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Adaptación del libro de Julio Verne del mismo nombre, esta novela de aventuras, la última de la trilogía, se caracteriza por su dinamismo y suspenso, y despliega un mundo misterioso en el que se ponen a prueba el valor, la capacidad, el espíritu de grupo y la solidaridad de sus protagonistas.
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Seitenzahl: 178
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COLECCIÓN La puerta secreta
REALIZACIÓN: Letra Impresa
AUTOR: Julio Verne
ADAPTACIÓN: Patricia Roggio
EDICIÓN: Patricia Roggio
DISEÑO: Gaby Falgione COMUNICACIÓN VISUAL
ILUSTRACIONES: Emiliano Pereyra
Verne, Julio La isla misteriosa / Julio Verne. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2019. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-4419-72-9 1. Narrativa Infantil y Juvenil Francesa. I. Título. CDD 843.9283
© Letra Impresa Grupo Editor, 2020 Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-126 Whatsapp +54-911-3056-9533contacto@letraimpresa.com.arwww.letraimpresa.com.ar Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.
Esta colección se llama La Puerta Secreta y queremos invitarlos a abrirla.
Una puerta entreabierta siempre despierta curiosidad. Y más aun si se trata de una puerta secreta: el misterio hará que la curiosidad se multiplique.
Ustedes saben lo necesario para encontrar la puerta y para usar la llave que la abre. Con ella podrán conocer muchas historias, algunas divertidas, otras inquietantes, largas y cortas, antiguas o muy recientes. Cada una encierra un mundo desconocido dispuesto a mostrarse a los ojos inquietos.
Con espíritu aventurero, van a recorrer cada página como si fuera un camino, un reino, u órbitas estelares. Encontrarán, a primera vista, lo que se dice en ellas. Más adelante, descubrirán lo que no es tan evidente, aquellos “secretos” que, si son develados, vuelven más interesantes las historias.
Y por último, hallarán la puerta que le abre paso a la imaginación. Dejarla volar, luego atraparla, crear nuevas historias, representar escenas, y mucho, mucho más es el desafío que les proponemos.
Entonces, a leer se ha dicho, con mente abierta, y siempre dispuestos a jugar el juego.
A los seres humanos nos gusta acercarnos a mundos diferentes de los nuestros, vivir, aunque sea por un rato, aventuras alejadas de nuestra realidad, que suele ser menos divertida. En el pasado, la literatura –y en especial las novelas de aventuras como la que están por leer– nos daban esta posibilidad. Hoy, además, hay otros caminos que se suman al de los libros. Y si no, repasemos juntos algunos datos.
En mayo de 2008 se estrenó “la última de Indiana Jones”, episodio n.04 de la saga y, según la crítica, buenísima. ¿Por qué? Porque es una típica película de aventuras en la que el héroe, “Indy”, una vez más supera las dificultades poniendo a prueba su ingenio y provocando nuestro asombro.
También en mayo de 2008, la revista Viva publicó una nota sobre los chicos lectores de novelas de aventura y misterio, como Harry Potter y otras. Son todas novelas largas y muchas también forman sagas que se convierten en películas. Los lectores entrevistados coinciden en que los atrapa su originalidad y la existencia de un mundo complejo y misterioso, en el que los personajes están siempre enfrentando desafíos. Como saben, estas novelas tienen millones de fanáticos que, cuando las leen, tienen la sensación de ser parte de la historia.
Y si hablamos de una película y de libros, no podemos olvidar la televisión. La serie Lost, una de las más vistas de los últimos tiempos, es lo que en el siglo xix y buena parte del xx fueron para los lectores las novelas de aventuras como Robinson Crusoe y La isla del tesoro, entre otras. Este tipo de novelas y la serie se parecen mucho. Al principio, los personajes sufren un contratiempo y deben superarlo a lo largo de sus innumerables capítulos o episodios. Los lectores o los espectadores van conociendo su forma de ser, sus gustos, y así saben qué esperar de ellos. El ambiente en el que se encuentran, extraño por desconocido y también por misterioso, los pone a prueba una y otra vez. Y la superación de esas pruebas los convierte en héroes.
Quienes analizan esta serie de TV advierten –y sus autores lo confirman– que Lost tiene influencias literarias y las reconoce así: alguno de sus protagonistas aparece leyendo el libro del que la serie ha tomado ideas. Esto explica que en uno de sus episodios, un personaje lea La isla misteriosa, la novela que ustedes también están a punto de leer. Y sí, aunque parezca mentira, la “isla misteriosa” de la televisión se parece mucho a la que imaginó Julio Verne hace aproximadamente ciento cincuenta años. ¿En qué? Abran su novela, “piérdanse” en ella y lo descubrirán.
I
–¿Remontamos vuelo?
–¡No! ¡Caemos!
–¡Vive Dios! ¡Arrojen lastre!
–Ya lo tiramos todo.
–¿Se vuelve a elevar el globo?
–No.
–¡Oigo ruido de olas!
–¡El mar está debajo del canasto!
–¡Y muy cerca!
–¡Entonces hay que tirar todo lo que pesa! ¡Todo!
Estas palabras resonaron en el aire, sobre un desierto de agua, el 23 de marzo de 1865. Desde hacía cinco días, un terrible huracán azotaba todo lo que encontraba a su paso. Destruía ciudades y campos en América, en Europa, en Asia. También se hacía sentir en el mar que, embravecido, desintegraba naves entre las olas. Y aquel día, un globo recorría el agitado cielo del océano Pacífico a gran velocidad, envuelto en el movimiento giratorio de una columna de aire.
En el globo viajaban cinco personas y un perro. ¿De dónde venían? ¿Por qué volaban en medio de semejante tempestad? Estas y otras cuestiones se develarán de aquí en adelante.
Los pasajeros no podían calcular la ruta recorrida desde su partida ni dónde se encontraban. A su alrededor todo era bruma. Ningún reflejo de luz, ningún ruido llegaba hasta ellos en aquella oscura inmensidad, mientras la nave se balanceaba en las alturas. Pero, de repente, un rápido descenso les permitió ver que estaban sobre las olas y comprendieron el peligro que corrían. Fue entonces cuando decidieron tirar por la borda hasta los objetos más útiles: provisiones, monedas y armas, tratando de ganar altura y de evitar caer al mar. Aún así, el globo continuaba descendiendo. Se había roto y el gas se le escapaba poco a poco. ¿Estaban perdidos? Parecía que sí, pues no divisaban ningún lugar en donde aterrizar. Solo el inmenso mar y sus olas, que se agitaban con violencia.
Decididos a luchar hasta el fin, los tripulantes del globo hicieron lo único que podían hacer en su intento por mantener la nave en el aire. Uno de ellos, con voz enérgica, gritó:
Desesperados, los tripulantes cortaron las cuerdas que unían la red al canasto. Este cayó al mar y el globo, sin su peso, se elevó. Pero unos minutos después, volvió a perder altura. El gas seguía escapándose. Entonces se oyó un ladrido.
–¡Top ha visto alguna cosa! –exclamó alguien.
Poco rato después otro gritó:
–¡Tierra! ¡Tierra!
El viento siguió arrastrándolos a su antojo y media hora más tarde se encontraban a pocos metros de la costa. Pero el globo, flojo, deshinchado, descendía cada vez más. Los pasajeros pesaban demasiado para él y sus pies ya tocaban el agua.
De pronto, el mar los golpeó. Se oyeron gritos. La nave, envuelta en una especie de remolino, dio un salto y se elevó. Poco después, chocó contra la arena y sus tripulantes cayeron. Entonces, el viento la volvió a elevar y, ya libre de su carga, desapareció en el aire.
Pero solo cuatro de los cinco tripulantes llegaron a la playa. El quinto había desaparecido. Y apenas los cuatro náufragos –si los podemos llamar así– pisaron tierra, exclamaron:
–¡Quizá llegue a nado hasta la orilla! ¡Busquémoslo!
Las personas a las que el huracán acababa de arrojar en aquella playa no eran ni aeronautas de profesión ni amantes de expediciones aéreas, sino cinco prisioneros de guerra. El 20 de marzo se habían fugado de la ciudad de Richmond y su viaje, en el que mil veces estuvieron a punto de morir, había durado cinco días.
En 1865, el país que hoy conocemos como Estados Unidos de Norteamérica se hallaba en plena Guerra de Secesión. Esta guerra era el resultado del enfrentamiento entre los estados del Norte, que buscaban la unión del territorio, y los del Sur, que querían separarse de sus vecinos norteños. Profundas diferencias, entre ellas la abolición o no de la esclavitud, los enfrentaba.
Richmond era sureña y el ejército del Norte, comandado por el general Ulises Grant, intentó tomarla, aunque sin suerte. En la batalla, muchos de sus oficiales habían caído en poder del enemigo y estaban presos en la ciudad. El ingeniero Ciro Smith era uno de ellos.
Alto, de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y canoso, en él se sumaban la inteligencia y la habilidad en las tareas manuales. Era un pensador y, al mismo tiempo, un hombre de acción que había luchado valerosamente, hasta que fue capturado en el campo de batalla de Richmond.
A Ciro Smith lo acompañaba un fiel criado, hijo de esclavos, a quien el ingeniero había otorgado la libertad. En agradecimiento, Nab, que en realidad se llamaba Nabucodonosor, no se separaba de su antiguo amo. Lo quería tanto, que hubiera dado la vida por él.
Otro de los prisioneros era Gedeón Spilett, un corresponsal enviado por su diario para informar las novedades del frente de batalla. Spilett, un hombre alto y robusto, era de esos periodistas valientes que no retroceden ante nada para obtener la información.
Ciro Smith y Gedeón Spilett se hicieron amigos durante su prisión en Richmond. Un deseo muy fuerte los unía: escapar y volver a combatir junto al ejército de Grant. Pero eso parecía imposible porque, si bien podían moverse libremente en la ciudad debido a que estaba sitiada, eran vigilados por orden del gobernador.
Por aquel tiempo, otras personas también deseaban atravesar los límites de Richmond, pero por motivos muy diferentes. Eran partidarios del Sur que querían reunirse con su ejército. Pero así como los prisioneros norteños no podían salir de la ciudad, tampoco podían hacerlo los sureños, pues, como ya hemos dicho, las tropas del Norte la tenían rodeada.
Una de esas personas, un tal Jonathan Foster, tuvo la idea de elevarse en globo para atravesar las líneas sitiadoras. El gobernador de Richmond autorizó la maniobra y mandó construir un globo aerostático. En él irían Foster y cinco soldados. Pero antes de la partida se desató un huracán y, como era imposible viajar en globo con ese mal tiempo, debieron aplazarla.
Dos días después, la tormenta continuaba. Fue entonces cuando un desconocido se acercó a Ciro Smith. Era un marino llamado Pencroff, joven, fuerte, capaz de todo y que no se asombraba por nada. Un hombre que había recorrido todos los mares y al que le había sucedido todo lo imaginable. A Pencroff lo acompañaba Harbert Brown, un chico de quince años, huérfano, y al que él quería como a su propio hijo. El marino también deseaba irse y, como conocía la reputación de Ciro Smith, no dudó en proponerle un plan de fuga:
–Señor Smith, ¿quiere usted escapar?
–¿Cuándo…? –respondió el ingeniero sin pensarlo, y luego agregó–: ¿Y cómo?
–En ese globo holgazán que no utiliza nadie.
El ingeniero comprendió inmediatamente. El plan era sencillo aunque muy arriesgado. Durante la noche era posible acercarse al globo y huir en él. Podían morir en el viaje, porque la tempestad era muy fuerte. Pero tenían alguna probabilidad de éxito y no debían dejar pasar esa oportunidad de escape, tal vez la única.
–No estoy solo –comentó Ciro Smith–. Deberán ir con nosotros mi amigo Spilett y mi criado Nab.
–Tres –murmuró Pencroff–, y Harbert y yo. El globo está preparado para llevar a seis, así que es posible.
–¡Entonces, está decidido! Nos encontraremos esta noche –afirmó el valiente ingeniero y se despidieron.
Por supuesto que Spillet aprobó el proyecto apenas lo oyó. Y Nab, como siempre, estuvo dispuesto a seguir a Ciro Smith. Cinco hombres iban a lanzarse al espacio en pleno huracán.
Llegó la noche. La niebla era espesa y llovía. Hacía frío. Las calles de Richmond estaban desiertas y la plaza, en la que el viento agitaba con violencia el globo, no estaba vigilada: a nadie podía ocurrírsele una aventura como la que estaba a punto de iniciarse.
El primero en llegar fue Pencroff. Después lo hicieron Ciro y sus compañeros. Los faroles de gas se habían apagado. En silencio, los cinco hombres subieron a la barquilla. Y cuando estaban cortando el cable que la mantenía en tierra, Top, el perro del ingeniero, entró de un salto en el canasto. En ese momento, el globo partió.
El huracán tenía una fuerza espantosa y durante cinco días viajaron arrastrados por el viento, sin saber hacia dónde y sin poder descender en ninguna parte. Recién entonces divisaron el inmenso mar y cuatro tripulantes cayeron en una playa, a más de seis mil millas de su país. El que faltaba era el ingeniero Ciro Smith.
El ingeniero había desaparecido junto a su perro. Gedeón Spilett, Harbert, Pencroff y Nab, olvidando el cansancio, empezaron a buscarlo. Hacía poco de su llegada a tierra y debían estar a tiempo de salvarlo.
–¡Busquemos, busquemos! –exclamaba Nab una y otra vez con desesperación.
–¿Sabe nadar? –preguntó Pencroff.
–¡Sí! –contestó Nab–. ¡Además, Top está con él!
Llegó la noche y los náufragos todavía caminaban por aquella costa desconocida. De vez en cuando se paraban y llamaban a gritos. Pero nadie respondía.
Hacía frío y la tormenta comenzaba a calmarse. El cielo se despejaba poco a poco y asomaban algunas estrellas. Sin duda no estaban en el Hemisferio Norte, pues resplandecía la Cruz del Sur. Pero no sabían si esa tierra, en la que quizá vivirían muchos años y en la que tal vez morirían, era una isla o parte de un continente.
Cuando amaneció, Nab y Spilett partieron hacia el Norte en busca de Ciro Smith, mientras el marino y Harbert conseguían comida y un refugio.
Se encontraban en una playa de arena sembrada de negras rocas y, tras la playa, se elevaba un largo muro de piedra que terminaba en un acantilado. Sobre el muro se extendía una meseta.
Pencroff y el muchacho caminaron rumbo al Sur, hacia lo que parecía ser la desembocadura de un río. Encontrar agua era muy importante, y era posible que la corriente hubiera llevado a Ciro Smith hacia allí. Pero en su recorrido no hallaron más que unas almejas. Comieron, pues estaban hambrientos y, poco más adelante, llegaron al río en cuya margen crecían hermosos árboles.
–¡Agua y leña! ¡Solo falta la casa! –exclamó Pencroff.
Como ya hemos dicho, en sentido opuesto al mar, la playa terminaba en una extensa y elevada muralla de piedra. Los dos náufragos la recorrieron de punta a punta buscando una cueva que les sirviera de refugio. Pero no encontraron más que un conjunto de rocas que se alzaban una al lado de la otra, como si fueran las chimeneas de un enorme techo. El marino pensó que, tapando algunas aberturas, podrían habitarlas y así, el problema de la vivienda quedó solucionado. Después, decidieron subir a la meseta que se alzaba sobre la pared de piedra para examinar el territorio.
Desde esa altura observaron el océano que acababan de atravesar en tan terribles condiciones y luego, la parte de la costa donde Ciro Smith había desaparecido. Pero el mar era como un desierto de agua y la playa también estaba desierta.
–¡Algo me dice que el señor Ciro no pudo ahogarse! Nos debe estar esperando en algún lugar. ¿No es así, Pencroff? –dijo Harbert.
El marino sacudió tristemente la cabeza. No esperaba volver a ver a Ciro Smith pero no dijo nada, para no entristecer a Harbert. Después miraron nuevamente la costa. Frente a ellos, las rocas parecían animales acostados en la playa. Y hacia el Sur, la arena continuaba hasta el horizonte. A sus espaldas se elevaba una montaña de cima nevada y laderas boscosas.
–¿Estaremos en una isla? –preguntó el marino.
–Si es así, es muy grande –respondió el muchacho.
–Una isla, por grande que sea, siempre será una isla.
Averiguar esta cuestión era muy importante pero lo harían en otro momento. Ahora debían procurarse más alimentos y, de regreso a las “chimeneas”, se encontraron con una gran cantidad de aves.
–Son palomas de roca –dijo Harbert–. Y sus huevos deben ser excelentes. Busquemos…
–¡No les daremos tiempo a abrirse sino en forma de tortilla! –agregó Pencroff, alegremente.
–¿Y dónde harás tu tortilla? ¿En un sombrero?
–Por ahora nos conformaremos con comerlos pasados por agua –contestó el marino.
Pencroff tapó los orificios que separaban una roca de otra con troncos, ramas y barro, y luego preparó la cocina de la nueva casa. Solo faltaba encender el fuego y hacer la cena.
En ese momento, Harbert le preguntó si tenía fósforos.
–Claro. Sin ellos estaríamos en aprietos.
–Haríamos fuego como los indios, frotando dos troncos, uno contra el otro –dijo el muchacho.
–Bueno, prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.
–Si es algo muy sencillo.
–No digo que no –replicó Pencroff–, aunque más de una vez quise encender fuego de ese modo y no lo logré nunca. Pero, ¿dónde están?
Pencroff no encontró la caja de fósforos en su chaleco. Revisó los bolsillos del pantalón y tampoco.
–¡Buena la hemos hecho! –dijo mirando a Harbert–. La perdí. Y tú, ¿no tienes nada para hacer fuego?
–¡No!
El marino y el joven buscaron la caja en la arena, en las rocas, cerca del río, por todas partes. Pero no la encontraron. En aquellas circunstancias, era una pérdida grave y, por el momento, irreparable.
–¿Y ahora qué haremos?
–Ya nos arreglaremos. Seguramente Spilett tiene fósforos –respondió Harbert.
–Lo dudo. Spilett debe haber conservado su libreta y su lápiz en lugar de los fósforos.
Pero el joven confiaba en que, de alguna manera, conseguirían encender una hoguera. Y aunque Pencroff no estaba tan seguro, solo quedaba esperar. Lo que sí estaba claro era que, esa noche, no comerían huevos.
Al atardecer, Gedeón Spilett volvió solo. Estaba cansado y muerto de hambre, pero aún así contó lo sucedido durante las horas de ausencia. Nab y él habían recorrido la costa mucho más allá de donde el ingeniero y el perro habían desaparecido. Pero no encontraron ni un rastro sobre la arena, ni una huella de pie humano. Era evidente que aquella zona estaba deshabitada. Cuando comenzó a oscurecer, Spilett propuso regresar, pero el fiel criado había decidido seguir la búsqueda durante la noche. No aceptaba que Ciro Smith pudiera estar muerto.
Después de su relato, el periodista comió algunas almejas y se acomodó en la arena, dispuesto a dormir un rato. En aquel momento Pencroff le preguntó, con el tono más natural del mundo, si por casualidad le quedaba algún fósforo.
Gedeón Spilett revisó sus bolsillos y no encontró nada.
–Tenía, pero debo haberlos tirado.
–¡Maldición! –exclamó el marino, sin contenerse.
El reportero lo oyó y le preguntó:
–¿Usted no tiene ninguno?
–Ni uno y, por lo tanto, no hay fuego –respondió Pencroff, e insistió–: Señor Spilett, quizá no buscó bien…
El periodista volvió a registrar sus bolsillos y, de pronto, palpó un pedacito de madera escondido en el forro del chaleco. Era un fósforo, el único, y no podía romperlo. Con mucho cuidado sacó aquel insignificante objeto que para ellos tenía tanta importancia.
–¡Un fósforo! –exclamó Pencroff–. ¡Ah, es como si tuviéramos un cargamento entero!
El marino lo frotó contra una piedra áspera. El corazón le latía con fuerza, como si en aquel acto se jugara la vida. El fósforo se encendió y con él, un manojo de hojas y leña seca.
–¡Por fin! –gritó–. ¡En mi vida había estado tan nervioso!
El fuego ardía y un calor agradable inundó el lugar. Pero era fundamental impedir que se apagara y para eso debían estar atentos.
Así pasaron la segunda noche. Además del fuego, solo tenían la ropa que llevaban puesta, un reloj que Spillet no había tirado por no darse cuenta y un cuaderno. Ni un instrumento, ni un arma, ni siquiera una navaja. Aquellos náufragos eran muy diferentes de los de las novelas de aventuras, que siempre llevan o rescatan del naufragio muchas cosas útiles. Ellos no tenían nada y no debían esperar nada más que lo que lograran con su esfuerzo.
Los náufragos necesitaban muchas cosas, pero lo más urgente era conseguir alimentos y para eso debían cazar algún animal.
–Spilett se quedará vigilando y esperando a Nab. Nosotros vamos de caza, Harbert –dijo el marino apenas se despertó–. Encontraremos armas y municiones en el camino.
Y con esta intención, ambos remontaron la orilla del río y llegaron al bosque. Como había planeado Pencroff, cortaron dos ramas y afilaron sus puntas sobre una roca. ¡Qué no habrían dado por tener un cuchillo! Pero no: estaban solos y sin nada frente a la naturaleza.
El camino era difícil y desconocido y, por prudencia más que por temor, los dos cazadores avanzaron lentamente. Ya habían visto huellas de grandes fieras, de las que debían cuidarse. Pero en ninguna parte encontraron rastros humanos, ni marcas de hacha sobre un tronco, ni los restos de un fuego apagado.