La Metamorfosis - Franz  kafka - E-Book

La Metamorfosis E-Book

Franz kafka

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Beschreibung

La historia comienza cuando Gregorio Samsa despierta de un sueño intranquilo y se da cuenta de que se convirtió en un monstruoso insecto con innumerables patas, un abdomen abombado, un caparazón y nuevas y fuertes mandíbulas.La transformación de Gregorio, un viajante de comercio de telas, desencadena una serie de problemas para él y su familia, compuesta por sus padres y su hermana, debido a que es el único sostén de los Samsa.Desde entonces, en la casa se vive una mezcla de emociones y determinadas situaciones que llegan al límite por la presencia de más personajes. La situación de Gregorio empeora y se convierte en un problema y en una vergüenza, mientras las relaciones familiares empiezan a tensarse hasta hacer imposible la convivencia. Es un relato desolador que logra conmover al lector de principio a fin.Escrito en 1912 y publicado en 1916, este clásico inaugura la literatura del absurdo y es considerado una de las obras maestras del siglo XX por sus innegables rasgos precursores y por el caudal de ideas e interpretaciones que ha suscitado.-

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Franz Kafka

La Metamorfosis

Revista de Occidente, Madrid, 1946

Saga

La MetamorfosisOriginal titleDie Verwandlung

Copyright © 1915, 2019 Franz Kafka and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726353105

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo 1

Cuando  Gregorio  Samsa  se  despertó  una  mañana  después  de  un  sueño  intranquilo,  se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente  pequeñas  en  comparación  con  el  resto  de  su  tamaño,  le  vibraban desamparadas ante los ojos.

«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.

No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía  tranquila  entre  las  cuatro  paredes  harto  conocidas.  Por  encima  de  la  mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy melancólico.

«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con  mucha  fuerza  hacia  el  lado  derecho,  una  y  otra  vez  se  volvía  a  balancear  sobre  la espalda.  Lo  intentó  cien  veces,  cerraba  los  ojos  para  no  tener  que  ver  las  patas  que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.

«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje.  Los  esfuerzos  profesionales  son  mucho  mayores  que  en  el  mismo  almacén  de  la ciudad,  y  además  se  me  ha  endosado  este  ajetreo  de  viajar,  el  estar  al  tanto  de  los empalmes  de  tren,  la  comida  mala  y  a  deshora,  una  relación  humana  constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.

Se deslizó de nuevo a su posición inicial.

«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir.Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que  dominarme  por  mis  padres,  ya  me  habría  despedido  hace  tiempo,  me  habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse  mucho.  Bueno,  la  esperanza  todavía  no  está  perdida  del  todo;  si  alguna  vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar todavía  entre  cinco  y  seis  años-  lo  hago  con  toda  seguridad.  Entonces  habrá  llegado  el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.

«¡Dios del cielo!», pensó.

Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado  incluso  la  media,  eran  ya  casi  las  menos  cuarto.  «¿Es  que  no  habría  sonado  el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.

¿Qué  iba  a  hacer  ahora?  El  siguiente  tren  salía  a  las  siete,  para  cogerlo  tendría  que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las  objeciones  remitiéndose  al  médico  del  seguro,  para  el  que  sólo  existen  hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.

Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la  cama  -en  este  mismo  instante  el  despertador  daba  las  siete  menos  cuarto-,  llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.

-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?

¡Qué  dulce  voz!  Gregorio  se  asustó,  en  cambio,  al  contestar.  Escuchó  una  voz  que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso  e  incontenible  piar,  que  en  el  primer  momento  dejaba  salir  las  palabras  con claridad  para,  al  prolongarse  el  sonido,  destrozarlas  de  tal  forma  que  no  se  sabía  si  se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:

-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.

Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero  merced  a  la  breve  conversación,  los  otros  miembros  de  la  familia  se  habían  dado cuenta  de  que  Gregorio,  en  contra  de  todo  lo  esperado,  estaba  todavía  en  casa,  y  ya  el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas laterales.

-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió de nuevo con voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!

Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.

-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?

Gregorio contestó hacia ambos lados:

-Ya  estoy  preparado  -y  con  una  pronunciación  lo  más  cuidadosa  posible,  y  haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:

-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa.

Al  principio  tenía  la  intención  de  levantarse  tranquilamente  y,  sin  ser  molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.

Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero  el  resto  sería  difícil,  especialmente  porque  él  era  muy  ancho.  Hubiera  necesitado brazos  y  manos  para  incorporarse,  pero  en  su  lugar  tenía  muchas  patitas  que,  sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.

«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.

Quería  salir  de  la  cama  en  primer  lugar  con  la  parte  inferior  de  su  cuerpo,  pero  esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró  ser  difícil  de  mover;  el  movimiento  se  producía  muy  despacio,  y  cuando, finalmente,  casi  furioso,  se  lanzó  hacia  delante  con  toda  su  fuerza  sin  pensar  en  las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.

Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvióla cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura  y  su  peso,  el  cuerpo  siguió  finalmente  con  lentitud  el  giro  de  la  cabeza.  Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.

Pero  como,  jadeando  después  de  semejante  esfuerzo,  seguía  allí  tumbado  igual  que antes,  y  veía  sus  patitas  de  nuevo  luchando  entre  sí,  quizá  con  más  fuerza  aún,  y  no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.

«Las  siete  ya  -se  dijo  cuando  sonó  de  nuevo  el  despertador-,  las  siete  ya  y  todavía semejante  niebla»,  y  durante  un  instante  permaneció  tumbado,  tranquilo,  respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo:

«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de  ella  de  esta  forma,  la  cabeza,  que  pretendía  levantar  con  fuerza  en  la  caída, permanecería  probablemente  ilesa.  La  espalda  parecía  ser  fuerte,  seguramente  no  le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo.