—Y consideraste, por eso, que no había dudas de su autenticidad.

Heloise notó la boca seca.

—En aquel momento, no tenía ninguna razón para creer otra cosa. Es una fuente a la que he recurrido en distintas ocasiones desde hace muchos años, y sus aportaciones han sido siempre fiables. Los documentos parecían auténticos y confié en las informaciones.

—Y resultó ser una decisión tremendamente insensata —apuntó El Pala—. ¿Fuiste lo suficientemente meticulosa?

—Visto en perspectiva, no.

—Y si te hallases en una situación parecida una segunda vez, ¿basarías tu historia en una investigación tan parcial y diletante, o respaldarías tus conclusiones con hechos? —Mantuvo las manos extendidas con las palmas hacia arriba para ilustrar las dos respuestas que le presentaba.

A Heloise le entraron ganas de saltar sobre la mesa y estrangularlo con su fina corbata amarillo curry. En lugar de eso, se humedeció los labios con tranquilidad.

—Obviamente, me esforzaré por ser mucho más minuciosa en el futuro. No hay nadie más interesada que yo en que nunca volvamos a sentarnos frente a frente.

Dirigió al otro lado de la mesa lo que se suponía que era una sonrisa.

—Bien. Pues supongo que con esto el debate está finiquitado.

Con una palmada de satisfacción, el redactor jefe Mikkelsen señaló desde la cabecera de la mesa que había oído lo que necesitaba oír y se dispuso a levantarse. A Heloise, a diferencia de Karen Aagaard, no le sorprendió su inusual docilidad. Unos meses antes, tras un largo día de trabajo, había vuelto a casa andando por el paseo del puerto, cruzando la plaza de palacio y pasando por delante de la Iglesia de Mármol. Era una de las primeras tardes luminosas y cálidas del verano y llevaba recorrida la mitad de los Jardines del Palacio de Amalienborg cuando los vio.

En el rincón más oscuro, medio oculto tras un gran cerezo, el redactor jefe Mikkelsen estaba sentado en un banco en fervoroso abrazo con una mujer morena, jovencita y bastante agraciada... y que definitivamente no era su esposa.

El sonido de los pasos de Heloise le habían hecho levantar la vista y sus miradas se cruzaron durante un brevísimo instante, antes de que ella volviera a bajar la suya y saliera del parque.

Pero Heloise sabía bien lo que había visto.

Y él sabía que ella lo sabía.

Si su trabajo estaba en peligro, no sería Mikkelsen el quecolocara las pesas en el platillo equivocado de la balanza.

—Sí, yo tampoco tengo más preguntas —dijo El Pala cerrando la carpeta con un demostrativo golpe—. Ah, sí, espera. Por cierto, la fuente que te dio los documentos... ¿no sería Martin Duvall, el jefe de comunicación del ministro de Industria?

Heloise permaneció muy tranquila en su silla.

Lo que casi podría denominarse un amago de sonrisa apareció en la boca de El Pala.

—Como he dicho, no puedo revelar mi fuente en el caso —explicó Heloise—. Estoy segura de que tú, como garante de la buena praxis periodística, podrás entenderlo mejor que nadie.

—Vale. Pues permíteme que lo pregunte de otro modo... —Se quitó las gafas para leer, plegó con cuidado las patillas y las colocó sobre la mesa ante él—. ¿Cuál es tu relación personal con él?

Heloise abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Dirigió una mirada fija hacia Mikkelsen y, antes de que ella pudiera responder, él ya se había levantado. Tenía los ojos rojos de rabia y en la frente se le marcaba una vena.

—Gracias, Paley, es suficiente. —Casi escupió las palabras—. La vida privada de Kaldan no es relevante para el caso.

Karen Aagaard cerró lentamente la puerta de su despacho y se volvió hacia Heloise.

—¿Qué... qué... qué... demonios ha sido eso?

—¿Te refieres a ese extraño modo de hablar en staccato? —Heloise sacó del bolsillo un paquete de chicles—. Pues no lo sé, pero tal vez deberías ir al médico. Suena a algo grave.

Aagaard se dejó caer en una butaca de piel que había en una de las esquinas de la habitación. Abrió los brazos resignada.

—¿Te resulta divertido? —Parecía sorprendida más que furiosa.

—No, Dios sabe que no —contestó Heloise sentándose frente a su editora—. Pero ¿qué querías que dijera? Cometí un error, lo reconozco sin tapujos, y no volverá a ocurrir. Ahora tenéis que decidir vosotros si me encargáis un próximo trabajo o me mandáis a casa.

Se metió dos Stimorol en la boca y le ofreció el resto del paquete a Aagaard, que, dubitativa, lo tomó.

—Hum... Es que parecía que entre tú y Mikkelsen pasaba algo ahí dentro que quizá yo deba saber.

—No pasó nada.

—Entonces, ¿hay algo entre tú y Mikkelsen que yo no debería saber?

—No.

—¿¡Kaldan!?

—¡No hay nada! —Heloise levantó las palmas de las manos negándolo.

—Vale. Bien. Voy a decidir creerte.

Karen Aagaard tamborileó un momento con los dedos en la mesita que tenía delante y observó a Heloise inquisitivamente. Esta le dedicó una enorme sonrisa que Aagaard rechazó con un gesto de tibia irritación.

—Vale, vale. No hay ningún problema contigo. ¿Tienes algo que investigar o juntamos a toda la troupe para una reunión editorial?