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Jim Hawkins es un chico que junto a sus padres trabaja en la posada del Almirante Benbow. Un día, el pirata Billy Bones, cuya única posesión es un viejo cofre, aparece en la posada. La posada recibe la visita de un marinero ciego la misma noche que el padre de Jim muere. Éste amenaza a Bones diciéndole que más tarde él y sus esbirros le atacarán para recuperar el cofre. Bones muere de apoplejía, producto de su adicción al ron. Jim y su madre roban el cofre que contiene el mapa del tesoro. Este robo dará origen a una serie de aventuras, en las que Jim se enfrenta con marinos, piratas y varios peligros para encontrar el tan codiciado tesoro.
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Julio Verne
LA ISLA MISTERIOSA
I. LOS NAUFRAGOS DEL AIRE
1. Un globo a la deriva
2. Cinco prisioneros en busca de libertad
3. Ha desaparecido Ciro Smith
4. Encuentran un refugio, las “Chimeneas”
5. Una cerilla les abre nuevas ilusiones
6. Salieron de caza y a explorar la isla
7. No vuelve Nab y tienen que seguir a Top
8. ¿Estaba vivo Ciro Smith?
9. Fuego y carne
10. La subida a la montaña
11. Exploración de la isla. Situación
12. Exploración de la isla. Animales, vegetales, minerales
13. Primeros utensilios y alfarería Cálculo de la latitud de la isla
14. Se determina la longitud y la latitud de la isla
15. Se convierten en metalúrgicos
16. Buscan refugio para invernar en la isla
17. Abren una brecha en el lago con nitroglicerina
18. El desagüe del lago resulta un palacio de granito
19. Transforman el “Palacio de granito” en cómoda morada
20. Resuelven el problema de la luz
21. Exploración y conversación sobre el futuro de la Tierra
22. Pasa el invierno y salen de su Palacio de granito
II. EL ABANDONADO
1. Síntoma de que están acompañados
2. Frecuentaron un despojo útil
3. Intentan explorar toda la isla
4. Siguen explorando la isla y encuentran un jaguar
5. Encuentran el globo y síntomas de que hay alguien
6. La jugada de los orangutanes
7. Puente sobre el río y animales de tiro
8. Se hacen ropa y aprovisionan la granja
9. Construyen un ascensor y fabrican el cristal
10. Encuentran tabaco y “desemboca” una ballena
11. De nuevo el invierno. Discusión sobre el combustible
12. Jup lucha como uno más. Prueba del barco construido
13. Van a la isla Tabor a salvar a un náufrago
14. Exploran Tabor y encuentran “un hombre salvaje”
15. El “salvaje” se aclimata y parece recobrarla razón
16. Los remordimientos del “salvaje”, a quien dejan libre
17. El “salvaje” cuenta su pasada vida de criminal
18. Establecen el telégrafo en la isla
19. Piensan en su futuro y antes quieren conocer la isla a fondo
20. Pasan el nuevo invierno y en una fotografía descubren un lago
III. EL SECRETO DE LA ISLA
1. ¡Buque a la vista!
2. Una nave pirata espiada por Ayrton
3. Defensa contra la nave pirata
4. La nave pirata, destruida, y los colonos se aprovechan de los restos
5. ¿Presencia de un ser extraordinario? Prueban las baterías
6. Se interrumpe el telégrafo entre la dehesa y el Palacio de granito
7. Buscan a Ayrton y hieren a Harbert
8. Cena de Harbert. La fortuna empieza a darles la espalda
9. Nab se pone en contacto con ellos y abandonan la dehesa
10. Harbert lucha persistentemente con la muerte
11. Los colonos salen en busca de los presidiarios y del personaje misterioso
12. Aparece Ayrton vivo en la dehesa y los presidiarios muertos
13. Buscan a su protector. ¡Nadie! ¡Nada!
14. Los colonos deciden construir una embarcación grande
15. Un telegrama conduce a los colonos ante el “capitán Nemo”
16. El capitán Nemo cuenta su vida y sus ideales
17. Muere el capitán Nemo, y los colonos cumplen su última voluntad
18. Se despierta el volcán y temen lo peor
19. El volcán sigue vomitando y hace desaparecer la isla Lincoln
20. Una roca en el Pacífico y una isla entierra firme
-¿Remontamos?
-¡No, al contrario, descendemos!
-¡Mucho peor, señor Ciro! ¡Caemos!
-¡Vive Dios! ¡Arrojad lastre!
-Ya se ha vaciado el último saco.
-¿Se vuelve a elevar el globo?
-No.
-¡Oigo un ruido de olas!
-¡El mar está debajo de la barquilla!
-¡Y a unos quinientos pies!
Entonces una voz potente rasgó los aires y resonaron estas palabras:
-¡Fuera todo lo que pesa! ¡Todo! ¡Sea lo que Dios quiera!
Estas palabras resonaron en el aire sobre el vasto desierto de agua del Pacífico, hacia las cuatro de la tarde del día 23 de marzo de 1865.
Seguramente nadie ha olvidado el terrible viento del nordeste que se desencadenó en el equinoccio de aquel año y durante el cual el barómetro bajó setecientos diez milímetros. Fue un huracán sin intermitencia, que duró del 18 al 26 de marzo. Produjo daños inmensos en América, en Europa, en Asia, en una ancha zona de 1.800 millas, que se extendió en dirección oblicua al Ecuador, desde el trigésimo quinto paralelo norte hasta el cuadragésimo paralelo sur. Ciudades destruidas, bosques desarraigados, países devastados por montañas de agua que se precipitaban como aludes, naves arrojadas a la costa, que los registros del Bureau-Veritas anotaron por centenares, territorios enteros nivelados por las trombas que arrollaban todo lo que encontraban a su paso, muchos millares de personas aplastadas o tragadas por el mar; tales fueron los testimonios que dejó de su furor aquel huracán, que fue muy superior en desastres a los que asolaron tan espantosamente La Habana y Guadalupe, uno el 25 de octubre de 1810, otro el 26 de julio de 1825.
Al mismo tiempo en que tantas catástrofes sobrevenían en la tierra y en el mar, un drama no menos conmovedor se presentaba en los agitados aires.
En efecto, un globo, llevado como una bola por una tromba, y envuelto en el movimiento giratorio de la columna de aire, recorría el espacio con una velocidad de noventa millas por hora, girando sobre sí mismo, como si se hubiera apoderado de él algún maelstrom aéreo.
Debajo de aquel globo oscilaba una barquilla, que contenía cinco pasajeros, casi invisibles en medio de aquellos espesos vapores, mezclados de agua pulverizada, que se prolongaban hasta las superficies del océano.
¿De dónde venía aquel aerostato, verdadero juguete de la tempestad? ¿En qué punto del mundo había sido lanzado? Evidentemente no había podido elevarse durante el huracán; pero el huracán duraba desde hacía cinco días, y sus primeros síntomas se manifestaron el 18. Así, pues, era lícito creer que aquel globo venía de muy lejos, porque no había recorrido menos de dos mil millas en veinticuatro horas.
En todo caso, los pasajeros no habían tenido medios para calcular la ruta recorrida desde su partida, porque no tenían punto alguno de comparación. Debió producirse el curioso hecho de que, arrastrados por la violencia de la tempestad, no lo sintieron.
Cambiaban de lugar y giraban sobre sí mismos, sin darse cuenta de esta rotación, ni de su movimiento en sentido horizontal. Sus ojos no podían penetrar la espesa niebla que se amontonaba bajo la navecilla. Alrededor de ellos todo era bruma. Tal era la opacidad de las nubes, que no hubieran podido decir si era de día o de noche. Ningún reflejo de luz, ningún ruido de tierras habitadas, ningún mugido del océano había llegado hasta ellos en aquella oscura inmensidad, mientras se habían sostenido en las altas zonas. Sólo su rápido descenso había podido darles conocimiento de los peligros que corrían encima de las olas.
No obstante, el globo, libre de pesados objetos, tales como municiones, armas, provisiones, se había elevado hasta las capas superiores de la atmósfera a una altura de cuatro mil quinientos pies. Los pasajeros, después de haber reconocido que el mar estaba bajo la barquilla, encontrando los peligros menos temibles arriba que abajo, no habían vacilado en arrojar por la borda los objetos más útiles, y tratando de no perder nada de aquel fluido, de aquella alma de su aparato, que les sostenía sobre el abismo.
Transcurrió la noche en medio de inquietudes que hubieran sido mortales para otras almas menos templadas. Llegó después el día y con el día el huracán mostró tendencia a moderarse.
Desde el principio de aquel día, 24 de marzo, hubo algunos síntomas de calma. Al alba, las nubes más vesiculares habían remontado hasta las alturas del cielo. En algunas horas la tromba fue disminuyendo hasta romperse. El viento, del estado de huracán, pasó al gran fresco, es decir, que la celeridad de traslación de las capas atmosféricas disminuyó la mitad. Era aún lo que los marinos llaman “una brisa a tres rizos”, pero la mejoría en el desorden de los elementos no fue menos considerable.
Hacia las once, la parte inferior del aire se había despejado mucho. La atmósfera despedía esa limpidez húmeda que se ve, que se siente después del paso de los grandes meteoros. No parecía que el huracán hubiese ido más lejos en el oeste; al contrario, parecía que se había disipado por sí mismo; tal vez se había desvanecido en corrientes eléctricas, después de la rotura de la tromba, como sucede a veces a los tifones del océano Indico.
Pero hacia esa hora también se pudo comprobar de nuevo que el globo bajaba lentamente, por un movimiento continuo en las capas inferiores del aire. Parecía que se deshinchaba poco a poco y que su envoltura se alargaba dilatándose, pasando de la forma esférica a la forma oval. Hacia mediodía, el aerostato se cernía a una altura de dos mil pies sobre el mar. Medía cincuenta mil pies cúbicos, y gracias a su capacidad había podido mantenerse largo tiempo en el aire, bien porque hubiese alcanzado grandes latitudes, bien porque se había movido siguiendo una dirección horizontal.
En aquel momento los pasajeros arrojaron los últimos objetos que aún pesaban en la barquilla, los pocos víveres que habían conservado, todo, hasta los pequeños utensilios que guardaban en sus bolsillos, y uno de ellos, alzándose sobre el círculo en el que se reunían las cuerdas de la red, trató de atar sólidamente el apéndice inferior del aerostato.
Era evidente que los pasajeros no podían mantener más el globo en las zonas altas y que les faltaba el gas.
¿Estaban, pues, perdidos?
En efecto, no era ni un continente, ni una isla lo que se extendía debajo de ellos. El espacio no ofrecía ni un solo punto para aterrizar, ni una superficie sólida en la que su áncora pudiera morder.
¡Era el inmenso mar, cuyas olas se chocaban con incomparable violencia! ¡Era el océano sin límites, hasta para ellos que lo dominaban desde lo alto y cuyas miradas abarcaban entonces un radio de cuarenta millas! ¡Era la llanura líquida, golpeada sin misericordia, azotada por el huracán, que les debía parecer como una multitud inmensa de olas desenfrenadas sobre las cuales se hubiera arrojado una vasta red de crestas blancas! ¡Ni una tierra se veía, ni un buque!
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