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Quizá fuera despiadado, pero se moría de ganas de estar junto a su esposa... en la cama Una trágica noche había devuelto a Rico Mancini a la vida de Catherine Masters. Catherine sabía que, tras el bello rostro de Rico, se escondía un hombre frío como el hielo... que se había empeñado ahora en convertirla en su esposa... Si rechazaba la oferta, Catherine perdería lo que más quería en el mundo. Y si aceptaba, se arriesgaba a entregar su corazón a un hombre incapaz de amarla...
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Seitenzahl: 150
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Carol Marinelli. Todos los derechos reservados.
LA MUJER DEL SICILIANO, Nº 1569 - julio 2012
Título original: The Sicilian’s Bought Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0708-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Ellos no habrían sufrido.
–Por supuesto que no habrían sufrido –dijo Catherine con amargura y franqueza, despertando un sentimiento de confusión en la enfermera. Pero ella estaba demasiado cansada y demasiado furiosa como para suavizar el golpe–. Mi hermana y su marido siempre se negaron a sufrir. ¿Qué necesidad había de preocuparse cuando podían tomarse un trago? ¿Por qué tendrían que ocuparse de sus problemas cuando siempre había una familia que se los resolviera? –cuestionó Catherine con rabia.
Sabía que la pobre enfermera no tenía ni idea de lo que pasaba y que simplemente estaba tratando de ayudar con sus palabras.
El accidente había ocurrido rápidamente y Janey y Marco habían muerto al instante. Pero esas palabras no le servían de nada. Quizá más adelante, Catherine se dijo a sí misma respirando profundamente e intentando calmarse.
Quizá más adelante, cuando pudiera pensar con claridad, la consolarían. Pero en ese momento, sentada sola y cansada en la fría sala del hospital, no podía encontrar consuelo en nada.
–Lo siento mucho –le dijo la enfermera mientras le daba un sobre. Catherine lo agarró con fuerza y pudo sentir el metal en su interior.
–Yo también –respondió ella con menos amargura–. Todos ustedes han sido maravillosos –dijo con un tono de agradecimiento.
–¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
Catherine apenas podía responder y la enfermera la dejó sola. Abrió el sobre y sacó los contenidos. Miró con curiosidad las tres joyas que puso sobre la palma de su mano y evocó los recuerdos que había en cada una de ellas. Mientras observaba el anillo de diamantes que Janey llevaba y que había pertenecido a su madre, volvió a experimentar lo mismo que había sentido hacía ocho años, después del accidente que había matado a sus padres.
En realidad hacía ocho años y dos meses, para ser precisos.
Hacía exactamente ocho años y dos meses desde aquel día en que le habían devuelto las pertenencias de sus padres junto a mucha más responsabilidad de la que una chica de diecinueve años merecía. La parte fácil había sido tratar con los abogados y con los contables que intentaban desenredar el caos que habían dejado sus padres.
La parte más difícil había sido tratar con una adolescente de dieciséis años, su hermana Janey.
Catherine miraba el anillo fijamente y de repente se encontró observándose en el espejo de su madre, deseando que su pelo, denso, oscuro y rizado fuera tan liso y suave como el de su madre y el de Janey, y que sus ojos marrones fueran tan azules como los de ellas.
Pero había heredado el físico de su padre y también algo de su personalidad.
En realidad, gran parte de ella. Era seria y estudiosa, pero no tan débil como había sido su padre. Él siempre había estado a los pies de su madre, que utilizaba su sonrisa para que John Masters estuviera de acuerdo en todo.
Y Janey había sido igual. Siempre había tenido la certeza de que con su físico podría conseguir todo lo que quisiera. Tenía esa actitud que mantenía a los hombres permanentemente intrigados y tenía la confianza de que siempre había alguien que arreglaría el caos que ella había dejado. Hasta ese momento, eso le había funcionado.
Después Catherine contempló el zafiro que tanto le recordaba a los intensos ojos azules de su hermana. Le producía un agudo dolor, un dolor físico, tener en sus manos el anillo de compromiso que Janey había llevado con tanto orgullo. Había estado segura de que ese anillo supondría el final del desastre financiero en el que se había metido, la salida a los problemas que Catherine había sido incapaz de ayudarla a resolver.
–Marco es increíble –le había dicho Janey entusiasmada–. Catherine, deberías ver dónde vive. Está justo en la playa. Y cuando digo la playa, me refiero literalmente a la playa. Cuando sales del patio, ya estás en la arena. Sólo el garaje es tan grande como tu piso.
A Catherine no le podía importar menos el tamaño del garaje de Marco, pero había decidido escuchar la charla emocionada de Janey con la esperanza de que se calmara y de que se le apagara la euforia y así pudiera pensar con más frialdad.
–¿A qué se dedica? –le había preguntado con entusiasmo Catherine intentando ocultar su indiferencia.
–Se divierte –había respondido Janey con un tono desafiante y encogiéndose de hombros–. Su madre murió cuando él era todavía un adolescente. Igual que la nuestra. La única diferencia es que Bella Mancini les dejó algo a sus hijos.
–¡Quieres decir que les dejó dinero! –había exclamado Catherine en tono de advertencia. Su madre, Lily, quizá no había sido la más convencional de las madres, pero su amor por la vida y la pasión que sentía por sus hijas habían dejado un vacío que nunca se podría llenar. Y ninguna herencia habría podido disminuir el dolor que habían sentido al perderla.
Al menos Catherine.
–Déjame de sermones –le había dicho Janey con desprecio–. No quiero volverte a oír cuando dices que el dinero no es importante, ni quiero volver a escuchar que tuviste dos trabajos mientras hacías las prácticas de profesora, pero que no te importaba mientras las dos estuviéramos juntas. Si tus padres no se hubieran olvidado de pagar su seguro de vida, no habrías tenido que trabajar tanto. No habrías tenido que vender la casa familiar y mudarte a ese apartamento tan pequeño.
–No me importó –había insistido Catherine.
–Pues a mí sí. Siempre he odiado ser pobre y no quiero pasar el resto de mi vida, pensando en las facturas que tengo que pagar. Ahora Marco puede cuidar de mí, del mismo modo que su madre cuidó de él. Bella Mancini tenía una empresa constructora y cuando ella murió el negocio pasó a sus hijos.
Catherine se llenó de esperanza al reconocer la empresa de la que hablaba Janey. ¡El imperio Mancini! Ella no leía normalmente las páginas de negocios de los periódicos, pero no era muy difícil saber lo poderosos que eran los Mancini. Sus construcciones estaban por todas partes y su nombre aparecía encabezando las grandes obras de Melbourne.
A Catherine le pareció que para llevar un negocio así hacía falta mucha energía, mucha inteligencia y, sobre todo, mucha responsabilidad, cosas que Janey necesitaba en un hombre para que él la llevara por el buen camino.
–¿Así que Marco está en el negocio de la construcción? ¿Es parte de la cadena Mancini? –había dicho Catherine intentando ocultar su enorme entusiasmo. Hacía mucho tiempo que había aprendido que cuando a ella le parecía bien una relación de Janey, inmediatamente ella la rechazaba.
–Bueno, en realidad, Marco le vendió su parte de la empresa a su hermano Rico. Cuando cumplió los dieciocho años, Marco quería formar parte del negocio, pero Rico quería aumentar el negocio y estaba dispuesto a trabajar sesenta horas a la semana.
–Eso es lo que se hace, Janey –le había dicho Catherine.
–¿Por qué? ¿Por qué hay que molestarse cuando ya se tiene éxito? Marco ya es rico. No le hace falta trabajar y no trabaja. Es así de simple.
–¿Vive de su herencia? ¿Nunca ha tenido un trabajo?
–Hablas como su hermano. Y yo te voy a decir lo mismo que Marco le dice a Rico. El dinero que se gasta es suyo.
–¿Pero qué tipo de hombre...?
–¿Y tú qué sabes de hombres? ¿Quién eres tú para darme consejos? –le dijo Janey a su hermana con desprecio.
–Soy tu hermana y me preocupo por ti, Janey, te guste o no. Desde que papá y mamá... –continuó Catherine emocionada. No quería remover el pasado, no quería volver a esos recuerdos tan dolorosos, pero sabía que tenía que hablar de ellos en aquellos momentos–. He hecho todo lo que he podido por nosotras. He intentado estar siempre dispuesta para ti. Y ahora te estoy pidiendo que me escuches. Creo que te estás precipitando. Sólo hace dos meses que conoces a Marco. ¿Por qué no te esperas y...?
–Estoy embarazada –había respondido repentinamente Janey.
Aquellas palabras fueron suficientes para que Catherine se quedara paralizada y suficientes para que su discusión cambiara de rumbo totalmente. Pero, a pesar de lo sorprendente de la noticia, Catherine deliberadamente intentó ocultar su sorpresa. También hizo todo lo posible para no soltarle un sermón a Janey. En ese momento era lo último que necesitaba.
–Pues también estoy contigo, Janey. Esto lo podemos resolver. El hecho de que estés embarazada no significa que te tengas que casar con él. No tienes que hacer nada que no quieras hacer.
–No entiendes nada, ¿verdad? ¿Te crees que ha sido un accidente? –había dicho Janey riendo maliciosamente–. Para ser profesora tienes un poco de dificultad en entender cosas que son muy simples. No pienses ni por un solo segundo que este bebé es un accidente.
–¿Qué quieres decir?
– Vuelvo a repetirte, Catherine, que sé muy bien lo que estoy haciendo. Este bebé no ha sido un accidente.
–Janey, lo siento. No estaba sugiriendo que no quieres a tu bebé. Simplemente nunca pensé que tú... Nunca has mostrado ningún interés en los niños.
–Y no tengo la intención de tenerlo ahora. ¿Cómo te lo tengo que decir, Catherine? Nunca lo he tenido tan bien. Puedo entrar en una tienda y no mirar los precios y puedo ir a los mejores restaurantes. Y si te crees que lo voy a dejar escapar, entonces no me conoces en absoluto. Tal vez Marco me ame y su amor continúe para siempre, pero no estoy preparada para arriesgarme. Este niño es mi seguro de vida –había dicho señalando a su estómago sin la más mínima señal de ternura–. Y si te preocupa mi falta de instinto maternal, no pierdas el tiempo. Marco se puede permitir las mejores niñeras, no tendré que hacer nada. Así que te puedes ahorrar los sermones de hermana mayor y tus aburridos discursos, porque no te necesito Catherine.
Todavía un año más tarde aquellas palabras le hacían daño.
Contempló el anillo de boda de Janey, pero en ese caso los recuerdos no eran exclusivamente de su hermana. Rico, elegante en su traje oscuro, había tardado demasiado en dar los anillos a los novios. En ese momento, Catherine se había dado cuenta de que ella no era la única que había tenido sus dudas sobre aquella boda.
–¿Qué tal está? –le dijo la enfermera interrumpiendo sus dolorosos recuerdos.
–Estoy bien, pero creo que voy a ir a la habitación de Lily a sentarme un rato con ella –respondió Catherine con un nudo en la garganta al pensar en su sobrina huérfana. Por un momento la invadió un sentimiento de odio, odio por su hermana muerta.
–Dijeron que ya la llamarían. No creo que tarden mucho. Debe estar muerta de cansancio al llevar esto usted sola. Al menos ya hemos localizado a los padres de Marco. Por lo visto están de vacaciones en Estados Unidos.
–Son su padre y su madrastra. Su madre murió hace mucho tiempo –dijo Catherine. No habría esperado que los Mancini lo dejaran todo y aunque sabía que había que organizar muchas cosas, se sintió aliviada de que no hubiera que hacer nada aquella noche.
Aquella noche ya había sido lo bastante dura.
–El caso es que ya hemos contactado con ellos. Por cierto, alguien que se llama Rico va a venir. Ha llamado y ha dicho que lo espere aquí. ¿Está usted bien? –le preguntó la enfermera a Catherine al ver cómo palidecía.
–Estoy bien, es que... –respondió Catherine mientras sentía cómo se le aceleraba el pulso y cómo le temblaban las piernas. La enfermera la guió hasta la silla más cercana.
–Respire hondo, señorita Masters, y baje la cabeza. Así. Simplemente está un poco mareada. Es natural, después de todo lo que ha pasado. No me sorprende que esté usted así, después de este shock. Voy a traerle un poco de agua. Espere aquí.
Catherine asintió y se quedó con la cara envuelta entre sus manos. Se sentía culpable por la amabilidad de la enfermera.
En realidad lo que había sucedido aquel día no había sido un shock.
Era una agonía y le dolía más de lo que podía imaginar, pero el final de aquellas vidas no había sido ninguna sorpresa. La forma en la que Marco y Janey habían vivido, saltándose todas las reglas y estando seguros de que el dinero siempre los protegería, había hecho que aquel final fuera inevitable.
Pero no fue el accidente ni sus consecuencias lo que hizo que Catherine casi se desmayara, aunque sin duda alguna habían contribuido a ello, ni tampoco las largas entrevistas con los trabajadores sociales o el hecho de que no hubiera comido nada desde la hora del desayuno. Todo tuvo que ver con el hecho de volver a ver a Rico. Después de todos esos meses, finalmente iba a verlo.
–Rico –murmuró Catherine cerrando los ojos y permitiendo que su mente se abandonara a la belleza de la que un día había sido testigo. Los horrores del día se alejaron a medida que el rostro de Rico se convertía en el centro de su mente. Un rostro que siempre había estado con ella por mucho que ella se hubiera negado a recordar y que no había dejado de aparecer en sus sueños.
Él le había hecho reír.
La boda que ella tanto había temido se había convertido en la noche más divertida de su vida. Y todo había sido gracias a Rico.
Fue él el que se había acercado a ella. Catherine estaba sentada, aparentemente indiferente, pero, en realidad, tensa e incómoda en la mesa principal.
Rico, el hombre que había cambiado su mundo completamente.
–Necesito que hables conmigo –le había dicho Rico con una urgencia que había sorprendido a Catherine.
–¿Yo? –había preguntado Catherine sorprendida de que el soltero más apetecible de la boda se acercara a ella–. ¿Por qué?
–Te lo diré en un momento, pero de verdad necesito que hables conmigo. Ya sé que esto es lo último que te debe apetecer ahora, pero necesito que des la impresión de que estás totalmente absorbida por mí.
¡Y ya lo estaba! No era muy difícil prestarle a Rico Mancini toda la atención del mundo y quedarse prendida de aquellos preciosos ojos oscuros. Él había girado su silla y se había puesto frente a ella y había acercado la silla de Catherine a él mientras que la miraba con deseo.
–¿Qué demonios pasa? –había preguntado Catherine intentando ocultar el enorme interés que le provocaba Rico Mancini.
–¿Me creerías si te dijera que la mujer del ministro se me estaba insinuando?
–¿Esther? –había preguntado Catherine con incredulidad, incapaz de creer que aquel parangón de virtudes pudiera insinuarse a alguien. Quizá las mujeres de los ministros no eran inmunes, después de todo.
–No mires –le había ordenado Rico.
–Lo siento –se había disculpado Catherine ruborizada–. Seguro que has malinterpretado las cosas.
–Eso es lo que me he dicho a mí mismo, eso es lo que me he estado diciendo mientras ella jugueteaba con los botones de mi chaqueta.
–¡No puede ser!
–Y eso no es todo –había dicho con un pequeño escalofrío y Catherine se había empezado a reír–. Si tu hermana hubiera hecho una buena boda católica, nada de esto habría pasado.
–Así es Janey.
–Por supuesto, conseguí escapar. Le dije que tenía que volver con mi novia, así que si no te importa te voy a robar tu tiempo durante un rato.
–No te preocupes –había dicho Catherine sonriendo y aceptando la copa de champán que él le había ofrecido.
Había sido la mejor noche de su vida. Aunque había sido un falso noviazgo, Rico le había hecho sentirse especial, como si hubiera sido la única mujer en la sala.
Más tarde, cuando estaban solos en la habitación del hotel de Rico, aquellos ojos oscuros, pensativos y preocupados se habían suavizado y la habían mirado fijamente mientras sus labios se disponían a besarla. Todavía podía saborear el terciopelo de esos labios, oler el aroma de su perfume y sentir sus cabellos entre sus dedos mientras ella se sumergía en aquel beso y respondía a él de una manera que nunca antes había experimentado. Aquel beso le había despertado unas sensaciones nuevas. Sus pechos se habían apretado contra el de Rico y sus cuerpos se acercaban cada vez más a medida que él desabrochaba los botones de su vestido. Los pequeños botones rosas se le resistían y finalmente rasgó el tul hasta que los hombros de Catherine habían quedado desnudos. El vestido había quedado destrozado, pero a ella no le había importado. Lo había odiado de todas formas y también había odiado a Janey por haberla obligado a ponérselo.
Ella había permanecido allí, curiosamente excitada, mientras la oscura mano retiraba la tela del vestido. El contraste de la oscura piel de Rico con la blancura de sus pechos le había cortado la respiración. Rico hundió su rostro entre sus pechos y ella dejó escapar un gemido de placer al sentir sus labios sobre sus pezones. Sintió cómo le corría la sangre, pero no por sus pechos, sino por sus partes más íntimas y experimentó su primer orgasmo a medida que las impacientes manos masculinas se introducían en su cálida humedad, respirando aceleradamente mientras le lamía los pechos. Catherine había perdido el control, sorprendida por la facilidad con que su cuerpo había respondido a las caricias de Rico.
Él había parecido entender lo emocionada que ella estaba y la había mantenido en sus brazos. Catherine, durante unos instantes, se había sentido segura.
–Tenemos que volver a la fiesta –le había murmurado Rico al oído a medida que el mundo volvía lentamente a la realidad.