La millonaria sin fortuna - Caitlin Crews - E-Book

La millonaria sin fortuna E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Él aceptará la novia más conveniente… ¡pero ella tiene sus propias exigencias!   El poderoso CEO Asterión Teras no tenía intención de casarse, pero tampoco podía ignorar el escandaloso dictado de su querida abuela, mediante el cual quería obligarlo a casarse con la mujer que ella eligiera. Brita Martis pertenecía a una buena familia y parecía una opción conveniente para Asterión, quien estaba seguro de que podía convencerla para que su respuesta fuera sí. Brita era una joven que buscaba desesperadamente liberarse de las garras de su familia para ser libre. La proposición de Asterión era la oportunidad para cumplir su sueño de libertad, pero cuando la pasión explotó entre ellos, Brita quedó a su merced. A menos que pueda domesticar a aquel hombre tan poderoso como salvaje...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Caitlin Crews

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La millonaria sin fortuna, n.º 3122 - noviembre 2024

Título original: A Tycoon Too Wild to Wed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410741959

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Asterión miró atónito a la mujer menuda y elegante que tenía ante sí.

–¿Cómo dices? –preguntó con arrogancia.

–Ya me has oído –replicó su abuela, clavándole la mirada, tan aguda y penetrante como siempre. Le hablaba desde su sillón favorito, más trono que otra cosa, pero Asterión no solía plegarse ante nadie, aunque la matriarca fuera lo único que quedaba de su familia–. Necesitas tener esposa, y lo necesitas ya.

–No se me ocurre otra cosa que necesite menos, Yia Yia –respondió con sequedad.

Y ahí debería haberse acabado todo, pero se temía que no iba a ser así.

Dejó vagar la mirada a través del ventanal que ofrecía vistas de toda la isla, con el telón de fondo del Mediterráneo brillando en la distancia. Villa Tera, la joya de la corona de la familia, había sido erigida en las tierras que algún glorioso antepasado había recibido por los servicios prestados a un antiguo rey y, en la actualidad, constituían la colina más buscada por sus magníficas vistas de toda la isla. Y Dimitra Teras, su abuela, se consideraba con gran deleite una especie de reina que gobernaba todo cuando su vista podía alcanzar, ya que era una de las pocas personas de la isla que podía presumir de mantener una relación de amistad con la reina verdadera, y dado que la monarca apenas se mostraba ya en público, Dimitra se vanagloriaba de ocupar su lugar. Ni siquiera Asterión, que lo cuestionaba todo y a todos, se atrevía a impugnar aquella realidad.

Su hermano gemelo, Poseidón, estaba de pie junto a otro de los ventanales, y a juzgar por su lenguaje corporal, parecía tan poco interesado como él en el asunto de la esposa. Solían divertirse comentando las noticias que aparecían en los periódicos en las que se hablaba del supuesto enfrentamiento entre los herederos de la familia Teras por su fortuna, cuando en realidad a los hermanos les encantaba estar juntos. Al fin y al cabo, solo los separaba un minuto.

–Los dos sois como lobos –continuó diciendo la abuela con un tono de voz incómodo. Como si estuviera declamando–. No sé cuál tiene peor reputación.

Poseidón se echó a reír.

–¡Contaba con ser yo! Desde luego, he hecho cuanto he podido para lograrlo.

–Tonterías –respondió Asterión–. Tú no eres más que el playboy favorito de todas las chicas. Una chuchería con la que jugar para olvidarla después.

–A ver si te crees que hay alguien más, aparte de ti, al que le pueda gustar que lo consideren «el Monstruo del Mediterráneo», ton megalýtero adelfó –replicó Poseidón sonriendo, mientras su hermano fruncía el ceño.

Habían sido así desde siempre. Su madre decía que sentía sus peleas estando embarazada de ellos. Lástima que no pudiera verlos ahora. Su madre, su padre y su abuelo habían perdido la vida juntos en un accidente de coche, cuando ellos tenían doce años.

Mejor no pensar en cosas dolorosas que no se podían cambiar. En particular, en aquel episodio de sus vidas que recordaba con toda su crudeza. Aquel momento y todo lo que había ocurrido después.

–Yo ya soy vieja –anunció la abuela. Era sorprendente que hablase de su edad, dado que había declarado que pretendía enfrentarse a las embestidas de los años con la inmortalidad, algo que Asterión no había dudado ni por un segundo. Cuando sus dos nietos la miraron tras aquel pronunciamiento, la dama sonrió de un modo peligroso–. La muerte acecha.

–Te recuerdo que la semana pasada proclamaste que tus médicos te han encontrado más sana que muchas mujeres a los treinta –le recordó Asterión–. ¿O lo has olvidado?

–Ojalá pudiera aducir que mi cabeza ya no es la de antes –replicó–, pero no es así. Tengo una cabeza privilegiada, y os veo a los dos con absoluta claridad, pero cada día tengo que soportar los chismes que publican sobre vosotros en la prensa. Ya no soy joven, y no tengo intención de contemplar la decadencia de esta familia solo porque los dos seáis unos inútiles.

–Inútiles –repitió Poseidón, y soltó una risotada. En una ocasión, un periódico dijo que su risa era más peligrosa que un terremoto por su capacidad de seducción–. No estoy seguro de que los accionistas estuvieran de acuerdo contigo, Yia Yia.

–Según el último informe, la empresa de Poseidón y la mía están dando ahora más beneficios que en toda su historia –repuso Asterión–. En toda su historia, Yia Yia. Y eso lo sabes tú también.

–Tú y tu bolsillo –añadió Poseidón en voz baja.

Dimitra fingió no haberle oído.

–Quiero nietos –declaró la anciana, haciendo un gesto con la mano que restaba importancia a sus logros en el mundo empresarial, aunque los dos hermanos sabían perfectamente que la abuela tenía una vena comercial formidable, y que era implacable con sus competidores.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Asterión y Poseidón se echó a reír de nuevo. Eran idénticos, pero a nadie le costaba distinguirlos. El mismo pelo oscuro, los mismos ojos azules. Pero uno de los dos nunca sonreía, mientras que el otro no dejaba de hacerlo–. ¿Desde cuándo te interesan a ti las cuestiones domésticas?

–Esto no es una cuestión doméstica, paidiá –espetó.

Nietos. Nadie en el mundo se atrevería a hablar así a dos de los hombres más poderosos del mundo. De hecho, nadie antes lo había hecho. Sus rivales en los negocios preferían rendirse antes que enfrentarse a ellos. Las mujeres se arrojaban a sus pies. Desde que cumplieron doce años, solo había habido un ser humano con la audacia de sugerir que ellos también eran simples mortales. Y aquel día estaba volviendo a hacerlo.

–La triste verdad es que he llegado a aceptar que no se puede confiar en ninguno de vosotros dos para encontrar a la pareja adecuada –continuó Dimitra–. Ambos sois unos disolutos, cada uno a su manera, incapaces de ocuparos de lo que es necesario a su debido tiempo. Quiero conocer a mis nietos, aunque sea solo para asegurarme de que se los educa como es debido. Que el legado de la familia se conserva.

Los hermanos se miraron entre sí antes de volver a mirarla a ella.

–Nosotros somos ese legado –replicó Asterión, a lo que Dimitra contestó con un resoplido.

–A ambos os he dado muchas pistas a lo largo de los años, aunque ninguno se ha dado por enterado, así que he decidido hablaros en un idioma que los dos podáis comprender –inclinada hacia delante en su sillón, entrelazó las manos y sus joyas brillaron a la luz que desbordaba los ventanales–. Los dos vais a casaros con la mujer que yo elija, o me aseguraré de que vuestra herencia la reciba alguien fuera de la familia. Y os recuerdo que esa persona podrá controlar el fideicomiso familiar.

–No lo hemos olvidado –respondió Asterión, molesto.

–Tú detestas a los arribistas tanto como nosotros –le recordó Poseidón.

–La elección está en vuestras manos –sentenció Dimitra.

Y sonrió como el gato que se comió al canario. De haber sido otra persona, y no su muy querida abuela, la que le hubiera hablado de ese modo, habría dado media vuelta y desaparecido. Eso sí, con la firme determinación de acabar con ella. Pero quería a su abuela, y sabía que no amenazaba en vano. Además, era la única familia que les quedaba después del accidente, y había cuidado de ellos desde entonces a su peculiar manera, aunque no le debían a ella sus respectivas fortunas.

Si Dimitra quería un legado, se lo darían. Aunque fuera de mala gana.

La anciana permanecía a la expectativa, como si esperase una explosión por su parte. Loza lanzada contra los muebles, puños en las paredes… pero, claro, no los había educado así, de modo que no ocurrió nada de todo eso.

–Quiero que tengáis muy claro que esto queda bajo mi control, no el vuestro –advirtió cuando consideró que la espera ya había sido suficiente–. Quiero que los dos os comprometáis a enamorar y aceptar a la mujer que yo elija.

Los gemelos volvieron a mirarse, comunicándose sin palabras.

–Lo dices como si a alguno de los dos nos costase trabajo enamorar a las mujeres –se burló Poseidón–. No quiero hacerte enrojecer, Yia Yia, pero nunca hemos tenido problema alguno en ese sentido. Jamás.

–Yo hablo de enamorar para casarse después, y no seducir para luego olvidar. No esperéis que sean como esas criaturas de cartón piedra con las que soléis salir. Necesitáis a una buena mujer, y dejadme que os diga que estoy convencida de que ninguno de vosotros llamaría la atención de una mujer decente –espetó, con un brillo en el azul de sus ojos, del mismo matiz que los de ellos–, teniendo en cuenta que no ha ocurrido ni una sola vez.

Asterión frunció el ceño.

–No entiendo por qué estás dispuesta a poner en peligro el legado de la familia con algo tan tonto como «enamorar para casarse».

–Entonces es que los dos sois unos miserables, tanto si sois conscientes de ello como si no – enjuició, negando con la cabeza–. Tenéis demasiado poder y estáis demasiado obcecados. ¿Qué habéis conseguido hasta ahora? Una ristra de mujeres de baja estofa con el corazón roto, despotricando sobre cómo las habéis tratado.

–Nadie se ha quejado de nuestro trato –la contradijo Poseidón–. De lo que se quejan es de que no hayamos seguido haciéndolo.

–Se habla de vosotros constantemente en la prensa sensacionalista. Vais encadenando escándalos uno tras otro, y creedme si os digo que no está lejos el momento en que una mujer decente os considere perdidos para siempre.

Poseidón se rio.

–¡Lo dices como si fuera algo malo!

–Tenéis una responsabilidad con esta familia, Poseidón, y es la de continuar con su legado. Y en este momento, se os valora casi tan poco como a una calientacamas barata.

En otra familia, aquellas palabras serían consideradas un insulto.

–Y tú –se dirigió a Asterión–, te dedicas a ir por ahí rumiando tus penas como si fueras un héroe de novela gótica, cuando en realidad el único misterio de tu vida es cómo una mujer puede confundir tu supuesto padecimiento con otra cosa que no sea el más puro narcisismo. A nadie le interesa tu dolor, Asterión, porque no es tu verdadera personalidad, sino una pose. Mi decisión está tomada –concluyó–. Y tenéis que decidir ahora mismo, porque la muerte puede presentarse ante mi puerta en cualquier momento –añadió, a pesar de que estaba sana como una manzana–. O renunciáis por completo a vuestra herencia, o por una vez en la vida, haréis lo que se os diga.

Los hermanos volvieron a mirarse y, durante un momento, todo quedó inmóvil. Pero se comunicaron como habían hecho siempre, y Asterión pudo ver su propia reacción reflejada en los ojos de su hermano.

¿Tan malo puede ser?, le preguntó sin palabras. Asterión recordó el matrimonio de sus padres y supo que podía serlo aún más. Terrible, incluso.

Aun así, tomó una decisión en aquel preciso instante: estaba dispuesto a aceptar aquella farsa para complacer a su abuela, pero no tenía intención de permitir que ninguna de las demás cosas que encarnaban el matrimonio lo atrapase: ni la conexión, ni la intimidad. Él no estaba hecho para esas cosas, y no había nada en su vida que escapase a su control.

Ni siquiera su abuela iba a tener las de ganar en aquella situación. Sabía perfectamente que no podía obligarlos a pasar por el altar. Pero tenía razón en que el legado Teras necesitaba un heredero, de modo que no estaba mal que le proporcionase una novia adecuada a tal fin: tendría con ella el necesario heredero y luego podría seguir como siempre. No le preocupaba quién fuera la elegida por su abuela. Las mujeres eran como los postres: frívolas, azucaradas, efímeras y fáciles de olvidar. Seguramente todo ello podría aplicarse también a las «decentes», apartadas las capas de tediosa virtud.

Todo esto se lo comunicó sin palabras a su hermano, y ambos asintieron.

–Nos casaremos con las novias que nos escojas, abuela –dijo Asterión a la anciana que no había perdido ni un ápice de compostura en su sillón.

Dimitra brilló como una de sus joyas.

–Alguien tendrá que notificárselo a la prensa –añadió Poseidón–. Habrá muchas lamentaciones: mujeres mesándose los cabellos por la calle, arrancándose las ropas… lo normal.

Pero Dimitra sonrió, como si supiera algo que ellos desconocían, lo cual era imposible.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Brita Martis había vuelto aquella noche a la destartalada casa de su padre solo por necesidad. De hecho, se había pasado prácticamente todo un año acampada en la parte más remota de las tierras que su familia llevaba generaciones descuidando. De niña, le gustaba recorrer la propiedad en busca de las ruinas de los antiguos jardines entre las hierbas crecidas y los arbustos asalvajados, de los parterres con ejemplares tallados que había visto en antiguos dibujos olvidados en habitaciones que ya nadie usaba. Incluso entonces ya evitaba el contacto con la familia siempre que le era posible.

Prefería pasar sus días con las criaturas que habitaban en la maraña de sotobosque y en las arboledas de las colinas, porque siempre había considerado que ellos eran su verdadera familia, y los bosques, su verdadero hogar. Los colmillos de las bestias y las espinas de los arbustos salvajes eran menos dolorosas que el tiempo que se veía obligada a pasar con las personas a las que la sangre la unía. Todos ellos vivían en la antigua villa, cuyas piedras lavadas por el agua y el sol se mantenían unidas por la argamasa de los sueños aplastados y los lamentos de sus moradores.

Era ya prácticamente de noche, y entró tras dejar atrás los descuidados jardines. Lo hizo con cuidado de no ser descubierta porque había llegado a la conclusión de que era mejor saber dónde estaban exactamente su padre, su madrastra y sus primos que encontrarse con ellos inesperadamente, o sin estar preparada para las terribles escenas que se desarrollaban cada vez que eso ocurría. Hacía mucho que no quería saber nada de ellos. Después de tres años lejos de la familia y sus exigencias, aquel último año con contactos más asiduos había resultado mucho más duro de lo que lo recordaba.

Aquella noche solo necesitaba hacer acopio de suministros y poner un par de lavadoras. Antes de que amaneciera, volvería a estar lejos de ellos y cerca de la vida salvaje, durmiendo bajo las estrellas. ¿Quién necesitaba de los lazos de sangre pudiendo tener todo aquello?

Atravesó la última zona de hierba y se fundió con las sombras del muro de la vieja villa, que nunca había sido más que una triste sombra a su vez del edificio resplandeciente que fue mucho antes de que Brita naciese. Lo sabía por las decoloradas fotografías que había ido encontrando en cajas repartidas aquí y allá, ya que era un hecho que nadie en su familia se había ocupado en exceso de aquella casa. Ocuparse de edificios históricos en aquel reino insular requería de unos fondos que su familia prefería gastarse en sí misma. La instalación eléctrica era traicionera en los lugares donde existía, el tejado tenía goteras y había ratones detrás de las paredes, pero su madrastra conducía un coche pretencioso y se pavoneaba con ropa a la última moda en sus vacaciones junto al mar.

La vieja villa se erigía llena de grietas, deteriorada e ignorada por todos como el monumento perfecto a lo que había llegado a ser la familia Martis. Las ventanas y las puertas estaban abiertas de par en par para dejar entrar la suave brisa del Mediterráneo nocturno, no porque alguno de los miembros de la familia sintiera ninguna propensión por la vida al aire libre, sino porque disponían de poco dinero para pagar el aire acondicionado, y era el único modo de refrescar la vivienda y mantener al escaso personal de servicio que podían permitirse, no fuera a ser que tuvieran que arreglárselas solos.

Ella nunca había tenido que fingir nada. El mar estaba allí mismo, por todas partes, y su brisa era generosa estuvieras donde estuvieses, más aún en lo alto de los acantilados que para ella eran su salón, rodeada de la flora y la fauna que constituían cuanta familia podía necesitar.

Hacía ya mucho tiempo que había aprendido a moverse sin hacer ruido y sin ser vista, una habilidad que utilizaba para seguir a los animales por toda la isla con el fin de curar a los heridos, observar las costumbres de los sanos y encontrar a sus amigos. Su familia de sangre hacía mucho más ruido.

–Hay que hacer algo, Vasilis –oyó que decía su madrastra con aquel tono intimidatorio que tanto le gustaba y que utilizaba en particular al dirigirse a su padre–. Solo queda un mes para que este año de prueba acabe, y entonces ¿qué será de nosotros? ¿Ella, a un convento, y nosotros debajo de un puente?

Hablaban de ella, como siempre, y Brita suspiró en silencio.

Si todo hubiera salido según lo planeado, o al menos, según se había dispuesto desde que ella era una niña, todos la habrían ignorado. Su madre huyó de Vasilis siendo ella muy pequeña y no había logrado cumplir con su tarea de madre a distancia. O quizás su hija fuera para ella solo un daño colateral. En cualquier caso, lo último que había sabido de su madre gracias a un correo que le escribió el año pasado, era que estaba buscando la felicidad en un retiro de yoga en Indonesia.

En cualquier caso, Vasilis no había tardado en volver a casarse, y su nueva esposa, la eterna víctima Nikoletta, quería mantenerla lo más alejada posible, algo que a una joven Brita le había parecido de maravilla. Habían sido unos años gloriosos. Aún era una niña, y le habían dejado que campara a sus anchas por toda la propiedad. La familia Martis, una vez integrante de la aristocracia en aquel pequeño reino insular, cerca de la Grecia continental, había perdido hacía mucho ya las riquezas que acompañaban a su estatus, de modo que mientras su madrastra y sus primos buscaban el modo de recuperarla sin tener que rebajarse a trabajar, ella vivía a su aire, y lo disfrutaba enormemente.

Pero, a medida que crecía, fue quedando claro que iba a ser una belleza. Cada vez que volvía de una de sus escapadas por los bosques y colinas de sus tierras, los descubría mirándola. En un principio pensó que se aburrirían y dejarían de hacerlo, pero eso no ocurrió. Más bien al contrario: empeoró. La adolescencia marcó sus rasgos y entonces sobrevino el desastre.

De la noche a la mañana, se le prohibió vagabundear y pasó de criarse a su aire a tener un desagradable comité inspeccionando hasta su respiración. Incluso el pariente más lejano se sentía con derecho a criticar hasta el último detalle de su persona y de su aspecto, desde la ropa, pasando por los modales hasta su forma de hablar. No podía dar tres pasos sin que alguien criticase algo, lo que, además de agobiante, era un cambio radical de lo que había conocido hasta ese momento que nadie le explicó a qué se debía.

Pero no tardó en averiguarlo.

Los oyó hablar de ello del mismo modo que aquella noche ya que, más tarde o más temprano, los garrulos de sus parientes acababan gritado a voces lo que ella quería saber cuando la creían ya dormida en la cama. Todo era como un cuento, pero en la parte mala: su familia había decidido que, dado que era inesperada y sorprendentemente hermosa, lo único que tenían que hacer para solucionar sus problemas financieros, que nunca dejaban de crecer, era casarla con un hombre rico. Y cuanto más guapa se hacía con cada año que iba cumpliendo, más salvajes se volvían sus fantasías y con más nitidez se imaginaban a su adinerado marido retenido en las redes de la familia, víctima por siempre jamás de su belleza.