La melodía del silencio - Claudia Cardozo - E-Book

La melodía del silencio E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

Él había olvidado su melodía interior; ella, dispuesta a ahuyentar para siempre el silencio, se la hizo recordar. Morgan creyó que lo tenía todo: una esposa a la que amaba, una familia y una vida feliz por delante; pero el destino le jugó una mala pasada y, de golpe, esa música que había regido sus días, la que lo había convertido en el hombre del que estaba orgulloso, se interrumpió dejándolo en el más absoluto silencio. Hasta que alguien apareció para recordarle que aún vibraba en su interior. Sophia se había esforzado toda su vida por parecer perfecta, aunque en el fondo siempre había sentido que su exterior estaba recubierto por un montón de grietas que cada vez le resultaba más difícil esconder. Su vida carente de amor y alegrías le pesaba como una losa, y cuando al fin se había resignado a que no podía haber más para ella, Morgan irrumpió en su vida en las circunstancias más extrañas para mostrarle todo lo que el amor es capaz de lograr. Dos almas unidas por el destino, un crimen por resolver y una investigación en la que cualquiera puede resultar culpable conviven en esta apasionante novela que mantendrá al lector enganchado hasta la última página. Novelas BALTIMORE: Magia peligrosa A contraluz La melodía del silencio Renacer entre brumas - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Claudia Fiorella Cardozo

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

La melodía del silencio, n.º 329 - junio 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-706-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

“Dice la esperanza: un día

la verás, si bien esperas.

Dice la desesperanza:

sólo tu amargura es ella.

Late, corazón… No todo

se lo ha tragado la tierra”.

Antonio Machado

Prólogo

 

 

 

 

 

Baltimore

La vida de Morgan Reynolds podía dividirse en una serie de bloques demarcados por los acontecimientos que habían terminado por convertirlo en el hombre que era.

Nacer en un hogar sin un padre influyó en él lo suficiente como para que se esmerara por convertirse en un hombre tan presente en la vida de los suyos como le fue posible. Su madre, abuela, tías y algunas primas, podían dar fe de que, no importaba de qué se tratara o en qué circunstancias se dieran las cosas, Morgan estaría allí para ellas.

Luego, el ejército terminó por forjar su carácter. Él creía a pie juntillas que haber seguido los consejos de su madre respecto a que buscara una vacante en la universidad del Estado no habría marcado su vida como lo hizo el presentarse al ejército. Cierto que al inicio su futuro fue un poco incierto y era complicado pensar en lo que haría a lo largo de los años mientras estaba ocupado en esquivar balas; en especial cuando lo destacaron al Medio Oriente. Pero se las arregló para mantener el ánimo y no decaer a la primera.

Allí, sin embargo, tuvo un importante quiebre.

La fe. Él siempre se había considerado un hombre de fe, pero era prácticamente imposible no cuestionárselo todo cuando veías a gente morir, fuera por hambre o por inmolarse en nombre de las creencias manipuladas por quienes jugaban con ellos como si fueran piezas de recambio en un juego macabro.

Y Morgan fue responsable de la muerte de varios de ellos. No era algo por lo que se sintiera orgulloso, pero se consideraba un soldado, y el matar entraba dentro de la ecuación, lo cual no quería decir que se hiciera una idea romántica del asunto. No se creía por encima de nadie; simplemente cumplía con su deber porque alguien tenía que hacerlo y, en esa ruleta en que se convirtiera su vida, ese alguien era él.

Pero dudaba. Y eso lo volvía loco. Porque hasta entonces había conseguido resguardar cuando menos una pequeña pieza de su corazón intacta. Un lugar en que se permitía creer en que todo aquello tenía una razón de ser y que, con el tiempo, descubriría cuál era. Solo tenía que continuar con lo suyo lo mejor que podía, y esperar.

El tiempo pasó, sin embargo, y él empezó a sentirse un poco perdido. Las palabras de su madre respecto a la fe y a la naturaleza noble del ser humano dejaron de tener sentido y los días se le hicieron cada vez más amargos. Para cuando regresó a casa de permiso luego de su tercer servicio en Afganistán, estaba convencido de que la humanidad merecía irse a pique y que no había absolutamente nada en el mundo por lo que valiera la pena continuar luchando.

Entonces la conoció a ella.

Ángela era preciosa, inteligente y la mujer más adorable que había conocido. Se cruzaron un día cuando vagabundeaba por el centro comercial para esquivar las preguntas de su madre y no volvieron a separarse nunca. Ella lo hizo creer de nuevo. Quizás no en la bondad del ser humano, él estaba ya muy lejos de eso, pero le hizo creer en ellos y para Morgan eso fue suficiente.

Fue por ella por lo que decidió dejar el ejército y alejarse de todo lo que conociera hasta entonces. Conservó buenos amigos de esa época y también acumuló la suficiente experiencia como para ganarse la vida y forjarse un futuro haciendo lo único que había descubierto que disfrutaba realmente hacer: ayudar a la gente.

Tan solo un par de meses antes de que él y Ángela pasaran por el altar, consiguió un puesto en la policía de Baltimore como consultor. Era un empleo incierto en un inicio, pero con el tiempo logró hacerse de un lugar y, solo un par de años después, dirigía el lugar desde su puesto de civil y solo le rendía cuentas al mayor asignado al precinto y al gobernador en persona.

Consiguió resolver un sinnúmero de casos y no había una decisión acerca de la que no fuera consultado. Se convirtió en imprescindible, pero eso nunca le nubló el panorama; por el contrario, usó esa libertad y sus privilegios para formar un buen equipo que trabajara con su mismo código de ética. Se ganó el respeto de sus hombres y la consideración de sus superiores. Recibió medallas que pasaron a sumarse a las que obtuvo en el ejército y se convenció de que, al fin, había encontrado el equilibrio que llevaba tanto tiempo buscando.

Ángela se mantuvo a su lado durante cada segundo y no había un día en que no agradeciera despertar a su lado. Morgan creyó que no sería capaz de ser más feliz, sin importar lo que ocurriera. Pero entonces llegó Lucy y tuvo que replantearse eso también.

Como hijo de un padre ausente, siempre se preguntó si sería capaz de ejercer como figura paterna de alguien. Pero bastó con conocer a su hija, con verla por primera vez cuando Ángela la trajo al mundo, para saber que había nacido para eso. La bebé se convirtió en el sol de su vida y tanto él como su esposa eran meros satélites que orbitaban a su alrededor. Y para ellos eso estaba perfecto.

Para entonces, Morgan estaba convencido de que no había absolutamente nada que pudiera pedirle a la vida pero, de nuevo, entendió que quizás estaba cantando victoria demasiado pronto y que, tal vez, esa subida durante la que se permitió descansar durante todo ese tiempo no fue más que el preámbulo de una caída mortal que terminaría por sumirlo en un abismo del que quizá ya no pudiera salir.

Le habría gustado tener a quién culpar. Quizá hubiera conseguido acusar el golpe con menos amargura si el responsable hubiera sido un borracho imprudente en lugar de una viejecita que sufrió un leve infarto mientras conducía su coche luego de pasar a visitar a sus nietos. Al final el desenlace fue el mismo.

Ángela acababa de abandonar el banco en que había pensado solicitar un préstamo para abrir su propio bufete. Le encantaba su profesión de abogada, pero había tenido que dejarla aparcada durante un tiempo para hacerse cargo de la crianza de Lucy. Sin embargo, la niña estaba por cumplir tres años y, después de hablarlo con Morgan, acordaron que ya era tiempo de que volviera a la vida profesional. Se las arreglarían, solo era cosa de coordinar sus horarios; quizás él pudiera pedir vacaciones para que ella pudiera empezar con tranquilidad.

Pero no hubo nada de eso, claro. Ni una nueva oficina ni un regreso por todo lo alto o tareas conjuntas para mantener la casa a flote. Solo hubo un ruido terrible, un coche en llamas, y luego silencio. Mucho silencio. Morgan sintió como si un silencio pesado y atronador se hubiera asentado en su pecho desde el momento en que recibió la llamada. Y continuó allí en tanto se acercaba al hospital, mientras atendía al médico y se desmoronaba en la sala de espera con el mismo rostro que hubiera puesto un hombre al haber recibido un disparo en el corazón.

Para entonces había visto a muchos morir, pero nunca consiguió hacerse una idea de lo que se sentiría al pensar que todo había terminado. Lo sintió entonces y fue una sensación extraña porque a diferencia de ellos él aun respiraba; pero era un instinto mecánico y carente de sentido. Respiraba porque no tenía otra alternativa, no porque lo deseara.

El silencio permaneció allí haciéndose un hueco entre el eco de risas que hubiera atesorado hasta entonces. Había conseguido ponerse de pie y recordar que todavía tenía algo por lo qué continuar: Lucy. Y, aunque no hubo forma de hacerle entender que su madre no volvería, se prometió que haría todo lo que estuviera en sus manos para cuidar de ella.

Esa niña se convertiría en la razón de que abriera los ojos cada mañana y en lo que le mantendría cuerdo cuando creyera que estaba a punto de enloquecer por el dolor y el miedo a un futuro que ahora le parecía imposible.

Pero el silencio se mantuvo allí. Día a día. Todo el tiempo. Y Morgan estaba convencido de que se quedaría allí por siempre; tanto que, según fueron pasando los años, se hizo a la idea de que se había convertido en parte de él.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tres años después

Morgan estudió el listado ante él y procuró que su irritación no fuera demasiado evidente. Hacía demasiado eso últimamente. Irritarse. A ese paso terminaría por asustar a sus hombres; Dios era testigo de que empezaba a asustarse a sí mismo, reconoció al suspirar y llevarse una mano a los ojos cansados.

¿Hacía cuánto que no iba a casa? ¿Cuatro días? Ester iba a matarlo por dejar tanto tiempo a Lucy sin pasar a verla.

Parpadeó al oír un leve carraspeo proveniente de la silla ante él y se recordó donde se encontraba. En su oficina en el precinto de Parkville. Precisamente el último lugar en que se debería permitir pensar en lo mal padre que era y lo mucho que lo condenaba su familia por ello.

—¿Seguro de que no quieres ir a casa? ¿Cuándo fue la última vez que dormiste?

Morgan hizo como si no hubiera oído la pregunta de su amigo y detective Logan Spencer y carraspeó para aclarar su voz antes de señalarlo con un legajo que se suponía debería haber estudiado, en lugar de mirarlo con cara de idiota.

—Dormiré esta noche —descartó él procurando infundir un tono confiado a su voz—. En cuanto esto esté terminado.

—Pero lo está. Es lo que llevo todo este tiempo intentando decirte; solo tenemos que llenar los informes y nuestro trabajo habrá terminado. No tienes que quedarte, yo puedo ocuparme de eso.

Logan se ajustó los anteojos en el puente de la nariz y sus ojos preocupados recorrieron el rostro de su jefe. Morgan intentó recordarse que era uno de sus mejores amigos, además de su detective favorito, para no devolverle un gesto de malestar. Odiaba que la gente se le quedara viendo de esa forma.

—No hace falta. —Morgan desestimó la sugerencia con un gesto—. Terminaremos antes si lo hacemos juntos.

—Llevas varios días aquí. ¿No deberías ir a ver a Lucy?

—Ester la está cuidando; la veré más tarde.

—Pero…

Morgan elevó la mirada de golpe y sus ojos de un sorprendente tono azul se posaron en el rostro de Logan; los labios se unían en una línea apretada y otro hombre menos valiente que él se hubiera quedado callado. Pero Logan era valiente y nunca sabía cuándo callarse si estaba convencido de tener la razón.

—Mira, ¿por qué no dejas que me ocupe yo…?

—He dicho que no; para ya con eso. —Morgan lo cortó sin ser consciente de la forma en que su mano se aferraba a la lapicera—. Ponte a trabajar y podremos irnos ambos; tienes un hijo propio al cual ir a ver. No sé por qué te preocupas tanto por la mía.

Logan suspiró y mantuvo un semblante tranquilo, aunque Morgan advirtió que empezaba a enfadarse por sus malos modos. Bien. Quizás así se callara.

—Eric está con su madre. —Logan usó un tono amable pero firme al responder.

Morgan procuró que eso no doliera, aunque lo hizo. Mucho más de lo que le habría gustado reconocer porque le llevó a pensar que Lucy no tenía una madre que velara por ella en tanto él volvía a casa o que ella no conocería de nuevo la seguridad de contar con ambos padres a su lado.

—Y Lucy con su tía —replicó él tras someter al nudo en su garganta—. Estará bien. ¿Podemos trabajar ahora?

Logan cabeceó de mala gana, sin responder. En lugar de ello, miró la pila de documentos que componían el caso en que habían llevado trabajando el último trimestre y que consiguió cerrar sin mayores problemas un par de días antes. Tras contener un suspiró, empezó a rellenar la información que debía entregar para darlo por concluido por completo; pero eso no le impidió dirigir algunas miradas a su jefe, que parecía del todo concentrado en su propio trabajo.

Morgan debió de percibir la forma en que lo miraba, sin embargo, porque cada tanto atisbaba por encima de sus pestañas caídas y, una de esas veces, cuando pareció que su paciencia había llegado al límite, carraspeó y miró a su amigo con las cejas tan fruncidas que se unieron sobre su frente.

—Deja de hacer eso —masculló entre dientes.

Logan no fingió que no sabía a lo que se refería. Lo mismo que él, dejó caer la lapicera y sostuvo su mirada sin parpadear.

—¿Qué es exactamente lo que te molesta, Morgan? ¿Por qué no solo lo dices?

Los ojos de su jefe adquirieron una frialdad estremecedora antes de señalarlo con una cabezada.

—Estoy harto de que todo el mundo me trate como si fuera una bomba a punto de estallar —espetó él.

Logan se encogió de hombros sin parecer demasiado intimidado por su tono o por la forma en que lo miraba, como si deseara arrancar su cabeza de cuajo.

—Bueno, es que de eso se trata. Eres una bomba a punto de estallar —replicó él sin vacilar—. Llevas tres años haciendo cuenta atrás y creo que necesitas dejarlo ir ya o vas a reventar por dentro.

Morgan emitió un resoplido y sacudió la cabeza de un lado a otro. Pareció como si le hubiera gustado decir muchas cosas, pero consiguió contenerse y mantener un semblante relativamente calmado porque de otra forma quizás habría terminado por hacer lo que él sugería. Pero si estallaba, y eso lo había pensado más de una vez cuando estaba tentado a reconocer que no daba para más, ¿cómo demonios iba a reunir de vuelta todas las piezas? Se necesitaba entero. No por sí mismo. Por Lucy.

De modo que hizo lo que llevaba haciendo desde hacía tres años. Fingió. Eso se le daba tan bien como irritarse, tuvo que reconocer para sí.

—Estoy bien, Logan, en serio. —Morgan esbozó una sonrisa que pareció más una mueca, pero tendría que servir—. Nadie va a estallar. ¿Podemos, por favor, terminar con esto para ir a casa?

Su amigo dudó. Era evidente que le habría gustado protestar, pero debió de comprender que era una batalla perdida y que, al menos por ese momento, no tenía sentido insistir. De modo que cabeceó de mala gana y llevó la mirada a su trabajo antes de sumirse en el silencio.

Bien. Se dijo Morgan al comprender que no diría nada más; al menos nada referente a que mantuviera una pieza a punto de detonar en su interior. Acalló el sordo rumor de la desesperación bullendo en su pecho y que parecía haber despertado ante las palabras de Logan, y no recuperó la calma hasta que se sintió del todo inundado una vez más en el silencio compartido con su compañero.

No dijo una palabra durante el resto de la mañana; tan solo esbozó una despedida cortante cuando se encontró listo para ir a casa.

Podía decir una cosa a favor de Logan, reconoció poco después al conducir su coche rumbo al norte de la ciudad, donde se encontraba la casa que Ángela y él mismo habían elegido poco después de su boda. Su amigo tenía mucha paciencia. De encontrarse en su lugar, ya lo hubiera mandado al demonio.

 

 

—Perdón, ¿quién es usted y por qué entra como si esta fuera su casa?

Morgan cerró la puerta tras él y tiró la llave sobre la mesita del recibidor tras dirigir a su prima Ester una mirada de enfado.

—Ahora no, Ester; estoy muerto.

—¿Tú estás muerto? ¿Tú? ¿No yo que llevo noventa y seis horas batallando con una niña de cinco años que no parece cansarse nunca?

Morgan dejó su chaqueta sobre el perchero, se sacudió el cabello que había empezado a pegársele en las sienes debido al calor que avivaba los días en Baltimore y observó a su prima favorita con una expresión mucho más conciliadora.

Adoraba a Ester. La consideraba la hermana que nunca quiso pero que había aprendido a apreciar con el paso del tiempo. Tenían la misma edad, un carácter muy similar y era una de las pocas personas que podía hacerle frente cuando se encontraba de ese humor. O al menos a ella le gustaba pensar que así era. De allí que no dudara en plantarse ante él con las manos cruzadas a la altura del pecho y la misma expresión que hubiera usado ante una fiera sin dientes. Después de todo, eso era lo que pensaba que era Morgan: un león incapaz de hacer un daño real y que rugía más de lo que mordía.

—Lo siento —dijo él al comprender que ella no se quedaría tranquila con otra cosa—. Sé que también estás cansada, y lo lamento de verdad, pero tenía que terminar con el trabajo. Te lo dije…

—Sí, sí, sí. Me lo dijiste todas las veces que llamaste, que fueron solo cuatro, por cierto.

Ella fue tras él apartándose el pesado cabello castaño de la frente sin dejar de refunfuñar. Morgan le dio la espalda y no se detuvo hasta llegar a la cocina; sacó una botella del refrigerador y se bebió su contenido de dos sorbos.

—Llamé dos veces al día, eso quiere decir que fueron más de cuatro —corrigió él—. Por favor, Ester, de verdad. Te estoy muy agradecido, pero no estoy de humor para esto. Necesito dormir.

—¿Y por qué no viniste a dormir aquí cada noche como cualquier otra persona normal?

—No soy una persona normal —espetó él—. No hagas como si entendieras mi trabajo.

Su prima se llevó las manos al pecho y fingió una expresión de azoro.

—¡Ay, perdón! Pero qué estoy diciendo —exclamó ella—. ¿Qué sabe una pobre fotógrafa de los intrincados manejos de un hombre tan fuerte como tú que piensa que tiene que echarse el mundo al hombro y salvarlo y a quien no le da la cabeza para darse cuenta de que a quien necesita salvar es a sí mismo?

La voz de la mujer fue escalando en intensidad según hablaba y, al final, farfulló indignada al tiempo que su mirada y la de Morgan se enfrentaban en un duelo de voluntades. Sin embargo, él no replicó nada; como si se hiciera una idea de dónde venía aquella explosión y esperó con paciencia a verla recuperar el aire antes de poner una mano sobre su hombro.

—¿Mejor? —preguntó él.

Ester asintió de mala gana y le dirigió una mirada ceñuda.

—Mucho —masculló entre dientes.

Morgan sonrió. Una sonrisa de verdad, y poco habitual en los últimos tiempos, que pareció transformar su rostro. Las líneas que hasta entonces mantuviera tirantes se suavizaron y sus ojos recuperaron parte del brillo que parecía haberlos abandonado.

—¿Quieres quedarte a almorzar? —continuó él—, porque pienso pedir algo para mí y para Lucy.

Su prima sacudió la cabeza y le dio una palmadita en la mano antes de alejarse de vuelta al salón. Morgan fue con ella y la observó reunir sus cosas con semblante pensativo.

—No, tengo que volver a casa; acordé una cita con un cliente esta tarde —dijo ella—. Lo dejaremos para la otra semana.

Morgan asintió y la detuvo antes de que se dirigiera hacia la puerta posando una mano sobre su brazo.

—Gracias —dijo él—. De verdad. Por todo.

Ester hizo una mueca antes de suspirar y esbozar una media sonrisa.

—No es nada —respondió ella—. Tienes suerte de que no tenga ni siquiera un gato que me eche de menos.

Morgan sonrió una vez más.

—¿Y qué pasó con el… pintor ese? —preguntó él.

Ella torció el gesto.

—Es escultor —corrigió con el ceño fruncido—. Y no nos estamos viendo más.

—¿Por qué?

—¿Estás preguntando por mi vida amorosa, Morgan? ¿Te sientes bien?

Él ahogó un suspiro y procuró no sentirse demasiado culpable por haber pasado los últimos tiempos compadeciéndose por su propia miseria sin prestar atención a los problemas de los demás.

—Es que apenas he dormido; estoy hablando tonterías —intentó bromear él—. Ya, en serio. ¿Qué ocurrió con él? ¿Debería ir a buscarlo…?

Su prima sacudió la cabeza incluso antes de que terminara de hablar.

—No, no, no. —Ella agitó un dedo ante sus ojos y frunció el ceño—. No tenemos quince años ya, por si no te has dado cuenta; soy perfectamente capaz de arreglar mis asuntos. En cuanto a Jerry, si tanta curiosidad sientes, te diré que piensa que soy demasiado exigente.

Morgan arqueó una ceja e intentó parecer sorprendido.

—¿De verdad? ¡Qué locura!

Ester suspiró y terminó de ponerse un jersey ligero sobre la blusa multicolor.

—Lo sé. No soy exigente; soy la persona más comprensiva del mundo —replicó ella como si se encontrara seriamente ofendida de que alguien hubiera llegado a semejante conclusión—. Es que no tuvimos tiempo de conocernos de verdad.

—Claro.

—¿Me estás siguiendo la corriente?

Morgan abrió mucho los ojos y se encogió de hombros.

—Desde luego que no. —Se apresuró a negar él ayudándole a ajustarse la mochila a la espalda—. Pero no puedes culpar al pobre hombre por eso. No sabe lo que se pierde.

Su prima lo miró con los ojos entrecerrados.

—Voy a tomarme eso como algo bueno…

—Lo es.

—Como sea —Ella, que oscilaba de un lado a otro como un pingüino por el peso, asentó los pies con semblante decidido y sostuvo el pomo de la puerta antes de observarlo con expresión pensativa—. No éramos el uno para el otro. Eso pasa. Quizás… no sé.

Morgan la vio vacilar, algo tan poco habitual en ella que la observó con mayor atención.

—¿Qué? —preguntó él.

—Bueno, tengo un colega que trabaja en una revista de modas. Me escribió hace unos días para invitarme a cenar —contó ella.

Morgan se dijo que, aun cuando Ester había intentado imprimir a su voz una cuidada indiferencia, parecía como si la idea en sí le pareciera demasiado emocionante como para conseguirlo del todo. Le preocupaba un poco ella, reconoció sin que la idea se trasluciera en su rostro. Su prima arrastraba un reguero de relaciones breves y con finales, cuando menos, catastróficos; pero él procuraba no involucrarse en su vida privada más allá de ofrecerse como un hombro en el cual llorar cuando las cosas iban mal.

—Bueno, si te interesa deberías aceptar —sugirió él porque sabía que eso era lo que quería oír—. Solo ten cuidado y si necesitas algo no dejes de avisarme.

Vio a Ester girar levemente el pomo y tirar de él para abrir la puerta, situándose al otro lado de ella antes de asentir y dirigirle una mirada tan inocente que Morgan se puso en alerta de inmediato.

—¿Qué? —preguntó él un poco inquieto.

—Bueno, es que no lo veo hace mucho y, aunque es un buen tipo, no sé si me sentiría cómoda saliendo con él así como si nada.

Morgan contuvo el deseo de recordarle que ambos sabían que había iniciado relaciones con mucho menos que eso.

—Entonces elige un lugar en que te sientas a gusto, o déjalo para otro momento —sugirió él sin saber muy bien qué podría ser exactamente lo que ella quería.

Ester vaciló nuevamente antes de responder y Morgan la vio retroceder un par de pasos hasta dar contra la acera. Parecía como si intentara asegurarse de poner cierta distancia entre ambos antes de decir lo que en verdad deseaba.

—Sí, bueno, acerca de eso… —Ella osciló un momento antes de recuperar el equilibrio y sostuvo los tirantes de su mochila con ambas manos—, me preguntaba… tal vez me sentiría más cómoda si no estuviéramos solos. Podría arreglar algo con alguna amiga, alguien de confianza. Y a lo mejor tú… como una reunión de amigos…

Sus palabras fueron muriendo según el rostro de su primo adquiría una frialdad que le obligó a tragar espeso antes de callar del todo.

Morgan suspiró y se frotó los ojos con la yema de los dedos; pareció como si le hubiera encantado arrancárselos.

—¿Por qué, Ester? —preguntó él— ¿Qué necesidad…?

Ester apretó los dientes y fue recuperando tanto el habla como el aplomo porque, aunque pareció un poco amedrentada al mirarlo, fue capaz de sostener su mirada y de mantener un tono inflexible en su voz.

—¿Sería tan malo? —preguntó ella.

—No voy a sostener esta conversación en medio de la calle —espetó él.

—¿Entonces quieres que vuelva a entrar para que lo hablemos?

Morgan suspiró y mantuvo la hoja de la puerta firmemente sujeta; no se movió ni un milímetro del umbral.

—Si se trata de lo que creo, no, no quiero hablar al respecto. Ni en la calle, ni dentro; ni ahora, ni nunca —Habló con los dientes apretados y un brillo de advertencia en la mirada que su prima pareció detectar de inmediato—. De verdad te estoy muy agradecido por todo, Ester, pero no digas nada por lo que nos vayamos a arrepentir. Ve a casa. Llama a tu amigo, no lo sé, cualquier cosa que te haga feliz y deja que yo haga lo mismo.

Más que sentirse ofendida, la mujer ante él pareció verdaderamente dolida. Y no por ella o por la brusquedad con la que Morgan descartara algo que obviamente le había costado mucho decir. Sino por él y por el sufrimiento que vio en sus ojos.

—Está bien. Lo siento —dijo ella en un susurro—. Fue solo una idea. Pero Morgan, vas a tener que dejar de huir en algún momento, y no solo por ti, sino también por Lucy.

Él suspiró y cerró los ojos un instante antes de posar una mirada vacía en el rostro de su prima.

—Ella está bien—aseguró él—. Ambos estamos bien. Ve a descansar, Ester, nos veremos pronto.

Su prima asintió e hizo un gesto de despedida antes de desaparecer calle abajo. Morgan la siguió con la mirada y una mueca de pena hasta que su figura se perdió del todo al doblar la calle y entró nuevamente a la casa, cerrando la puerta tras él.

Necesitaba ponerse en movimiento. Lucy iba a una guardería por las mañanas y el encargado de la escuela pasaría a dejarla pronto, se recordó al dar una mirada al reloj sobre la chimenea.

Mala idea, se dijo al toparse con la hilera de retratos que iban de extremo a extremo en la superficie del hogar. Sus pies lo llevaron hasta allí antes de que se diera cuenta de lo que hacía y fue pasando los dedos de uno a otro con la mirada perdida.

El rostro sonriente de Ángela parecía estar en absolutamente todos: en el del día de su boda; a punto de abandonar el hospital con Lucy en brazos; a su lado en la ceremonia que dieron en su honor en el ayuntamiento cuando le concedieron una medalla por sus servicios a la ciudad. Juntos en el último viaje que hicieron para visitar a sus padres en Nebraska…

Morgan cerró un puño con fuerza y lo dejó caer de golpe. Apartó la mirada y exhaló el aire contenido por entre los dientes, sintiendo cómo el desgarrón en su pecho empezaba a arder, como le ocurría siempre que se permitía pensar. Le habría gustado tomar todos esos retratos, meterlos en una caja y refundirlos en el desván, pero sabía que eso no era justo para Lucy. Ella apenas podía recordar el rostro de su madre y lo último que deseaba era que creciera con esa ausencia, sin hacer nada que le ayudara a hacerlo más llevadero.

Se dirigió a la cocina y, al rebuscar en la nevera, vio que tendría que ir de compras pronto. Pidió algo de comida italiana a un restaurante cercano y fue a darse un baño.

Estaba envejeciendo, se dijo al exhalar un hondo suspiro cuando sintió el agua caliente caer sobre sus músculos cansados. Dormir en el sofá del precinto le resultaba cada vez menos tentador, pero no había mentido al decir a Ester que era lo mejor. Y no porque huyera de los recuerdos, como lo acusara ella con frecuencia. ¿Realmente podía pensar alguien que dejaba de ir a casa porque eso le impedía pensar en lo que no encontraría al volver?

Como si fuera algo que se pudiera olvidar, resopló al dejarse caer un momento sobre la cama luego de envolverse con una toalla y sacudir el cabello sobre la alfombra, una costumbre que su esposa había odiado.

Su ausencia punzaba sin importar dónde se encontrara y tenía claro que no era algo de lo que pudiera huir. Podía evitar hablar de ello, incluso forzarse a sí mismo a no pensarlo todo el tiempo sumergiéndose en el trabajo. Pero eso era todo.

El dolor estaba allí. Era parte de él. Y posiblemente se quedara allí por siempre.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Morgan se tomó todo el fin de semana para poner en orden la casa y pasar tiempo con Lucy. Fueron de compras al supermercado, algo que ella parecía disfrutar mucho más que él; la llevó al parque cercano a casa y a comer pastel de cangrejo, su favorito. Él rio al verla correr y jugar sin dejar de dar de gritos, porque por algún motivo su hija estaba en una etapa en la que necesitaba dejar asentada su posición a voz en cuello.

Se ocupó de poner la ropa a lavar y cocinó como para un batallón, llenando la heladera de comida congelada. Ester era un encanto y nunca le estaría lo bastante agradecido por pasar casi cada día de la semana para atender a Lucy por las tardes, pero también era cierto que su prima odiaba la cocina más allá de lo razonable y él procuraba que nunca faltara comida en casa. No quería que ni ella ni su hija murieran de inanición o se alimentaran de pizza recalentada cada día.

Lucy lo acompañó la mayor parte del tiempo; sonreía al verlo moverse por la cocina y salir corriendo al oír el pitido de la secadora. Morgan se esmeró, como hacía siempre, porque ella se divirtiera a su lado, aunque con frecuencia sentía que no tenía idea de lo que estaba haciendo. Y aunque adoraba pasar el tiempo a su lado, fue casi un alivio empezar la semana para hacer lo que se le daba un poco mejor.

Despidió a su hija muy temprano el lunes luego de alistarla para la escuela y se puso en camino a la estación.

La encontró tan agitada como siempre, en especial luego de un domingo en el que, por alguna razón, la gente parecía tentada a hacer toda clase de idioteces. Revisó informes durante buena parte de la mañana, se quitó de encima a un borracho que se le escurrió a uno de sus hombres y sostuvo una reunión apresurada con el comandante que llevaba el mando de la estación.

Para el momento en que pudo tomarse siquiera diez minutos para mordisquear un emparedado de la máquina dispensadora, se sentía tan cansado como cuando intentaba seguir el ritmo de Lucy en sus correrías por el parque.

Necesitaba salir nuevamente a ejercitarse, se dijo cuando volvió a su oficina. Era algo que acostumbraba hacer antes, cuando contaba con tiempo libre para sí y se afanaba por mantenerse en forma.

No es que no lo estuviera en este momento, procuró convencerse al mirar su reflejo en el espejo del pequeño baño adosado a la oficina. Pero aun así… no se trataba de cómo se viera por fuera sino del estado físico.

Demasiado tiempo sentado ante un escritorio, supuso tras suspirar y prometerse que procuraría levantarse una hora antes para salir a dar un par de vueltas antes de despertar a Lucy los fines de semana.

Satisfecho de haber llegado a esa determinación, volvió a su oficina y pasó las siguientes horas revisando otra pila de informes acumulados en los últimos dos días. Habría continuado con lo mismo de no ser por la llegada de Logan, que entró luego de dar unos golpecitos a la puerta.

—¿Tienes un minuto? —preguntó.

Morgan asintió y procuró esbozar una sonrisa amistosa. Tenía un claro recuerdo de su última charla y de lo brusco que se había mostrado con él entonces y no deseaba repetir ese comportamiento. Apreciaba a Logan de verdad; era uno de sus pocos amigos cercanos y le estaba muy agradecido por lo considerado que se había mostrado en los últimos tiempos, además de que era una de las personas en las que más confiaba en el trabajo.

—¿Ha ocurrido algo?

Morgan lo observó con atención y supo que así era, incluso antes de que Logan abriera la boca. Y debía de tratarse de algo serio, además; era poco habitual verlo con semblante preocupado o con dificultad para ordenar sus ideas.

—Acaban de llamar —explicó él tras suspirar—. Un homicidio en Hampden.

Morgan apretó los labios y cabeceó con lentitud antes de ponerse de pie, haciendo un gesto a su amigo para que fuera con él. Y parecía que la semana no le deparaba nada interesante, se dijo echándose la cazadora al hombro en tanto atravesaba el corredor del precinto y oía el informe de Logan.

—Una mujer en los treinta; aún no tenemos una identificación. La hallaron en la piscina de un condominio; es posible que viviera allí, lo tendremos claro al llegar porque ya hay agentes interrogando a los vecinos. —Logan apresuró el paso para ir a la par de sus largas zancadas—. Tenía una herida en el abdomen y otra en el cuello; podría ser que se desangrara por la segunda si le cercenó una arteria… no hay signos de lucha, así que tal vez conociera al asesino.

—¿Huellas?

—Nada todavía. Los forenses están en eso. —Logan respondió a su pregunta tras hacer un gesto al oficial encargado de la recepción—. Estaba desnuda, además, pero a primera vista no parece que se trate de un ataque sexual. Igual, están tomando muestras para confirmarlo.

Morgan frunció el ceño y parpadeó cuando los rayos del sol le dieron de lleno en el rostro. Buscó su coche con la mirada entre los aparcados ante el precinto y se dirigió a él al reconocer el chasis gris.

—¿Quiénes están allá? —preguntó al ocupar el lugar ante el volante y una vez que Logan se sentó a su lado.

—Tres oficiales de la zona; fueron ellos quienes respondieron a la llamada de la mujer que encontró el cuerpo. Y también los forenses que respondieron al aviso.

—¿Y por qué llegaron ellos antes que nosotros? —inquirió en tono brusco poniendo el coche en marcha.

Logan se ajustó el cinturón de seguridad e hizo un gesto al caer despedido hacia atrás cuando Morgan apretó el acelerador.

—¿Te importaría reducir un poco la velocidad? Acabo de comer. —Su compañero chasqueó la lengua al notar que apenas aflojaba el pedal lo suficiente para sentir que no saldría despedido por el parabrisas—. Uno de los oficiales hizo las llamadas de reglamento, pero ellos estaban más cerca. Da igual.

—No. No da igual. Nosotros deberíamos de haber llegado primero.

—Dudo que a la asesinada le importe mucho eso, la verdad.

Morgan lo miró de reojo y se encontró con su mirada puesta en el camino. No tenía nada que responder a eso y se avergonzó un poco por haber permitido que un mal entendido sentido de competencia apartara su mente de lo que era importante.

—Está bien —reconoció de mala gana al cabo de un momento—. ¿En qué parte de Hampden exactamente…?

Logan revisó sus notas antes de responder.

—Al lado del hotel Wyatt, un par de calles más abajo de la librería Atomic. Un condominio de lujo, creo.

Morgan asintió y no dijo una palabra hasta poco después, cuando aparcó frente al edificio que su compañero señaló con un gesto para forzarlo a detenerse.

Considerar aquel lugar como un condominio de lujo era sin duda una definición razonable, aunque a Morgan le pareció que incluso se quedaba un poco corta. No había muchos lugares como ese en Baltimore, observó una vez que él y Logan se apearon del coche y buscaron la entrada en la que se toparon con un par de oficiales que les señalaron el camino que debían tomar para llegar a la piscina.

Se trataba de un complejo de tres torres. Cada una de cuando menos seis pisos y una terraza, según consiguió calcular con una rápida mirada; un departamento por piso, como era habitual en esa clase de lugares. Imaginó que cada uno de ellos debía de tener varios metros cuadrados de extensión y, posiblemente, costaran por lo menos el triple de lo que él pagó por su casa.

Hicieron el camino arropados por un pesado silencio; la clase de silencio que no augura nada bueno y que parecía el telón de fondo apropiado para la escena que se encontraron una vez que consiguieron llegar a la piscina.

Un oficial resguardaba la escena y los saludó al reconocerlos; ni siquiera hizo falta que se identificaran para que les cediera el paso. Algo más allá, justo bajo el sol y en un área de unos cuantos metros, Morgan advirtió las siluetas de un par de personas acuclilladas ante un cuerpo. El brillo del agua cristalina de la piscina refulgía a su lado y no pudo evitar pensar en que le habría encantado darse un chapuzón.

Conocía a los forenses que levantaron la mirada al sentir el ruido de sus pasos, pero apenas les hizo un gesto de reconocimiento al toparse con sus miradas; se trataba de un par de hombres de mediana edad con los que ya había trabajado antes. Nunca perdía el tiempo con los saludos, sin embargo, y mucho menos en una situación como aquella. Casi toda su atención estaba puesta en la figura tendida y sobre la que parecían discutir algo antes de su llegada.

Tal y como Logan dijera, la mujer parecía tener unos treinta años, ciertamente, aunque a primera vista hubiera podido parecer que eran varios menos. Un examen más exhaustivo permitía advertir las casi imperceptibles arrugas a cada lado de los labios y junto a los ojos. Por lo demás, se trataba de una mujer muy atractiva con el cabello oscuro hasta un tono casi azulado, la piel de una tersura poco habitual y unos labios llenos. La habían cubierto con una manta, pero era obvio por las formas que se remarcaban bajo ella, que había sido dueña también de un cuerpo voluptuoso.

Morgan no pudo evitar sentir un acceso de lástima. Procuraba que esa clase de cosas no le afectaran, las había visto peores; sin embargo, nunca dejaría de sentirse impresionado al ver una vida segada en su punto más brillante. Quizás esa mujer tuviera una familia que de un día para otro tendría que hacerse a la idea de que no la vería más. Tal vez un esposo, hijos…

Percibió el movimiento sigiloso de Logan tras él y, al mirar sobre su hombro se topó con su ceño fruncido. Él también parecía someter aquel cuerpo a un análisis meticuloso, aunque su mirada se alternaba entre la mujer tendida ante ellos y los forenses que continuaban con su trabajo sin prestarles más atención de la necesaria.

—¿Tienen una identificación?

Fue Morgan quien hizo la pregunta adelantándose sin duda a lo que estaba por inquirir su compañero. Uno de los especialistas, el que si no recordaba mal llevaba un par de años más en el cuerpo, algo que allí confería de cierta autoridad, lo observó por encima de sus gafas caídas y masculló algo antes de suspirar.

—Estamos en eso —indicó él—. Hemos podido tomar unas buenas huellas; tendremos un resultado en cualquier momento. Si me lo preguntas, no será difícil identificarla, solo habrá que esperar lo que arroje el sistema; además de que, si vivía aquí, los vecinos podrán decirles su nombre. No han dejado de mirar por las ventanas desde que llegamos.

Morgan ya había notado eso último. Decenas de ojos fijos en ellos; todos ellos provenientes de las terrazas acristaladas en los pisos a su alrededor.

—¿No se ha acercado nadie? —preguntó él.

—Solo la mujer que la encontró, pero dijo que no la había visto antes. En realidad, no se trata de una vecina, empezó a trabajar aquí hace menos de un mes, así que no será la mejor fuente de información —respondió el otro—. Los demás se han quedado en sus casas, aunque no sería por voluntad propia. Los oficiales ordenaron que lo hicieran así por si tenían que hacerles algunas preguntas luego.

Morgan asintió antes de lanzar una nueva mirada al cuerpo.

—¿Y qué es lo que te molesta tanto?

El hombre se rascó la barbilla con el dorso de la muñeca e hizo un gesto a su compañero para que descubriera parte del cuerpo ante ellos. Luego, llamó la atención de Morgan al sacudir una mano frente a él señalando algunas partes con la lapicera que usara para rellenar sus informes.

—Es demasiado preciso; no me gusta. Mira esa limpieza. —El hombre delineó una franja a altura la del abdomen—. Yo no podría haberlo hecho mejor.

—¿Crees que lo hizo alguien con formación médica?

Fue Logan quien hizo la pregunta. Él había permanecido en silencio, atento al intercambio entre Morgan y el forense, pero en ese momento se encontraba agachado ante el cuerpo y lo estudiaba con gesto de profunda concentración.

El interpelado se encogió de hombros e hizo un gesto incierto.

—No necesariamente. Basta con cierto conocimiento, pero sin duda no es un neófito. Además, hace falta sangre fría… miren aquí. —El forense señaló la herida en el cuello de una extensión similar a la del abdomen, pero algo menos profunda—. No cualquier blandengue hubiera podido cortar en el lugar preciso y a la profundidad exacta para que se desangrara.

—¿Fue así como murió? —preguntó Logan.

—No lo tengo del todo seguro, necesito hacerle la autopsia, pero me atrevería a decir que sí —respondió el hombre.

Morgan cabeceó y dio una mirada alrededor. Salvo por algunas salpicaduras de sangre que consiguió distinguir junto a la piscina, no vio mayores muestras de violencia.

—Entonces no la asesinaron aquí —comentó él pensativo, tras dar una nueva mirada a las heridas—. Tuvo que perder mucha sangre y no veo nada de eso.

—Es posible que tengas razón —asintió el forense como si ya lo hubiera considerado—. Creo que en cuanto tenga la hora de la muerte y puedan cotejarla con la hora en que la encontraron podrán hacerse una idea más clara.

Morgan cruzó los brazos a la altura del pecho y entrecerró los ojos cuando un banco de nubes cubrió el sol en lo alto.

—¿No hay arma homicida? —preguntó.

—No, no hemos encontrado nada. Solo estaba ella. —El hombre señaló a la mujer tendida con cierta pena—. Creo que ya podemos levantarla, si te parece bien.

Morgan cabeceó, pero pareció recordar algo y lo detuvo con un gesto antes de que la cubriera nuevamente.

—¿Hay signos de actividad sexual? —inquirió él.

—Nada tampoco, aunque haré un examen más exhaustivo; espero tenerlo en tu escritorio mañana temprano —prometió el forense e hizo un ademán a su compañero—. Vamos, Barry, quiero ponerme con esto lo antes posible.

Morgan dio una última mirada al cuerpo y los dejó trabajar luego de hacer un gesto de despedida, alejándose de allí para dar un lento rodeo alrededor de la piscina. Sintió los pasos de Logan tras él y pudo imaginarlo tomando notas mentales de absolutamente todo lo que veía. Si a él se le pasaba algo, y esperaba que no fuera así, sabía que podría confiar en que su compañero lo notara y se lo hiciera ver en su momento.

—¿Estoy imaginando cosas o tienes en mente tomar este caso?

Su amigo se detuvo de golpe ante el extremo menos profundo de la piscina y Morgan abandonó su inspección de una porción de cerámica que le había parecido que se encontraba agrietada de una forma extraña.

—Claro que voy a tomarlo —respondió él.

Su amigo suspiró.

—Lo haces mucho últimamente —le recordó—. Antes preferías mantenerte en la oficina.

—No quiero oxidarme.

—No estás oxidado. —La voz de Logan sonó un tanto cortante—. Te has ganado tu puesto, deberías de aprovechar sus ventajas.

Morgan arqueó una ceja.

—¿Ventajas? —repitió él—. ¿Crees que permanecer tras un escritorio puede considerarse como una ventaja?

—Conlleva menos riesgo.

—No hay ningún riesgo.

Logan sacudió la cabeza.

—¿No recibiste una puñalada hace solo unos años? —recordó él.

—¿Y a ti no te dispararon poco después?

Morgan tuvo la satisfacción de ver a su compañero rezongar en tanto bajaba la mirada con gesto ceñudo.

—Bueno, de haber estado tras un escritorio no nos hubiera pasado nada de eso a ninguno de los dos —comentó él.

—¿Quieres estar tras un escritorio? —preguntó Morgan—. ¿Es todo esto algún tipo de excusa para que te pida un ascenso? Porque podría…

—Si lo haces, te mato.

Morgan rio al oír el tono horrorizado en la voz de Logan. Estaba seguro de que a su amigo jamás le gustaría hacer trabajo de escritorio sin importar los beneficios que muchos otros vieran en ello. Al igual que él, y por mucho que asumiera una actitud de madre preocupada al alentarlo a no asumir riesgos, la verdad era que no sabría vivir de otra forma.

—Mira, Logan, nadie saldrá herido esta vez. Si te ocurre algo, será Tara la que me mate. —El tono de Morgan adquirió un matiz divertido al referirse a la mujer de su amigo, a quien él sabía que adoraba—. ¿Podemos volver al trabajo ahora? Tenemos muchas preguntas por hacer.

Logan cabeceó y se encogió de hombros con poco entusiasmo, aunque Morgan estaba convencido de que aquello se debía más a lo poco que le gustaba esa parte del trabajo que al hecho de que aún continuara disgustado.

Dejaron la piscina tras ellos poco después tras asegurarse de que los forenses hubieran tomado muestras del agua y, por insistencia de Morgan, del borde de la piscina y de esa grieta que llamara su atención, y se dirigieron a la primera torre del complejo para entrevistar a los vecinos.

—¿Cuánto crees que cueste un piso aquí? —preguntó Morgan en cuanto entraron al ascensor.

—No estoy seguro, pero con seguridad más de lo que podría pagar la mayor parte de los habitantes de Baltimore. —Logan se encogió de hombros y apretó un número de la pantalla al azar—. A las inmobiliarias les encanta esta zona; pero a mí no termina de gustarme.

—¿Demasiado opulenta?

—Demasiado hipster —aclaró Logan tras poner los ojos en blanco con un gesto de fastidio—. Te apuesto lo que quieras a que el primero que nos abra la puerta tiene barba, un perro miniatura y es vegano.

Morgan lo pensó un segundo antes de asentir.

—Hecho.

Quince minutos después, Logan era diez dólares más rico y Morgan estaba convencido de que había hecho un pésimo negocio. Por si acaso, no aceptó las siguientes apuestas de su amigo; a diferencia suya, él no tenía dinero para derrochar.

Claro que luego se dijo que había hecho una tontería, porque no todos los vecinos que le atendieron luego hubieran podido ser considerados hipsters, hippies, o lo que significara eso exactamente. Se trataba de gente de todas las edades y estilos de vida; el mayor denominador común entre todos era que, sin duda, poseían los medios para pagar el vivir en un lugar como ese, fuera como propietarios o inquilinos.

Sin embargo, ninguno pudo reconocer a la mujer de la piscina. Más allá de hacer las preguntas lógicas en una situación como aquella, como de quién se trataba y en qué forma les afectaría el que encontraran su cadáver, fue poco lo que pudieron decir que les fuera de ayuda.

Abandonaron esa torre tras agotar las esperanzas allí y fueron por la siguiente con un resultado similar. Hasta que llegaron al cuarto piso.

Les atendió un hombre de mediana edad, contextura extremadamente delgada y una calva incipiente que parecía esperarlos y que les cedió el paso tan pronto como abrió la puerta. Ni Morgan ni Logan hicieron amago de entrar, sin embargo. Si hubieran atendido a las muestras de cortesía de toda aquella gente no terminarían nunca; de modo que prefirieron mantenerse al otro lado de la puerta e hicieron las preguntas de rigor antes de tender al hombre la fotografía que los forenses les habían facilitado.

No era agradable encontrarse con el rostro de un cadáver aun cuando se tratara del de una desconocida, de allí que Morgan hubiera preferido contar con algo más para facilitar la identificación, pero era lo único que tenía en ese momento. Se había ganado varias miradas horrorizadas de los otros vecinos, pero tuvo que reconocer que el hombre que tenía ante él pareció bastante menos perturbado que ellos al estudiar la imagen. Le impresionó, claro, pero se recompuso con rapidez antes de tendérsela de vuelta.

Morgan se preparó para que, lo mismo que los otros, sacudiera la cabeza y negara con pena antes de decir que no la había visto antes y que ellos tuvieran que despedirse, dejar su tarjeta para que les llamaran si recordaba algo y luego empezar con el siguiente piso. De allí que ambos parecieran tan sorprendidos al verlo asentir con semblante pensativo.

—Estoy casi seguro de que la he visto antes —indicó él al cabo de unos segundos.

Morgan advirtió que Logan exhalaba con fuerza a su lado y entrecerró los ojos al fijarlos en el hombre que los veía a su vez casi sin parpadear. Reparó entonces en que lucía un traje un tanto estrafalario, con pantalones de un tono encendido de azul y una camisa tal vez demasiado entallada. ¿Pero qué diablos sabía él de lo que se ponía la gente a la que le importaba la moda?, se reprendió él luego. Casi todo su ropero estaba compuesto por trajes severos, jeans y montones de camisetas de equipos de fútbol.

—¿Aquí? ¿Era una de sus vecinas?

Morgan dio gracias mentalmente porque Logan se adelantara a él al preguntar y se concentró de nuevo en oír lo que el hombre tenía para decir.

—No sabría decirle —respondió él—. Aquí la gente es muy reservada, ¿sabe? Llevo cinco años viviendo aquí y no podría asegurar quién está en el piso de abajo. Hay personas mayores que apenas salen o que de plano no ven la calle; para eso tienen gente que se ocupa de lo que necesitan.

—Pero no serán todos así.

—No, claro que no. Hay otros más jóvenes que se hacen notar; pero aun así… —El hombre se encogió de hombros—. Son todos muy discretos. Yo también lo soy y creo que está bien, ¿no? A nadie le gusta que estén husmeando en su vida privada.

Morgan asintió porque, en el fondo, sí que se encontraba de acuerdo con eso último; pero en ese momento aquellas muestras de discreción solo entorpecían su trabajo.

—Pero la vio antes en este condominio —insistió él.

El hombre, que se había identificado como el señor Alcott, cabeceó una vez más y volvió a lanzar una rápida mirada a la fotografía que Logan sostenía entre los dedos.

—Sí, cada vez estoy más seguro. Ese pelo y esa piel no son muy comunes; en la foto no se ve, pero si es quien creo que es, tenía unos ojos azules preciosos. Muy parecidos a los suyos —dijo él.

Morgan carraspeó e hizo como si no hubiera oído el sonido de Logan atragantándose con la risa a su lado.

—Sí, bueno… —Él apretó los labios antes de continuar—. ¿Y en qué circunstancias la vio? ¿Sabe su nombre…?

El hombre sacudió la cabeza de un lado a otro y se llevó una mano al mentón.

—De eso no estoy seguro. La saludé porque la vi pasar por aquí algunas veces —indicó él—. Siempre iba arriba, al penthouse.

—¿Es posible que viviera allí?

—No lo sé. Lo dudo, en realidad. Porque allí vive Sophia y que yo sepa no tiene compañeros de apartamento; siempre creí que era una amiga cercana que pasaba a visitarla y a veces se quedaba con ella.

Morgan se aseguró de que Logan tomaba notas de todo lo que oían e inclinó el cuerpo un poco hacia adelante en dirección al hombre.

—¿Sophia? —repitió él—. ¿Quién es ella?

—Bueno, es una de las pocas vecinas que conozco, aunque no es que seamos grandes amigos. Digamos que es una de las que se hacen notar —explicó él—. Vive en el penthouse, como dije; se mudó hace unos… déjeme pensar —El hombre volvió a rascarse la barbilla— ¿Dos años? Algo así. Es bastante simpática.

—Ya. Y dice que esta mujer acostumbraba visitarla.

—La vi unas cuantas veces —repitió él—. Pero no sé su nombre, nunca hablé con ella salvo para saludarla, lo que harías con cualquiera que te cruces en el pasillo o el ascensor. Me pareció bastante agradable, si bien un poquito presumida, aunque suene mal hablar de esa forma de una muerta.

Morgan frunció el ceño.

—¿A qué se refiere con eso de presumida? —preguntó él.

El señor Alcott lo consideró un momento antes de responder.

—No sabría decirle con exactitud. Era una de esas mujeres muy conscientes de su atractivo, ¿me entiende? Las que se saben arrebatadoras y van por el mundo como si esperaran que todos se inclinaran ante ellas —intentó explicarse él—. No digo que esté mal, es lógico. Si yo tuviera ese pelo y esos ojos seguro que sería igual —intentó bromear antes de enseriar el semblante—. Pero como le dije, siempre fue muy cortés conmigo. Solo que llamó mi atención entonces y creí que debía mencionarlo.

Morgan se cuidó de decir que a él eso le pareció más bien un juicio un tanto superficial, pero como, lo mismo que todo el mundo, él también podía caer en eso con frecuencia, decidió dejarlo pasar.

—Hizo bien —dijo al respecto—. ¿Cree que podamos encontrar a esta Sophia ahora si subimos al penthouse?

El hombre negó un par de veces.

—Lo dudo. Hasta donde sé, trabaja hasta tarde —indicó él—. Pero pueden probar porque a veces no sale hasta media mañana y quizá todavía esté allí.

Morgan agradeció su ayuda y le dejó su tarjeta por si recordaba algo, tal y como hiciera con el resto de los vecinos. Luego, él y Logan subieron hasta el último piso pero, aunque llamaron varias veces nadie les atendió. Habría podido jurar que oyó un maullido al otro lado de la puerta, pero eso fue todo.

Tomó nota del número en la puerta y garabateó unas palabras en el dorso de una de sus tarjetas antes de pasarla por debajo.

—¿Podemos averiguar a quién pertenece este lugar? —preguntó a Logan una vez que dejaron atrás el piso—. No podemos esperar a que se decida a llamar.

Su compañero cabeceó.

—Me pondré con eso en cuanto lleguemos a la estación —prometió él—. Aunque tal vez no la necesitemos para identificar a la víctima; los forenses nos tendrán una respuesta para mañana, cuando mucho.

—Sí, pero es posible que necesitemos contar con el testimonio de esta Sophia para saber qué ocurrió con su amiga. La asesinaron cerca de su casa, después de todo.

—¿Crees que podría haber tenido algo que ver con eso?

Morgan se encogió de hombros.

—Creo que nada es imposible —respondió él.

Logan asintió para dar a entender que se encontraba de acuerdo y no volvieron a hablar hasta que se pusieron en camino de vuelta a la estación.

—Es un caso interesante —mencionó él entonces tras permanecer un buen rato sumergido en sus pensamientos.

Morgan giró en una curva y disminuyó la velocidad para lanzarle una mirada de reojo.

—Por lo pronto, misterioso —acotó él—. Pero tal vez resulte más sencillo de lo que pensamos. No sería la primera vez.

—Es posible que tengas razón —su amigo cabeceó—. Cuando menos, diría que has sacado algo importante de todo esto.

Morgan frunció el ceño.

—¿Sí? ¿Qué? —preguntó él.

Logan sonrió y lo miró un instante por el rabillo del ojo antes de fijar la vista en el camino.

—Bueno, te han dicho que tienes unos ojos preciosos —recordó él.