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"La metamorfosis", escrita por Franz Kafka, es una obra maestra de la literatura del siglo XX que se adentra en las profundidades de la alienación y la incomunicación humana. La historia gira en torno a Gregor Samsa, un comerciante viajante que despierta un día convertido en un insecto monstruoso. El estilo literario de Kafka se caracteriza por su prosa clara y precisa, en contraste con las inquietantes situaciones que presenta, creando una atmósfera de surrealismo que refleja el desasosiego del individuo en la sociedad moderna. El contexto literario del libro encaja perfectamente en el marco del modernismo, donde la crisis existencial y la ruptura con los valores tradicionales son temas recurrentes. Franz Kafka, nacido en 1883 en Praga, es considerado uno de los más influyentes escritores del siglo XX. Su vida estuvo marcada por una constante lucha con las expectativas sociales, así como la presión familiar y profesional, elementos que indudablemente se reflejan en su obra. "La metamorfosis" fue escrita en 1912, un período en el que Kafka exploraba su propia identidad y la naturaleza de las relaciones humanas, lo que le llevó a crear esta obra que combina la ficción con la introspección. Recomiendo fervientemente "La metamorfosis" a cualquier lector que busque una reflexión profunda sobre la condición humana. Su capacidad para plasmar el absurdo de la vida moderna y la lucha inexorable del individuo contra la sociedad lo convierten en un texto fundamental. A través de su inquietante narrativa, Kafka invita a los lectores a cuestionar su propia existencia y la naturaleza de su realidad, lo que garantiza que el libro resuene profundamente a través del tiempo.
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Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo.
Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas.
Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados – Samsa era viajante de comercio –, estaba colgado aquel cuadro, que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa” de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar de la ventana – le ponía muy melancólico. «¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?» Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.
Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó. «iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto», pensó, «le hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno.
Eso podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho.
Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él – puedo tardar todavía entre cinco y seis años – lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento, ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tictac sobre el armario. «¡Dios del cielo!», pensó.