La novela en el tranvía - Benito Pérez Galdós - E-Book
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Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

En "La novela en el tranvía", Benito Pérez Galdós emplea un estilo narrativo vívido y casi cinematográfico, transportando al lector por las calles de Madrid a través de un viaje en tranvía. Este breve pero incisivo relato está impregnado de críticas sociales y reflexiones sobre la vida urbana en el Madrid de finales del siglo XIX, al tiempo que se sumerge en las historias individuales de los pasajeros del tranvía, reflejando sus emociones y aspiraciones. Esta obra no solo se sitúa en la tradición realista de Galdós, sino que también incorpora elementos de tensión y dramatismo que permiten al lector contemplar las dinámicas sociales y las desigualdades que permeaban en la ciudad. Benito Pérez Galdós, figura fundamental del realismo español, fue influenciado por su entorno contemporáneo y sus experiencias personales, lo que le llevó a explorar los dilemas existenciales de la sociedad. Su extensa producción literaria abarca desde novelas históricas hasta relatos más íntimos, lo que le otorgó una notable versatilidad y profundidad que se evidencia en "La novela en el tranvía". Este relato se alinea con sus preocupaciones sociales y políticas, reflejando la España que vivió y la sensibilidad hacia los problemas de su época. Recomiendo este libro a aquellos interesados en la literatura que combina encanto narrativo con una crítica social aguda. A través de este viaje en tranvía, Galdós no solo cuenta una historia, sino que también provoca una reflexión profunda sobre la vida humana y la sociedad española, lo que convierte a esta obra en una lectura enriquecedora y esencial.

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Benito Pérez Galdós

La novela en el tranvía

Publicado por Good Press, 2022
EAN 4064066094225

Índice

Cubierta
Portada interior
Texto

B. Pérez Galdós (1843-1920)

I El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.

Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.

Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.

Nadie sabe cómo él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.

Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iba junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quién cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.

—¿Y usted a dónde va?—me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que me hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos.

Contesté le evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:

—Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está?—con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida. Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar.

—¡Pobre condesa!—dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión. Si hubiera seguido mis consejos, no sería en situación tan crítica.

—¡Ah! es claro,—contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora condesa.

—¡Figúrese usted,—prosiguió,—que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa.

¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes.

—¡Ah! ¡Si es atroz!—dije yo, participando irreflexivamente de su indignación.

—Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena.

—Ya lo creo, eso salta a la vista.

—Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas. Me parece que estoy en lo cierto.

—¡Ah! sin duda,—contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa.