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La madre naturaleza es una novela de Emilia Pardo Bazán publicada en 1887. Fue considerada en el momento de su aparición como uno de los ejemplos más ortodoxos del naturalismo en España.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
Emilia Pardo Bazán
Capítulo I
Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, mul-tiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno.
Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico castaño, de majes-tuosa y vasta copa, abierta con pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que parecía lanzarse arrogante-mente hacia las desatadas nubes: árbol pa-triarcal, de esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y sepulcro en los senos de su rajada corteza.
Al pronto fue útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reían de verla caer a distancia y de oír cómo fustigaba la cima del castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó la lluvia a correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro de la copa y buscando después su natural nivel. A un mismo tiempo sintió la niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano a la cabeza, porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo las contrariedades que las venturas.
-Se acabó... -pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los labios-. Nos vamos a poner como una sopa. Caladitos.
-El que se mete debajo de hoja dos veces se moja -respondió él sentenciosamente-.
Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.
-Y mientras llegamos, el agua nos entra por el pescuezo, y nos sale por los pies.
-Anda, tontiña. Remanga la falda y tapé-
monos la cabeza. Así, mujer, así. Verás qué cerquita está un escondrijo precioso.
Alzó ella el vestido de lana a cuadros, cubriendo también a su compañero y realizando el simpático y tierno grupo de Pablo y Virgi-nia, que parece anticipado y atrevido símbolo del amor satisfecho. Cada cual asió una orilla del traje, y al afrontar la lluvia, por instinto juntaron y cerraron bajo la barbilla la hendi-dura de la improvisada tienda, y sus rostros quedaron pegados el uno al otro, mejilla contra mejilla, confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su respiración. Caminaban medio a ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con el brazo el talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien el andar de los dos llevaba el mismo compás.
Poco distaba el famoso escondrijo. Sólo ne-cesitaron para acertar con él bajar un ribazo, resbaladizo por la humedad, y lindante con la carretera. Coronaban el ribazo grandes peñascales, y en su fondo existía una cantera de pizarra, ahondada y explotada al construirse el camino real, y convertida en profunda cueva; excelente abrigo para ocasiones como la presente. Abandonada hacía tiempo por los trabajadores la cantera, volvía a enseñorearse de ella la vegetación, convirtiendo el hueco artificial en rústica y sombrosa gruta. En la cresta y márgenes del ribazo crecía tupida maleza, y al desbordarse, estrechaba la entrada de la excavación: al exterior se enmarañaba una abundante cabellera de zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro, en las anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos, estorninos y algún azor; los primeros salieron despavori-dos, revoloteando, cuando entró la pareja.
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