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Esta edición bilingüe reúne 185 poemas inéditos en España de Emily Dickinson, acompañados del elegante trabajo artístico de Lucila Biscione. Su obra plástica, delicada y original, sintoniza con la sobriedad y la sintaxis rota de la poesía de Dickinson. La traducción y el prólogo está a cargo de la doctora y poeta María Negroni.
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La miniatura incandescente
La miniature est un des gîtes de la grandeur.
Gaston Bachelard
T. S. Eliot fue tal vez el primero en encender ese fuego.
Lo hizo desde Londres, al anunciar que los poemas de
Emily Dickinson —publicados después de su muerte
por un grupo de amigos— marcaban un punto de inflexión ineludible en la historia literaria de su país. El gesto no estuvo, acaso, desprovisto de interés. Lo bueno es que fue también arriesgado y certero. El siglo XIX norteamericano
en el ámbito de las letras es, se sabe, literalmente enorme. Hay que nombrar a Hawthorne, a Poe y a Melville,
y también a Whitman, a Emerson y a Thoreau.
La presencia allí de Emily Dickinson prueba dos cosas:
que la mujer —digo bien, en singular— tiene acceso
a ese canon solo como excepción; y que solo como
excepción, ella misma es posible como poeta.
Me refiero aquí a la leyenda, a ese halo romántico
y un poco gótico que rodeó su figura de inmediato,
construyéndola como una suerte de niña grande
—amante de los pájaros, las abejas y las flores— que,
siempre vestida de blanco, se escondía de las visitas para entregarse de lleno al cuidado de su padre y a escribir
los casi 2000poemas que, más tarde, ataría con cintitas
y dejaría sin publicar.
Cualquiera que haya escrito poesía alguna vez sabe,
sin embargo, que nadie produce una obra, como la
de Emily Dickinson, solo con eso. Casi todo lo que hoy
figura en segundo plano —sus estudios en Mount
Holyoke y en Amherst College (que fundó su abuelo),
sus conocimientos de música y ciencia, de francés, latín
y alemán, sus viajes a Boston, a Washington y a Filadelfia,
su correspondencia activa con el pastor Charles Wadsworth
y con su crítico y mentor T. W. Higginson, la amistad
intelectual y acaso, también, amorosa con su cuñada
Susan Dickinson (a quien le dedicó276poemas),
la militancia política de su padre, y sus propias dudas, hallazgos y frustraciones en el trabajo con la palabra—
debe reactualizarse, si de verdad quiere medirse,
en contexto, la absoluta originalidad de su registro.
También hay que recuperarla como lectora, tanto
de los clásicos («For poets – I love Keats – and Mr. and
Mrs. Browning», le escribió a Higginson, «For Prose –
Mr. Ruskin – Sir Thomas Browne – and the Revelations»), como de sus contemporáneos, en especial Emerson
y Thoreau. Y, sobre todo, no escamotear, tras
el encanto del mito —todas esas imágenes que convocan
la «Monja de Amherst», la «Reina Reclusa», la «Gran
Dama Blanca del Lenguaje»—, la absoluta idiosincrasia
de sus textos, su afilada conciencia estética.
Un paso esencial sería, sin duda, compararla con
el otro gran poeta de su siglo, Walt Whitman.
Nada más lejos, se vería enseguida, del panteísmo
celebratorio del autor de Leaves of Grassque
los pequeños dibujos intensos de Emily Dickinson.
En su caso, lo que cuenta no es el gran aliento prosódico, sino la concisión de las impresiones, la obsesiva trama
de materias —no muchas— que se van tejiendo
en una suerte de paisaje nervioso del sonido. Podría
tal vez pensarse en esas pequeñas piezas de relojería
donde un mecanismo oculto hace girar a una hermosa
—y un poco tensa— ballerina.A condición de recordar
que la poeta no abandona nunca la más estricta
irregularidad métrica ni el vocabulario inesperado,
consciente, sin duda, de que lo disonante socava
la convención y constituye la mejor garantía de que
el poema «viva y respire». Lo demás es la astucia de
una obra que no cesa de apostar, a la vez, por la ironía
y el ascetismo moral, la fantasía y la postulación
metafísica, lo trágico y la excentricidad; y que hace
de cierta urgencia taquigráfica —que el uso del guion
exacerba— un antídoto contra la veleidad del canto
y los peligros retóricos.
Dicho de otro modo: incluso cuando los arrebata un
sentido de culpa o la contemplación asustada de la muerte,
o cuando buscan en la naturaleza esa «circunferencia»
espiralada donde el alma podría acordarse con el
«País del Todo», estos poemas no caen nunca en la bella poesía. La paradoja, la elipsis y cierta lucidez, un poco juguetona, interrumpen siempre la notación sentimental. También la interrumpe, a nivel más conceptual,
un mundo que ha dejado de ser lo que fue para el poeta John Donne (un Libro que el Autor-del-Ser nos lega
como prueba de su existencia y promesa de resurrección)
y que se ha vuelto un vasto páramo de nada, un predio abandonado de Dios, a quien la poeta ha de enfrentar,
si es que ha de coser de algún modo el Logos.
Se recordará que esta postura es también la del Capitán Ahab en su lucha contra la Ballena Blanca y remeda
la que sostuvo, en la intemperie del destino humano,
Jacob con el Ángel.
Me detengo, por un momento, en el año 1862,
su año de mayor producción poética. Por ese entonces, están ocurriendo en EE. UU. grandes cambios:
la Guerra de Secesión (1861-1865) está en marcha y
se presienten, ya, los tembladerales sociales que traerán
consigo las oleadas inmigratorias y la industrialización.
La literatura ve nacer a Mark Twain y, con él, un
realismo duro y una figura de escritor menos atado a
un puritanismo tardío que a la ambición de hacer
carrera en las grandes ciudades. A la poeta, estas noticias
le llegan con lentitud. Amherst tiene todavía solo
3000habitantes. La vida transcurre sin sobresaltos
(a no ser por la altísima tasa de mortalidad), puntuada
solo por dos acontecimientos sociales anuales:
la Ceremonia de Graduación del College y los desfiles
de ganado en octubre (los juegos de cartas, el baile y la
lectura de novelas están prohibidos). Vive en la misma
casa de ladrillos que vio prosperar a seis generaciones
de sus antepasados, todos ellos calvinistas, es decir «virtusos,
inteligentes, trabajadores». Escribe un poema por día.
Excluida del mundo del dinero y la política —en la
que sí participa su hermano Austin, un año mayor que
ella y socio en el estudio jurídico del padre— se
concentra en su propia batalla. Tiene un Aptitude for
Bird y ella lo sabe. Nadie ni nada la detendrá. Ni siquiera
el amor, esa «involuntaria bancarrota» que no deja
«tiempo para pensar». Su compulsión es la rendija por
donde se cuela, a codazos, su grandeza; es también una limitación y la marca dolorosa de su intransigencia.
Desde esa fiebre, espasmódica y lúcida, surge una y otra
vez lo de siempre: su percepción de la existencia humana, esencialmente herida por la desaparición de Dios.
He aquí en acción a la «fisura», ese hueco o pulsión
de muerte que, al carcomer la armonía clásica de las
correspondencias, viene a dar nacimiento, en la visión
de Octavio Paz, a la modernidad. Esto último explica,
sin duda, el interés de T. S. Eliot que, rescatándola
de cualquier anacronismo, vio en ella a una inesperada
precursora delimagism, capaz de explorar un wastelandinterior, con una sintaxis rota y un festín de ritmos
insurrectos.
Los cuartetos que traduje para este volumen
constituyen una curiosidad. No forman parte,
estrictamente, de sus poemas. No de un modo oficial.
Dickinson los escribía como pequeños amuletos y los
enviaba —modulándolos según su interlocutor— como
si fueran regalos, acompañando flores, o imbricados
adentro de la prosa (no menos insubordinada) de
sus cartas. A veces, de esas miniaturas incandescentes
salían poemas propiamente dichos.
Su importancia en el conjunto es, sin embargo,
crucial. Claire Malroux, la traductora al francés de estos textos, ha dicho casi todo lo que importa sobre ellos.
Primero, que el cuarteto es el sello que marca la poesía de Dickinson, su forma omnipresente y la más elaborada. Segundo, que pone en evidencia el carácter