La fruta prohibida - Carol Marinelli - E-Book
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La fruta prohibida E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

La fruta prohibida... ¡y las consecuencias de sucumbir a la tentación! Aurora Messina era todo lo que el cínico magnate Nico Caruso no debería desear: impulsiva, sensible... y parte del pasado del que intentaba distanciarse. Pero iba a trabajar en su nuevo hotel, y la explosiva química que había entre ellos hizo que se tambaleara su férrea capacidad de autocontrol y acabaran teniendo un tórrido encuentro sexual. Poco después, Aurora descubrió que se había quedado embarazada. Sabía que Nico no quería casarse, ni formar una familia, porque todavía arrastraba ciertos traumas de su infancia. ¿Podría aquel hijo inesperado darle a Nico una razón para arriesgarlo todo?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2019 Carol Marinelli

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La fruta prohibida, n.º 2760- febrero 2020

Título original: The Sicilian’s Surprise Love-Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-045-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑOR Caruso, Aurora va a acompañarme a lo largo del día de hoy, para que pueda enseñarle todo lo que necesita saber –anunció Marianna, entrando en el despacho, seguida de una joven.

Nico levantó la vista de la pantalla de su ordenador para mirarlas y frunció el ceño.

–Aurora Messina, del nuevo hotel de Sicilia –añadió Marianna, como suponiendo, por el gesto, que no sabía quién era.

Pero lo sabía muy bien… Aurora Eloise Messina, de veinticuatro años, seis menos que él, con esos bellos ojos negros y ese cabello que, si bien no podía decirse que fuera de color azabache, era demasiado oscuro como para llamarlo «castaño»…

–¿Es que no te acuerdas de mí, Nico? –inquirió ella en un tono burlón.

Traía consigo el aroma de Sicilia. Debía haber recogido esa mañana del tendedero el vestido de croché blanco que llevaba, porque olía a sol, a la brisa del océano, y también a jazmín, como el jardín de casa de sus padres.

–Eso demuestra lo desagradecido que eres… –continuó picándolo Aurora–. ¡Después de todas las veces que has dormido en mi cama!

Aquella insinuación arrancó un gemido de sorpresa de Marianna, pero Nico ni se inmutó antes de responderle con aspereza:

–Solo que jamás la compartí contigo.

–Cierto… –admitió Aurora, con una sonrisa.

Se había propuesto mantenerse imperturbable en presencia de Nico, pero le estaba costando. No estaba abrumada por la impresionante vista de Roma que se veía a través del inmenso ventanal detrás de él, ni por el lujoso despacho. Lo que la tenía abrumada era Nico, que estaba demasiado guapo para ser un lunes por la mañana.

Llevaba el cabello negro con un corte impecable, y la recia mandíbula, con ese característico hoyuelo en el centro, estaba tan bien afeitada que estaba impaciente por saludarlo con un par de besos en la mejillas, como era costumbre en su tierra.

Sin embargo, cuando rodeó el escritorio para hacerlo y Nico levantó una mano para detenerla, dio un paso atrás, aturdida. El rechazo de Nico le había dolido, pero hizo un esfuerzo para que no se le notara.

–Siéntate –le dijo Nico, antes de volverse hacia su secretaria–. Empecemos, Marianna. Tenemos mucho por hacer.

–Espera un momento. Antes de nada… –intervino Aurora. Y en vez de sentarse, como le había dicho, se descolgó del hombro el bolso y sacó de él un bote de salsa de tomate que plantó sobre su reluciente escritorio de madera de nogal–. Passatta casera de mi madre –anunció–. Y limoncello hecho por mi padre –añadió, sacando también una botella de licor de limón.

Nico miró a Marianna, que trataba de disimular lo anonadada que estaba.

–No quiero nada de eso –le dijo a Aurora, con un ademán desdeñoso–. Vuelve a guardar esas cosas.

–¡No! –exclamó ella, ofendida.

Se suponía que como buen siciliano debía darle las gracias, diciéndole cuánto añoraba la salsa de tomate casera. Claro que Nico nunca había sido de los que seguían las costumbres… Si así fuera, ahora ella sería su esposa. «Aurora Eloise Caruso»… En su adolescencia lo había escrito en su diario infinidad de veces y lo había leído en voz alta, para ver cómo sonaba.

–Sabes muy bien que mis padres no me habrían dejado venir a verte sin traerte regalos –le espetó, esforzándose por contener la ira que estaba apoderándose de ella.

–Estás aquí por trabajo, no de visita –replicó Nico–. Vas a estar cinco días aquí para recibir formación. Y ahora quita esas cosas de mi mesa.

Sabía que estaba siendo un poco duro con ella, pero tenía que establecer unas pautas. Y no solo con Aurora, sino con todo el contingente de Silibri, la localidad siciliana en la que se había criado y en la que había construido su nuevo hotel. Había reclutado a varios vecinos del pueblo para que trabajaran en él. Habían ido todos a Roma para recibir la formación necesaria y aunque no llevaban allí ni veinticuatro horas ya lo tenían más que harto.

Francesca, que iba a ser la gerente regional, le había traído un salami y se lo había dejado en recepción. ¿Es que pensaba que no vendían salami en Roma? Y Pino, que iba a ser el conserje, había conseguido, no sabía cómo, su número de móvil y lo había llamado el día anterior, a su llegada, para preguntarle por un buen restaurante donde pudieran ir a cenar y si quería acompañarlos. Había declinado la invitación, lógicamente.

–Quita esas cosas de mi mesa, Aurora –repitió en tono de advertencia.

–Pero es que yo no las quiero –replicó ella, sacudiendo la cabeza–. Tengo que comprar unos zapatos y necesito dejar espacio en mi maleta. A menos… –añadió con los ojos entornados– que no se me permita ir de compras fuera de mi horario de trabajo.

–Cuando no estés trabajando, Aurora, me da igual lo que hagas con tu tiempo. Y ahora… ¿podemos deshacernos de esto y ponernos a trabajar? –dijo Nico, señalando con un ademán impaciente la botella de limoncello y el bote de passatta–. Ya vamos con retraso…

–Me los llevaré yo –dijo Marianna–. E iré por las muestras de tela para la reunión.

–¿Qué muestras de tela? –inquirió Nico.

–Hay que tomar una decisión sobre los uniformes para el hotel de Silibri.

–¿Qué pasa con los uniformes? –Nico inspiró profundamente e intentó reprimir su irritación.

¿Desde cuándo tenía que ocuparse él de nimiedades como los uniformes de los empleados?

–No les gusta el color –dijo Marianna.

–¡Pero si es el mismo en todos nuestros hoteles…! Es lo lógico; quiero que…

No terminó la frase. Mejor dejarlo para la reunión. Le indicó con un movimiento de cabeza a Marianna que recogiera los presentes de los padres de Aurora. La secretaria obedeció y salió del despacho, pero para su sorpresa Aurora no la siguió, sino que se sentó.

–¿No se supone que tienes que acompañar a Marianna? –le preguntó.

Aurora, que advirtió la nota de irritación en su voz, se apresuró a responderle:

–Es que… quería disculparme. He sido un poco indiscreta con esa broma sobre las veces que te quedabas a dormir en nuestra casa.

Nada más decir eso, Aurora contrajo el rostro. Tampoco era un tema sobre el que bromear. Cuando eran niños, más de una vez, su padre lo había encontrado dormido en un banco del parque al caer la noche, tras una de las frecuentes palizas de su padre, y se lo había llevado a casa. Lo acostaban en su cuarto, y ella dormía en una camita improvisada a los pies de la cama de sus padres.

–Disculpa aceptada –dijo Nico, antes de bajar de nuevo la vista a la pantalla del ordenador.

Sin embargo, se notaba que seguía enfadado.

–De todos modos, tampoco puede decirse que llegáramos a compartir la cama –continuó Aurora en un tono juguetón, dándole unos golpecitos en la rodilla, por debajo de la mesa, con la punta del pie–. ¡Si me robaste la virginidad en el sofá!

Cuando la agarró por el tobillo para que parase, a Aurora se le cortó el aliento. Deseó fervientemente que su mano subiera hacia el muslo, pero lo que hizo Nico fue reprenderla.

–No te la robé –le recordó, soltándole el tobillo–. Fuiste tú quien te entregaste a mí. De hecho, me suplicaste. Aunque de eso ya ni me acuerdo –concluyó, volviendo a bajar la vista a la pantalla.

«Mentiroso», le recriminó su conciencia. Para él el sexo se había convertido en un asunto escrupulosamente controlado, algo que siempre ocurría en la suite de un hotel; jamás en su casa. Nada comparable al sexo sudoroso y ardiente que había compartido con Aurora en esa ocasión; nada podría llegar a comparársele.

–Solo pasó una vez, y de eso hace mucho tiempo –añadió.

–Cuatro años –le recordó ella.

No alzó la vista cuando Aurora se levantó y fue hasta el ventanal. Sabía que la había tratado de un modo detestable, y se sentía culpable. Sus familias habían dado por hecho que iban a casarse, aunque por supuesto a ninguno de los dos les habían pedido su opinión. De hecho, al morir la abuela de Aurora, su padre había heredado la casa y les había dicho que se la dejaría para que vivieran en ella cuando se casaran.

A Nico no se le antojaba nada peor que quedarse en aquel maldito pueblo, viviendo enfrente de sus suegros, y trabajando todo el día en los viñedos. Aurora se lo había tomado bien cuando le había dicho que jamás se casarían. Se había reído y le había contestado algo como «¡Gracias a Dios!». Los ojos le brillaban, pero Nico se había dicho que era por el sol, no porque se le hubiesen saltado las lágrimas. Por aquel entonces Aurora no había sido más que una chica flacucha de dieciséis años, y no había vuelto a verla hasta unos años después.

Pero cuando había vuelto a verla… Giró la cabeza hacia Aurora, que estaba de pie, admirando la vista del Vaticano a través del cristal. Se había convertido en una mujer de curvas voluptuosas. El escote del vestido estaba cerrado con dos cordoncillos de cuero que se entrecruzaban y los extremos estaban anudados con un lazo. Se moría por deshacer ese lazo, por dejar al descubierto sus pechos, por sentarla en su regazo para besarla y…

Bajó la vista, pero sus ojos se posaron entonces en las piernas de Aurora, largas y torneadas. No había olvidado el momento en que esas mismas piernas habían rodeado sus caderas. Aurora era auténtico fuego, y no podía dejar que la mecha volviera a prenderse. Lo que ansiaba era que hubiera orden en su vida…

Al notar que estaba mirándola, Aurora sintió un cosquilleo en el estómago, y una ola de calor afloró entre sus piernas.

–Me gusta Roma –comentó, probando con un tema de conversación menos personal–. Pero cuando de verdad me gusta es en las primeras horas del día, cuando no hay casi gente ni coches por la calle. Esta mañana salí a explorar un poco, y me sentía como si tuviera toda la ciudad para mí –añadió–. Esta noche nos vamos todos a hacer un tour en autobús por la ciudad y… –se quedó callada, al darse cuenta de lo provinciana que debía parecerle diciendo eso–. ¿Estás ilusionado con la apertura del nuevo hotel? –le preguntó.

–Estoy deseando que pase.

Se alegraría cuando estuviera funcionando, cuando por fin pudiera desentenderse. Fue un alivio ver reaparecer a Marianna para repasar con él su agenda del día, aunque fuera con Aurora presente. Iba a tener una reunión con el personal del hotel de Silibri en quince minutos, y después tendría todo el día ocupado con otros asuntos.

–Mañana a las siete tienes un desayuno de trabajo, y el helicóptero estará esperándote a las nueve –leyó Marianna en voz alta.

–¿Podemos pasar a mi agenda en Silibri? –la interrumpió Nico con impaciencia–. Quiero ir a ver al médico de mi padre tan pronto como llegue.

–¿Te vas a Silibri? –repitió Aurora parpadeando–. ¿Cuando todos acabamos de llegar?

–Por enésima vez… –dijo Nico con un suspiro–: Habéis venido aquí para recibir formación.

Miró a Marianna, y sintió una profunda gratitud hacia ella cuando intervino.

–El señor Caruso y yo repasamos su agenda todas las mañanas –le dijo a Aurora–. Esto no es una reunión, ni una discusión; hacemos esto para asegurarnos de que las fechas y las horas son las correctas.

–Lo entiendo –murmuró Aurora.

Cuando hubieron terminado de repasar su apretadísima agenda para toda la semana, salieron del despacho para ir a la sala de reuniones. Al llegar ya estaba allí esperándolo el contingente de Silibri, y todos lo saludaron efusivamente. Demasiado efusivamente. Y había más regalos sobre la mesa: entre otras cosas unos biscotti caseros que había traído Francesca para acompañar el café que uno de ellos estaba sirviendo.

Vincenzo, su gerente de marketing, estaba sentado con la espalda rígida, visiblemente aturdido por el ambiente festivo de la reunión. Se pasó una mano por el cabello pelirrojo y le lanzó una mirada de espanto.

–Bien, empecemos –dijo Nico.

Vincenzo habló del entusiasmo que el hotel había generado en la zona, y dijo que había previstas unas cuantas entrevistas en medios nacionales, en programas de televisión de turismo, matinales y demás.

–Yo me haré cargo de esas entrevistas –añadió.

–Puedes dividírtelas con Aurora –intervino Nico.

Aurora iba a ser la gerente auxiliar de marketing. Conocía bien el lugar y tenía buenas ideas.

–Pero es que yo sé cómo tratar con los medios –apuntó Vincenzo–. Aurora puede resultar un poco… agresiva, y lo que queremos es ofrecer una imagen amable, que invite a venir a nuestro hotel.

–Vincenzo, no era una sugerencia: os dividiréis las entrevistas entre los dos –le aclaró Nico.

–Vamos con el siguiente punto de la reunión –dijo, con un asentimiento de cabeza dirigido a Francesca.

–Se han retrasado las pruebas de los uniformes –le informó esta–. Al personal no le gusta el color.

–Ni la tela… –intervino Aurora–. La lana es demasiado pesada, y el verde nos haría parecer la cuadrilla de Robin Hood.

Nico contuvo a duras penas una sonrisa. Vincenzo carraspeó y dijo:

–Pensamos que los uniformes deberían tener un toque más informal.

–Es un hotel de cinco estrellas –replicó Nico, sacudiendo la cabeza–. No quiero que mis empleados tengan un aire descuidado.

–Por supuesto que no –asintió Vincenzo–, pero hay un lino azul oscuro que quedaría espectacular con una camisa blanca de…

–Pareceríamos marineros –protestó Aurora con un mohín.

Nico se apretó el puente de la nariz con el índice y pulgar. ¿Cómo se le había ocurrido construir un hotel en Silibri? Debería haber vendido las tierras…

–¿Y qué tal en verde, como el uniforme de los otros hoteles de la cadena, pero en lino? –sugirió Francesca.

Aurora sacudió la cabeza.

–Seguiríamos pareciendo la cuadrilla de Robin Hood.

–¿Y qué sugieres tú, Aurora? –le espetó Nico, arrojando su bolígrafo sobre la mesa, exasperado.

Pero, por supuesto, Aurora ya tenía la respuesta:

–Naranja persa.

De su bolso sacó varias muestras de tela y se las pasó al resto. Era una mezcla de lino que no se arrugaba, les aseguró.

–El naranja es un color llamativo –objetó Vincenzo–. Quizá demasiado llamativo, ¿no?

–Este naranja no. De hecho, es bastante discreto –replicó Aurora. Ladeó la cabeza y miró a Vincenzo pensativa–. ¿Te preocupa que choque con tu pelo?

–Por supuesto que no –replicó Vincenzo azorado, pasándose la mano por el cabello pelirrojo.

–Porque, si es por eso –continuó Aurora–, podríamos tener uniformes en distintos tonos de naranja persa para cada escalafón del personal.

–¿Para cada… escalafón? –repitió Vincenzo, como sopesándolo.

Por su expresión, Nico supo que ya no le disgustaba tanto la idea, y vio que una sonrisilla de satisfacción afloraba a los labios de Aurora. Vincenzo lo llevaba claro si pensaba que iba a mandar sobre ella, a pesar de ser su superior. Aurora era como una fuerza de la naturaleza a la que no se podía contener.

–Lo pensaré –dijo Nico.

–¿Pero qué hay que pensar? –exclamó Aurora–. ¡Si es perfecto…!

–Hay mucho que pensar –insistió Nico–. Vamos con lo siguiente.

Se había previsto que la reunión durara unos treinta minutos, pero acabó siendo de más de una hora. Cuando todos los demás habían salido y Nico se disponía a cruzar la puerta, Aurora le cortó el paso.

–Me preguntaba si podríamos hablar un momento; se me ha ocurrido una idea.

–Todo lo que había que decir ya se ha dicho en la reunión –replicó él.

–Es que creo que puede ser una idea estupenda.

–Pues háblalo con Vincenzo, que es el gerente. Yo no suelo tratar con el personal auxiliar. Mira, Aurora, quiero dejarte una cosa bien clara. Vas a estar aquí una semana para recibir formación laboral y enterarte de cómo me gusta que se hagan las cosas en mi hotel. No estás aquí para hacer sugerencias, charlar conmigo y tomarnos una copa mientras nos ponemos al día. ¿Y no se supone que deberías estar con Marianna?

–Bueno, sí, pero…

–¿Y entonces qué haces ahí, plantada en mi camino?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MALDITO Nico! ¿Podría haberle dejado más claro que no la quería cerca de él? No podría haber sido más desagradable con ella aunque lo hubiera intentado. Mientras se alejaba, pensó en cómo le gustaría deshacerse de sus sentimientos por él, pisotearlos y lanzarlos lo más lejos posible de un puntapié. Aquel amor no correspondido la tenía harta y agotada.

–¡Aurora! –la llamó Marianna, apareciendo a su lado–. Tenemos que hablar. O, más bien, tienes que escucharme.

–Ya sé lo que vas a decirme –murmuró Aurora.

Pero Marianna se lo dijo de todos modos: que o se comportaba con un poco más de decoro y se mostraba menos impertinente, o no dejaría que la acompañase durante el resto de la jornada mientras cumplía con sus tareas.

Aunque Aurora entendía por qué le molestaba su actitud, no sabía cómo encajar en el molde en el que se esperaba que encajara, ni cómo podría dejar de ser ella misma cuando estaba cerca de Nico.

De niña, cuando Nico iba a su casa y ella le abría la puerta, lo saludaba con un «¡hola, marido!» para picarlo. Él sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco, desdeñando a aquella chiquilla precoz que buscaba constantemente su sonrisa y su atención.

Nico contestaba con un «tu padre me ha dicho que quiere que le corte leña», o algo así. Y aunque la ignoraba, se sentaba a verlo cortar la leña, y se le encogía el corazón cuando Nico se quitaba la camisa y veía un nuevo moretón o un nuevo corte en su espalda. ¿Cómo podía hacerle eso su padre?

Alguna vez, mientras cumplía con la tarea encomendada, Nico alzaba la vista y no la miraba irritado, sino que le regalaba una sonrisa, y eso la hacía muy feliz. De hecho, Nico no le había roto el corazón cuando se había ido de Silibri la primera vez, entonces ella solo tenía diez años, aunque durante un tiempo había llorado cada noche antes de quedarse dormida.

No, cuando le había roto el corazón había sido durante una de las raras visitas que les había hecho después de marcharse, cuando ella tenía dieciséis años. Estaba como loca solo porque Nico estaba allí. Esa tarde había estado charlando con su padre a puerta cerrada en el estudio. Ella había dado por hecho que estarían bebiendo el aguardiente de orujo que su padre había estado guardando para aquella ocasión.

Al cabo, Nico había salido y le había preguntado si quería dar un paseo con él. Ella le había pedido cinco minutos para ir al baño antes de irse, y allí se había limado un poco las uñas para que su mano estuviese más bonita cuando le pusiese el anillo. Hasta se había lavado los dientes para que el aliento le oliese a fresco cuando le diese su primer beso.

Habían bajado la colina y rodeado el viejo monasterio, pero en vez de dirigirse a las ruinas del antiguo templo, su lugar favorito, Nico le había propuesto que bajaran a la playa por la escalera esculpida en el acantilado.

–Tu padre y el mío están algo anticuados –había dicho Nico mientras caminaban por la playa desierta.

–¡Ya lo creo! –había exclamado Aurora nerviosa.

–Siempre intentando tomar decisiones por nosotros… –había añadido Nico.

Al oírle decir aquello había tenido la impresión de que quizá aquella no fuera a ser la conversación que tanto tiempo llevaba esperando.

–Sí, es verdad –había asentido con cautela.

–Mira, yo hace mucho que me negué a seguir dejando que mi padre me dijera lo que tengo que hacer –le había confesado Nico.

–Sé que es un hombre difícil, y que lo detestas, pero…

–Aurora –la había interrumpido él–, no me veo casándome. No quiero formar una familia. Quiero ser libre…

Aquel había sido el peor momento de su vida.

–¡Aurora!

La voz de Marianna irrumpió en esos recuerdos dolorosos.

–¿Has escuchado siquiera lo que te he dicho?

–Pues claro –contestó Aurora. La verdad era que no, pero podía imaginarse que sería más de lo mismo. Inspiró profundamente y le dijo–: No te preocupes, te prometo que no volveré a portarme como una idiota.

Iba a olvidarse de Nico Caruso de una vez por todas. Durante ocho años lo había amado en secreto, ¡un tercio de su vida!, y ya estaba bien. Había llegado el momento de poner fin a sus ridículas fantasías románticas. Si volvía a cruzarse con él actuaría con calma y se mostraría distante y profesional.

–Bueno, no pretendía que te lo tomaras así… –murmuró Marianna, esbozando por primera vez una sonrisa amable–