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La mansión en ruinas de Windfeld Hall lleva muchos años abandonada hasta este momento, cuando en ella se instalan unos nuevos y misteriososinquilinos: una mujer sola, viuda, al parecer, que llega con su criada y su hijo pequeño.No es de extrañar que en este pueblo apacible y tranquilo no tarden endespertar la atención de sus vecinos: ella es una mujer un tanto retraída ypoco sociable, que, en contraste con la belleza del entorno que la rodea,los prados verdes y campos de manzanos de la campiña inglesa, escondeun pasado terrible y tortuoso..."Las sonrisas y las lágrimas son tan parecidas a mí, no pertenecen a ningúnsentimiento en particular: a menudo lloro cuando estoy feliz, y sonrío cuando estoy triste".El relato de la menor de las hermanas Brontë ha sido considerado por lacrítica una de las primeras novelas feministas de la historia de la literatura.En ella su autora hace una representación moderna de los defectos ymiserias de la condición humana, que paradójicamente, a la vez que quizáspor eso, fue publicada inicialmente bajo un seudónimo de un nombre masculino...Este relato violento y brutal que escandalizó y repugnó a sus contemporáneos no ha perdido vigencia ni actualidad y ha sido llevado a la televisión en dos ocasiones por la cadena británica BBC.-
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Seitenzahl: 847
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Anne Brontë
Saga
La inquilina de Windfeld Hall
Original title: The Tenant of Wildfell Hall
Original language: English
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1848, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726672855
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
A J. HALFORD, ESQ.
Querido Halford:
La última vez que nos vimos, me obsequiaste con un relato muy interesante y pormenorizado de los acontecimientos más notables de tu vida, ocurridos con anterioridad a nuestro primer encuentro; y a continuación me pediste a cambio parecidas confidencias. No encontrándome en aquel momento en un estado de ánimo propicio para la narración, decliné hacerlo, con la excusa de no tener nada especial que contar, y otras parecidas que fueron consideradas totalmente inadmisibles por tu parte; porque aunque cambiaste de inmediato de conversación, lo hiciste con el aire de un hombre que no se queja pero está profundamente dolido y tu semblante se cubrió con una nube que lo oscureció hasta el final de nuestra charla, y, por lo que sé, lo sigue oscureciendo; porque tus cartas se han distinguido desde entonces por una cierta rigidez y reserva dignas y al mismo tiempo semimelancólicas, que me habrían afectado seriamente si mi conciencia me hubiera acusado de merecerlas.
¿No te da vergüenza, mi querido amigo, a tu edad, cuando nos conocemos tan íntimamente y desde hace tanto tiempo y cuando te he dado tantas pruebas de franqueza y confianza, sin quejarme nunca de tu carácter, a su vez, taciturno y reservado? Pero, en fin, así es, supongo. No eres de natural comunicativo y pensaste que habías hecho una gran cosa y que habías dado en aquella ocasión una prueba sin parangón de confianza y amistad —que, sin duda, has jurado, será la última de este género—, y consideraste que lo menos que yo debía hacer, después de tan inmenso favor, era seguir tu ejemplo sin dudarlo ni un momento...
¡En fin...! No he cogido la pluma para hacerte reproches, ni para defenderme, ni para pedir disculpas por ofensas pasadas, sino para, si fuera posible, expiarlas.
Es un día lluvioso, diluvia más bien, la familia se ha ido de visita, yo estoy solo en mi biblioteca, he estado examinando cartas y papeles antiguos, húmedos, meditando sobre tiempos pasados... Así que estoy en el estado de ánimo adecuado para entretenerte con una historia del viejo mundo; y después de retirar los pies, bien chamuscados, de los quemadores, he girado sobre los talones y me he dirigido a la mesa para dedicar las líneas que preceden a mi viejo y hosco amigo. Ahora estoy a punto de obsequiarte con un esbozo —no, no un esbozo—, un relato completo y fiel de ciertas circunstancias relacionadas con el hecho más importante de mi vida —al menos de mi vida anterior a mi relación con Jack Halford—, y cuando lo hayas leído, acúsame, si puedes, de ingratitud y reserva hostil.
Sé que te gustan las historias largas y que insistes mucho en los detalles concretos y circunstanciales, igual que mi abuela, así que no voy a ahorrártelos: mis únicos límites serán mi paciencia y mi propio placer.
Entre las cartas y los papeles de los que hablé, está un viejo y descolorido diario mío, que menciono para asegurarme de que no cuento sólo con la memoria —por muy tenaz que ésta sea— para apoyarme en mi relato, con el fin de no abusar demasiado de tu credulidad cuando me sigas a través de los pequeños detalles de la narración... Así que empecemos, pues, de una vez, con el primer Capítulo, ya que éste será un cuento con muchos capítulos...
UN DESCUBRIMIENTO
Debes retroceder conmigo al otoño de 1827. Mi padre, como sabes, fue una especie de hacendado caballero en el condado de...; y yo, por su expreso deseo, le sucedí en la misma tranquila ocupación, no de muy buena gana, pues la ambición me impulsaba hacia metas más elevadas, y la vanidad, desoyendo su voz, me decía que estaba enterrando mi talento en los campos, escondiendo mi inteligencia tras los arbustos. Mi madre habría hecho todo lo posible para persuadirme de que yo era capaz de grandes proezas; pero mi padre, que creía que la ambición era el camino más seguro hacia la ruina y el cambio una palabra equivalente a destrucción, no hubiera prestado atención a ningún plan para mejorar mi condición o la de mis semejantes. Me aseguró que todo era una necedad y me exhortó, con su aliento agonizante, a continuar por el viejo y buen camino, a seguir sus pasos y los de su padre antes que él, olvidándome de mis pretensiones, a pasar honradamente por el mundo, sin mirar a derecha ni izquierda, y a transmitir los acres paternos a mis hijos en un estado, al menos, tan floreciente como él me los dejaba a mí.
«¡En fin...! Un agricultor honrado y trabajador es uno de los miembros más útiles de la sociedad; y si dedico mis talentos al cultivo de mis tierras y a la mejora de la agricultura en general, con ello beneficiaré no sólo a mi familia y a mis subordinados, sino, en cierto modo, a toda la humanidad; por tanto, no habré vivido en vano».
Con este tipo de reflexiones trataba de consolarme al atardecer de un día frío, húmedo y gris de finales de octubre, mientras atravesaba los campos con paso cansino en dirección a mi hogar. Pero el resplandor de un fuego luminoso y rojo que se divisaba a través de la ventana del salón fue más eficaz para levantarme el ánimo y reprocharme mis desagradecidas quejas, que todas las sabias reflexiones y buenas determinaciones que había obligado a forjar a mi mente. Yo era joven entonces, recuerda —tenía sólo veinticuatro años—, y no había adquirido la mitad del dominio que ahora tengo sobre mi espíritu, por insignificante que pueda ser.
Sin embargo, no debía entrar en aquel paraíso de bienaventuranza hasta haber cambiado mis botas llenas de barro por un par de zapatos limpios, mi tosco sobretodo por una respetable levita, y haber en general arreglado mi aspecto para estar presentable ante una sociedad decente; mi madre, con toda su benevolencia, era especialmente exigente en ciertos puntos.
Al subir a mi habitación me encontré en la escalera con una muchacha inteligente, bonita, de diecinueve años, con una figura aseada, regordeta, cara redonda, luminosa, frescas mejillas, rizos brillantes, arracimados, y ojos alegres y castaños. No necesito decirte que era mi hermana Rose. Es, estoy seguro, una madre de familia que conserva todavía su belleza, no menos evidente —a tus ojos— que aquel día feliz en que te fijaste en ella por primera vez. Nada me hizo pensar entonces que sería, años más tarde, la esposa de alguien desconocido hasta entonces para mí, pero destinado a convertirse más adelante en un amigo más íntimo que incluso ella misma, más entrañable que aquel muchacho malcriado de diecisiete años por quien fui empujado en el corredor cuando se dirigía abajo, estando a punto de hacerme perder el equilibrio, y quien, como correctivo de su imprudencia, recibió un sonoro golpe en la cabeza; la cual, sin embargo, no pareció muy afectada por el castigo, porque, además de ser más dura de lo normal, estaba protegida por una greña excesiva de cabellos cortos y rizados de color rojizo, que mi madre llamaba «albazano».
Al entrar en el salón encontramos a aquella venerada señora sentada en su sillón junto al fuego, concentrada en su labor de calceta, siguiendo su costumbre habitual, cuando no tenía nada que hacer. Había avivado los rescoldos de la chimenea y hecho un fuego resplandeciente para recibirnos; la criada acababa de llevar la bandeja para servir el té. Rose estaba sacando el bote del té y el azucarero del armario del oscuro aparador de roble, que brillaba como ébano pulido en la alegre media luz del salón.
—¡Vaya, ya estáis aquí los dos! —dijo mi madre alzando la voz y observándonos con detenimiento sin dejar de mover sus ágiles dedos y las brillantes agujas—. Cerrad la puerta y acercaos al fuego mientras Rose prepara el té; estoy segura de que estáis hambrientos. Decidme dónde habéis estado durante todo el día; me gusta saber por dónde andan mis hijos.
—He estado adiestrando al potro rucio (lo que no es tarea fácil), dirigiendo la arada de la última rastrojera (porque el yuntero no sabe orientarse) y haciendo un plan de drenaje amplio y eficaz para las tierras bajas de pastos. —¡Así me gusta! Y tú, Fergus, ¿qué has estado haciendo? —Colocando trampas para los tejones.
Y entonces pasó a relatar minuciosamente su diversión, exponiendo los respectivos grados de destreza del tejón y los perros; mi madre aparentaba escuchar con gran atención y miraba el rostro animado de mi hermano con una expresión de maternal admiración que me pareció completamente desproporcionada.
—Ya es hora de que hagas algo de provecho, Fergus —dije yo tan pronto como una pausa momentánea en su relato me permitió dar mi opinión.
—¿Qué puedo hacer? —replicó él—. Mi madre no quiere dejarme embarcar ni entrar en el ejército, y estoy decidido a no hacer nada, salvo convertirme en una molestia tal para todos vosotros que agradezcáis el desembarazaros de mí de cualquier manera.
Nuestra madre le pasó dulcemente la mano por su corto y ondulado cabello. Él gruñó y trató de parecer arisco, y luego nos sentamos a la mesa en nuestros lugares, obedeciendo el requerimiento tres veces repetido de Rose.
—Ahora tomad el té —dijo ella—, y os contaré lo que he estado haciendo. He estado en casa de los Wilson. Es una verdadera lástima que no hayas venido conmigo, Gilbert, porque Eliza Millward estaba allí.
—Bueno, ¿y qué pasa?
—¡Oh, nada! No te voy a hablar de ella; sólo te diré que es una persona amable, encantadora, cuando está de buen humor, y que no me importaría llamarla...
—¡Cállate, no sigas, querida! ¡A tu hermano no se le ha pasado semejante idea por la cabeza! —murmuró con seriedad mi madre, levantando un dedo.
—Bueno —continuó Rose—, iba a contaros un montón de noticias importantes que oí allí. Estoy deseando contarlas desde entonces. Como sabéis, hace un mes se dijo que alguien iba a alquilar Wildfell Hall. Y... ¿qué creéis que ha ocurrido? ¡La casa está habitada desde hace más de una semana! ¡Y nosotros no sabíamos nada!
—¡Imposible! —gritó mi madre. —¡Absurdo! —chilló Fergus.
—¡Está habitada, de verdad, y por una dama! —¡Válgame el cielo! ¡La casa está en ruinas!
—Ha hecho habitables dos o tres habitaciones; vive allí sola, con una vieja criada.
—¡Oh, no! Eso lo estropea todo. Yo esperaba que fuera una bruja — observó Fergus, mientras cortaba una tostada gruesa y la untaba de mantequilla.
—¡No digas tonterías, Fergus! ¿No es extraño, mamá?
—¿Extraño? ¡Apenas puedo creerlo!
—Pues puedes creerlo, porque Jane Wilson la ha visto. Fue hasta allí con su madre, quien, naturalmente, cuando se enteró de que había una extraña en la vecindad estuvo en ascuas hasta que la vio y consiguió enterarse de todo lo que pudo sobre ella. Se llama señora Graham y está de luto, aunque no de luto riguroso, y es bastante joven, dicen, no más de veinticinco o veintiséis años, ¡y muy reservada! Hicieron todo lo posible para averiguar quién era, de dónde venía, todo; pero ni la señora Wilson, con sus obstinadas e impertinentes indiscreciones, ni la señorita Wilson, con sus hábiles maniobras, pudieron obtener una sola respuesta satisfactoria, o por lo menos una alusión casual, una expresión fortuita calculada para aliviar su curiosidad o que arrojara el más débil rayo de luz sobre su historia, sus circunstancias, o sus parientes. Por otra parte, apenas fue amable con ellas y evidentemente se mostró más deseosa de decir «adiós» que «mucho gusto en conocerlas». Pero Eliza Millward dice que su padre tiene intención de ir a visitarla pronto para darle algunos consejos pastorales, que, sospecha, ella necesita, pues, aunque se sabe que está viviendo en la casa desde comienzos de la semana pasada, no se presentó en la iglesia el domingo; y ella, es decir, Eliza, le rogará a su padre que la deje acompañarle, y estoy segura de que con sus zalamerías será capaz de sonsacarle algo. Ya sabes, Gilbert, que ella puede conseguir lo que se proponga. Y nosotros deberíamos visitarla. Creo que es lo adecuado.
—Naturalmente, querida. ¡Pobre! ¡Qué sola debe de sentirse!
—Hacedlo lo antes posible, os lo suplico; y no os olvidéis de informarme sobre cuánto azúcar echa en el té y qué clase de gorros y delantales usa; no os olvidéis de nada. No sé cómo podré vivir hasta saberlo —dijo Fergus con una expresión realmente seria.
Pero si pretendía que su ocurrencia fuera aclamada como un golpe maestro de ingenio, fracasó estrepitosamente, porque nadie se rió. Sin embargo, no pareció muy desconcertado por ello, porque después de haberse tomado un bocado de pan con mantequilla y cuando estaba a punto de tragarse un sorbo de té, le entraron unas irresistibles ganas de reír a consecuencia de lo que había dicho y se vio obligado a saltar de su asiento y salir disparado de la habitación, tosiendo y bufando; un minuto después se le oyó aullar en una horrible agonía en el jardín.
En cuanto a mí, estaba hambriento, y me limité a acabar silenciosamente el té, el jamón y las tostadas, mientras mi madre y mi hermana seguían hablando, discutiendo las circunstancias aparentes y no aparentes y la probable o improbable historia de la misteriosa dama; pero debo confesar que, después del accidente de mi hermano, me llevé una o dos veces la taza a los labios y volví a ponerla sobre el platillo sin probar su contenido, al ver que corría el riesgo de empañar mi honorabilidad con una explosión similar.
Al día siguiente, mi madre y Rose se apresuraron a cumplimentar a la bella reclusa. Poco más sabían cuando volvieron; pero mi madre declaró que no lamentaba el viaje, porque si bien no había sido de gran utilidad para ella, se jactó de haber proporcionado alguna, lo cual era mejor todavía: había dado algunos consejos provechosos, que, creía, no serían del todo inútiles; la señora Graham, aunque fue poco complaciente con la curiosidad de sus interlocutoras y aparentó ser algo obstinada, no parecía incapaz de reflexión. Sin embargo, uno llegaba a preguntarse qué había hecho durante toda su vida, pues la pobre había mostrado una lamentable ignorancia sobre algunas cosas y ni siquiera se había avergonzado de ello.
—¿Sobre qué cosas, madre? —pregunté.
—Sobre el gobierno de la casa, los pequeños secretos de la cocina y todas esas cosas con las que las señoras deberían estar familiarizadas, tanto si necesitan hacer uso de sus conocimientos como si no. No obstante, le di algunos consejos útiles y varias recetas excelentes, cuyo valor evidentemente no pudo apreciar, pues me rogó que no me preocupara, que llevaba una vida tan tranquila y sencilla que estaba segura de que no tendría que hacer uso de ellos. «No importa, querida —le dije yo—; es algo que toda mujer respetable debería saber; además, aunque vive usted sola ahora, no siempre será así. Ha estado casada y probablemente (casi podría decir con toda seguridad) volverá a casarse». «Se equivoca usted, señora —dijo ella, casi con arrogancia—; estoy segura de que nunca volveré a casarme». Le contesté que yo sabía más de estas cosas.
—Supongo que será una viuda joven y romántica —dije— que se dispone a terminar sus días aquí, en soledad, y a llorar en secreto por su querido esposo desaparecido. No durará mucho.
—No, yo no lo creo así —observó Rose—. Después de todo no parecía muy desconsolada; es demasiado guapa, más bien atractiva diría. Tienes que verla, Gilbert; te parecerá una absoluta belleza, aunque difícilmente podrás encontrarla parecida a Eliza Millward.
—Bueno, puedo imaginar muchos rostros más hermosos que el de Eliza, aunque no más encantadores. Estoy de acuerdo en que está lejos de ser perfecta, pero creo que si fuera más perfecta, sería menos interesante.
—¿Así que prefieres sus defectos a la perfección de otras personas?
—Exactamente, exceptuando la elegancia de mi madre.
—¡Oh, mi querido Gilbert, qué cosas dices! Sé que no hablas en serio; eso no puede ser cierto —dijo mi madre, y con el pretexto de que tenía algo que hacer salió, presurosa, de la habitación, para escapar a la contradicción que se estremecía en mi lengua.
Después Rose me facilitó más detalles referentes a la señora Graham. Su aspecto, sus modales, su vestido, incluso los muebles de la habitación en la que vivía fueron descritos con una claridad y precisión que superaban mi curiosidad; pero como no escuché con atención, no podría repetir la descripción, aunque quisiera.
El día siguiente fue sábado, y el domingo todo el mundo se preguntaba si la bella desconocida sacaría provecho de la amonestación del vicario e iría a la iglesia. Confieso que yo mismo miré con cierto interés hacia el viejo banco familiar perteneciente a Wildfell Hall, donde los rojos cojines descoloridos y la tapicería no habían sido tocados ni renovados durante años, y los austeros blasones, con sus lúgubres bordes de tela negra amarillenta, parecían mirar severamente desde la pared.
Y allí contemplé una figura alta, femenina, vestida de negro. Su rostro estaba vuelto hacia mí y había algo en él que, una vez visto, me invitó a mirarlo otra vez. El pelo era negro y brillante, dispuesto en bucles largos, un tipo de peinado bastante poco corriente en aquellos días, pero siempre elegante y apropiado; su tez era luminosa y pálida; no pude verle los ojos, pues estaban fijos en el devocionario, ocultos por los párpados caídos y unas pestañas largas y negras, pero las cejas eran expresivas y bien definidas; la frente era alta y despejada; la nariz, perfectamente aguileña, y los rasgos en general, intachables; sólo se observaba un ligero hundimiento alrededor de las mejillas y los ojos, y los labios, aunque finamente formados, eran un poco demasiado delgados, un poco demasiado apretados, y sugerían algo que denotaba un temperamento no muy dulce y amable; y pensé para mí:
«Preferiría admirarla desde esta distancia, bella señora, que compartir su hogar».
De pronto levantó la vista y se encontró con la mía; conscientemente no retiré mis ojos de los suyos; ella volvió a su libro, pero con una momentánea, indefinible expresión de sereno desdén, que fue indeciblemente irritante para mí.
«Cree que soy un mozalbete indiscreto —pensé—. ¡Muy bien! No tardará en cambiar de opinión. Sí, creo que vale la pena».
Pero entonces me di cuenta de que aquéllos eran pensamientos inapropiados para un lugar de culto y que mi comportamiento, en aquel momento, no era el debido. Sin embargo, antes de prestar atención al servicio, eché una mirada alrededor de la iglesia para ver si alguien me había estado observando; pero no, todos los que no estaban pendientes de su devocionario, lo estaban de la extraña dama, entre ellos mi buena madre y mi hermana, la señora Wilson y su hija; incluso Eliza Millward miraba furtivamente de reojo hacia el centro de atracción general. Luego me miró, sonrió afectadamente y se ruborizó, fijó con humildad la vista en el devocionario y se esforzó por componer su expresión.
De nuevo mi conducta era indecorosa, pero esta vez me lo hizo sentir un inesperado codazo que me propinó en las costillas mi petulante hermano. De momento, no pude reaccionar ante la afrenta más que pisándole el pie, demorando mi venganza hasta que hubiéramos salido de la iglesia.
Ahora, Halford, antes de terminar esta carta, te hablaré de Eliza Millward. Era la hija menor del vicario y una pequeña criatura realmente atractiva, por quien yo sentía no poca predilección; y ella lo sabía, aunque yo nunca había llegado a dárselo a entender claramente y no tenía una intención precisa de hacerlo, pues mi madre, que opinaba que no había mujer adecuada para mí en treinta kilómetros a la redonda, no podía soportar la idea de que me casase con aquel ser insignificante, quien, además de sus numerosos deméritos, no tenía veinte libras que pudiera llamar suyas. El cuerpo de Eliza era al mismo tiempo delicado y regordete, su cara, pequeña y casi tan redonda como la de mi hermana —la tez algo parecida a la suya, pero más suave y sin duda menos lozana—, nariz respingona, rasgos en general irregulares; en conjunto, era más encantadora que bonita. Pero sus ojos —no debo olvidar esta notable característica, pues en ella residía su atractivo principal, en apariencia al menos—, sus ojos eran largos y estrechos, el iris negro, o marrón muy oscuro, la expresión mudable, siempre cambiante, pero siempre o extraordinariamente —casi diría diabólicamente— maliciosa, o irresistiblemente fascinante; a menudo, ambas cosas. Su voz era melosa e infantil; su paso, ligero y silencioso como el de una gata; pero sus modales recordaban con frecuencia los de un precioso gatito juguetón, unas veces insolentes y algo ásperos, y otras, tímidos y recatados, según su propia y dulce voluntad.
Su hermana Mary era varios años mayor que ella, varios centímetros más alta, de una constitución más corpulenta y vulgar: una muchacha sencilla, tranquila y sensata, que había cuidado a su madre durante su última, larga y tediosa enfermedad, y que había sido el ama de casa y la esclava de la familia desde entonces hasta el momento presente. Contaba con la admiración y la confianza de su padre, era amada por todos los gatos, perros, niños y pobres, y menospreciada y olvidada por todos los demás.
El reverendo Michael Millward era un caballero de edad, alto, grave, con un rostro de rasgos abultados, que se colocaba un sombrero de teja sobre la grande y cuadrada cabeza, llevaba un imponente bastón en la mano y se enfundaba las todavía poderosas piernas en calzones cortos y polainas, o medias negras de seda en ceremonias públicas. Era un hombre de ideas fijas, fuertes prejuicios y costumbres regulares, intolerante con toda clase de disidencia, que actuaba con la firme convicción de que sus opiniones eran siempre acertadas y que todo aquel que no estuviera de acuerdo con ellas debía ser o deplorablemente ignorante o intencionadamente ciego.
En mi infancia me había acostumbrado a mirarle siempre con un sentimiento de temor reverencial, que he superado no hace mucho, porque, si bien era paternalmente bondadoso con los mansos, era un hombre estricto, y censuraba con rigor nuestros pecadillos y faltas juveniles; además, en aquella época, siempre que venía a visitar a nuestros padres, nosotros teníamos que presentarnos ante él y recitar el catecismo, o repetir «cómo hace la laboriosa abejita» o cualquier otro himno, o —lo peor de todo— ser examinados sobre su última plática y las partes más importantes de ésta, que nunca podíamos recordar. A veces el honorable señor llegaba a censurar a mi madre por ser demasiado indulgente con sus hijos, haciendo referencia al viejo Eli, o a David y Absalón, lo cual era especialmente irritante para sus sentimientos; y a pesar de lo mucho que ella respetaba su persona y sus opiniones, una vez la oí exclamar:
—¡Cómo me gustaría que tuviera un hijo él! Así no estaría tan dispuesto a darle consejos a la gente; ya vería lo que cuesta mantener a raya a dos niños.
Tenía una loable preocupación por su salud: se levantaba muy temprano, daba un paseo antes de desayunar, insistía excesivamente en que la ropa fuera caliente y no estuviera húmeda, nunca se supo que predicara un sermón sin ingerir previamente un huevo crudo —aunque tenía buenos pulmones y una voz potente—, y era, en general, muy escrupuloso con lo que comía y bebía, aun sin ser en absoluto abstemio; despreciaba olímpicamente el té y otras aguas sucias, y era partidario de la cerveza, el tocino y los huevos, el jamón, el tasajo, y otras carnes fuertes, que se adaptaban bastante bien a su aparato digestivo, por lo que mantenía que eran buenas y saludables para todo el mundo, y confiadamente se las recomendaba a los más delicados convalecientes de dispepsia, a quienes, si no recibían los prometidos beneficios de sus prescripciones, les decía que era a causa de no haber perseverado y, si se quejaban de los resultados molestos provenientes de ellas, les aseguraba que eran fantasías suyas.
Me referiré brevemente a otras dos personas a las que he mencionado, antes de concluir esta larga carta. Son la señora Wilson y su hija. La primera era la viuda de un importante terrateniente, un viejo chismoso de mente estrecha, cuyo carácter no vale la pena describir. Tenía dos hijos: Robert, un agricultor zafio y rudo, y Richard, un joven retraído y aplicado, que estudiaba a los clásicos con la ayuda del vicario, preparándose para la universidad, con vistas a ingresar en la Iglesia.
Su hermana Jane era una muchacha de cierto talento y más ambiciosa. Por propio deseo había estudiado en un colegio y había recibido una educación superior a la de cualquier miembro de la familia. Había aprovechado el afinamiento y adquirido una elegancia considerable de modales; se desembarazó casi completamente de su acento provinciano y podía jactarse de más triunfos que las hijas del vicario. Además era considerada una belleza; aunque en ningún caso pudo contarme entre sus admiradores. Tenía unos veintiséis años, era bastante alta, muy delgada, su pelo no era ni castaño ni albazano, sino inequívoca, brillante y luminosamente rojo; su tez era bellísima y radiante; la cabeza, pequeña, el cuello, largo; la barbilla, graciosa, aunque muy corta, los labios, delgados y rojos; los ojos, de color castaño claro, inquietos y penetrantes, pero del todo desprovistos de poesía o sentimiento. Tuvo o pudo haber tenido muchos pretendientes de su rango, pero los rechazó desdeñosamente a todos; porque nadie, salvo un caballero, podía complacer su refinado gusto, y nadie, salvo un hombre rico, podía satisfacer su ambición ilimitada. Hubo un caballero, de quien había recibido últimamente ciertas atenciones bastante insinuantes, y a cuyo corazón, nombre y fortuna, eso se rumorea, ella había dirigido sus designios. Era el señor Lawrence, el joven hacendado cuya familia había ocupado primero Wildfell Hall, que había marchado de allí hacía unos quince años, para vivir en una mansión más moderna y cómoda en el pueblo vecino.
En fin, Halford, me despido de ti por ahora. Esto es el primer plazo de mi deuda. Si la moneda te satisface, dímelo, y te mandaré el resto en mis ratos libres: si prefirieres seguir siendo mi acreedor en vez de colmar tu monedero con unas piezas tan pesadas y torpes, házmelo saber, y agradeceré tu benevolencia, guardando gustosamente el tesoro.
Afectuosamente tuyo,
UNA ENTREVISTA GILBERT MARKHAM.
Advierto con alegría, mi estimado amigo, que la nube de tu desazón ha desaparecido: la luz de tu semblante me bendice una vez más. Deseas la continuación de mi historia; así que, sin más dilaciones, paso a ofrecértela.
Creo que el día que mencioné en último lugar fue un domingo, el último del mes de octubre de 1827. El martes siguiente salí, con mi perro y mi escopeta, en persecución de cualquier pieza de caza que pudiera encontrar dentro del territorio de Linden Car; pero al no hallar ninguna, dirigí mi arma contra los halcones y las cornejas, cuyos pillajes, como sospeché, me habían privado de mejor presa. Con este fin abandoné los parajes más frecuentados — los valles arbolados, los sembrados y las praderas—, y comencé a subir la escarpada pendiente de Wildfell, el monte más alto y agreste de los alrededores; conforme se asciende por él, los setos, así como los árboles, se vuelven escasos y desmedrados, cediendo su sitio, finalmente, los primeros, a toscas vallas de piedras, parcialmente reverdecidas por el musgo y la yedra, y los segundos, a los alerces y los abetos escoceses, o a los solitarios endrinos. Los campos, como son ásperos y pedregosos y por completo inadecuados para el arado, se habían dedicado fundamentalmente al apacentamiento de las ovejas y el ganado; la capa de tierra era delgada y pobre: fragmentos de roca gris asomaban aquí y allá en las lomas cubiertas de hierba; arándanos y matorrales —reliquias de una floración más salvaje— crecían bajo los muros; y en muchas de las vallas, ambrosías y juncos usurpaban la supremacía de la escasa hierba; pero nada de eso era de mi propiedad.
Cerca de la cima de esta colina, a unos tres kilómetros de Linden Car, se alzaba Wildfell Hall, una retirada mansión de la época isabelina, construida con piedra gris oscura, de apariencia pintoresca y venerable, pero, sin duda, bastante fría y lúgubre para ser habitada, con gruesos parteluces de piedra y pequeñas celosías enrejadas, respiraderos desfigurados por el tiempo, y una situación demasiado solitaria, demasiado desabrigada... sólo protegida de los ataques del viento y el tiempo por un grupo de abetos escoceses, igualmente marchitados por las tormentas y con un aspecto tan lúgubre y austero como la misma casa. Detrás de ésta se extendían campos desolados y, más allá, la cima parda, cubierta de matorrales, de la colina; delante de ella (cercado por muros de piedra en los que se insertaba una puerta de hierro con grandes bolas de granito colocadas en la parte superior de los pilares, similares a las que decoraban el tejado y los gabletes), había un jardín, en otro tiempo poblado por todas las robustas plantas y flores que el suelo y el clima podían permitir y todos los árboles y arbustos que la esforzada tijera del jardinero podía tolerar, la mayoría prontos a tomar las formas que escogía darles; ahora, abandonado durante tantos años, sin cultivar ni arreglar, entregado a la maleza y el hierbajo, a las heladas y los vientos, a la lluvia y la sequía, presentaba un aspecto verdaderamente singular. Los tupidos setos de ligustre que bordeaban el sendero principal estaban en sus dos terceras partes secos, y el resto crecía más allá de todo límite razonable; el viejo cisne de madera de boj que permanecía junto a la raedera había perdido el cuello y la mitad del cuerpo; las fortificadas torres de laurel que había en medio del jardín, el enorme guerrero que aún se erguía a uno de los lados de la puerta de entrada y el león que guardaba el otro, habían adquirido formas tan fantásticas que no recordaban nada que hubiera en la tierra o en el cielo, o en las aguas subterráneas; más bien, en mi imaginación juvenil, tenían todos una apariencia mágica que armonizaba con las misteriosas leyendas y las oscuras tradiciones que nos había contado nuestra niñera respecto a la encantada mansión y sus difuntos ocupantes.
Había conseguido matar un halcón y dos cornejas cuando llegué cerca de la casa; entonces, renunciando a la caza, seguí paseando para contemplar el viejo lugar y ver los cambios que había efectuado en él su nueva ocupante. No quería llegar hasta la misma puerta para husmear desde allí; así que me detuve junto al muro del jardín, miré y no vi cambio alguno, salvo en una de las alas, donde las ventanas rotas y el tejado destruido habían sido claramente reparados, y donde una delgada espiral de humo subía por los cañones de la chimenea.
Me quedé de pie, apoyado en mi escopeta, mirando los oscuros gabletes, y me sumergí en una vaga ensoñación, tejiendo una serie de caprichosas fantasías en las que se mezclaban a partes iguales los viejos recuerdos y la joven y bella ermitaña, ahora detrás de aquellos muros. Oí un ligero crujido y jadeos y al mirar hacia el jardín en dirección a donde procedían los ruidos, vi una diminuta mano que se elevaba por encima del muro: se aferró a la última piedra, y luego otra mano se alzó para agarrarse con firmeza; después apareció una frente pequeña y blanca, rematada por unos bucles de pelo castaño claro, con un par de ojos azul oscuro debajo, y la parte superior de una pequeña nariz marfileña.
Los ojos no advirtieron mi presencia, sino que destellaron de alegría al contemplar a Sancho, mi hermoso perdiguero blanco y negro, que estaba correteando por el campo con el hocico pegado al suelo. La pequeña criatura estiró el cuello y llamó a gritos al perro. El bondadoso animal se detuvo, miró hacia arriba y meneó la cola, sin acudir a la llamada. El niño, que parecía tener unos cinco años, trepó hasta la cima del muro y lo llamó una y otra vez; pero al ver que no conseguía su propósito, pareció tomar la determinación, como Mahoma, de ir a la montaña puesto que la montaña no iba a él, e intentó saltar; mas un impertinente cerezo, que crecía vigoroso cerca de allí, le cogió por el vestido con una de las aviesas y ásperas ramas que se extendían hasta el muro. Al intentar desembarazarse de ella, resbaló uno de sus pies y cayó, aunque no al suelo; el árbol todavía lo tenía suspendido. Hubo una lucha silenciosa y luego se oyó un chillido; pero yo había dejado caer mi escopeta sobre la hierba y me precipité a coger al pequeño en mis brazos.
Le froté los ojos con su vestido, le dije que estaba perfectamente y llamé a Sancho para que le tranquilizara. Acababa de poner su manecita sobre el cuello del perro y empezaba a sonreír entre lágrimas, cuando oí, detrás de mí, el ruido de la puerta de hierro al abrirse y el roce de unas ropas femeninas; de pronto vi a la señora Graham abalanzarse sobre mí, el cuello desnudo y los cabellos movidos por el viento.
—¡Deje al niño! —dijo con una voz apenas más alta que un murmullo pero con un tono de sorprendente vehemencia y, cogiendo al pequeño, me lo arrebató, como si yo padeciera una enfermedad contagiosa; luego permaneció con una mano firmemente aferrada a la del niño y la otra en su hombro, fijando en mí sus ojos grandes, oscuros y luminosos, pálida, sin aliento, temblando de agitación.
—No estaba haciendo daño al niño, señora —dije yo, sin saber muy bien si me sentía sorprendido o disgustado—. Se cayó del muro y tuve la suerte de cogerle cuando estaba colgado peligrosamente de aquel árbol, y prevenir no sé qué catástrofe.
—Le pido disculpas, señor —balbuceó ella; se calmó de pronto, la luz de la razón pareció iluminar su ensombrecido espíritu y el rubor se extendió débilmente por sus mejillas—. No le conocía a usted... y pensé...
Se inclinó para besar al niño y rodeó cariñosamente su cuello con el brazo.
—Supongo que creyó usted que iba a raptar a su hijo.
Movió la cabeza con una sonrisa confundida y replicó:
—No sabía que había intentado trepar a la tapia. Tengo el placer de hablar con el señor Markham, ¿no es así? —añadió con cierta brusquedad.
Yo incliné la cabeza y me aventuré a preguntarle cómo lo sabía.
—Su hermana vino aquí hace unos días con la señora Markham.
—¿Nos parecemos tanto? —le pregunté, sorprendido, no muy halagado por la idea.
—Creo que se parecen en los ojos y la tez —replicó ella, con aire dubitativo, inspeccionando mi cara—, y creo que le vi a usted en la iglesia el domingo.
Sonreí. Hubo algo en aquella sonrisa, o en los recuerdos que despertó, que fue especialmente molesto para ella, porque su rostro adquirió de pronto la expresión orgullosa, fría, que había ocasionado de forma tan inexplicable mi impertinencia en la iglesia: una expresión de desprecio, adoptada de una manera tan natural, sin cambiar en absoluto un solo rasgo, que en aquel momento me pareció la expresión normal de su rostro, de lo más provocadora para mí, porque no podía pensar que fuera fingida.
—Buenos días, señor Markham —dijo ella, y sin otra palabra o mirada, se retiró con su hijo al jardín; volví a mi casa malhumorado e insatisfecho. Me sería muy difícil explicarte por qué, y por tanto no lo intentaré.
Entré en mi casa sólo para dejar allí la escopeta y el cebador, y dar algunas instrucciones necesarias a uno de los labradores; luego me encaminé a la vicaría, para solazar mi espíritu y suavizar mi inquietud con la compañía y la conversación de Eliza Millward.
La encontré, como de costumbre, ocupada con una pieza de bordado (la manía del estambre no había empezado aún), mientras su hermana estaba sentada junto a una esquina de la chimenea, con el gato en sus rodillas, remendando un montón de medias.
—¡Mary, Mary, guárdalas! —estaba diciendo Eliza cuando entré en la habitación.
—¡No quiero! —fue la flemática respuesta; y mi presencia impidió que continuara la discusión.
—¡Qué mala suerte ha tenido, señor Markham! —observó la hermana menor con una de sus maliciosas y oblicuas miradas—. ¡Papá se acaba de ir al pueblo y probablemente no volverá hasta dentro de una hora!
—No importa; puedo arreglármelas para pasar unos minutos con sus hijas, si ellas me lo permiten —dije, acercando una silla al fuego y sentándome en ella, sin esperar el ofrecimiento.
—Bueno, si es usted amable y entretenido, no pondremos objeciones.
—Por favor, dejen que su tolerancia sea incondicional; porque no he venido para proporcionar placer, sino para buscarlo —contesté altivamente.
Sin embargo, me pareció razonable hacer un ligero esfuerzo para hacer mi compañía agradable; y aunque realmente pequeño, fue bastante afortunado, pues la señorita Eliza nunca estuvo de mejor humor. Parecíamos verdaderamente encantados, y conseguimos mantener una animada y alegre, aunque no muy profunda, conversación. Fue un poco mejor que un tête-à-tête, pues la señorita Millward no abrió nunca los labios, salvo para corregir ocasionalmente alguna afirmación casual o expresión exagerada de su hermana, y una vez para pedirle que recogiera la madeja de algodón, que había rodado bajo la mesa. Lo hice yo, sin embargo, como era mi deber.
—Gracias, señor Markham —dijo ella cuando se la entregué—, la hubiera cogido yo misma, pero es que no quería molestar al gato.
—Mary, querida, eso no te disculpa a los ojos del señor Markham —dijo Eliza—; él odia los gatos, me atrevería a decir, como odia cordialmente a las viejas solteronas, como todos los caballeros. ¿No es verdad, señor Markham?
—Creo que es algo natural en nuestro poco cariñoso sexo la aversión por los animalitos —repliqué—, porque ustedes, las mujeres, les prodigan muchas caricias.
—¡Bendecidlas, pequeños favoritos! —gritó ella en un estallido de entusiasmo, dando la vuelta y abrumando al animal de su hermana con una lluvia de besos.
—¡No, Eliza! —exclamó la señorita Millward, algo arisca, mientras la apartaba.
Pero ya era hora de que me fuera: por mucho que me apresurara llegaría tarde para el té, y mi madre era la puntualidad y el orden en persona.
Era evidente que mi bella amiga se mostraba reacia a despedirse de mí. Le estreché cariñosamente la mano al partir, y ella me recompensó con una de sus sonrisas más dulces y una de sus miradas más encantadoras. Volví a casa muy feliz, con el corazón rebosante de autocomplacencia e inundado de amor por Eliza.
UNA DISCUSIÓN
Dos días más tarde, la señora Graham se presentó en Linden Car, contrariamente a la suposición de Rose, quien sostenía la idea de que la misteriosa ocupante de Wildfell Hall desdeñaría por completo las observaciones comunes de la vida civilizada, opinión en la que la secundaban los Wilson, quienes atestiguaban que ni su visita ni la de los Millward habían sido devueltas todavía. Sin embargo, la causa de aquella omisión fue explicada, aunque no a la entera satisfacción de Rose. La señora Graham había traído consigo a su hijo, y cuando mi madre le expresó su sorpresa de que el niño fuera capaz de hacer una caminata tan larga, contestó:
—Es un paseo muy largo para él, pero debía traerle conmigo o renunciar del todo a la visita, porque nunca le dejo solo. Debo rogarle, señora Markham, que me excuse ante los Millward y la señora Wilson cuando los vea, pues me temo que no podré tener el placer de visitarlos hasta que mi pequeño Arthur sea capaz de acompañarme.
—Pero tiene usted una criada —dijo Rose—; ¿no podría dejar al niño con ella?
—Ella tiene otras ocupaciones que atender y, además, es demasiado vieja para correr tras el niño; y él es demasiado inquieto para estar sujeto a una mujer de edad.
—Pero le permitió usted ir a la iglesia.
—Sí, una vez; pero no lo hubiera hecho por ninguna otra razón, y creo que en lo sucesivo tendré que arreglármelas para llevarlo conmigo o quedarme en casa.
—¿Es tan travieso? —preguntó mi madre, bastante impresionada.
—No —replicó la dama, sonriendo tristemente, al tiempo que acariciaba con una mano el ondulado cabello de su hijo, que estaba sentado en un taburete a sus pies—, pero él es mi único tesoro y yo soy su única amiga, así que no nos gusta estar separados.
—Pero, querida, yo llamo a eso una chifladura —dijo mi franca madre—. Debería usted tratar de suprimir esos disparatados mimos, tanto para evitar que su hijo se eche a perder, como para salvarse usted del ridículo.
—¿Echarle a perder, señora Markham?
—Sí, es malcriar al niño. Incluso a su edad no tendría que estar siempre pegado a las faldas de su madre; debería aprender a avergonzarse de ello.
—Señora Markham, le ruego que no diga esas cosas, al menos delante de él. ¡Confío en que mi hijo no se avergüence nunca de querer a su madre! — exclamó la señora Graham con una energía que asombró a los presentes.
Mi madre trató de apaciguarla con una explicación, pero ella dio a entender que ya se había hablado bastante sobre el tema y cambió bruscamente de conversación.
«Tal como me lo había imaginado —me dije—. El temperamento de la dama no es muy dulce, a pesar de su rostro delicado, pálido y su frente despejada, donde la reflexión y el sufrimiento parecen haber dejado su huella por igual».
Durante todo ese tiempo yo permanecí sentado a la mesa en el otro extremo de la habitación, en apariencia absorto en la lectura de un número de la Farmer’s Magazine, que dio la casualidad que estaba leyendo cuando llegó nuestra visitante. Había optado por no ser excesivamente cortés, y me había limitado a hacer una inclinación de cabeza cuando ella entró, y había seguido con mi ocupación.
Al poco rato, sin embargo, me di cuenta de que alguien se estaba acercando a mí con paso cauteloso, lento y dubitativo. Era el pequeño Arthur, irresistiblemente atraído por mi perro Sancho, que estaba tendido a mis pies. Al levantar la vista, le vi a unos dos metros, observando ávidamente con sus claros ojos azules al perro, inmóvil, no por miedo al animal, sino por una timidez que le impedía acercarse a su dueño. No obstante, un arranque de valor le indujo a adelantarse. El niño, aunque tímido, no era hosco. Al minuto estaba arrodillado en la alfombra, con sus brazos alrededor del cuello de Sancho, y uno o dos minutos más tarde, el pequeño estaba sentado en mis rodillas, mirando con ávido interés los distintos tipos de caballos, ganado, cerdos y granjas modelo que aparecían en la revista que tenía delante. Miraba a su madre de vez en cuando para ver cómo le sentaba la idea de la recién nacida intimidad; y comprendí, por la mirada de ella, que, por una u otra razón, no se sentía cómoda con el lugar que ocupaba el niño.
—Arthur —dijo finalmente—, ven aquí. Estás molestando al señor Markham, está ocupado leyendo.
—De ninguna manera, señora Graham; le ruego que le deje aquí. Estoy tan entretenido como él —alegué yo. Pero ella volvió a llamarle con la mirada y haciendo un ademán.
—No, mamá —dijo el niño—, déjame ver estas estampas primero; después iré y te contaré cómo son.
—Vamos a tener una pequeña fiesta el lunes, cinco de noviembre —dijo mi madre—, y espero que venga usted, señora Graham. Puede traer al niño con toda tranquilidad; le aseguro que seremos capaces de cuidar de él. Así podrá usted excusarse con los Millward y los Wilson. Ellos también vendrán.
—Gracias, pero nunca voy a fiestas.
—¡Oh!, pero ésta será una velada muy familiar. Empezará temprano y no estaremos más que nosotros y los Millward y los Wilson, a la mayoría de los cuales ya conoce, y el señor Lawrence, su casero, a quien seguro ya conoce.
—Le conozco un poco, pero debe usted excusarme esta vez. Las tardes son ahora oscuras y húmedas y Arthur, me temo, es demasiado delicado para exponerle a su influencia con impunidad. Debemos dejar para más adelante el placer de su hospitalidad, hasta que vuelvan los días más largos y las noches sean más cálidas.
Entonces Rose, ante una insinuación de mi madre, sacó del armario del aparador una garrafa de vino, vasos y un pastel, y el refrigerio fue debidamente ofrecido a nuestros invitados. Éstos compartieron el pastel, pero rehusaron con obstinación probar el vino, a pesar de los hospitalarios intentos de su anfitriona por servírselo. Arthur, especialmente, huyó del rojo néctar como aterrorizado y disgustado, y estuvo a punto de llorar cuando le insistieron en que lo tomara.
—No te preocupes, Arthur —dijo su madre—, la señora Markham cree que te sentaría bien después de un paseo tan agotador; ¡pero ella no va a obligarte a tomarlo! Preferiría que no insistiera, señora. No soporta ni siquiera la vista del vino —añadió—, y el olor casi le pone enfermo. Yo solía obligarle a beber un poco de vino o de licor suave con agua como medicina cuando estaba enfermo y la verdad es que conseguí que los detestara.
Todo el mundo se rió, excepto la joven viuda y su hijo.
—En fin, señora Graham —dijo mi madre secándose las lágrimas de alegría de sus brillantes ojos azules—, en fin, ¡me sorprende usted! La creía más sensata. ¡La pobre criatura va a convertirse en un completo calzonazos que nunca habrá tomado una copa de más! Piense únicamente en la clase de hombre que va usted a hacer de él, si insiste en...
—Me parece un plan excelente —la interrumpió la señora Graham con una seriedad imperturbable—. De esa manera espero salvarle al menos de un vicio degradante. Me gustaría poder proporcionarle los alicientes para cualquier otro plan que le resulte tan poco dañino.
—Pero de esa forma —dije yo—, nunca le convertirá en un hombre virtuoso. ¿En qué consiste la virtud, señora Graham? ¿Es la cualidad de ser capaz y estar dispuesto a resistir la tentación, o la de no tener tentaciones que resistir? ¿Es hombre fuerte aquel que supera grandes dificultades y es capaz de logros sorprendentes, aun con grandes esfuerzos musculares y con el riesgo de la subsiguiente fatiga, o aquel que está sentado todo el día sin más ocupación trabajosa que avivar el fuego y llevarse la comida a la boca? Si quiere ver a su hijo caminar honrosamente por el mundo, no debe intentar apartarle las piedras que se encuentre en el camino, sino enseñarle a caminar con firmeza por encima de ellas, no insistiendo en llevarle de la mano, sino dejándole que aprenda a ir solo.
—Le llevaré de la mano, señor Markham, hasta que tenga energía suficiente para ir solo. Y le apartaré tantas piedras del camino como pueda, y le enseñaré a evitar las demás, o a caminar firmemente por encima de ellas, como usted dice; porque cuando haya hecho todo lo posible por apartarle las piedras, quedarán todavía muchas para ejercitar toda la agilidad, entereza y cautela que pueda llegar a tener. Está muy bien hablar de la resistencia noble y de las pruebas de la virtud, pero por cada cincuenta... o cada quinientos hombres que se han rendido a la tentación, muéstreme uno que haya tenido la virtud de resistir. ¿Por qué voy a dar por seguro que mi hijo será uno entre mil, en vez de prevenirme contra lo peor y suponer que él será como su... como el resto de la humanidad si no procura evitarlo?
—Es usted muy lisonjera con todos nosotros —observé.
—A ustedes no los conozco; hablo de aquellos a los que sí conozco. Y si veo a toda la raza humana (con algunas raras excepciones) tropezar y equivocarse a lo largo del camino de la vida, hundirse en cada trampa, romperse los huesos en cada obstáculo del camino, ¿he de renunciar a utilizar todos los medios que estén a mi alcance para asegurarle un tránsito más llano y seguro?
—Sí, pero la forma más segura es esforzarse por fortalecerle contra la tentación, no quitársela del camino.
—Haré ambas cosas, señor Markham. Dios sabe que le asaltarán bastantes tentaciones, dentro y fuera, cuando yo haya hecho todo lo posible por presentar el vicio ante él como algo tan poco seductor como efectivamente es por propia naturaleza. Yo misma, en realidad, he tenido pocos estímulos para lo que el mundo llama vicio, pero he sufrido, sin embargo, tentaciones y pruebas de otra clase, que han requerido, en muchas ocasiones, más vigilancia y firmeza para hacerles frente de las que yo he sido capaz de oponerles hasta ahora. Y creo que esto es lo que reconocería la mayoría de la gente que está acostumbrada a la reflexión y deseosa de luchar contra sus perversiones naturales.
—Sí —dijo mi madre entendiendo a medias el sentido de sus palabras—, pero no juzgue a un muchacho por usted misma; mi querida señora Graham, permítame que la prevenga a tiempo contra el error, el fatal error lo llamaría yo, de asumir la responsabilidad de la educación del niño. Porque usted sea hábil en algunas cosas, y culta, no puede creerse a la altura de la tarea, no lo está usted en realidad; y si insiste en su pretensión, créame que se arrepentirá amargamente cuando el daño esté hecho.
—¡Supongo que habré de mandarle a la escuela para que aprenda a menospreciar la autoridad y el afecto de su madre! —dijo nuestra visitante con una sonrisa más bien amarga.
—¡Oh, no! Pero si quiere tener un muchacho que menosprecie a su madre, deje que ella lo guarde en su casa y se pase la vida mimándole, obligada a transigir con todas sus extravagancias y caprichos.
—Estoy completamente de acuerdo con usted, señora Markham, pero nada está más lejos de mis principios y costumbres que comportarme de una manera tan criminal e irresponsable como la que usted dice.
—Bueno, pero usted le tratará como a una niña, echará a perder su espíritu y hará de él una señorita, estoy segura de ello, señora Graham, sean cuales fueren sus ideas. Le diré al señor Millward que hable con usted: él le explicará las consecuencias; se las expondrá de una manera tan clara como la luz del día; y le dirá lo que debe usted hacer. Estoy segura de que será capaz de convencerla en un minuto.
—No tiene necesidad de molestar al vicario —dijo la señora Graham mirándome; supongo que yo me sonreía ante la ilimitada confianza de mi madre en aquel notable caballero—. El señor Markham cree que sus poderes de convicción son por lo menos iguales a los del señor Millward. Si no le presto atención a él, tampoco me convencerá nadie, aunque sea capaz de hacer milagros, él puede decírselo. En fin, señor Markham, usted que sostiene que un muchacho no debería ser protegido del mal, sino enviado a luchar contra él, solo y sin ayuda, que no debería enseñársele a evitar las trampas de la vida, sino temerariamente precipitarle a ellas, o sobre ellas, para que busque el peligro en vez de esquivarlo, y alimentar su virtud con la tentación, le importaría...
—Discúlpeme, señora Graham, pero va usted muy deprisa. Yo no he dicho que haya de enseñarse a un niño a precipitarse en las trampas de la vida, o incluso a buscar premeditadamente la tentación con el pretexto de ejercitar la virtud de vencerla; yo sólo digo que es mejor armar y fortalecer a su héroe que desarmar y debilitar a su adversario; y si usted cultiva un roble joven en un invernadero, atendiéndolo solícitamente día y noche, protegiéndolo de cada soplo del viento, no puede esperar que se convierta en un árbol vigoroso, como aquel que ha crecido en el monte, expuesto a la acción de los elementos, ni siquiera protegido del golpe de la tempestad.
—De acuerdo, pero ¿usaría usted los mismos argumentos si se tratara de una muchacha?
—Por supuesto que no.
—No. Usted cree que debería ser tierna y delicadamente alimentada, como una planta de invernadero, enseñada a recurrir a los demás en busca de orientación y ayuda, y alejada todo lo posible del conocimiento del mal. ¿Sería usted tan amable de decirme por qué hace esta distinción? ¿Cree usted que una muchacha carece de virtud?
—Ciertamente, no.
—Pero usted afirma que la virtud sólo se pone al descubierto con la tentación; y usted piensa que una mujer no debe ser expuesta en absoluto a la tentación, ni informada lo más mínimo sobre el vicio o cualquier cosa relacionada con él. Debe ser, por lo tanto, que cree usted que es tan viciosa, o tan tonta, que no puede resistir la tentación; y aunque pueda ser pura e inocente siempre que se la mantenga ignorante y limitada, al carecer, sin embargo, de virtud real, enseñarle cómo pecar es al mismo tiempo hacer de ella una pecadora, y cuanto mayor sea su conocimiento, cuanto más amplia su libertad, más profunda será su depravación; por el contrario, el sexo más noble posee una tendencia natural al bien que, protegida por una fortaleza superior, cuanto más se habitúa a pruebas y peligros más se desarrolla.
—¡Que el Cielo no permita que yo crea algo semejante! —interrumpí finalmente.
—Entonces quizá piense usted que los dos son débiles y propensos a errar, y que el más ligero error, la más mínima mancha de sombra, arruinaría a la una, mientras que el carácter del otro sería fortalecido y embellecido y su educación convenientemente rematada con un pequeño conocimiento práctico de las cosas prohibidas. Esta experiencia (por usar una expresión trillada) será para él como la tormenta para el roble, que aunque puede esparcir las hojas y quebrar las ramas más pequeñas, sirve en realidad para afianzar las raíces y endurecer y consolidar las fibras del árbol. Usted querría que animáramos a nuestros hijos a probar las cosas por su propia experiencia; por el contrario, nuestras hijas ni siquiera deben aprovecharse de la experiencia de los demás. Pero yo querría que ambos se beneficiaran de la experiencia de los demás, y de los preceptos de una autoridad más alta, que deberían conocer de antemano para rechazar el mal y elegir el bien, sin recurrir a pruebas experimentales para enseñarles el mal de la transgresión. Yo no enviaría al mundo a una pobre muchacha desarmada frente a sus enemigos e ignorante de las trampas que se tienden a su paso; ni la vigilaría y la protegería hasta que, desprovista de respeto por sí misma y de seguridad, perdiera el poder o la voluntad de cuidarse y protegerse ella misma; y en cuanto a mi hijo, si creyera que va a crecer para convertirse en lo que usted llama un hombre de mundo, uno que «sabe lo que es la vida», y jactarse de su experiencia, aunque la hubiera aprovechado de tal manera que finalmente se serenara y se convirtiera en un miembro útil y respetado de la sociedad, ¡preferiría que muriera mañana! ¡Lo preferiría mil veces! —repitió seriamente, apretando al niño contra ella y besando su frente con un cariño intenso. Éste, desde hacía algún rato, había abandonado a su nuevo compañero y permanecía de pie cerca de la rodilla de su madre, mirando su rostro y escuchando con silencioso asombro su incomprensible discurso.
—¡Bueno! Ustedes las damas siempre tienen que tener la última palabra, supongo —dije yo, observando que se levantaba y comenzaba a despedirse de mi madre.
—Puede usted tener todos los argumentos que quiera... pero no puedo quedarme a escucharlos.
—No, de eso se trata: sólo oyen ustedes de una discusión lo que quieren; el resto podemos decírselo a las paredes.
—Si tiene usted necesidad de decir algo más sobre el tema —contestó ella mientras le tendía la mano a Rose—, debe usted llevar a su hermana a visitarme algún día y escucharé, con toda la paciencia que pueda usted desear, todo lo que quiera decir. Preferiría ser aleccionada por usted que por el vicario, porque tendría menos reparos en decirle, al final del discurso, que mi opinión sigue siendo la misma que al principio... como sería el caso, estoy persuadida, con el respeto debido a los dos lógicos.
—Sí, desde luego —contesté yo, decidido a mostrarme tan irritante como ella—; porque cuando una dama consiente en escuchar un argumento que va en contra de sus opiniones, siempre está decidida de antemano a resistirse a él, a escuchar solamente con sus oídos corporales, cerrando a cal y canto sus órganos mentales al razonamiento más poderoso.
—Buenos días, señor Markham —dijo mi bella antagonista con una sonrisa de conmiseración.
Sin dignarse replicar, se inclinó ligeramente y se dispuso a salir; pero su hijo, con infantil impertinencia, la detuvo exclamando:
—¡Mamá, no le has dado la mano al señor Markham!
Ella se volvió sonriente y me tendió la mano. Se la apreté rencorosamente; estaba molesto por la continua injusticia a la que me había sometido desde nuestro primer encuentro. Sin conocer nada de mi carácter y mis principios verdaderos, se sentía evidentemente predispuesta contra mí y parecía resuelta a mostrar que, en lo que me atañía y sobre cada particular, sus opiniones apuntaban muy por debajo de las que yo tenía de mí mismo. Yo era naturalmente quisquilloso; si no, no me hubiera sentido tan vejado. Quizá, también, estaba un poco mimado por mi madre y mi hermana, y algunas otras damas conocidas mías; y, sin embargo, yo no era de ningún modo un fatuo: de eso estoy plenamente convencido, lo creas o no.
LA FIESTA
Nuestra fiesta del 5 de noviembre transcurrió agradablemente, a pesar de la negativa de la señora Graham a honrarla con su presencia. En realidad, es probable que de haber asistido a ella hubiera habido menos cordialidad, libertad y juego entre nosotros de los que hubo sin ella.
Mi madre, como de costumbre, estuvo alegre y habladora, servicial y amable; su única equivocación fue pretender con demasiada inquietud que sus invitados fueran felices, obligando a varios de ellos a hacer lo que sus espíritus detestaban: a comer o beber, a sentarse frente a la chimenea o a hablar cuando les hubiera gustado permanecer en silencio. No obstante, lo soportaron muy bien, pues estaban dispuestos a divertirse.
El señor Millward fue generoso en dogmas importantes y bromas sentenciosas, anécdotas pomposas y discursos magistrales, pronunciados para la ilustración de la reunión en general y de la cautivada señora Markham, el cortés señor Lawrence, la juiciosa Mary Millward, el apacible Richard Wilson y el prosaico Robert en particular, que fueron los oyentes más atentos.
La señora Wilson estuvo más brillante que nunca, con su cargamento de noticias frescas y fariseísmo antiguo, entrelazados con preguntas y reflexiones triviales y observaciones a menudo repetidas, emitidas aparentemente con el único propósito de no dar un momento de descanso a sus órganos del lenguaje. Se había traído con ella su calceta y parecía como si su lengua hubiera hecho una apuesta con sus dedos para aventajarles en velocidad y movimiento continuo.