La huida de la princesa - Carol Marinelli - E-Book
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La huida de la princesa E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Para él, no era solo la madre de su futuro hijo La princesa Leila de Surhaadi estaba deseando escapar. Ya no soportaba vivir atrapada entre las sombras del pasado de su familia. Y, cuando por fin fue lo suficientemente valiente como para irse a otro país, una noche de locura y pasión consiguió que de verdad cambiara su vida para siempre.¡Estaba embarazada! Cuando el juerguista y mujeriego James Chatsfield se enteró por la prensa de que iba a ser padre, decidió que tenía que actuar sin perder tiempo. Iba a conseguir que se casara con él para proteger a su heredero.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Harlequin Books S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La huida de la princesa, n.º 115 - abril 2016

Título original: Princess’s Secret Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8126-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo1

 

Hubiera preferido que hubieras sido tú en vez de ella!

A la princesa Leila Al-Ahmar de Surhaadi se le heló la sangre en las venas cuando oyó lo que le decía la reina Farrah.

En el fondo, Leila siempre había sabido que su madre habría preferido que hubiera sido ella y no su hermana Jasmine la que hubiera muerto aquella terrible noche. Pero oírlo de los labios de su madre, unas palabras que ningún progenitor debería decir, le produjo un dolor para el que no había estado preparada. Esas palabras atravesaron su corazón como un puñal.

Pero no iba a darle a su madre la satisfacción de mostrarle hasta qué punto había conseguido herirla.

Solo por las noches, mientras dormía, lloraba desconsolada, echando en falta un amor que su progenitora nunca le había mostrado.

Pero la ausencia de amor en su vida había hecho que se convirtiera en una mujer muy fuerte. Así que se puso en pie con firmeza mientras miraba a la mujer que, con sus comentarios, había conseguido echar vinagre en sus heridas.

Si la miraba en ese momento de frente, en pie y en silencio, no era solo porque fuera una joven fuerte y con capacidad de recuperación, sino porque las palabras de su madre la habían dejado demasiado aturdida como para que pudiera reaccionar.

Durante sus veinticuatro años de vida, había hecho todo lo que había podido para evitar esa discusión, pero por fin había llegado el momento de dejar de huir de la verdad.

Después de la cena, en lugar de irse a su habitación y esconderse allí, Leila había tomado su querida qanun, una pequeña arpa que era mucho más que un instrumento para ella. Esa arpa era su amiga y su compañera. Tenía un sonido suave y puro, aunque a veces podía llegar a ser brutal y salvaje. Tocar ese instrumento la ayudaba a recordar que el amor existía. Aunque ella nunca hubiera tenido el de sus padres.

Farrah odiaba que su hija amara tanto la música. La reina le recordó, una vez más, que Jasmine había tocado el arpa mejor que ella. Después, se sentó frente al tapiz en el que llevaba más de dieciséis años trabajando. Noche tras noche, la mujer deshacía lo cosido y se ponía a bordar, repasando la misma parte de la labor una y otra vez, negándose a terminarla. Mientras tanto, el padre de Leila se sentaba en silencio en el mismo sillón de siempre. Ya nunca salía a pasear.

«No es verdad, no tocaba mejor que yo», protestó Leila sin atreverse a pronunciar en voz alta las palabras.

Le entraron ganas de gritárselo a su madre. Sabía que tenía razón.

La reina solía decir que Jasmine había tocado tan bien que las palomas se posaban en la ventana para oír su melodía.

La tensión había estado creciendo entre ellas hasta hacerse insoportable. Pero esa noche, Leila se había negado a ceder y, aunque sabía que su madre no había querido que se quedara en el salón, había seguido tocando, arrancando bellísimas notas a su querida qanun, negándose a estar en silencio. Un silencio que había sido durante años una especie de norma no escrita en el palacio.

Sabía que si su hermano mayor, Zayn, hubiera estado allí esa noche, habría podido poner paz y evitar que la tensión fuera escalando entre las dos. Él habría conseguido distraer a su madre de alguna manera.

Pero Zayn no estaba allí esa noche.

Pronto iba a casarse con la mujer con la que había estado prometido desde su infancia.

Para ella, en cambio, aunque ya tenía veinticuatro años, no había sido acordado ningún matrimonio.

Sabía que era un asunto demasiado doloroso para su madre, que no se cansaba de recordar, cada vez que salía el tema, lo bella que habría estado Jasmine vestida de novia, los preciosos bebés que habría tenido…

Jasmine, Jasmine, Jasmine.

Temía convertirse en una solterona y tener que permanecer en ese palacio para siempre, viviendo con sus padres toda la vida.

Creía que iba a tener que pasar noche tras noche escondida en sus habitaciones si no hacía nada para evitarlo. Decidió que esa era la noche en la que iba a tratar de cambiar las cosas e iba a hacerlo de la única manera que podía.

Leila contó, con los dedos pellizcando las cuerdas, lo que no podía decir con su boca.

Sus manos contaron la verdad.

La melodía que crearon sus dedos no fue tranquila y serena.

Recordó con su música aquella terrible noche de la que ya hacía dieciséis años, cuando murió su hermana Jasmine.

Leila solo había tenido entonces ocho años, pero lo recordaba bien. Y había sido ya como adulta cuando había realmente entendido con mayor claridad lo que había sucedido.

La melodía que creó describía a una mujer joven y muy rebelde que decidía saltarse las normas. Hablaba de drogas, de alcohol y de un baile provocativo con el que había sido entonces el mejor amigo de Zayn.

La música narraba otras cosas que ella seguía sin entender a pesar de ser ya una mujer adulta porque ella, a diferencia de su hermana Jasmine, siempre había tratado de ser una buena chica.

Esa noche, sin embargo, sus dedos hablaban de sexo, de la fruta prohibida y de una chica joven que se atrevía a bailar con el mismo diablo.

–¡Leila! –exclamó de repente su madre–. ¡Ya basta!

Pero sus dedos siguieron acariciando las cuerdas del arpa sin descanso. Se dejó llevar por la música. Describió también de esa manera la furia que había dominado a Zayn cuando se enteró de que su mejor amigo lo había traicionado seduciendo a su hermana.

No había podido olvidar las palabras cargadas de ira que habían salido de la boca de su hermano. Seguía sin comprender en su totalidad lo que había pasado, cómo algunos hombres parecían disfrutar más que nada con la persecución y la seducción del objeto de su deseo. Al parecer, el amante de Jasmine había sido uno de esos hombres y, después de hacerla suya, había perdido por completo el interés en ella.

Zayn había echado a ese hombre del palacio y Jasmine había tomado entonces la decisión de irse con él. Las consecuencias de esa decisión los había marcado a todos para siempre. Sabía que su hermano seguía llevando a sus espaldas la pesada carga de una culpabilidad que no lo dejaba vivir.

Los dedos de Leila recordaron con música los gritos que habían llenado el palacio esa noche, cuando se supo la terrible noticia. La joven princesa y su amante habían muerto en un accidente de coche poco después de salir del palacio.

Sin pronunciar ni una sola palabra, solo con su talento musical, había conseguido exponer la verdad de lo ocurrido esa noche.

–Khalas! –exclamó su madre para que se callara mientras se levantaba de su sillón.

La reina Farrah fue hacia ella, agarró el arpa y lo lanzó con estrépito contra el suelo. Leila se levantó deprisa para proteger su objeto más querido.

Fue entonces cuando su madre se lo dijo.

–¡Hubiera preferido que hubieras sido tú en vez de ella!

Su madre la miraba sin poder ocultar su ira. Se quedó en silencio, con la esperanza de que se retractara, que recobrara la compostura y le pidiera disculpas por lo que le acababa de decir, pero su madre hizo todo lo contrario. Aclaró sus palabras para que no pudiera tener ninguna duda.

–Habría preferido que hubieras sido tú la que muriera en aquel accidente, Leila.

Respiró profundamente antes de contestar. Había llegado el momento de defenderse.

–Tus palabras no me sorprenden, madre. Sé que has querido verme muerta desde que nací –le dijo Leila con firmeza.

Consiguió hablar sin que la angustia que sentía la traicionara. Pero sabía que era verdad lo que decía.

–Nunca quisiste tenerme, no se me ha pasado por alto el resentimiento que has sentido siempre hacia mí. Creo que pude incluso percibirlo en el sabor amargo de tu leche cuando me dabas de mamar.

Sabía que sus palabras podían parecer exageradas, pero lo cierto era que siempre había tenido la sensación de que su madre no la quería. No recordaba haberse sentido de otro modo.

–Yo no te di de mamar. Seguro que era la leche de tus amas de cría la que sabía amarga –le dijo su madre negándose a aceptar ninguna culpa–. Serían ellas las que te amamantarían con cierto resentimiento hacia ti. Siempre se quejaban. Fuiste un bebé difícil.

Leila deseó en ese instante que la gravedad no existiera. Quería apartarse de la tierra, elevarse hacia el espacio y desaparecer por completo.

Pero sus pies no se movieron del suelo.

–Por desgracia para ti, madre, no fui yo quien murió aquella fatídica noche. Estoy viva –le dijo Leila con firmeza–. Tengo una vida y ya he perdido demasiado tiempo tratando de conseguir que me quieras. Pero no pienso seguir haciéndolo.

Su madre no dijo nada.

Leila se dio la vuelta y pasó junto a su padre, que estaba sentado con la cabeza entre las manos. Le dolió que él no hubiera tratado de intervenir para defenderla. Sabía que seguía sufriendo mucho por la muerte de Jasmine, pero su silencio era atronador y casi tan doloroso como las palabras de su madre.

Salió del salón. Sus delicadas zapatillas de seda bordaba no hacían ningún ruido sobre el suelo de mármol. Era como si fuera un fantasma. Y el sonido que más echaba en falta en esos momentos era el de los zapatos de su madre corriendo tras ella para pedirle perdón y tratar de arreglar las cosas con ella.

Nunca se había sentido tan dolida. Le parecía increíble que no se arrepintiera de lo que le había dicho. A pesar de todo lo que le había hecho, seguía deseando que su madre le dijera que se había equivocado, que en realidad sí la quería.

Pasó junto a los retratos de la familia mientras iba por el largo pasillo hacia sus aposentos. Siempre andaba deprisa cuando pasaba a su lado y hacía todo lo posible por no mirar esos cuadros que tanto dolor le producían.

Pero, en ese momento, pensó que nada podría producirle más sufrimiento del que ya sentía en su corazón.

Aminoró la marcha, se detuvo y miró los cuadros.

Allí, en esa pared del palacio, estaba la historia de su vida. Allí, a la vista de todos, estaba la verdad que Leila siempre había conocido y que esa noche le había sido por fin confirmada de la manera más cruel.

La primera pintura en la que se fijó era un gran retrato de familia. Sus padres estaban sentados en el centro. Eran tiempos mucho más felices. Su madre sostenía a Zayn con una gran sonrisa mientras miraba al niño que iba a convertirse en rey algún día.

Leila adoraba a su hermano mayor. Zayn detestaba la injusticia y siempre intervenía para defenderla.

Durante su infancia, él había hecho todo lo posible por protegerla, una actitud que no había hecho más que intensificarse desde que muriera Jasmine.

Sabía que su madre también culpaba a Zayn por lo que le había sucedido a Jasmine.

Zayn no solo tenía que soportar el dolor de haber perdido a su hermana, con la que se había llevado muy poco tiempo, sino que además se culpaba por su muerte. Se le rompía el corazón cada vez que pensaba en cuánto habría sufrido su hermano durante todos esos años.

Pero no habría deseado que Zayn hubiera estado allí esa noche para apoyarla.

Sabía que su hermano no podía hacer nada para protegerla del dolor que estaba sufriendo.

No podía obligar a su madre a quererla. Era imposible.

Se fijó entonces en el siguiente retrato. En él, Jasmine lucía una pícara sonrisa. Su madre siempre hablaba de su sonrisa en esos términos, pero Leila creía que no era una sonrisa pícara, sino una muestra más de lo manipuladora que había llegado a ser su hermana. Lo sabía mejor que nadie. Había tenido que sufrir mucho por su culpa.

Las dos hermanas no podrían haber sido más distintas. Jasmine había sido una joven muy bella, divertida y extrovertida.

Leila, en cambio, era seria y responsable. Mientras miraba el retrato con los tres hermanos, no pudo evitar que se le encogiera el corazón al ver a esa niña con confusión en sus ojos. En la pintura, la pequeña Leila llevaba el pelo muy corto. A diferencia de Jasmine, había sido una niña algo gordita que no había destacado por su belleza. Pero lo que nadie le había perdonado nunca era que hubiera sido una niña.

El parto había sido tan largo y difícil que la reina no había podido tener más hijos después de que naciera ella. No había tardado demasiado en darse cuenta de que su nacimiento había sido una decepción para sus padres y, durante años, había intentado ser tan valiente y audaz como Zayn. Había querido incluso salir a cazar con su padre y con su hermano, pero solo había conseguido que la reina se burlara de ella.

Recordó entonces el día que tomó unas tijeras de la cocina del palacio y se las llevó a escondidas hasta su cuarto de baño. Se cortó entonces su larga melena negra. Había tenido la esperanza de que sus padres la quisieran si la veían con aspecto de niño.

–Fuiste una niña tan buena… –le dijo Leila a su retrato.

Cuando su madre la había encontrado en el cuarto de baño con las tijeras y su cabello en el suelo, le había dado una buena azotaina, además de avergonzarla por lo que había hecho.

Su cabello había crecido desde entonces y hacía tiempo que había perdido sus kilos de más. De hecho, se había convertido en una joven bella.

Pero tenía una belleza que pasaba inadvertida en los confines de ese palacio.

En vez de echarse a llorar, fue directa a sus aposentos.

–Puedes irte –le dijo a la criada que la esperaba junto a la puerta–. Vete, de verdad –insistió al ver que no se movía.

–Pero puede que me necesite –susurró la mujer.

–No, no necesito a nadie –repuso Leila.

Sabía que las criadas pensaban que era una joven muy antipática y arrogante, también su madre lo creía, pero esa arrogancia era su escudo, lo que la protegía de los demás.

–¡Fuera de aquí! –exclamó entre dientes.

La criada la miró con confusión en sus ojos. Esperó a que se fuera antes de entrar en sus habitaciones.

Fue entonces directa al vestidor que tenía en el dormitorio. Estaba lleno de exquisitas ropas hechas a mano por las expertas costureras del palacio y bordadas después por artesanas de su país, de Surhaadi. Pero no estaba interesada en esos vestidos. Se arrodilló y buscó algo tras ellos. Lo encontró en la esquina y lo sacó con dificultad de su escondite. Era un enorme arcón labrado en madera y con pedrería incrustada.

Sacó después del bolsillo de uno de sus vestidos la llave y volvió a ponerse de rodillas. Abrió entonces el arcón con manos temblorosas. Sintió en ese instante que Jasmine estaba allí con ella. Casi podía oír su voz.

–Tienes que esconderme estas cosas –le había pedido su hermana mayor–. Si alguien las encuentra, me metería en un buen lío.

–Pero ¿y si las encuentran en mi habitación? –le había preguntado Leila con preocupación.

–¿A quién se le iba a ocurrir mirar en tu cuarto? –había repuesto Jasmine entre risas–. Lo único que alguien puede esperar encontrar en tu habitación son libros y más libros. Escóndeme estas cosas aquí, Leila, por favor.

–No.

Jasmine le había dedicado entonces una sonrisa y le había dado un breve abrazo. Su hermana había sabido cuánto ansiaba que alguien le diera un poco de cariño.

–Por favor, Leila, hazlo por mí –había insistido Jasmine.

Y Leila había terminado por acceder a la petición de su hermana mayor.

Allí, en ese arcón, tenía las pruebas de que Jasmine no había sido la joven perfecta que sus padres habían creído que era, sino todo lo contrario. Abrió el arcón que llevaba años cerrado y escondido en su vestidor.

Quería volver al salón y enseñarles a sus padres esas pruebas, demostrarles que tenían un recuerdo muy equivocado de su hija mayor.

Sabía que ni siquiera Zayn, que aún vivía con la culpa de no haber podido evitar la muerte de su hermana, sabía hasta qué punto Jasmine había conseguido engañarlos a todos. Había llevado una vida mucho más salvaje y desenfrenada de lo que pensaban los demás.

Sacó un vestido del arcón y se quedó mirándolo. No, su hermana no había sido perfecta.

El vestido, negro y corto, era además muy escotado en la parte delantera. Había zapatos de tacón negros y otras muchas cosas. Comenzó a mirarlo todo. Había también una botella de vodka. La abrió y olió el licor.

Le habría encantado poder enseñarles todas esas cosas a sus padres, pero sabía que no podía hacerle eso a su hermana.

Incluso después de su muerte, siempre había tratado de proteger la reputación de su hermana. Solo un día después del funeral, había llegado al palacio un paquete desde el extranjero dirigido a Jasmine. Leila lo había llevado a sus habitaciones a escondidas y lo había metido en ese arcón sin abrirlo.

Lo sacó entonces y quitó el papel que lo envolvía. No tenía ni idea de lo que podría haber dentro de esa caja. No tardó en ver que se trataba de un conjunto de lencería. El sujetador era de terciopelo granate y las braguitas eran diminutas. Tocó la tela con los dedos. Era un conjunto muy provocativo y sexy. Creía que no podía haber ropa interior menos adecuada para una joven princesa.

Pero también tenía que reconocer que la lencería era preciosa.

Encontró un paquete de pastillas en el arcón y, aunque era bastante ingenua y muy inocente, supo enseguida que se trataba de píldoras anticonceptivas. Sabía que, si se tomaba una cada día, se podían tener relaciones sexuales sin tener que sufrir las consecuencias.

Volvió a meter las pastillas en el arcón y sacó una barra de labios. Leyó la etiqueta. Ese tono se llamaba «orgullo». Le pareció un nombre muy inapropiado. La abrió y vio que era del mismo tono granate de la ropa interior.

Creía que «vergüenza» habría sido un nombre mucho más adecuado para ese tono.

Pero se quedó entonces pensando en el juicio de valor que acababa de hacer.

Llegó a la conclusión de que era ella, Leila, la que tenía una vida vergonzosa.

Aunque Jasmine hubiera muerto demasiado pronto, al menos había tenido una vida divertida y la había exprimido al máximo. Había tenido el amor de sus padres y, al parecer, también había podido disfrutar entre los brazos de un hombre.

Miró de nuevo el paquete de pastillas. Lo tomó y sacó uno de los comprimidos.

Lo puso en la palma de su mano y se quedó mirándolo.

Soñaba con que alguien la abrazara, aunque solo fuera un momento. No podía siquiera imaginar cómo sería que alguien la besara.

Bajó la cabeza y se tragó la pastilla.

Después, sacó del vestidor una pequeña maleta. Era la que utilizaba cuando tenía que viajar por compromisos oficiales. Sus doncellas eran las que se encargaban de hacerle el equipaje, pero esa maleta era la que solía llevar en la cabina del avión privado de la familia real.

Tenía una tarjeta de crédito a su nombre. Era la que utilizaba para poder comprar libros y partituras por Internet. Se preguntó si podría utilizarla para comprarse un billete de avión.

Iba a hacerlo.

Estaba decidida. Iba a huir, iba a salir de allí. No había sido realmente consciente hasta ese momento, cuando fue casi de manera automática hasta la cómoda y sacó su pasaporte de un cajón.

Pero, ¿a dónde podía irse?

Sacó el paquete que había contenido la ropa interior y miró la dirección del remitente.

Ponía «Nueva York, estado de Nueva York».

Sintió una oleada de emoción en su estómago. Pero también tenía miedo. Se veía incapaz de hacerlo.

Sabía que Jasmine sí habría sido lo bastante valiente.

Jasmine sí lo habría hecho…

Se puso una túnica dorada y un velo. Metió en la maleta las cosas que habían sido de Jasmine y salió de su habitación. Pasó junto a los retratos reales y frente al salón donde seguían sus padres. Supuso que estarían hablando de Jasmine.

Se preguntó si llegarían incluso a darse cuenta de que se había ido.

Vio a un criado y le pidió que avisara a uno de los chóferes.

–Yalla! –le espetó para que se diera prisa.

Cuando por fin llegó a la puerta un conductor, le dijo que la llevara al aeropuerto.

Fue directa al mostrador de una de las aerolíneas y pidió un billete en primera clase. Contuvo la respiración mientras le entregaba la tarjeta a la mujer que la atendió y pudo por fin respirar con tranquilidad cuando vio que podía realizar la compra.

Aunque su asiento era muy cómodo, Leila estaba demasiado nerviosa como para poder relajarse. Cuando la azafata se ofreció a hacerle la cama para que pudiera dormir, le dijo que no, que prefería seguir sentada.

Estaba muy cansada, pero no quería dormir porque sabía que era entonces, en sueños, cuando no podría contener las lágrimas.

Recordó que Jasmine solía burlarse de ella cuando la veía llorar estando dormida, pero ya no tenía a nadie en su vida que pudiera reírse de ella.

Aun así, a menudo se despertaba en medio de la noche para descubrir que estaba llorando o veía por la mañana que su almohada estaba mojada y tenía los ojos hinchados. Sus sueños habían ido cambiando desde su niñez, pero seguían haciendo que se sintiera lo bastante mal como para llorar dormida.

Así que, en vez de dormir, tomó una revista y se quedó sin aliento al ver un reportaje sobre Nueva York. Las brillantes luces de Times Square consiguieron hipnotizarla. Después de pasarse toda la vida metida en el palacio real, era difícil imaginarse a sí misma en esa gran plaza.

Zayn, al ser hombre, había tenido mucha más libertad y Jasmine, a pesar de ser mujer, había conseguido tener también libertad, aunque tuviera que ser a escondidas.

Ella, en cambio, nunca se había atrevido a tanto.

Se fijó entonces en el anuncio de un bar y abrió mucho los ojos al ver los escandalosos nombres que tenían algunos de los cócteles de colores que allí ofrecían a los clientes. Llegó incluso a sonrojarse cuando vio que había uno que se llamaba «Superorgasmo».

Leyó un artículo sobre restaurantes de moda, donde al parecer la gente se juntaba solo para hablar y comer, y otro sobre dos hoteles de lujo en el corazón de Nueva York. El hotel Chatsfield atrajo especialmente su atención. La cadena tenía hoteles en las principales ciudades del mundo y, por lo que leyó, los famosos solían alojarse allí, sobre todo los que solían salir en la prensa protagonizando todo tipo de escándalos.

Descubrió al leer el artículo que el Chatsfield tenía cierta rivalidad con otro lujoso hotel neoyorquino, el Harrington. Era un establecimiento glamuroso, elegante y mucho más discreto que el Chatsfield.

Recordó el nombre de esos dos hoteles cuando, después de pasar sin problemas los controles de aduana, se encontró temblando en su túnica en medio de una gélida noche de invierno mientras esperaba en la cola para poder tomar un taxi.

Otros viajeros se quejaban por la tardanza, pero ella esperó pacientemente, con la cara girada hacia el cielo mientras disfrutaba al sentir por primera vez en su cara unos copos de nieve.

–¿A dónde? –le preguntó el conductor cuando por fin consiguió un taxi.

Leila sabía qué hotel de los dos habría elegido Jasmine. Estuvo a punto de pedirle que la llevara al Chatsfield, pero se echó atrás en el último momento.

–Al Harrington –le dijo Leila.

Sabía que, por mucho que lo intentara, nunca iba a poder ser como su hermana Jasmine.

Capítulo 2

 

Todo le resultaba extraño y distinto.

Hermoso e interesante, pero muy distinto.

Se sintió afortunada al poder refugiarse tras el velo que llevaba porque, cuando por fin entró en el hotel y fue directa al mostrador de recepción, se sintió como si todo el mundo la estuviera mirando.

Sabía que llamaba la atención, su túnica bordada en oro era increíble. Levantó la cabeza con orgullo cuando habló con la recepcionista y le pidió que alguien la acompañara a la mejor suite del hotel.

Pero no fue tan fácil como había pensado, le hicieron muchas preguntas y ella no respondió a todas con sinceridad. Mintió por ejemplo cuando le pidieron su dirección y se quedó en blanco cuando le preguntaron su número de teléfono.

–Me gustaría ir ya a la suite, por favor.

Pero tenían aún más preguntas.

–¿Señorita?

Frunció el ceño ante la pregunta de la recepcionista.

–¿Cuál es su tratamiento? –le aclaró la mujer.

Leila miró su tarjeta de crédito. Vio que allí solo aparecía su nombre, Leila Al-Ahmar, suspiró aliviada y se dio cuenta de que por fin podía ser quien quisiera ser.

–Sí, eso es. Señorita Al-Ahmar –le dijo Leila.

Esperó unos minutos más a que la joven introdujera todos sus datos en el ordenador. Entregó de nuevo la tarjeta de crédito, temiendo que sus padres hubieran decidido cancelarla, pero no tuvo ningún problema con ella.

La recepcionista le sonrió mientras le entregaba una llave magnética para su suite.

Pensó entonces que quizás sus padres ni siquiera eran aún conscientes de que se hubiera ido.

Cuando entró en su suite, vio que ya había allí una doncella deshaciendo su pequeña maleta. Le dio las gracias y le dijo que ya no la necesitaba más.

Pero la joven se quedó mirándola como si esperara algo de ella.

–Puedes irte –le dijo Leila con firmeza para dejárselo más claro.

Cuando se quedó sola, se acercó a una de las grandes ventanas y miró las concurridas calles de la ciudad. Trató de imaginarse a ella misma allí fuera.

No se veía capaz.