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Julio Verne

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Beschreibung


El ingeniero M. de Schaller es responsable del proyecto francés Saharienne Mar, sin embargo los indígenas, entre ellos los Tuareg, se oponen ferozmente.Un joven ingeniero pretende crear un mar artificial en un lugar del desierto. La clave consiste en hacer un canal que vaya del Mediterráneo hasta el Sahara, para así poder construir ciudades y crear nuevos cultivos. Pero varios obstáculos se presentan ante él, porque las tribus nómadas no están dispuestas a perder el negocio que les producen las caravanas que cruzan el desierto.
Su líder, Hadjar, ha sido capturado, pero con la ayuda de su tribu, su madre y sus hermanos, escapa a tiempo y se esconde en el desierto.

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Julio Verne

Julio Verne

LA INVASIÓN DEL MAR

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-208-7

Greenbooks editore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-208-7
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Indice

LA INVASIÓN DEL MAR

LA INVASIÓN DEL MAR

CAPÍTULO I

EL OASIS DE GABES
—¿Qué es lo que tú sabes?
—Sé lo que he oído en el puerto.
—¿Se hablaba del barco que viene a buscar… que se llevará a Hadjar?
—Sí, a Túnez, donde será juzgado.
—¿Y condenado?
—Condenado.
—¡Alá no lo permitirá, Soban…! ¡No, no lo permitirá!…
—¡Silencio! —exclamó vivamente Sohar prestando atención, como si advirtiese ruido de pasos en la arena.
Sin levantarse, deslizose hacia la entrada del morabito abandonado, donde tenía lugar esta conversación. Aún no había anochecido, pero el sol no tardaría en desaparecer detrás de las dunas que bordean por aquel lado el litoral de la Pequeña Sirte.
En los primeros días de marzo, los crepúsculos no son largos a los treinta y cuatro grados del hemisferio septentrional.
El radiante astro no transpone el horizonte en lento y oblicuo descenso: más bien parece que sigue la vertical rápidamente, como un cuerpo sometido a las leyes de la gravedad.
Sohar se detuvo, luego avanzó algunos pasos sobre el suelo calcinado por los rayos solares. Su mirada recorrió en un instante la vasta llanura.

Hacia el norte, las verdosas cimas de un oasis que se dibujaba a kilómetro y medio de distancia. Al sur, las amarillentas arenas franjeadas de espuma producida por la resaca de la marea ascendente. Al oeste, las dunas se perfilaban sobre el cielo. Al este, un ancho espacio de aquella mar que forma el golfo de Gabes y baña el litoral tunecino.
La ligera brisa del oeste, que refrescaba la atmósfera durante aquel día, había caído al llegar la noche. Ningún ruido llegaba a los oídos de Sobar. Había creído sentir pasos alrededor de este cubo de vieja mampostería blanca, abrigado por una antigua palmera. Se había equivocado. Nadie andaba ni del lado de las dunas ni del de la playa. No obstante, dio la vuelta al pequeño monumento. No se veían más huellas que las que su madre y él habían dejado sobre la arena de la entrada del morabito.
Apenas había transcurrido un minuto de la salida de Sohar, cuando Djemma apareció en el umbral, intranquila de no ver regresar a su hijo. Éste, que, en aquel momento doblaba el ángulo del morabito, la tranquilizó con un gesto.
Djemma era una africana tuareg que había cumplido los sesenta, alta, fuerte, erguida, de enérgica actitud. De sus ojos azules, como los de todas las mujeres de su raza, escapábase una mirada ardorosa y fiera. De blanca tez, aparecía amarilla bajo la tintura de ocre que recubría su frente y sus mejillas. Iba vestida con un amplio jaique de esa lana que tan abundantemente proporcionan los carneros de Hammáma que se encuentran en los alrededores de los sebkhas o chotts de la baja Tunicia. Un ancho capuchón recubría su cabeza, cuya espesa cabellera apenas comenzaba a blanquear.
Djemma permaneció inmóvil hasta que su hijo llegó hasta ella. Sohar no había advertido nada sospechoso en los alrededores, y sólo turbaba el augusto silencio algún que otro canto lastimero de las aves que revoloteaban hacia la parte de las dunas.
Madre e hijo se internaron en el morabito para esperar a que la noche les permitiese ganar Gabes sin llamar la atención.
La conversación continuó en estos términos:
—¿Ha salido el barco de la Goulette?
—Sí, madre mía, y por la mañana había ya doblado el cabo Bon… Es el crucero

Chanzy

.
—¿Llegará esta noche?
—Esta noche, a menos que no haga escala en Sfax… Pero lo probable es que venga a anclar a Gabes, donde tu hijo, mi hermano, le será entregado…
—¡Hadjar!… ¡Hadjar!… —murmuró la madre. Y, balbuciente de cólera y dolor, exclamó:
—¡Mi hijo, mi hijo! ¡Esos infames me lo van a matar!… ¡Ya no le veré más, ya no podrá arrastrar a los tuaregs a la guerra santa! Pero ¡no, no! ¡Alá no lo permitirá!

Y,

como si esta crisis hubiera agotado sus fuerzas, Djemma cayó arrodillada en un
ángulo de la reducida estancia y permaneció silenciosa.
Sobar había vuelto a colocarse en la puerta, inmóvil como una estatua. Ningún ruido sospechoso alteró su quietud. La sombra de las dunas prolongábase poco a poco hacia el este, a medida que el sol se abatía sobre el opuesto horizonte. Hacia el oriente de la Pequeña Sirte empezaron a brillar las primeras constelaciones. El disco lunar, en los comienzos de su primer cuarto, deslizábase detrás de las extremas brumas de poniente. Preparábase una noche tranquila y oscura, porque un telón de ligeros vapores iba a ocultar las estrellas.
Poco después de las siete, Sohar volvió cerca de su madre y le dijo:
—Ya es hora.
—Sí —repuso Djemma—, ya es tiempo de que Hadjar sea arrancado de manos de sus carceleros. Es preciso que esté fuera de la prisión de Gabes antes de que amanezca… Mañana sería tarde.

—Todo

está dispuesto, madre mía —afirmó Sohar—. Nuestros compañeros nos esperan… Los de Gabes han preparado la evasión… Los de Djerid servirán de escolta a Hadjar, y antes de venir el día, estarán todos en el desierto.
—Y yo con ellos —exclamó Djemma—. No quiero abandonar a mi hijo.
—Y yo también iré con vosotros —añadió Sohar—; no abandonaré a mi hermano ni a mi madre.
Djemma se levantó y le estrechó entre sus brazos. Luego, ajustando el capuchón del jaique, franqueó el umbral.
Precedida por Sobar, dirigiéronse ambos hacia Gabes. En vez de seguir por el litoral, a lo largo del camino marcado por las hierbas marinas que la última marea dejara en la playa, siguieron la parte baja de las dunas, para pasar más inadvertidos en el trayecto de kilómetro y medio que tenían que recorrer. Allí estaba el oasis, la masa de árboles, cuya sombra creciente presentábase confusamente al ojo escrutador. A través de la oscuridad no brillaba ni un punto de luz. En las casas árabes, desprovistas de ventanas, la luz del día penetra por los patios interiores, y, cuando llega la noche, ninguna claridad se escapa al exterior.
Sin embargo, no tardó en aparecer un punto luminoso por encima de los vagos contornos del poblado. El rayo luminoso, bastante intenso, debía proceder de la parte alta de Gabes, tal vez del minarete de una mezquita, acaso del castillo que la dominaba.
Sohar mostró con el brazo aquella luz. —El fuerte…— dijo.
—¿Es allí, Sohar? —preguntó Djemma.
—Allí es donde está encerrado, madre mía.
La anciana se había detenido. Parecía que aquella luz había establecido una especie de comunicación entre ella y su hijo. Desde que este temible jefe tuareg cayera en manos de los soldados franceses, Djemma no había vuelto a ver a su hijo, ni conseguiría verlo más, a menos que aquella noche no consiguiera escapar a la suerte que la justicia militar le deparaba. Djemma permanecía inmóvil, y fue preciso
que Sohar le repitiese por dos veces:

—Venga usted, venga usted, madre mía.
Los caminantes continuaron hacia el oasis de Gabes, el poblado más considerable que ocupa la orilla continental de la Pequeña Sirte. Sohar se dirigía hacia el grupo de casas que los soldados llaman Conquinville. Es una aglomeración de construcciones de madera, donde reside toda una población de mercaderes.
El poblado está cerca de la entrada del uadi, riachuelo que serpentea caprichosamente a través del oasis bajo la sombra de las palmeras. Allí se eleva el
«Fort-Neuf», de donde Hadjar no saldría más que para ser transferido a la cárcel de Túnez. De esa fortaleza era de donde los compañeros pensaban llevárselo, después de tomar todas las precauciones y hechos todos los preparativos necesarios para favorecer la evasión aquella misma noche. Reunidos en una de las cabañas de
Coquinville, esperaban a Djemma y a su hijo. Pero una extremada prudencia se imponía, y más valía no ser de ningún modo encontrados en las cercanías del pueblecito.
¡Con qué inquietud sus miradas dirigíanse hacia el mar!…
Su gran temor era que llegase aquella misma noche el crucero y transportase a bordo el prisionero antes de que pudiera llevarse a cabo la evasión. La mirada anhelosa trataba de descubrir si aparecía algún resplandor en el golfo de la Pequeña Sirte, y el oído atento escuchaba por si algún gemido de la sirena anunciaba que un buque anclaba en aquellas aguas… Pero nada, únicamente los faroles de los barcos de pesca se reflejaban en las aguas tunecinas, y ningún silbido desgarraba el aire.
Serían las ocho de la noche cuando Djemma y su hijo llegaron a la orilla del uadi.
Diez minutos más y estarían en el lugar de la cita.
En el momento en que iban a emprender de nuevo la marcha, un hombre, oculto detrás de los eucaliptos de la orilla, se levantó y dijo:
—¿Sohar?
—¿Eres tú, Ahmet?
—Si; ¿vienes con tu madre?
—Con ella vengo. ¿Qué noticias hay?
—Ninguna —contestó Ahmet.
—¿Están ahí los compañeros?
—Ahí están esperándonos.
—¿No se sospecha nada en el fuerte?
—Nada.
—¿Hadjar está advertido?
—Sí.
—Y ¿cómo has podido saberlo?
—Por Harrig, puesto en libertad esta mañana, y que ahora se encuentra entre los compañeros.
—Vamos —dijo la anciana.
Los tres se pusieron de nuevo en marcha remontando la orilla del uadi.
La dirección que entonces seguían no les permitía divisar la sombría masa del fuerte a través de la espesa frondosidad. El oasis de Gabes por aquella parte era un vasto bosque de palmeras.
Ahmet conocía perfectamente el terreno y marchaba con paso seguro. Tenían primeramente que atravesar Djara, poblado que está a caballo sobre el uadi. En este punto —antiguamente fortificado, y que ha sido, sucesivamente, cartaginés, romano, bizantino, árabe— es donde se encuentra el principal mercado de Gabes. A aquella hora el vecindario no se había recogido en sus viviendas, y Djemma y sus acompañantes hubieran encontrado dificultades para pasar inadvertidos. Verdad es que las calles del oasis tunecino no estaban todavía alumbradas por la electricidad ni por el gas, y, salvo el espacio ocupado por algunos cafés, el resto permanecía sumido
en la más profunda oscuridad.
Sin embargo, muy prudente, muy circunspecto, Ahmet no cesaba de decir a Sohar que todas las precauciones serían pocas. Posible era que alguien reconociese a la madre del prisionero, cuya presencia en Gabes daría lugar a que se redoblase la vigilancia alrededor del fuerte. La evasión ofrecía serias dificultades, a pesar de lo bien preparada que estaba, e importaba que los vigilantes no se pusieran sobre aviso. Así es que Ahmet escogía con preferencia los caminos extraviados.
Además, la parte central del oasis durante aquella tarde no dejaba de estar animada. Era domingo. Este último día de la semana es muy festejado en todos los puntos que tienen guarnición, y, sobre todo, guarnición francesa, lo mismo en África que en Europa. Los soldados obtienen permiso extraordinario, ocupan las mesas de los cafés y vuelven tarde al cuartel. Los indígenas se asocian a esta animación, principalmente en el barrio de mercaderes italianos y judíos, en su mayor parte. La algazara se prolonga hasta alta hora de la noche.
Bien podía suceder que Djemma no fuese desconocida de las autoridades de Gabes. En efecto, desde la captura de su hijo había rondado más de una vez por los alrededores de la prisión, con riesgo de su libertad y hasta de su vida. Las autoridades conocían la influencia que ejercía sobre Hadjar, esa influencia de la madre, tan fuerte en la raza tuareg. Después de haber impulsado a su hijo a la rebelión, era capaz de provocar otra nueva, bien fuera para salvar al prisionero o para vengarle, si el consejo de guerra lo enviaba a la muerte. ¡Si, había motivo para temerlo!… A su voz, todas las tribus se alzarían como un solo hombre, proclamando la guerra santa. En vano habíanse organizado pesquisas para apoderarse de su persona. En vano habíanse multiplicado las expediciones a través del país. Protegida por la abnegación de los suyos, Djemma había escapado hasta entonces a todas las tentativas hechas para capturar a la madre después de al hijo.

Y,

sin embargo, he aquí que ella misma aparecía en este oasis, donde tantos peligros la amenazaban. Había querido unirse a los suyos para cooperar a la evasión. Si Hadjar conseguía burlar la vigilancia de sus guardianes, si lograba franquear los muros de la fortaleza, su madre emprendería con él la huida, y, a un kilómetro de allí, en lo más espeso del bosque, los fugitivos encontrarían los caballos. Era la libertad reconquistada, y quién sabe qué nueva tentativa de levantamiento contra la dominación francesa.
Los expedicionarios no tuvieron más remedio que pasar por entre grupos de franceses y árabes, que no pudieron reconocer a la madre de Hadjar bajo el amplio jaique que la cubría. Además, Ahmet se ingeniaba para sortear los encuentros, ocultándose en algún rincón oscuro, reanudando la marcha después de haber pasado el grupo peligroso.
Faltábales ya muy poco para llegar al punto de cita, cuando un tuareg, que parecía acechar su paso, se precipitó ante ellos.
La calle o, mejor dicho, el camino que oblicuaba hacia el fuerte estaba desierto en
aquel momento, y, siguiéndolo durante un corto trayecto, bastaba remontar una estrecha callejuela lateral para ganar el lugar de la cita, hacia donde se dirigían Djemma y sus acompañantes.
El hombre hablase dirigido directamente hacia Ahmet; luego, añadiendo el gesto a la palabra, se detuvo diciendo:
—No vayáis más lejos…
—¿Qué ocurre, Horeb? —preguntó Ahmet, que había reconocido a uno de los de su tribu.
—Nuestros compañeros no están en el lugar de la cita.
La anciana madre había suspendido su marcha, e interrogó a Horeb con voz llena de sobresalto y de cólera:
—¡Cómo!, ¿esos perros han descubierto nuestros planes?
—No, Djemma; los guardianes de tu hijo no sospechan nada.
—Entonces, ¿por qué no nos esperan nuestros compañeros?
—Porque los soldados tienen hoy permiso y no hemos querido estar con ellos.
Estaba allí bebiendo el suboficial de espahíes Nicol, que te conoce, Djemma…
—Si —murmuró la africana—; me ha visto allá abajo… en el aduar… cuando mi hijo cayó en poder de su capitán… ¡Ah, sí, ese capitán…!
Y del pecho de la madre del prisionero Hadjar se escapó como un rugido de fiera.
—¿Dónde nos reuniremos con nuestros compañeros? —preguntó Ahmet.
—Venid —contestó Horeb.
Y poniéndose a la cabeza del grupo, internóse a través de un bosquecillo de palmeras, en dirección al fuerte.
Este bosque, desierto a aquella hora, no se animaba más que los días del gran mercado de Gabes. Era casi seguro que no hallarían alma viviente en los alrededores del fuerte, en el cual no sería posible penetrar. Aunque la guarnición gozase del asueto del domingo, no por eso la guardia de la prisión dejaría de estar en su puesto. Tanto más, puesto que tenía bajo su custodia a Hadjar, prisionero peligroso, que haría redoblar la vigilancia del fuerte hasta que estuviese a bordo del crucero que había de entregarlo a la justicia militar.
Nuestros caminantes marchaban al abrigo de los árboles, y pronto llegaron a la linde del bosquecillo.
En este lugar apiñábanse una veintena de cabañas, a través de cuyas estrechas aberturas filtrábanse débiles rayos de luz. Ya no les separaba más que un tiro de fusil del lugar de la cita.
Pero apenas Horeb habíase aventurado por una estrecha callejuela, un ruido de pasos y de voces le obligó a detenerse. Una docena de espahíes venían en sentido contrario, cantando y gritando bajo el influjo de las libaciones demasiado prodigadas en las tabernas de las inmediaciones.
Ahmet consideró prudente evitar su encuentro, y para dejarles libre el paso se precipitó con Djemma, Sohar y Horeb en el fondo de un oscuro callejón, no lejos de
la escuela franco-árabe.
Allí había un pozo, en cuyo brocal alzábase una armadura de madera, que soportaba la polea que servía para subir los cubos llenos de agua.
En un instante quedaron ocultos detrás de la mampostería, que los cubría por completo.
El grupo de soldados se detuvo al llegar allí, y a uno de ellos ocurriósele exclamar:
—¡Demonio, qué sed tengo!…
—Pues bebe; aquí tienes un pozo —le repuso el suboficial Nicol.
—¡Beber agua! —exclamó el cabo Pistache.
—Invoca a Mahoma, tal vez te la convierta en vino.
—¡Si estuviera seguro de eso…!
—¿Te harías mahometano?
—¡Ni por ésas!… Además, puesto que Alá prohíbe el vino a sus fieles, jamás consentiría hacer el milagro para los que no lo son.
—Bien razonado, Pistache —declaró el suboficial—; en marcha hacia el puesto.
Pero en el momento en que iban a reanudar la marcha, Nicol los detuvo con un gesto.
Dos hombres caminaban calle arriba, y el suboficial reconoció en ellos a un capitán y un teniente de su regimiento.
—¡Alto! —Mandó a sus hombres, que hicieron el saludo militar.
—¡Ah! —dijo el capitán—; es el bravo Nicol.
—¿El capitán Hardigan? —contestó el suboficial en tono que denotaba cierta sorpresa—. ¡El mismo!
—Acabamos de llegar de Túnez —añadió el teniente Villette.
—Y dispuestos para marchar a una expedición, a la que seguramente nos acompañará usted, Nicol.
—Estoy a sus órdenes, mi capitán, dispuesto a seguirle a todas partes.

—Ya

lo sabía yo —repuso el capitán Hardigan, muy complacido—. Y ¿cómo está tu viejo hermano Adelantado?
—Tan tieso sobre sus cuatro patas, que yo tengo buen cuidado no se enmohezcan.
—Bien, Nicol. ¿Y también está bueno Valiente… el eterno amigo del veterano? Siguen queriéndose tanto, mi capitán; no me extrañaría que fuesen gemelos.
—¡Sería gracioso que fuesen gemelos un perro y un caballo! —repuso riendo el oficial—. Descuida, Nicol, que no los separaremos cuando partamos.
—Claro que no; se morirían, mi capitán. En aquel momento sonó una detonación del lado del mar.
—¿Qué es eso? —preguntó el teniente Villette.
—Será el cañonazo del crucero que acaba de anclar en el golfo.
—Y que viene a recoger a ese bribón de Hadjar —añadió el suboficial—. Una buena captura que se debe a usted, mi capitán.
—Puede usted decir que la hicimos juntos —repuso el capitán Hardigan.
—Y también al caballo y al perro les corresponde su parte —declaró Nicol.
Luego, los dos oficiales reanudaron su interrumpida marcha, en tanto que Nicol y sus hombres descendían hacia los barrios bajos de Gabes.

CAPÍTULO II HADJAR

Los tuaregs, de raza berberisca, habitaban Ixham, país comprendido entre Touat, aquel vasto oasis del Sahara, situado a 500 kilómetros al sudeste de Marruecos, Timbuctú al mediodía, Níger al oeste y Fezzan al este.

Pero en la época en que pasa esta historia habíanse ya desplazado hacia las regiones más orientales del Sahara. A principios del siglo XX

, sus numerosas tribus, sedentarias las más, las otras nómadas, concentrábanse a la sazón sobre las vas tas llanuras arenosas, designadas bajo el nombre de outta, en lengua árabe, en el Sudán y hasta en las comarcas donde el desierto argelino confina con el tunecino.
Ahora bien, hacia unos cuantos años, después de haberse abandonado los trabajos del mar interior, en el país del Arad, que se extiende al oeste de Gabes, y del cual el capitán Roudaire había estudiado la creación, el gobernador general y el bey de Túnez habían invitado a numerosos tuaregs a que se acantonaran en los oasis, con la esperanza de que, por sus cualidades guerreras, llegasen a ser los gendarmes del desierto. Esperanza quimérica, pues no solamente estos indígenas eran muy difíciles de reducir, sino que, de reanudar un día la empresa del mar interior sahariano, todas estas tribus hubiéranse mostrado francamente hostiles a la inundación del interior.
Además, aunque el tuareg hacía el oficio de conductor para las caravanas, y aun de protector, ladrón por instinto, pirata por naturaleza, su reputación hacía que se desconfiase mucho de esta clase de auxiliares.
Prueba de ello es que, cuando el mayor Paing recorrió los peligrosos lugares del país negro, estuvo a punto de perecer destrozado en un ataque de estos temibles indígenas. En 1881, cuando la expedición que partió de Uargla bajo las órdenes del comandante Flatters, este valiente oficial y sus compañeros perecieron en Bir-el- Gharama.
Así es que las autoridades militares de Argel y Tunicia deben mantenerse constantemente a la defensiva, y rechazar sin contemplaciones estas tribus, que forman una población bastante numerosa.
Entre las tribus tuaregs, la de Ahaggar lleva justa fama de ser una de las más guerreras. A ella pertenecen casi todos los cabecillas de los constantes rebeldes alzamientos que hacen tan difícil el sostenimiento de la influencia francesa sobre los extensos límites del desierto. Los gobernadores generales de Argelia y Tunicia, siempre sobre aviso, tienen que dedicar su especial atención a la vigilancia de estas tribus de los chotts o sebkha. Se comprenderá, por lo tanto, la importancia del proyecto que sirve precisamente de tema a este relato; el de la creación de un mar interior.
Este proyecto había de disgustar en extremo a las tribus tuaregs, al privarles de una gran parte de sus beneficios, al reducir el trayecto de las caravanas y, sobre todo,
al hacer más raras, por la facilidad para reprimirlas, las agresiones que tantos nombres han aumentado la necrología africana.
La familia de Hadjar pertenecía precisamente a la tribu de Ahaggar. Emprendedor, audaz, despiadado, el hijo de Djernma había sido siempre tenido por uno de los más temibles jefes de esas bandas que se extendían por toda la parte sur de los montes Aurés.
Durante estos últimos años dirigió multitud de ataques contra caravanas y destacamentos aislados, y su renombre fue agrandándose entre las tribus que refluían poco a poco hacia el este del Sahara, nombre que se aplica a la inmensa llanura sin vegetación de esta porción del continente africano. La rapidez de sus movimientos era desconcertante, y aunque las autoridades habían reiterado las más apremiantes órdenes a los jefes militares para que a toda costa se apoderasen de su persona, él había sabido despistar a sus perseguidores. Cuando se le señalaba en las proximidades de un oasis, aparecía de improviso en los alrededores de otro; y a la cabeza de una banda de tuaregs, tan feroces como su jefe, batía todo el país, sembrando la alarma por todas partes. Las cáfilas no osaban aventurarse a través del desierto sin la salvaguardia de una fuerte escolta. Así es que el importante tráfico que se efectuaba por aquella parte hasta los mercados de Tripolitania sufría no escaso quebranto con este estado de cosas.
Y, sin embargo, ni Nefta, ni Gafsa, ni Tozeur, capital de esta región, estaban desguarnecidos militarmente. Pero las expediciones contra Hadjar y su banda no habían tenido nunca éxito, y el audaz guerrero había siempre conseguido sustraerse a sus perseguidores, hasta el día en que cayó en poder de un destacamento francés.
Aquella parte del África septentrional había sido teatro de una de esas catástrofes que no son, desgraciadamente, raras en el continente negro. Nadie ignora con qué pasión, con qué abnegación, con qué intrepidez los exploradores, sucesores de los Burton, de los Speke, de los Livingstone, de los Stanley, se han lanzado, desde hace años, a través del vasto campo de los descubrimientos. Podría contárseles por centenas. ¡Y cuántos habrá que añadir todavía a la lista hasta el día, indudablemente lejano, en que nos entregue sus últimos secretos la cuarta parte del antiguo mundo…!
¡Cuántas expediciones llenas de peligros han terminado en desastres…! La más reciente concierne a un valeroso belga que se había aventurado en regiones casi inexploradas del Touat.
Después de organizar una caravana en Constantina, Carl Steinx dejó aquella población dirigiéndose hacia el sur.
La caravana era poco numerosa. Una docena de árabes reclutados en la región, caballos y bestias de tiro para los dos carros que componían el material de la expedición.
Carl Steinx había primeramente ganado Uargla por Biskra, Touggourt,Negoussia, donde le fue fácil reponer sus provisiones. Además, en estas villas había autoridades francesas que se apresuraron a auxiliar a este explorador.
En Uargla encuéntrase, por decirlo así, el corazón del Sahara, en el paralelo treinta y dos.
Hasta entonces la expedición no había experimentado grandes pruebas; fatigas muchas, pero no serios peligros. Verdad es que la influencia francesa dejábase sentir en aquellas lejanas comarcas. Los tuaregs mostrábanse sumisos, en apariencia al menos, y las caravanas podían dedicarse al tráfico del comercio interior sin correr grandes riesgos.
Durante su estancia en Uargla, Carl Steinx hubo de modificar la composición de su personal. Algunos de los árabes que le acompañaban negáronse a seguir adelante. Fue necesario arreglarles su cuenta, lo que no se hizo sin dificultades, reclamaciones, insolencias y malos modos. Sin embargo, preferible era desembarazarse de aquella gente que tan mala voluntad mostraba, y que hubiera constituido un peligro constante para la expedición.
Por otra parte, el viajero belga no hubiera podido continuar su camino sin reemplazar a los que se iban, y no teniendo mucho donde escoger, tuvo que salir del país aceptando los servicios de algunos tuaregs, que se ofrecieron mediante fuertes remuneraciones, comprometiéndose a seguirle hasta el fin de su expedición, bien fuera a la costa occidental o a la oriental del continente africano.
Aunque abrigando alguna desconfianza contra la gente de la raza tuareg, Carl Steinx no sospechaba que introducía traidores en su caravana, acechada desde su salida de Biskra por la banda de Hadjar, el temible jefe, que sólo esperaba una ocasión propicia para atacar. Y ahora, estos partidarios mezclados al personal, aceptados como guías en aquellas regiones desconocidas, iban a llevar al explorador a donde Hadjar le esperaba.
Esto fue lo que sucedió. Al dejar Uargla, la caravana descendió hacia el sur, franqueó la línea del trópico, llegando hasta el país de Ahaggar, y oblicuando al sudeste, contaba dirigirse hacia el lago Chad. Pero, a partir del decimoquinto día de su partida, no volvió a tenerse noticias de Carl Steinx ni de sus compañeros.
¿Qué había sucedido? ¿Había podido la caravana llegar a la región de Chad y seguía las rutas de regreso por el este o por el oeste?
La expedición de Carl Steinx había despertado el más vivo interés entre las numerosas sociedades geográficas que se ocupaban muy especialmente de los viajes al interior de África. Hasta Uargla habían estado al corriente del itinerario.