CAPÍTULO I
EL OASIS DE
GABES
—¿Qué es lo que tú sabes?
—Sé lo que he oído en el puerto.
—¿Se hablaba del barco que viene a buscar… que
se llevará a Hadjar?
—Sí, a Túnez, donde será juzgado.
—¿Y condenado?
—Condenado.
—¡Alá no lo permitirá, Soban…! ¡No, no lo
permitirá!…
—¡Silencio!
—exclamó vivamente Sohar prestando atención, como si advirtiese
ruido de pasos
en la arena.
Sin levantarse, deslizose hacia la entrada del
morabito abandonado,
donde tenía lugar esta conversación. Aún no había anochecido, pero
el sol no
tardaría en desaparecer detrás de las dunas que bordean por aquel
lado el
litoral de la Pequeña Sirte.
En
los
primeros
días
de
marzo,
los
crepúsculos
no
son
largos
a
los
treinta
y
cuatro grados del
hemisferio
septentrional.
El
radiante astro no transpone el horizonte en lento y oblicuo
descenso: más bien
parece que sigue la vertical rápidamente, como un cuerpo sometido a
las leyes
de la gravedad.
Sohar se detuvo, luego avanzó algunos pasos sobre
el suelo calcinado
por los rayos solares. Su mirada recorrió en un instante la vasta
llanura.
Hacia
el norte, las verdosas cimas de un oasis que se dibujaba a
kilómetro y medio de
distancia. Al sur, las amarillentas arenas franjeadas de espuma
producida por
la resaca de la marea ascendente. Al oeste, las dunas se perfilaban
sobre el
cielo. Al este, un ancho espacio de aquella mar que forma el golfo
de Gabes y
baña el litoral tunecino.
La ligera brisa del oeste, que refrescaba la
atmósfera durante aquel
día, había caído al llegar la noche. Ningún ruido llegaba a los
oídos de Sobar.
Había creído sentir pasos alrededor de este cubo de vieja
mampostería blanca,
abrigado por una antigua palmera. Se había equivocado. Nadie andaba
ni del lado
de las dunas ni del de la playa. No obstante, dio la vuelta al
pequeño
monumento. No se veían más huellas que las que su madre y él habían
dejado
sobre la arena de la entrada del morabito.
Apenas
había transcurrido un minuto de la salida de Sohar, cuando Djemma
apareció en
el umbral, intranquila de no ver regresar a su hijo. Éste, que, en
aquel
momento doblaba el ángulo del morabito, la tranquilizó con un
gesto.
Djemma era una africana tuareg que había cumplido
los sesenta, alta,
fuerte, erguida, de enérgica actitud. De sus ojos azules, como los
de todas las
mujeres de su raza, escapábase una mirada ardorosa y fiera. De
blanca tez,
aparecía amarilla bajo la tintura de ocre que recubría su frente y
sus
mejillas. Iba vestida con un amplio jaique de esa lana que tan
abundantemente
proporcionan los carneros de Hammáma que se encuentran en los
alrededores de
los
sebkhas o
chotts de la baja Tunicia. Un ancho capuchón recubría su
cabeza,
cuya espesa cabellera apenas comenzaba a blanquear.
Djemma permaneció inmóvil hasta que su hijo llegó
hasta ella. Sohar no
había advertido nada sospechoso en los alrededores, y sólo turbaba
el augusto
silencio algún que otro canto lastimero de las aves que
revoloteaban hacia la
parte de las dunas.
Madre
e hijo se internaron en el morabito para esperar a que la noche les
permitiese
ganar Gabes sin llamar la atención.
La conversación continuó en estos términos:
—¿Ha salido el barco de la Goulette?
—Sí, madre mía, y por la mañana había ya doblado
el cabo Bon… Es el crucero
Chanzy
.
—¿Llegará esta noche?
—Esta noche, a menos que no haga escala en
Sfax… Pero lo probable es que venga a anclar a Gabes, donde tu
hijo, mi
hermano, le será entregado…
—¡Hadjar!… ¡Hadjar!… —murmuró
la madre. Y, balbuciente de cólera y dolor, exclamó:
—¡Mi hijo, mi hijo! ¡Esos infames me lo van a
matar!…
¡Ya no le veré más, ya
no
podrá
arrastrar
a
los
tuaregs
a
la
guerra
santa!
Pero
¡no,
no!
¡Alá
no
lo
permitirá!
…
Y,
como
si
esta
crisis
hubiera
agotado
sus
fuerzas,
Djemma
cayó
arrodillada
en
un
ángulo
de la reducida estancia y permaneció silenciosa.
Sobar
había vuelto a colocarse en la puerta, inmóvil como una estatua.
Ningún ruido
sospechoso
alteró
su
quietud.
La
sombra
de
las
dunas
prolongábase
poco
a
poco hacia el este, a
medida que el sol se
abatía sobre el opuesto horizonte. Hacia el oriente de la Pequeña
Sirte
empezaron a brillar las primeras constelaciones. El disco
lunar, en los comienzos
de su primer
cuarto, deslizábase detrás de las extremas brumas de poniente.
Preparábase una
noche tranquila y oscura, porque un telón de ligeros vapores iba a
ocultar las
estrellas.
Poco después de las siete,
Sohar volvió cerca de su madre y le dijo:
—Ya
es hora.
—Sí
—repuso
Djemma—,
ya
es
tiempo
de
que
Hadjar
sea
arrancado
de
manos
de sus carceleros. Es
preciso que esté
fuera de la prisión de Gabes antes de que amanezca… Mañana sería
tarde.
—Todo
está
dispuesto, madre mía —afirmó Sohar—. Nuestros compañeros nos
esperan…
Los
de
Gabes
han
preparado
la
evasión…
Los
de
Djerid
servirán
de
escolta a
Hadjar, y antes de
venir el día, estarán todos en el
desierto.
—Y
yo con ellos —exclamó
Djemma—. No quiero
abandonar a mi hijo.
—Y
yo también iré con vosotros —añadió Sohar—; no abandonaré a mi
hermano ni a mi
madre.
Djemma
se levantó y le estrechó entre sus brazos. Luego, ajustando el
capuchón del
jaique, franqueó el umbral.
Precedida por
Sobar, dirigiéronse
ambos hacia Gabes. En vez de seguir por el litoral, a lo largo del
camino
marcado por las hierbas marinas que la última marea dejara
en
la
playa,
siguieron
la
parte
baja
de
las
dunas,
para
pasar
más
inadvertidos
en el trayecto de
kilómetro y medio que
tenían que
recorrer. Allí estaba el
oasis, la masa de árboles, cuya sombra creciente presentábase
confusamente al
ojo
escrutador. A través
de
la
oscuridad
no
brillaba
ni
un
punto
de
luz.
En
las
casas
árabes,
desprovistas de ventanas, la luz del día penetra por los
patios
interiores,
y, cuando llega la noche,
ninguna claridad se escapa al
exterior.
Sin embargo, no tardó en aparecer un punto
luminoso por encima de los
vagos contornos del poblado. El rayo luminoso, bastante intenso,
debía proceder
de la parte alta de Gabes, tal vez del minarete de una mezquita,
acaso del
castillo que la dominaba.
Sohar mostró con el brazo
aquella luz. —El fuerte…— dijo.
—¿Es
allí, Sohar? —preguntó Djemma.
—Allí
es donde está encerrado, madre mía.
La
anciana se había detenido. Parecía que aquella luz había
establecido una
especie de comunicación entre ella y su hijo. Desde que este
temible jefe
tuareg cayera en manos de los soldados franceses, Djemma no había
vuelto a ver
a su hijo, ni conseguiría verlo más, a menos que aquella noche no
consiguiera
escapar a la suerte que la justicia militar le deparaba. Djemma
permanecía
inmóvil, y fue
preciso
que
Sohar le repitiese por dos veces:
—Venga
usted, venga usted, madre mía.
Los
caminantes continuaron hacia el oasis de Gabes, el poblado más
considerable que
ocupa la orilla continental de la Pequeña Sirte. Sohar se dirigía
hacia el
grupo de casas que los soldados llaman Conquinville. Es una
aglomeración de
construcciones de madera, donde reside toda una población de
mercaderes.
El
poblado está cerca de la entrada del
uadi,
riachuelo que serpentea caprichosamente a través del oasis bajo la
sombra de
las palmeras. Allí se eleva el
«Fort-Neuf», de donde Hadjar no saldría más que
para ser
transferido a la cárcel de Túnez.
De
esa
fortaleza
era
de
donde
los
compañeros
pensaban
llevárselo,
después
de tomar todas las precauciones y hechos todos los
preparativos
necesarios para favorecer la evasión aquella misma noche. Reunidos
en una de
las cabañas
de
Coquinville, esperaban a Djemma y a su hijo. Pero
una extremada
prudencia se imponía, y más valía no ser de ningún modo encontrados
en las
cercanías del pueblecito.
¡Con
qué inquietud sus miradas dirigíanse hacia el mar!…
Su
gran temor era que llegase aquella misma noche el crucero y
transportase a
bordo el prisionero antes de que pudiera llevarse a cabo la
evasión. La mirada
anhelosa trataba de descubrir si aparecía algún resplandor en el
golfo de la
Pequeña Sirte, y el oído atento escuchaba por si algún gemido de la
sirena
anunciaba que un buque
anclaba
en
aquellas
aguas…
Pero
nada,
únicamente
los
faroles
de
los
barcos
de
pesca
se
reflejaban
en
las
aguas
tunecinas,
y
ningún
silbido
desgarraba
el
aire.
Serían las ocho de la noche
cuando Djemma y su hijo llegaron a la orilla del
uadi.
Diez
minutos más y estarían en el lugar de la cita.
En
el momento en que iban a emprender de nuevo la marcha, un hombre,
oculto detrás
de los eucaliptos de la orilla, se levantó y dijo:
—¿Sohar?
—¿Eres tú, Ahmet?
—Si; ¿vienes con tu madre?
—Con ella vengo. ¿Qué noticias hay?
—Ninguna —contestó Ahmet.
—¿Están ahí los compañeros?
—Ahí están esperándonos.
—¿No se sospecha nada en el fuerte?
—Nada.
—¿Hadjar está advertido?
—Sí.
—Y ¿cómo has podido saberlo?
—Por
Harrig, puesto en libertad esta mañana, y que ahora se encuentra
entre los
compañeros.
—Vamos
—dijo la anciana.
Los
tres se pusieron de nuevo en marcha remontando la orilla del
uadi.
La
dirección que entonces seguían no les permitía divisar la sombría
masa del
fuerte a través de la espesa frondosidad. El oasis de Gabes por
aquella parte
era un vasto bosque de palmeras.
Ahmet
conocía perfectamente el terreno y marchaba con paso seguro. Tenían
primeramente que atravesar Djara, poblado que está a caballo sobre
el
uadi. En este punto —antiguamente
fortificado, y que ha sido, sucesivamente, cartaginés, romano,
bizantino,
árabe— es donde se encuentra el principal mercado de Gabes. A
aquella hora el
vecindario no se había recogido en sus viviendas, y Djemma y sus
acompañantes
hubieran encontrado dificultades para pasar inadvertidos. Verdad es
que las
calles del oasis tunecino no estaban todavía alumbradas por la
electricidad ni
por el gas, y, salvo el espacio ocupado por algunos cafés, el resto
permanecía
sumido
en
la más profunda oscuridad.
Sin
embargo,
muy
prudente,
muy
circunspecto,
Ahmet
no
cesaba
de
decir
a
Sohar
que todas las precauciones serían pocas. Posible era que alguien
reconociese a
la madre del prisionero, cuya presencia en Gabes daría lugar a que
se redoblase
la vigilancia alrededor del fuerte. La evasión ofrecía serias
dificultades, a
pesar de lo bien preparada que estaba, e importaba que los
vigilantes no se
pusieran sobre aviso. Así es que Ahmet escogía con preferencia los
caminos
extraviados.
Además,
la parte central del oasis durante aquella tarde no dejaba de estar
animada.
Era domingo. Este último día de la semana es muy festejado en todos
los puntos
que tienen guarnición, y, sobre todo, guarnición francesa, lo mismo
en África
que en Europa. Los soldados obtienen permiso extraordinario, ocupan
las mesas
de los cafés y vuelven tarde al cuartel. Los indígenas se asocian a
esta
animación, principalmente en el barrio de mercaderes italianos y
judíos, en su
mayor parte. La algazara se prolonga hasta alta hora de la noche.
Bien
podía suceder que Djemma no fuese desconocida de las autoridades de
Gabes. En
efecto, desde la captura de su hijo había rondado más de una vez
por los
alrededores
de
la
prisión,
con
riesgo
de
su
libertad
y
hasta
de
su
vida.
Las
autoridades conocían la
influencia que
ejercía sobre
Hadjar, esa influencia
de la madre, tan fuerte en la raza tuareg. Después de haber
impulsado a su hijo
a la rebelión, era capaz de provocar
otra
nueva,
bien
fuera
para
salvar
al
prisionero
o
para
vengarle,
si
el
consejo de guerra lo
enviaba a la muerte.
¡Si, había motivo para temerlo!… A su voz, todas las tribus se
alzarían como un
solo hombre, proclamando la guerra santa. En vano habíanse
organizado pesquisas
para apoderarse de su persona. En vano habíanse multiplicado las
expediciones a
través del país. Protegida por la abnegación de los suyos, Djemma
había
escapado hasta entonces a todas las tentativas hechas para capturar
a la madre
después de al
hijo.
Y,
sin embargo, he
aquí que ella misma aparecía en este oasis, donde tantos peligros
la
amenazaban. Había querido unirse a los suyos para cooperar a la
evasión. Si
Hadjar conseguía burlar la vigilancia de sus guardianes, si lograba
franquear
los muros de la fortaleza, su madre emprendería con él la huida,
y, a un kilómetro de
allí, en lo más espeso
del bosque, los fugitivos encontrarían los caballos. Era la
libertad
reconquistada, y quién sabe qué nueva tentativa de levantamiento
contra la
dominación francesa.
Los
expedicionarios no tuvieron más remedio que pasar por entre grupos
de franceses
y árabes, que no pudieron reconocer a la madre de Hadjar bajo el
amplio jaique
que la cubría. Además, Ahmet se ingeniaba para sortear los
encuentros,
ocultándose en algún rincón oscuro, reanudando la marcha después de
haber
pasado el grupo peligroso.
Faltábales
ya
muy
poco
para
llegar
al
punto
de
cita,
cuando
un
tuareg,
que
parecía
acechar su paso, se precipitó ante
ellos.
La
calle o, mejor dicho, el camino que oblicuaba hacia el fuerte
estaba desierto
en
aquel momento, y, siguiéndolo durante un corto
trayecto, bastaba
remontar una estrecha callejuela lateral para ganar el lugar de la
cita, hacia
donde se dirigían Djemma y sus acompañantes.
El hombre hablase dirigido directamente hacia
Ahmet; luego, añadiendo el gesto a la palabra, se detuvo diciendo:
—No vayáis más lejos…
—¿Qué ocurre, Horeb? —preguntó Ahmet, que había
reconocido a uno de los de su tribu.
—Nuestros compañeros no están en el lugar de la
cita.
La anciana madre había suspendido su marcha, e
interrogó a Horeb con voz llena de sobresalto y de cólera:
—¡Cómo!, ¿esos perros han descubierto nuestros
planes?
—No, Djemma; los guardianes de tu hijo no
sospechan nada.
—Entonces, ¿por qué no nos esperan nuestros
compañeros?
—Porque los soldados tienen hoy permiso y no
hemos querido estar con ellos.
Estaba allí bebiendo el suboficial de espahíes
Nicol, que te conoce, Djemma…
—Si —murmuró la africana—; me ha visto allá
abajo… en el aduar… cuando mi hijo cayó en poder de su capitán…
¡Ah, sí, ese
capitán…!
Y del pecho de la madre del prisionero Hadjar se
escapó como un rugido de fiera.
—¿Dónde nos reuniremos con nuestros compañeros?
—preguntó Ahmet.
—Venid —contestó Horeb.
Y
poniéndose a la cabeza del grupo, internóse a través de un
bosquecillo de
palmeras, en dirección al fuerte.
Este
bosque, desierto a aquella hora, no se animaba más que los días del
gran
mercado de Gabes. Era casi seguro que no hallarían alma viviente en
los
alrededores del fuerte, en el cual no sería posible
penetrar. Aunque la
guarnición gozase del asueto del domingo, no
por eso la guardia de la prisión dejaría de estar en su puesto.
Tanto más, puesto que
tenía bajo su
custodia a
Hadjar, prisionero
peligroso, que haría redoblar la vigilancia del fuerte hasta que
estuviese a
bordo del crucero que había de entregarlo a la justicia
militar.
Nuestros
caminantes marchaban al abrigo de los árboles, y pronto llegaron a
la linde del
bosquecillo.
En
este lugar apiñábanse una veintena de cabañas, a través de cuyas
estrechas
aberturas filtrábanse débiles rayos de luz. Ya no les separaba más
que un tiro
de fusil del lugar de la cita.
Pero
apenas Horeb habíase aventurado por una estrecha callejuela, un
ruido de pasos
y de voces le obligó a detenerse. Una docena de espahíes venían en
sentido
contrario, cantando y gritando bajo el influjo de las libaciones
demasiado
prodigadas en las tabernas de las inmediaciones.
Ahmet
consideró prudente evitar su encuentro, y para dejarles libre el
paso se
precipitó con Djemma, Sohar y Horeb en el fondo de un oscuro
callejón, no lejos
de
la escuela franco-árabe.
Allí había un pozo, en cuyo brocal alzábase una
armadura de madera, que soportaba la polea que servía para subir
los cubos
llenos de agua.
En un instante quedaron ocultos detrás de la
mampostería, que los
cubría por completo.
El grupo de soldados se detuvo al llegar allí,
y a uno de ellos ocurriósele exclamar:
—¡Demonio, qué sed tengo!…
—Pues bebe; aquí tienes un pozo —le repuso el
suboficial Nicol.
—¡Beber agua! —exclamó el cabo Pistache.
—Invoca a Mahoma, tal vez te la convierta en
vino.
—¡Si estuviera seguro de eso…!
—¿Te harías mahometano?
—¡Ni por ésas!… Además, puesto que Alá prohíbe
el vino a sus fieles, jamás consentiría hacer el milagro para los
que no lo
son.
—Bien razonado, Pistache —declaró el
suboficial—; en marcha hacia el puesto.
Pero en el momento en que iban a reanudar la
marcha, Nicol los detuvo con un gesto.
Dos hombres caminaban calle arriba, y el
suboficial reconoció en ellos a un capitán y un teniente de su
regimiento.
—¡Alto! —Mandó a sus hombres, que hicieron el
saludo militar.
—¡Ah! —dijo el capitán—; es el bravo Nicol.
—¿El capitán Hardigan? —contestó el suboficial
en tono que denotaba cierta sorpresa—. ¡El mismo!
—Acabamos de llegar de Túnez —añadió el teniente
Villette.
—Y dispuestos para marchar a una expedición, a
la que seguramente nos acompañará usted, Nicol.
—Estoy a sus órdenes, mi capitán, dispuesto a
seguirle a todas partes.
—Ya
lo sabía yo —repuso el capitán Hardigan, muy
complacido—. Y
¿cómo está tu viejo
hermano
Adelantado?
—Tan tieso sobre sus cuatro patas, que yo tengo
buen cuidado no se enmohezcan.
—Bien, Nicol. ¿Y también está
bueno
Valiente…
el eterno amigo del veterano? Siguen queriéndose tanto, mi
capitán;
no me extrañaría que fuesen gemelos.
—¡Sería gracioso que fuesen gemelos un perro y un
caballo! —repuso
riendo el oficial—. Descuida, Nicol, que no los separaremos cuando
partamos.
—Claro que no; se morirían, mi capitán. En aquel
momento sonó una
detonación del lado del mar.
—¿Qué es eso? —preguntó el teniente Villette.
—Será el cañonazo del crucero que acaba de
anclar en el golfo.
—Y que viene a recoger a ese bribón de Hadjar
—añadió el suboficial—. Una buena captura que se debe a usted, mi
capitán.
—Puede usted decir que la hicimos juntos —repuso
el capitán Hardigan.
—Y también al caballo y al perro les corresponde
su parte —declaró Nicol.
Luego, los dos oficiales reanudaron su
interrumpida marcha, en tanto que Nicol y sus hombres descendían
hacia los
barrios bajos de Gabes.
CAPÍTULO II HADJAR
Los
tuaregs, de raza berberisca, habitaban Ixham, país comprendido
entre Touat,
aquel vasto oasis del Sahara, situado a 500 kilómetros al sudeste
de Marruecos,
Timbuctú al mediodía, Níger al oeste y Fezzan al este.
Pero en la época en que pasa esta historia habíanse ya
desplazado hacia
las regiones más orientales del Sahara. A principios del siglo
XX
, sus numerosas tribus, sedentarias las más, las
otras nómadas,
concentrábanse a la sazón sobre las vas tas llanuras arenosas,
designadas bajo
el nombre de
outta, en lengua árabe,
en el Sudán
y hasta en las
comarcas
donde el desierto argelino confina con el tunecino.
Ahora
bien, hacia unos cuantos años, después de haberse abandonado los
trabajos del mar
interior, en el país del Arad, que se extiende al oeste de Gabes, y
del cual el
capitán Roudaire había estudiado la creación, el gobernador general
y el bey de
Túnez habían invitado a numerosos tuaregs a que se acantonaran en
los oasis,
con la esperanza de que, por sus cualidades guerreras, llegasen a
ser los
gendarmes del desierto. Esperanza quimérica, pues no solamente
estos indígenas
eran muy difíciles de reducir, sino que, de reanudar un día la
empresa del mar
interior sahariano, todas estas tribus hubiéranse mostrado
francamente hostiles
a la inundación del interior.
Además,
aunque el tuareg hacía el oficio de conductor para las caravanas, y
aun de
protector, ladrón por instinto, pirata por naturaleza, su
reputación hacía que
se desconfiase mucho de esta clase de auxiliares.
Prueba de ello es que, cuando el mayor Paing
recorrió los peligrosos
lugares del país negro, estuvo a punto de perecer destrozado en un
ataque de
estos temibles indígenas. En 1881, cuando la expedición que partió
de Uargla
bajo las órdenes del comandante Flatters, este valiente oficial y
sus
compañeros perecieron en Bir-el- Gharama.
Así es que las autoridades militares de Argel y
Tunicia deben
mantenerse constantemente a la defensiva, y rechazar sin
contemplaciones estas
tribus, que forman una población bastante numerosa.
Entre
las tribus tuaregs, la de Ahaggar lleva justa fama de ser una de
las más
guerreras. A ella pertenecen casi todos los cabecillas de los
constantes
rebeldes alzamientos que hacen tan difícil el sostenimiento de la
influencia
francesa sobre los extensos límites del desierto. Los gobernadores
generales de
Argelia y Tunicia, siempre sobre aviso, tienen que dedicar su
especial atención
a la vigilancia de estas tribus de los
chotts
o
sebkha. Se comprenderá, por lo
tanto, la importancia del proyecto que sirve precisamente de tema a
este
relato; el de la creación de un mar interior.
Este
proyecto había de disgustar en extremo a las tribus tuaregs, al
privarles de
una gran parte de sus beneficios, al reducir el trayecto de las
caravanas y,
sobre todo,
al hacer más raras, por la facilidad para
reprimirlas, las agresiones
que tantos nombres han aumentado la necrología africana.
La
familia de Hadjar pertenecía precisamente a la tribu de
Ahaggar. Emprendedor,
audaz, despiadado, el hijo de Djernma
había sido siempre tenido por uno
de
los
más
temibles
jefes
de
esas
bandas
que
se
extendían
por
toda
la
parte
sur
de
los montes
Aurés.
Durante
estos últimos años dirigió multitud de ataques contra caravanas y
destacamentos
aislados, y su renombre fue agrandándose entre las tribus que
refluían poco a
poco hacia el este del Sahara, nombre que se aplica a la inmensa
llanura sin
vegetación de esta porción del continente africano. La rapidez de
sus
movimientos era desconcertante, y aunque las autoridades habían
reiterado las
más apremiantes órdenes a los jefes militares para que a toda costa
se
apoderasen de su persona, él había sabido despistar a sus
perseguidores. Cuando
se le señalaba en las proximidades de un oasis, aparecía de
improviso en los
alrededores de otro; y a la cabeza de una banda de tuaregs, tan
feroces como su
jefe, batía todo el país, sembrando la alarma por todas partes. Las
cáfilas no
osaban aventurarse a través del desierto sin la salvaguardia de una
fuerte
escolta. Así es que el importante tráfico que se efectuaba por
aquella parte
hasta los mercados de Tripolitania sufría no escaso quebranto con
este estado
de cosas.
Y, sin embargo, ni Nefta, ni Gafsa, ni Tozeur,
capital de esta región,
estaban desguarnecidos militarmente. Pero las expediciones contra
Hadjar y su
banda no habían tenido nunca éxito, y el audaz guerrero había
siempre
conseguido sustraerse a sus perseguidores, hasta el día en que cayó
en poder de
un destacamento francés.
Aquella parte del África septentrional había sido
teatro de una de esas
catástrofes que no son, desgraciadamente, raras en el continente
negro. Nadie
ignora con qué pasión, con qué abnegación, con qué intrepidez los
exploradores,
sucesores de los Burton, de los Speke, de los Livingstone, de los
Stanley, se
han lanzado, desde hace años, a través del vasto campo de los
descubrimientos.
Podría contárseles por centenas. ¡Y cuántos habrá que añadir
todavía a la lista
hasta el día, indudablemente lejano, en que nos entregue sus
últimos secretos
la cuarta parte del antiguo mundo…!
¡Cuántas expediciones llenas de peligros han
terminado en
desastres…! La más reciente concierne a un valeroso belga que se
había
aventurado en regiones casi inexploradas del Touat.
Después
de organizar una caravana en Constantina, Carl Steinx dejó aquella
población
dirigiéndose hacia el sur.
La
caravana era poco numerosa. Una docena de árabes reclutados en la
región,
caballos y bestias de tiro para los dos carros que componían el
material de la
expedición.
Carl
Steinx
había
primeramente
ganado
Uargla
por
Biskra,
Touggourt,Negoussia, donde le fue
fácil reponer sus
provisiones. Además, en estas villas había autoridades francesas
que se
apresuraron a auxiliar a este
explorador.
En
Uargla encuéntrase, por decirlo así, el corazón del Sahara, en el
paralelo
treinta y dos.
Hasta
entonces la expedición no había experimentado grandes pruebas;
fatigas muchas,
pero no serios peligros. Verdad es que la influencia francesa
dejábase sentir
en aquellas lejanas comarcas. Los tuaregs mostrábanse sumisos, en
apariencia al
menos, y las caravanas podían dedicarse al tráfico del comercio
interior sin
correr grandes riesgos.
Durante
su estancia en Uargla, Carl Steinx hubo de modificar la composición
de su
personal. Algunos de los árabes que le acompañaban negáronse a
seguir adelante.
Fue necesario arreglarles su cuenta, lo que no se hizo sin
dificultades,
reclamaciones, insolencias y malos modos. Sin embargo, preferible
era desembarazarse
de aquella gente que tan mala voluntad mostraba, y que hubiera
constituido un
peligro
constante para la
expedición.
Por
otra parte, el viajero belga no hubiera podido continuar su camino
sin
reemplazar a los que se iban, y no teniendo mucho donde escoger,
tuvo que salir
del país aceptando los servicios de algunos tuaregs, que se
ofrecieron mediante
fuertes remuneraciones, comprometiéndose a seguirle hasta el fin de
su
expedición, bien fuera a la costa occidental o a la oriental del
continente
africano.
Aunque abrigando alguna desconfianza contra la
gente de la raza tuareg,
Carl Steinx no sospechaba que introducía traidores en su caravana,
acechada
desde su salida de Biskra por la banda de
Hadjar,
el temible jefe, que sólo esperaba una ocasión propicia para
atacar. Y ahora, estos
partidarios
mezclados al personal, aceptados
como
guías
en
aquellas
regiones
desconocidas,
iban
a
llevar
al
explorador
a donde Hadjar le
esperaba.
Esto
fue lo que sucedió. Al dejar Uargla, la caravana descendió hacia el
sur, franqueó la línea
del trópico,
llegando hasta el país de Ahaggar, y oblicuando al sudeste, contaba
dirigirse
hacia el lago Chad. Pero, a partir del decimoquinto día de su
partida, no
volvió a tenerse noticias de Carl Steinx ni de sus
compañeros.
¿Qué
había sucedido? ¿Había podido la caravana llegar a la región de
Chad y seguía
las rutas de regreso por el este o por el oeste?
La
expedición de Carl Steinx había despertado el más vivo interés
entre las
numerosas sociedades geográficas que se ocupaban muy especialmente
de los
viajes al interior de África. Hasta Uargla habían estado al
corriente del
itinerario.