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Reclamaba a su reina… para legitimar a su heredero Malak, jeque y famoso playboy, pensó que jamás ocuparía el trono, pero, cuando su hermano abdicó de modo inesperado, se convirtió en el rey de Khalia. Dispuesto a cumplir con su obligación, quería olvidar su antigua vida y sus pasadas indiscreciones, hasta que descubrió la secreta consecuencia de una ardiente noche de pasión con Shona, una inocente camarera. Malak decidió reclamar a su heredero, pero Shona, fieramente protectora, no iba a dejar que le quitase a su hijo. La única alternativa era, por tanto, convertirla en su reina.
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Seitenzahl: 183
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Books S.A.
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La indiscreción del jeque, n.º 2790- julio 2020
Título original: Sheikh’s Secret Love-Child
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-637-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
CUANDO por fin ocurrió, Shona Sinclair no podía decir que se hubiera llevado una gran sorpresa.
Estaba horrorizada, sí. Asustada, desde luego. Pero no sorprendida.
En realidad, siempre había sabido que llegaría ese día.
«Prepárate» se dijo a sí misma. Porque por fin había llegado.
Eran cuatro hombres fornidos, de ojos helados. No parecían meros guardaespaldas sino… una guardia real. Lo supo en cuanto entraron en el restaurante mirando a un lado y a otro, no buscando una mesa como los demás clientes sino vigilando a todos los que estaban allí.
Shona estaba segura de que sabrían el nombre de cada camarero y hasta de los pocos clientes que comían gumbo de mala calidad y correosos buñuelos franceses.
Sabía quiénes eran y también sabía lo que significaba que estuvieran allí. Pero aún tenía esperanzas, de modo que contuvo el aliento y esperó.
Podría ser alguna celebridad, se dijo. Era habitual ver gente famosa en Nueva Orleans, incluso en un restaurante de segunda categoría como aquel.
Aún era temprano. El servicio de cenas todavía no había empezado y el restaurante estaba medio vacío, pero aquel era el famoso barrio francés de Nueva Orleans y podría llenarse en cualquier momento porque ese era el lema de la ciudad: «laissez les bon temps rouler». Nueva Orleansno conocía horarios.
Shona rezó para que llegasen otros clientes. Rezó fervientemente.
Pero cuando la puerta se abrió y un hombre entró en el restaurante, flanqueado por dos guardaespaldas, Shona supo que sus plegarias no iban a ser respondidas.
Estaba hecho. Todo había terminado.
Su peor pesadilla se había hecho realidad.
Porque conocía bien al hombre que acababa de entrar, ajustándose los puños de la camisa y mirando alrededor como si el local le pareciese ofensivo. Observó la decoración, los carteles y parafernalia del equipo de fútbol de los Saints en las paredes, y luego volvió su arrogante mirada hacia ella.
Los recuerdos la envolvieron. Recuerdos que recorrían su cuerpo como lava derretida, por mucho que intentase decirse a sí misma que no la afectaba.
Porque no era verdad.
Aún la afectaba.
Sabía que esos ojos no eran negros, como parecían a distancia, sino de un preciso color verde oscuro que solo había visto en otro ser humano. Y que esos altos pómulos y esa boca firme y tentadora eran aún más atractivos de cerca. Y sabía también que sus manos, elegantes y masculinas, podían hacer magia.
Shona sabía que su sonrisa podía hacer que una mujer perdiese la cabeza y que, además, se alegrase de hacerlo.
Había olvidado muchas cosas desde aquella noche abrasadora que cambió su vida para siempre, pero no lo había olvidado a él.
Aunque lo había intentado.
–Hola, Shona –la saludó, y hasta su voz era la misma–. Me alegro de volver a verte.
Shona nunca había olvidado esa voz ronca y profunda que era como una caricia, o su acento británico con dejes de su propio idioma, el que hablaban en el lejano reino de Khalia.
Nunca había oído hablar de Khalia antes de conocerlo, pero ahora sabía más de lo que quería sobre un sitio que no tenía intención de visitar. Por ejemplo, que el país estaba situado en la península arábiga, sobre el mar de Omán, y había sido gobernado por la misma familia durante siglos. Se había encargado de leer todo lo que pudo desde aquel día, cinco años antes, cuando abrió una revista en la consulta del ginecólogo y descubrió que el hijo que esperaba, el resultado de un revolcón con un extraño al que pensó que jamás volvería a ver, era el príncipe Malak de Khalia.
Estaba allí, en las fotografías de la revista, siempre rodeado de modelos, en elegantes ciudades europeas que Shona no conocería nunca. Europa era una fantasía para chicas como ella, sin familia, sin dinero y sin futuro.
Y los príncipes eran un sueño tan imposible como un viaje a Europa.
Aunque hubiese querido ponerse en contacto con él para contarle que estaba esperando un hijo, no habría sabido cómo hacerlo. Dudaba que fuese tan sencillo como llamar al palacio y hablar con el príncipe de Khalia, pero de haberlo hecho, él lo habría negado o habría entrado en su vida como una tromba.
Porque eso era lo que hacían los hombres ricos y poderosos. Shona lo había visto más de una vez. Las mujeres como ella eran buenas para pasar una noche, pero no para casarse y tener hijos.
Los hombres ricos tenían abogados que redactaban acuerdos de confidencialidad, amenazaban y ofrecían sobornos. Cualquier cosa para alejar a un hijo inesperado de su vida y de la esposa que no sabía nada sobre las aventuras del infiel marido.
Pero esas eran las historias con final feliz. La situación era mucho peor para las mujeres que perdían a sus hijos porque no tenían dinero para contratar a un abogado y luchar por ellos en los tribunales.
Pero eso no iba a pasarle a ella. Ese día, en la consulta del ginecólogo, Shona se había jurado a sí misma que nadie le quitaría a su hijo. Miles era todo lo que tenía y no lo perdería por nada del mundo.
No había querido volver a ver al príncipe Malak de Khalia, pero allí estaba, cinco años después.
–No finjas que no te acuerdas de mí –dijo él entonces, mirando con gesto displicente el suelo pegajoso del restaurante–. Sé que me recuerdas. Además, tú no sabes mentir.
Shona se derritió al escuchar su voz, pero tenía que controlarse. Él no tenía por qué saber que aún podía afectarla de ese modo.
–¿Qué sabes tú de mí? –le espetó, en el tono con el que hablaría a un loco que hubiese entrado de la calle.
Los guardaespaldas la fulminaron con la mirada, pero Malak no parecía ofendido.
–Más de lo que tú crees.
–Veo que esta vez has venido con amigos. Una visita social, imagino. Una pena que esté tan ocupada.
Malak sonrió, aunque no era la sonrisa que ella recordaba de esa noche sino una mueca fría y autoritaria que la asustó. Además, no despidió a los guardaespaldas y eso dejó claro que aquella aparición no era una extraña coincidencia.
Malak era un famoso príncipe, con docenas de novias por todo el mundo. ¿Por qué iba a querer repetir la experiencia con ella después de tanto tiempo?
Solo había una razón para que estuviese allí, en el restaurante en el que trabajaba. Y seguramente ya habría estado en su casa, en una callejuela del barrio francés.
Se alegraba infinitamente de haber dejado a Miles en el apartamento de su amiga Ursula antes de ir a trabajar. Ursula tenía una niña de seis años y hacían turnos para cuidar de los niños desde que se conocieron, trabajando como camareras. Eran amigas por necesidad, nada más.
La verdad era que Shona sabía tan poco sobre la amistad como sobre la familia.
–¿Hay algún sitio en el que podamos hablar? –le preguntó Malak.
Solo se habían visto una vez, cinco años antes, pero el hombre al que conoció durante esa noche imposiblemente carnal de la que se negaba a avergonzarse nunca había hablado en ese tono.
Como si no estuviera haciendo una pregunta sino dando una orden.
Pero a Shona no le gustaba que le diesen órdenes. Ya le habían dado demasiadas cuando era niña.
Su madre la había abandonado cuando era un bebé y había vivido en casas de acogida hasta que cumplió la mayoría de edad. Desde entonces, había tenido que aprender a defenderse por sí misma, antes y después de quedar embarazada, porque nadie más iba a hacerlo por ella.
Y no pensaba cambiar por un engreído príncipe con un traje de chaqueta que seguramente costaba más que el alquiler anual de su casa.
–No, no hay ningún sitio en el que podamos hablar –respondió, irguiendo la espalda. Y, por su expresión, era evidente que Malak no estaba acostumbrado a recibir negativas–. No tenemos nada que decirnos.
No iba arreglada como la noche que se conocieron. Era una camarera, nada más y nada menos, y no se avergonzaba de ello. Llevaba una camiseta negra con el logo del restaurante, un delantal negro y la falda corta de color rojo que su jefe se empeñaba en que se pusiera. Aunque no le importaba porque ayudaba a conseguir propinas. Se había apartado el pelo de la cara, dejando que sus negros rizos flotasen alrededor como una nube.
No se parecía nada a las elegantes modelos con las que Malak solía salir en las revistas y se alegraba. Tal vez así recordaría por qué se había ido del hotel sin despedirse cinco años antes. Tal vez si destacaba su falta de clase, volvería a desaparecer y la dejaría en paz.
Ojalá fuera así.
–Me temo que yo sí tengo algunas cosas de las que hablar –anunció Malak, con tono autoritario–. Y no vas a poder evitarlo, por mucho que quieras.
Mientras hablaba, metió las manos en los bolsillos del pantalón y sonrió como si hubiera ido allí para charlar amistosamente.
Y ese era el hombre al que Shona recordaba; el hombre al que había conocido cinco años antes en el bar de un hotel.
Shona recordaba bien esa sonrisa contagiosa, sensual. Y cómo la había empujado a hacer algo que no había hecho nunca. Siempre se había negado a lamentarlo, pero ahora, con el corazón acelerado y sin aliento, temía que todo hubiese cambiado.
Porque el Malak que ella recordaba, travieso y seductor, no era cosa de su imaginación después de todo. Ahora tenía un aspecto diferente, más maduro. Su expresión era más sombría, menos juguetona y alegre.
Pero seguía siendo él y en esa postura era imposible no recordar… todo.
Y eso era un problema porque ningún otro hombre la había afectado como él. De hecho, nunca había tocado a ningún otro.
Shona intentó apartar de sí tal pensamiento porque esa era la última de sus preocupaciones en aquel momento. Pero, de repente, le pesaban todos esos años sintiéndose demasiado cansada, demasiado estresada, demasiado pobre, siempre demasiado algo para salir y conocer a alguien. Porque Malak, la suma total de su experiencia con el sexo y los hombres, tenía el poder de poner su vida patas arriba.
Otra vez.
–Aunque tuviésemos algo de qué hablar, y no es así, estoy trabajando –le dijo, en el mismo tono que antes, como si estuviese a punto de llamar a la policía para que lo echasen del restaurante–. Este no es ni el momento ni el sitio. Deberías haber llamado por teléfono, como una persona normal.
–Una llamada no habría sido lo más adecuado en estas circunstancias.
–No hay ninguna circunstancia –replicó ella.
Porque solo podía estar hablando de una cosa y Shona no iba a dejar que pasara. Nunca, de ningún modo.
Había temido ese momento durante años y ahora que había llegado sentía como si estuviese preparada. Tal vez por eso, a pesar de los locos latidos de su corazón y la sensación de angustia en el estómago, se concentró en resolver la situación en lugar de dejarse llevar por el miedo.
Notó que los guardaespaldas habían bloqueado las puertas y calculó lo que tendría que hacer para salir del restaurante, ir a buscar a Miles y escapar de Nueva Orleans.
Lo único bueno de haber crecido en la pobreza y tener poco más que nada a su nombre era que desaparecer no sería un problema. Podría salir de allí y marcharse donde fuera, lo más lejos posible. Sería como si Miles y ella no existieran. En realidad, debería haberlo hecho cinco años antes.
–Tienes razón, por supuesto –asintió Malak entonces, con un brillo peligroso en sus ojos verdes, los ojos de Miles–. Él no es una circunstancia, es un niño. Creo que le has puesto Miles de nombre, ¿no?
Shona se quedó helada, pero no de miedo. O no solo de miedo sino de ira.
–Miles no es asunto tuyo.
–Es mi hijo, de modo que es asunto mío –dijo él, con tono acusador–. ¿Prefieres criarlo en la pobreza en lugar de dejar que ocupe su sitio como el único hijo del rey de Khalia?
–Me da igual quién sea su padre –replicó Shona–. Lo que importa es que es «mi»hijo.
–Deja que te cuente lo que pasa cuando un príncipe se convierte en rey –dijo Malak entonces, con tono amenazador–. No hace falta que me des el pésame. Ni mi padre ni mi hermano han muerto. Han abdicado, uno después del otro, como un dominó real.
Shona no quería escucharlo, no quería entender lo que decía porque eso significaría…
–Los traspasos de poder son siempre delicados y peligrosos, pero mucho más cuando el nuevo rey no ha sido educado para ocupar el trono –siguió él–. Por supuesto, cuando se ha decidido quién será el nuevo monarca, los investigadores de palacio indagan en su vida y en sus relaciones. Y en este caso han descubierto que soy un hombre que… ¿cómo debo decir esto?
–¿No es capaz de controlar sus impulsos?
Malak esbozó una sonrisa.
–Si no recuerdo mal, tú no querías que me controlase –replicó, encogiéndose de hombros–. Lamento decir que los investigadores han tenido mucho trabajo, pero han localizado a todas las mujeres con las que he tenido algún tipo de relación.
–Imagino que deben estar agotados.
Malak inclinó la cabeza en un gesto de burlón asentimiento.
–Todas mis conquistas han sido investigadas para comprobar si alguna de ellas pudiera ser un bochorno para el trono. Y de todas ellas, de esa legión de antiguas amantes, solo tú guardas un secreto que ha hecho que el pelo de mis ministros se haya vuelto blanco de la noche a la mañana.
–Estás equivocado –dijo Shona, desesperada–. Miles y yo no tenemos nada que ver contigo.
–Admiro tu independencia –dijo él, aunque su tono sugería lo contrario–. Pero me temo que no hay alternativa. El niño es hijo mío y, por lo tanto, es el heredero del trono de Khalia. Y eso significa que no puede quedarse aquí.
Shona se clavó los dedos en los costados. Aquella era la pesadilla que había tenido más de una vez desde que nació Miles, pero en esa ocasión no podía despertar. No podía hacer que Malak desapareciese.
–Deja que te aclare algo –empezó a decir, después de aclararse la garganta. Su corazón latía acelerado, pero tenía los ojos clavados en Malak como si fuera un objetivo… si encontrase el arma adecuada–. No vas a tocar a mi hijo y si lo intentas, ni seis fornidos guardaespaldas van a salvarte.
No sabía qué esperaba que hiciese Malak después de tan temeraria afirmación, pero desde luego no había esperado que soltase una carcajada. Reía con esa alegría contagiosa, esa despreocupada sensualidad, que había sido su ruina cinco años antes.
Su risa no había cambiado en absoluto. El oscuro y sombrío traje de chaqueta era nuevo, como los guardaespaldas que lo rodeaban y esa nota grave en su tono cuando hablaba sobre tronos y herederos.
Pero esa risa era tan peligrosa como recordaba. Tal vez más porque, al contrario que entonces, Shona no quería escucharla.
Se rizaba como el humo, insinuándose en cada poro de su piel. Lamía como el fuego y peor, era como una caricia entre sus piernas.
Se había dicho a sí misma que esa noche estaba borracha. Se había dicho a sí misma que había imaginado la poderosa atracción que sentía por aquel extraño, el irresistible deseo de estar con él. Había imaginado todo eso, estaba segura, porque jamás había vuelto a sentirlo por otro hombre. Nunca había vuelto a sentir algo así desde entonces.
Pero no lo había imaginado.
Él era el único hombre que la hacía sentir esas cosas y ni el tiempo ni la amargura habían atenuado ese efecto.
Malak estaba allí con sus guardaespaldas, amenazándola. Y, sin embargo, seguía sintiendo esa poderosa atracción. ¿Qué demonios le pasaba?
Cuando dejó de reír y volvió a mirarla, Shona estaba sin aliento. Y ese era un problema grave.
–Hay cierta libertad en tener pocas opciones –dijo él, casi con tristeza–. Pero todo saldrá bien, Shona. De una forma o de otra, todo saldrá bien. Solo tenemos que discutir…
–No hay nada que discutir –lo interrumpió ella, desesperada–. Tienes que darte la vuelta y volver por donde has venido. Ahora mismo.
–Ojalá pudiese hacer eso –dijo Malak, con tono resignado–. Pero es imposible.
–No puedes…
–Miles es el hijo del rey de Khalia –la interrumpió él, con una mirada implacable.
Tan implacable y firme como ese cuerpo esculpido a la perfección, ejercitado en brutales e intensas clases de artes marciales, no en un gimnasio.
Ella sabía que era poderoso, letal. Y que no podía luchar contra un hombre como él.
–Enhorabuena, Shona –dijo Malak entonces, con un tono cargado de oscuras promesas–. Miles es mi hijo y eso te convierte en mi reina.
MALAK estaba furioso.
No, furioso era decir poco. Estaba fuera de sí, aunque no tenía derecho a estarlo porque él era el culpable de aquella situación. Nadie lo había empujado a vivir como había vivido, buscando el placer continuamente. Pero saber que él era el culpable solo empeoraba su mal humor.
Se había quedado atónito cuando los consejeros del palacio le mostraron las fotografías. Tenía suficientes problemas con la abdicación de su hermano Zufar tras la de su padre y la noticia de que, tras una vida siendo ignorado por todos, algo que siempre había disfrutado porque podía hacer lo que quería sin que nadie le recordase sus responsabilidades, ahora tenía que ser el rey de Khalia.
Malak nunca había querido ser el rey de Khalia. ¿Quién querría tan pesada carga? Él prefería una vida de excesos y diversión, pero su hermano Zufar había encontrado la felicidad con Niesha, algo que jamás habría creído posible si no lo hubiera visto con sus propios ojos.
Y él quería a su hermano y a su país, de modo que la decisión estaba tomada.
La decisión tal vez, pero no la ejecución. Por el momento, su iniciación en el nuevo papel de monarca estaba siendo todo lo que había temido y más.
Empezando por el examen de su sibarita existencia que hacían sus consejeros. Poniendo ante él todas sus conquistas, una por una, hasta que Malak se sintió asqueado de sí mismo y de los obscenos deseos que nunca había intentado contener.
Nunca antes se había sentido avergonzado, pero era inevitable al verse enfrentado a tantas fotografías y tantos archivos enumerando sus indiscreciones, una detrás de otra hasta el infinito. Y particularmente cuando tantas de esas mujeres no eran más que un vago recuerdo para él.
Sin embargo, recordaba a Shona. Perfectamente.
¿Cómo no iba a recordarla? Había tenido el privilegio de disfrutar de muchas mujeres hermosas, pero ella era diferente.
Era su última noche en Nueva Orleans, después de una semana disfrutando de bandas de blues y todo tipo de comportamiento cuestionable. Había decidido tomar una copa en el vestíbulo del hotel antes de volver a casa para ver a sus familiares, que desaprobarían su comportamiento si se parasen un segundo para pensar en él.
Y entonces allí estaba. Era insoportablemente bella, con una piel oscura y unos labios carnosos que lo habían excitado incluso a distancia. El pelo rizado era como un halo alrededor de su rostro y Malak anheló enterrar las manos en esos preciosos rizos oscuros. Llevaba un sencillo vestido corto que brillaba como el oro y convertía sus curvas en un poema.
Ella se había acercado a la barra del bar para sentarse en el único taburete vacío, al lado del suyo.
Y Malak solo era un hombre. Un frívolo, según su familia, cuando se molestaban en prestarle atención, y según las revistas que detallaban todos sus movimientos.
Malak sonrió a la chica más guapa que había visto en mucho tiempo y ella le devolvió la sonrisa con un aire de inocencia que lo dejó trastornado.
Había sido una revelación.
–Es la primera vez que vengo aquí –le había dicho en voz baja, como si estuviese compartiendo un secreto–. Esta noche cumplo veintiún años y he decidido celebrarlo a lo grande.
Malak había tardado un momento en recordar dónde estaban. Y en recordar las leyes americanas, que enviaban a chicos y chicas de dieciocho años a la guerra, pero les prohibían beber alcohol hasta los veintiuno.