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El harén del príncipe cuenta con una nueva odalisca... El príncipe Rakhal Alzirz tenía tiempo para una nueva aventura en Londres antes de regresar a su reino del desierto y Natasha Winters había llamado su atención... Decidió aprovechar la oportunidad para descubrir si Natasha era tan salvaje en la cama como dejaba intuir el desafiante brillo de sus hipnóticos ojos. Sin embargo, su descuido podría tener consecuencias. Natasha podría haber quedado embarazada del heredero de Alzirz. Rakhal se la llevó a su reino del desierto para esperar a que se revelara la verdad. Si estaba embarazada, tendrían que casarse. Si no, tal vez podría hacerle sitio en su harén...
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Seitenzahl: 190
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Carol Marinelli. Todos los derechos reservados.
LA JOYA DE SU HARÉN, N.º 2229 - mayo 2013
Título original: Banished to the Harem
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3050-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Regresaré el lunes –anunció el príncipe Rakhal Alzirz. No iba a permitir que le hicieran cambiar de opinión–. Ahora, pasemos a otros asuntos.
–Pero el rey ha exigido que usted abandone Londres inmediatamente...
Rakhal tensó la mandíbula ante el empecinamiento de Abdul. En realidad, resultaba raro que Abdul insistiera tanto después de que Rakhal hubiera expresado con tanta claridad su opinión sobre un asunto, dado que el príncipe heredero no era un hombre que soliera cambiar de parecer. De igual modo, jamás aceptaba órdenes de un asistente, aunque fuera el de más edad. Sin embargo, en aquel asunto, Abdul transmitía órdenes que provenían directamente del rey, lo que le obligaba a mostrarse inflexible.
–El rey ha insistido mucho en que usted regrese a Alzirz mañana. No aceptará excusa alguna.
–En ese caso, hablaré personalmente con mi padre –replicó Rakhal–. No pienso marcharme solo porque él me lo mande.
–La salud del rey es delicada –le recordó Abdul con rostro compungido.
–Razón de más para que me case antes de que acabe el mes –concluyó Rakhal–. Acepto que es importante para nuestro pueblo saber que el príncipe heredero se ha casado, en especial cuando el rey está enfermo, pero...
Rakhal no terminó su frase. No necesitaba explicarle más a Abdul, por lo que, una vez más, cambió de tema mientras desafiaba a su ayudante con la mirada de sus ojos azul oscuro a no obedecerlo.
–Ahora, pasemos a otros asuntos –repitió–. Tenemos que hablar sobre un regalo adecuado para celebrar las noticias que han llegado esta mañana de Alzan. Quiero expresar mi gozo al rey Emir.
Una sonrisa frunció los gruesos labios de Rakhal. A pesar de las malas noticias sobre la salud de su padre y del deseo de su progenitor porque regresara a Alzirz para elegir esposa, la semana había traído al menos una buena noticia.
En realidad, se trataba más bien de dos buenas noticias.
–Tiene que ser algo rosa –prosiguió Rakhal.
Por primera vez aquella mañana, Abdul sonrió también. Realmente se trataba de una muy buena noticia. El nacimiento de las gemelas le daba al reino de Alzirz un respiro muy necesitado. No mucho, porque sin duda el rey y su esposa tendrían muy pronto un hijo varón. Sin embargo, por el momento, había motivo para sonreír.
Mucho tiempo atrás, Alzirz y Alzan habían sido un único país, Alzanirz, pero después de un periodo muy turbulento el sultán decidió buscar una solución. Un error en el nacimiento de sus hijos, que eran gemelos idénticos, se la proporcionó. A su muerte, el reino de Alzanirz se dividió entre los dos hermanos.
Fue una solución temporal, dado que siempre se había considerado que, con los años, los dos países volverían a unirse. No podía ser de otra manera, dado que se había proclamado una ley especial para cada país que significaba que un día los dos estados volverían a unirse. Se había otorgado a cada uno una ley que debían cumplir y que tan solo el dirigente del país vecino podía revocar.
En Alzirz, donde Rakhal sería muy pronto rey, el jefe del Estado solo podía casarse una vez en toda su vida y su primogénito, sin importar cuál fuera su sexo, se convertía en el heredero al trono.
Laila, la madre de Rakhal, murió al darlo a luz. Él era su único hijo, por lo que el país entero contuvo el aliento mientras el bebé, que había nacido prematuro, se aferraba a la vida. Durante un tiempo, pareció que las predicciones de antaño iban a hacerse realidad y que el reino de Alzirz se entregaría al rey de Alzan. ¿Cómo iba a poder sobrevivir un niño nacido tanto tiempo antes de que su madre saliera de cuentas?
Sin embargo, Rakhal no solo había sobrevivido, sino que se había convertido en un niño muy fuerte.
En Alzan, esa única ley era diferente. Allí, el rey podía casarse de nuevo a la muerte de su esposa, pero solo los hombres podían convertirse en herederos. Y, en aquellos momentos, Emir era el padre de dos niñas. Aquella noche, habría grandes festejos en Alzirz. El país estaba a salvo.
Por el momento.
Como ya había cumplido los treinta años, Rakhal no podía seguir posponiéndolo. Había tenido frecuentes discusiones con su padre sobre aquel tema, pero por fin había aceptado que había llegado el momento de elegir esposa. Una esposa con la que se acostaría solo en los días fértiles. Una esposa a la que solo vería para copular y en actos oficiales u ocasiones especiales. Esa mujer llevaría una vida lujosa y acomodada en una zona privada del palacio y se ocuparía de la educación de unos hijos a los que él raramente vería.
Emir sí vería a sus hijas...
Rakhal admitió el resentimiento que se apoderaba de él mientras pensaba en su rival, aunque no sentía celos. Sabía que él lo tenía todo.
–¿Se le ocurre alguna idea para el regalo? –le preguntó Abdul sacándole de sus pensamientos.
–¿Qué te parecen dos diamantes rosas? –sugirió Rakhal–. No. Tengo que pensarlo mejor. Quiero algo más sutil que los diamantes, algo que le haga retorcerse de rabia cuando lo reciba.
Por supuesto, Emir y él se mostraban muy corteses cuando se reunían, pero existía una profunda rivalidad entre ellos, una rivalidad que existía desde antes de que los dos nacieran y que se transmitiría a las generaciones venideras.
–Por una vez, disfrutaré eligiendo un regalo.
–Muy bien –dijo Abdul mientras recogía sus papeles y se preparaba para salir del despacho de la lujosa suite que Rakhal ocupaba en el hotel. Sin embargo, al llegar a la puerta, se dio la vuelta–. Va a llamar al rey, ¿verdad?
Rakhal le indicó que se marchara con un gesto de la mano. No respondió a su ayudante. Ya había dicho que hablaría con el rey y con eso bastaba.
Efectivamente, Rakhal llamó a su padre. Él era la única persona de Alzirz que no se sentía intimidado por el rey.
–Tienes que regresar inmediatamente –le exigió el rey–. El pueblo está inquieto y tiene que saber que tú has elegido esposa. Quiero marcharme a la tumba sabiendo que vas a tener un heredero. Tienes que volver y casarte.
–Por supuesto –respondió Rakhal tranquilamente. De eso no había duda alguna.
Sin embargo, se negaba a bailar al son que su padre le tocaba. Eran dos hombres fuertes y orgullosos que a menudo chocaban. Los dos eran líderes natos y a ninguno le gustaba que se le dijera lo que tenía que hacer. No obstante, había otra razón para que Rakhal decidiera mantenerse firme y siguiera insistiendo en no regresar a su país hasta el lunes. Si accedía a hacerlo inmediatamente, si cedía sin protesta alguna, su padre sabría sin lugar a dudas que se estaba muriendo.
Y así era.
Colgó el teléfono y cerró los ojos durante un momento. El día anterior, había tenido una larga conversación con el médico de su padre y, por lo tanto, sabía más que su propio progenitor. Al rey tan solo le quedaban unos pocos meses de vida.
Las conversaciones con su padre siempre eran difíciles. De niño, Rakhal se había criado con las niñeras y había visto a su padre tan solo en ocasiones especiales. Una vez, cuando ya era un adolescente, se había reunido con su padre en el desierto y había aprendido las enseñanzas de sus antepasados. Sin embargo, en aquellos momentos, su padre parecía querer controlar todos sus movimientos.
Aquella era una de las razones por las que a Rakhal le gustaba Londres. Le gustaba la libertad de aquella tierra extraña, en la que las mujeres hablaban de hacer el amor y exigían cosas de sus amantes que no eran necesarias en Alzirz. Por eso, quería quedarse un poco más.
Sentía una profunda afinidad con aquella ciudad de la que, por supuesto, jamás se hablaba. Por casualidad, había descubierto que él había sido concebido en aquel hotel, un breve respiro de las leyes del desierto que no solo le había costado la vida a su madre sino que también había amenazado al país del que muy pronto se convertiría en rey.
Se puso de pie y se acercó a la ventana. Observó la bruma, la ligera lluvia y las concurridas calles. No podía entregarse completamente a la atracción que suponía para él aquel país porque sabía que él pertenecía al desierto y que al desierto debía volver.
Los ecos del desierto lo reclamaban para que volviera a casa.
La agente de policía no podría haber tenido un aspecto más aburrido mientras le indicaba a Natasha cómo rellenar los formularios correspondientes.
No resultaba muy agradable que le hubieran robado el coche, pero tampoco era un desastre. Sin embargo, teniendo en cuenta todo lo demás de lo que tenía que ocuparse, precisamente ese día, Natasha podría fácilmente haberse echado a llorar.
Por supuesto, no lo hizo. Se limitó a hacer lo que debía. Así había sido aquel año. Su cabello, rojizo y espeso, estaba húmedo por la lluvia y goteaba encima del escritorio mientras inclinaba la cabeza. Se lo apartó de los ojos. Tenía los dedos helados por el frío. Si tenían que robarle el coche, podrían haberlo hecho un par de días después, cuando ella no se habría enterado.
Se suponía que Natasha debería estar pasando aquel horrible día preparando unas vacaciones. Era el aniversario de la muerte de sus padres y tenía que señalarlo de alguna manera. Se había mostrado decidida a seguir con su vida, pero, finalmente, había escuchado a sus amigas, que no hacían más que decirle que necesitaba un descanso.
Con su trabajo como maestra sustituta, le había resultado fácil tomarse una quincena libre. Aquel día había pensado ir a visitar el cementerio y luego marcharse a la casa de una amiga para reservar unas vacaciones baratas en el lugar más cálido que pudiera permitirse. En vez de eso, se encontraba en la comisaría, muerta de frío y tratando de no escuchar como la mujer que había a su lado denunciaba un incidente doméstico.
De repente, notó que la voz de la mujer policía se detenía en seco. Natasha levantó la mirada para ver como se abría una puerta que había al lado del mostrador. Vio como la agente se sonrojaba y, al mirar en la misma dirección que ella, comprendió el porqué. Acababa de entrar en la sala el hombre más guapo que había visto en toda su vida.
Era alto, moreno y de aspecto exótico. Su elegancia era tan evidente que hasta le sentaba bien la camisa rasgada y el ojo morado. Tenía el cabello revuelto e iba sin afeitar. La camisa rasgada permitía ver un hombro ancho y de piel morena. Mientras él dejaba de tratar de abrocharse los botones rotos de la camisa y se la metía por el pantalón, Natasha pudo ver un liso vientre, adornado con vello oscuro. En aquel momento, se dio cuenta de que le costaba recordar la matrícula del coche que había tenido durante más de cinco años.
–Tal vez debería sentarse para rellenar el formulario –le sugirió la policía.
Natasha estaba segura de que la agente tan solo se estaba mostrando cortés con ella, pero daba la casualidad de que Natasha le impedía ver claramente al exótico prisionero. Natasha disfrutó viendo como él se ponía el cinturón y se lo abrochaba y luego se calzaba los zapatos que le acababan de entregar.
–¿Está seguro de que no podemos llevarle a su casa? –le preguntó un sargento.
–No será necesario.
Su voz era profunda, masculina, adornada con un seductor acento. A pesar de las circunstancias, él parecía estar al mando. Tomó la americana que le ofrecía el sargento con altivez y la sacudió antes de ponérsela. El gesto resultó algo insolente, como si con él les estuviera diciendo a todos los presentes que él estaba por encima de todo aquello.
–Sentimos mucho el equívoco... –prosiguió el sargento.
Al ver que él se dirigía al banco donde ella estaba sentada, Natasha se concentró de nuevo en sus formularios. Cuando se sentó para atarse los zapatos, ella notó un delicioso y masculino aroma que, muy a su pesar, la obligó a levantar la mirada.
Se encontró con un rostro exquisito, con unos ojos que, a primera vista, parecían negros pero que, si se fijaba mejor, eran azules oscuros, como el cielo de medianoche. Él le permitió explorar la profundidad de su mirada antes de concentrar de nuevo su atención en los cordones de sus zapatos. Durante un instante, Natasha se sintió perdida, tanto que le resultaba imposible apartar la mirada. Seguía observándolo, con la boca ligeramente entreabierta,
–Como le he dicho antes, Su Alteza... –dijo el sargento.
Natasha abrió la boca de par en par. No era de extrañar que el sargento se mostrara tan sumiso. En aquellos momentos, se estaba produciendo un incidente diplomático en aquella sala.
–... lo único que puedo hacer es disculparme.
–Estaba usted haciendo su trabajo –dijo él. Tras atarse los cordones de los zapatos, se puso de pie. Su altura era impresionante–. No debería haber estado en ese lugar. Ahora lo comprendo, pero no lo entendí en su momento –añadió. Miró al policía y asintió, como si le estuviera dando su palabra–. Todo ha quedado olvidado. Ahora, necesito mi teléfono.
El rostro del sargento adquirió una expresión de alivio.
–Por supuesto.
Natasha se moría por saber qué era lo que había ocurrido, pero, desgraciadamente, ya había terminado de rellenar su formulario, por lo que se levantó y se acercó al mostrador para entregarlo. Notó los ojos de aquel desconocido sobre sus hombros mientras hablaba con la mujer policía. Cuando se dio la vuelta, las miradas de ambos se cruzaron por segunda vez. Brevemente, porque Natasha apartó la suya de inmediato. Le había parecido ver en aquellos ojos algo que no podía explicar lógicamente.
–Buenos días.
Aquellas palabras iban dirigidas a ella. Natasha se sonrojó antes de devolverle el saludo.
–Buenos días.
Él frunció los labios, casi imperceptiblemente. Parecía que la voz de Natasha le había resultado agradable, como si de algún modo hubiera ganado. Siguió mirándola. Ella experimentó una extraña sensación de peligro. El corazón le latía a toda velocidad. El instinto le decía que saliera corriendo, en especial porque aquella altiva boca había empezado a sonreír. Sin embargo, su cuerpo le decía todo lo contrario. Le pedía que saliera corriendo, pero hacia él.
–Gracias –le dijo a la policía que la había ayudado. Entonces, como no le quedaba más remedio, pasó al lado de aquel desconocido para dirigirse a la salida.
La tarea le resultó casi imposible. Nunca antes había sido tan consciente de su propio cuerpo. Aunque no podía saberlo, estaba segura de que él giraría la cabeza cuando hubiera pasado a su lado y sabía que él seguiría observándola mientras salía por la puerta.
Fue un alivio sentir la lluvia sobre el rostro. Nunca antes un hombre tan guapo se había fijado en ella. Natasha se alejó rápidamente de la comisaría. Al ver que se acercaba su autobús, echó a correr, pero desgraciadamente no consiguió llegar a tiempo a la parada. Corrió tras él durante unos inútiles segundos, imaginándose ya lo que iba a ver a continuación.
Trató de no mirar, de esconderse en la desierta parada del autobús, pero le resultó imposible. Él salió de la comisaría y bajó los escalones. En vez de arrebujarse en la chaqueta del esmoquin como hubiera hecho cualquiera para protegerse de la lluvia, levantó el rostro hacia el cielo, cerró los ojos y se pasó una mano sobre el rostro como si se estuviera duchando. De repente, él consiguió que aquel día mereciera la pena tan solo por aquella imagen. Natasha observó como él se llevaba el teléfono al oído y se daba la vuelta. Se dio cuenta de que estaba desorientado, pero vio que seguía andando hasta localizar el nombre del barrio en el que se encontraban en la placa que había sobre la esquina de la comisaría.
Un hombre como él no pertenecía a aquel lugar.
Se metió el teléfono en el bolsillo y se apoyó contra la pared. Entonces, se dio cuenta de que ella lo estaba observando. Natasha trató de fingir que no era así, pero, deliberadamente, no apartó el rostro. En vez de hacerlo, trató de disimular y siguió mirando hacia la calle, como si así pudiera conseguir que apareciera otro autobús. No obstante, seguía pudiendo verlo en su visión periférica. Sabía que él se había apartado de la pared y que se dirigía directamente hacia ella. El corazón de Natasha se aceleró al máximo cuando él llegó a su lado.
Se colocó demasiado cerca de ella, invadiendo su espacio personal, sobre todo teniendo en cuenta que los dos se encontraban solos en la parada y que contaban con todo el espacio necesario. Además, Natasha estaba segura de que él no necesitaba estar allí. Estaba segura de que su gente no le había recomendado a Su Alteza que tomara el autobús.
¿Qué estaba él haciendo allí? Ansiaba saber lo que había llevado a un hombre como él a la comisaría. ¿Cuál había sido el error?
–El marido regresó a casa.
Su profunda voz respondió la pregunta que ella no se había atrevido a escuchar.
Sin poder contenerse, Natasha dejó escapar una risita nerviosa y se volvió a mirarlo. Deseó no haberlo hecho. Su rostro, su aroma... Era demasiado guapo para una conversación trivial como aquella.
Algo en su interior le decía que sería mucho mejor que no hablara con él, pero le resultó imposible apartar la mirada de su boca cuando él siguió hablando.
–Pensó que yo estaba robando en su casa.
Rakhal miró los ojos verdes de aquella mujer y vio que ella se sonrojaba como le había ocurrido cuando los ojos de ambos se cruzaron en la comisaría. Entonces, ella esbozó una ligera sonrisa que se vio rápidamente reemplazada por secas palabras.
–Técnicamente lo estaba.
Ella volvió a mirar hacia la carretera. Rakhal luchó contra una extraña necesidad por explicarse. Sabía que lo ocurrido la noche anterior no lo dejaba en buen lugar, pero tenía que decírselo si quería poder conocerla un poco más.
Algo que deseaba plenamente.
Aquella mujer tenía una extraña belleza. Las pelirrojas jamás lo habían atraído, pero aquella desconocida le resultaba muy atractiva. Oscurecido por la lluvia, el cabello le caía en húmedos mechones sobre la trenca. Rakhal ansiaba secárselo, ver cómo emergían en él los tonos dorados y rojizos. Le gustaba mucho la palidez de aquella piel que tan fácilmente dejaba expresar sus sentimientos. En aquellos momentos, se estaba sonrojando una vez más.
–Yo no lo sabía. Por supuesto, eso no es excusa.
Aquella era la razón por la que le había asegurado al policía que no tomaría acciones legales. Ciertamente, aquella mujer tenía razón. Técnicamente, había estado robando y eso no le gustaba. Se podía morir cien veces antes de entender las reglas de aquella tierra. Había anillos de boda que algunos decidían no ponerse. Títulos que algunos preferían no utilizar. Mujeres que mentían. En realidad, a Rakhal esto lo confundía bastante. Como era tan guapo, muchos anillos de boda desaparecían en los bolsos cuando él entraba en una sala. Sin embargo, en aquellos momentos no le interesaba comprender regla alguna, sino entender a aquella mujer.
Se decantó por no andarse por las ramas.
–¿Por qué estaba usted en la comisaría?
Natasha sintió la tentación de no prestarle atención, pero eso solo indicaría más claramente el impacto que él había producido en ella. Decidió contestar como si fuera una persona cualquiera en la parada del autobús.
–Me robaron el coche.
–Eso debe de ser muy inconveniente –respondió Rakhal.
–Un poco –replicó Natasha. Era más que inconveniente, pero, por supuesto, él era un hombre muy rico. El hecho de que le robaran un coche solo podía resultar un pequeño inconveniente para él, pero para ella...–. Se suponía que me iba a marchar de vacaciones.
–¿En coche?
–No. Al extranjero –respondió. Se giró un poco hacia él porque le parecía una grosería seguir hablándole por encima del hombro.
Aquellos hermosos ojos expresaron confusión, como si estuviera tratando de entender el problema.
–¿Acaso necesitaba el coche para llegar al aeropuerto?
Resultaba más fácil decirle que sí y seguir esperando hasta que llegara el autobús.
Permanecieron en silencio hasta que un grupo de personas que iban a trabajar se acercaron a la parada, lo que hizo que él se pegara aún más a ella. Entonces, retomó la conversación justo donde la habían dejado, lo que provocó que ella se echara a reír.
–¿Y no podía usted tomar un taxi?
Natasha se volvió para mirarlo.
–Es algo más complicado que eso.
Efectivamente, era muy complicado. A decir verdad, en realidad ella no se podía permitir unas vacaciones. Le había prestado a su hermano Mark mucho dinero para ayudarle con sus deudas de juego, un problema que no parecía que fuera a desaparecer en un futuro cercano. Sin embargo, aquel atractivo desconocido no tenía por qué saber nada de aquello.
–¿En qué sentido?
–Simplemente lo es.
Él frunció el ceño. Evidentemente, esperaba que ella se lo contara todo. ¿Contarle sus problemas a un hombre que no conocía de nada? ¿A un hombre del que no sabía nada más que no respetaba las más mínimas normas sociales?
De hecho, había vuelto a ignorarlas. A medida que llegaban más personas a la parada de autobús, todos tuvieron que apretujarse un poco más para poder protegerse de la lluvia. Él le agarró un codo con la mano en vez de tratar de mantener una distancia respetable. Parecía querer protegerla de los demás. A pesar de que se podía considerar un gesto caballeroso, a ella le resultaba descortés.
Tan descortés como sus propios pensamientos. Sin poder evitarlo, pensó que, si llegaban más personas, tal vez él se inclinaría para besarla. Un pensamiento demasiado peligroso. Movió el brazo y se apartó de él. Cuando vio por fin su autobús, no estuvo segura de si era pena o alivio lo que sintió.
Levantó el brazo para que se detuviera y él hizo lo mismo. Inmediatamente, se dio cuenta de que él no lo había hecho para llamar al autobús, sino a una limusina negra con los cristales tintados. El coche puso el intermitente y se hizo a un lado.
–¿Puedo llevarla a su casa?