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Una princesa rechazada. Un rey resignado. Un matrimonio que podría salvar sus reinos, pero destruir sus corazones. Aunque es la hija mayor, la princesa Faraine vive en un segundo plano, apartada de la corte. Su don divino la convierte en un estorbo para la corona, y ha aprendido a ceder su lugar a su bella y favorecida hermana menor en todo. Por eso, cuando el apuesto y enigmático Vor, el Rey Sombra, viene en busca de una prometida, Faraine no se sorprende de que su hermana sea su elección. A Vor no le entusiasma la idea de casarse con una humana, pero está dispuesto a lo que sea necesario por el bien de su pueblo, y cuando conoce a la vivaz princesa Ilsevel, no tarda en aceptar un acuerdo matrimonial. Sin embargo, ¿por qué no puede quitarse de la cabeza los inquietantes ojos de su hermana mayor? La novela de fantasía romántica viral en TikTok, ahora en edición impresa con contenido exclusivo. «¡Sylvia Mercedes acierta de pleno en todo lo que los lectores de fantasía romántica quieren en una novela!». Danielle L. Jensen, autora superventas de Un destino teñido de sangre. «La novia del Rey Sombra es una de mis lecturas románticas favoritas. Me cautivó por su magnífica y rica construcción del mundo, y por la lenta y conmovedora relación que se desarrolla entre Faraine y Vor. Sylvia Mercedes escribe con inteligencia y belleza, y espero que todas las amantes de la fantasía romántica descubran la magia de sus mundos». India Holton, autora superventas de Las peligrosas damas de la Sociedad Wisteria. «Esta emocionante primera entrega de una trilogía romántica escrita por Sylvia Mercedes combina grandes dosis de intriga y acción con una delicada construcción del mundo y unos personajes arrebatadores». Publishers Weekly.
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Seitenzahl: 572
Veröffentlichungsjahr: 2025
Para Stephanie Gail,
mujer de valor.
1
Faraine
—Si hubieras conseguido atrapar al príncipe heredero de Cornaith como marido, no estaríamos en esta situación ahora, ¿cierto?
Cierro los ojos, intentando contener el escalofrío que recorre mi espalda. Las palabras de mi hermano me golpean como bofetadas. Caen de sus labios con tanta despreocupación que cualquiera pensaría que está hablando del clima o del corte de su túnica. Pero la amarga e implícita emoción que se esconde tras sus palabras me hace estremecer, desear hundirme en los cojines del asiento de mi carruaje y desaparecer.
Tomo una inhalación profunda antes de levantar las pestañas y mirar a Theodre, que está sentado frente a mí. Luce resplandeciente, con una capa de viaje ribeteada en piel y un sombrero de plumas que ocupa demasiado sitio en este pequeño espacio. Tiene una espada puramente decorativa apoyada en las rodillas, con la enjoyada empuñadura forjada a juego con su cinturón. Seis gruesos anillos, lo bastante grandes para caber sobre sus dedos enguantados en terciopelo, centellean a cada movimiento de sus manos. Ahora pule uno de ellos, sopla sobre la piedra facetada y la frota contra su manga.
—La guerra es espantosa, ¿sabes? —dice, como si nunca hubiera cruzado esa idea por mi mente—. Es difícil para el hombre común ocuparse de sus asuntos, con tener que dejarlo todo y salir a luchar. Las cosechas se echan a perder y sólo las mujeres hacen lo que se necesita hacer. ¡Y vaya espantajos tan feos son! Todas con sus ojos hundidos y sus caderas huesudas. Con sólo mirarlas se revuelve el estómago. Ahí fuera, con sus arados y sus guadañas, y una pandilla de mocosos harapientos detrás. Es como si no tuvieran orgullo ni por el rey ni por el país.
Levanta su mirada y me observa, sus ojos oscuros resplandecen en la penumbra del carruaje.
—Nada que una alianza con Cornaith no hubiera arreglado. ¡Su caballería habría hecho que nuestros enemigos pusieran los pies en polvorosa! En vez de eso, tenemos a esos malditos seres feéricos arrastrándose por todo el campo, haciendo incursiones, quemando cosechas, robando ganado, todo como si se tratara de un pasatiempo. Así que la gente llega llorando a las puertas de Padre, lamentándose y levantando a sus hijos hambrientos como si él pudiera hacer algo al respecto. Aparte de enviar a más de ellos a luchar.
Y es tu culpa.
Él no lo dice. No necesita hacerlo. Siento la acusación subrayando cada palabra, cada gesto, cada mirada. La siento tan profundamente que empiezo a creerla.
Mi culpa.
Cultivos quemados. Personas desplazadas. Niños hambrientos.
Mi culpa.
Debería haberlo hecho mejor. Debería haber estado mejor. Cuando el príncipe Orsan de Cornaith vino a cortejarme, yo debería haber sonreído y coqueteado y bailado y bromeado. No debería haberme sentado calladamente a un costado, aferrándome a los bordes sombreados de la habitación, esforzándome por encontrar los lugares donde la luz y el ruido y la risa y la tremenda presión de la gente no rompieran todas mis defensas y me dejaran jadeando de dolor. Debería haber empujado ese dolor hacia los rincones más lejanos de mi conciencia —que están sobre todo en mi cabeza, de cualquier forma, ¿cierto?— y fingir que no lo sentía. Debería haber pretendido ser lo que debía ser; aquello para lo que nací como la hija mayor del rey de Gavaria.
Pero no pude.
Aun así, el príncipe Orsan podría haberme tomado. Las negociaciones ya estaban muy avanzadas, todas las ofertas y promesas entre su reino y el mío estaban por culminar. Quizá no era la novia que siempre había soñado. Quizá cada vez que me miraba, no sentía más que decepción y resignación emanando de sus agudos ojos color avellana. Pero él conocía el valor de una buena alianza tan bien como cualquier otro hombre. Conocía la sabiduría de unir a Cornaith y Gavaria contra la amenaza de invasión de los seres feéricos. Además, había que considerar mi considerable dote. Sí, a la luz de estas tentaciones, él habría seguido adelante con eso.
Hasta que intentó besarme en el jardín.
¡Oh, dioses! Cierro los ojos de nuevo, tratando de no recordar ese terrible momento. Habíamos estado paseando a la luz de la luna, la imagen perfecta de una pareja en medio del cortejo según todas las apariencias, si se ignoraba la cuidadosa manera en que yo me encargaba de mantener casi un metro de distancia entre nosotros. Él lucía bastante guapo con su túnica bordada de plata, su cabello rubio cayendo hacia atrás desde su frente, una corona enjoyada rodeando su cabeza. Yo vestía un romántico vestido sin hombros de un delicado color rosa y llevaba mi cabello adornado con perlas. La música nos seguía, interpretada por músicos escondidos detrás de una pantalla de arbustos florecientes. Me había vuelto hacia el príncipe, con la intención de hacer alguna observación sobre el desempeño de los músicos.
Para la mayor de mis sorpresas, Orsan había dado dos pasos rápidos, y me tomó entonces por los hombros, sus dedos se clavaron con fuerza en mi carne desnuda y tiró de mí hacia él. Sus labios se estrellaron contra los míos. La brusquedad de ese contacto fue demasiado. Todo lo que él estaba sintiendo me arrastró en una ola… frustración, determinación, miedo, ira, vergüenza, ineptitud. Todo ello. Todo me golpeó en una dolorosa colisión de labios y dientes y lengua.
Mi cuerpo se puso en marcha y reaccionó. Y vomité. Justo sobre el frente de su hermosa túnica bordada.
El grupo de Cornaith salió de la casa de mi padre a la mañana siguiente, una vez que todas las negociaciones terminaron abruptamente. Al día siguiente, Padre me envió al convento de Nornala. No me habló, ni siquiera para decirme qué tan profundamente lo había decepcionado. Fue como si quisiera olvidar por completo mi existencia.
Eso fue hace casi dos años. No había oído nada de mi hogar desde entonces, ni siquiera había recibido cartas de mis hermanas. La llegada de Theodre me sorprendió tres días atrás, cuando irrumpió sin avisar en mi habitación privada, llenando la puerta con su gran sombrero de plumas.
—Vine para llevarte a casa, Faraine —declaró sin preámbulo—. El Rey Sombra está buscando una novia, y te necesitan de inmediato.
Todavía no estoy del todo segura de por qué Padre envió por mí. Quienquiera que sea este ominoso Rey Sombra, estoy bastante segura de que yo no soy la novia que está buscando. Pero al parecer, mi hermana menor, Ilsevel, declaró que no sería vendida en matrimonio. Tuvo un enorme arrebato y se encerró en la torre este, desde donde arrojó trozos de vajilla sobre la cabeza de cualquiera que intentara acercarse.
—Padre parece pensar que tú podrás hacer entrar en razón a esa chiquilla tonta —dijo Theodre mientras miraba con desprecio alrededor de mi pequeña y modesta habitación del convento—. Nadie más puede, que los dioses nos ayuden. Pero tú has tenido siempre una manera de llegar a Ilsie. Debes hacer que reconozca su deber a la corona y todo eso. Sé útil.
Suprimo un suspiro, me vuelvo hacia la ventana del carruaje y levanto la cortina para echar un vistazo a los campos. Estamos en un declive, descendiendo por el paso de las montañas. Mi vista se extiende sobre kilómetros de las tierras bajas cubiertas por un cielo crepuscular. Observo lo que parece los restos de una aldea no muy lejos de donde nos encontramos: un pasillo hundido, humo todavía subiendo desde su techo derrumbado. Casas quemadas, paredes ennegrecidas. Ruina. Devastación. ¿Y qué pasó con los que alguna vez llamaron a esa aldea su hogar? ¿Están muertos ahora, denigrados y masacrados? ¿O deambulan por el campo, sin hogar, indefensos, incluso mientras las tormentas de primavera azotan la tierra?
El mundo entero parece exhalar su desesperación.
Dejo caer la cortina y me acomodo otra vez en mi lugar. Aunque hace un frío terrible, me quito el guante de la mano derecha y lo meto bajo mi capa para sentir el pendiente de cristal que cuelga de una cadena alrededor de mi cuello. Mis dedos se cierran alrededor de él y aprietan sus bordes afilados hasta que se clavan en la carne de mi palma. Al principio, se siente frío y sin vida. Lentamente, sin embargo, se calienta en mi mano. Detecto la más débil vibración en su profundo interior. Cierro los ojos de nuevo, intento sincronizar mi respiración con ese pulso. El dolor retrocede; el revuelo en mis entrañas disminuye. Dejo salir un suspiro.
Sintiendo la mirada de Theodre sobre mí, abro los ojos y le devuelvo la mirada. Levanta una ceja.
—No es una vista bonita, ¿cierto?
Sacudo la cabeza.
—No me había dado cuenta de lo mal que se han puesto las cosas —mi lengua se siente gruesa y pesada cuando hablo.
Mi hermano resopla.
—Has estado escondida en ese convento durante demasiado tiempo —dice.
Escondida. Sin casarme y sin producir bebés. Sin asegurar el apoyo militar de nuestros vecinos más cercanos. Inútil. Decepcionante. Todo está ahí. Colgando en el aire entre nosotros. No se dice, pero es real.
Bajo la barbilla. Tal vez no estoy siendo justa con Theodre. Después de todo, no lo conozco muy bien. Es varios años mayor que yo y pasó la mayor parte de su infancia lejos del Castillo de Beldroth, donde mis hermanas y yo nos criamos. Lo veía en ocasiones especiales para el Estado y en unas cuantas preciadas reuniones familiares, nada más. Este viaje desde el convento representa la mayor parte del tiempo que hemos pasado en compañía uno del otro. Dudo que nos busquemos en el futuro.
—Ah, bueno —suspira Theodre, retorciendo otro de sus anillos como si le estuviera pellizcando—. Si Ilsie consigue enganchar a este Rey Sombra como su novio, todo estará bien. Por lo que entiendo, tiene un ejército impresionante a su disposición y no le agradan nuestros enemigos. Nunca pensé que vería el día en que mi padre negociaría con los trols, pero vaya… Tiempos desesperados y todo eso. Ilsevel no está del todo interesada en la idea, pero Padre dice que tú puedes usar tu don divino y hacerla entrar en razón. ¡Espero que puedas, por el bien de todos! Aunque no puedo decir que culpe a la pobre Ilsie cuando pienso en ello. O sea… trols.
Hace un gesto al pronunciar la última palabra, una ola de disgusto fluye de él. Agarro mi cristal un poco más fuerte, respirando al tiempo de su débil pulso. He escuchado lo que se dice de los trols, por supuesto: historias de los mercaderes de caravanas que se detienen en el convento para buscar refugio en su camino sobre las Montañas Ettrianas. Cuentan de monstruos horribles con piel de piedra que, colosales, alcanzan más de dos metros, con puños como rocas y dientes de gemas brillantes. Devoradores de hombres. Trituradores de huesos. Brutos sin cerebro ni conciencia.
Me cuesta imaginar a tales criaturas teniendo un rey. Me cuesta aún más imaginar a mi padre negociando con tal rey por la mano de Ilsevel. Independientemente de lo que piense de mí, Padre siempre ha amado a mi hermana, con su risa presta y su temperamento agudo, su imprudencia y su valor. De todos sus hijos, Ilsevel es la más parecida a él… y muchas veces lo escuché suspirar y lamentarse de que no hubiera nacido niño.
¿Qué tan mal se han puesto las cosas para que él quiera casarla a ella con un monstruo?
El carruaje se detiene de golpe. El movimiento es tan abrupto que casi caigo de mi asiento. Mi hermano maldice y extiende ambas manos para apoyarse contra las paredes.
—¿Qué, por los siete nombres secretos está pasando? —gruñe, agarrando su espada y usando la empuñadura para golpear el techo con tres golpecitos afilados—. ¡Hey! ¡Fantar! ¿A qué se debe la demora?
Un grito apagado. Seguido de un ruido seco en el techo del carruaje.
Mi corazón comienza a correr.
—¿Theodre?
Mi hermano, desconsiderado conmigo, murmura otra maldición y tira de la cortina hacia atrás para sacar la cabeza por la ventana.
—¡Fantar! Hace un frío que parece escupido por los dioses, hombre. ¡No nos dejes sentados por ahí… arg!
Una explosión de ondas de choque sale de Theodre. Sólo tengo los medios suficientes para estirar ambas manos, agarrar su cinturón de joyas y arrastrarlo de regreso al carruaje. Hay un destello de fuego al otro lado de la ventana, el brillo de la hoja de una espada cortando el espacio donde su cuello había estado apenas un momento antes.
Theodre se desploma en su asiento.
—¡Escupitajos celestiales! —jadea, con la sangre fluyendo de sus mejillas—. ¡Son esos malditos unicornios!
No tengo palabras para interrogarlo. Todo el infierno se ha desatado justo al otro lado de la puerta del carruaje. Los hombres están gritando, los caballos relinchan aterrorizados. A través de una grieta en la cortina, veo destellos de rojo ardiente, llamas titilantes. Y en mi cabeza… explosiones de terror. Terror que no es mío. Que me golpea con la fuerza de un ariete.
Me deslizo de mi asiento hasta el piso del carruaje, agarrando mi pendiente de cristal. Mi hermano me mira fijamente. Su miedo es lo peor del asalto. Me golpea con una intensidad brutal. Parpadea una vez. Entonces, agarrando su espada decorativa con una mano, se tambalea con la puerta del otro lado del carruaje, la empuja para abrirla y cae. Por un momento, me siento abrumada por el alivio al sentir cómo se lleva su terror con él.
Otro grito estalla en mis oídos. ¿Theodre? ¿Uno de nuestros hombres? No puedo saberlo, no puedo adivinar. ¿Qué debo hacer? ¿Quedarme aquí agachada como un ratón en una trampa, esperando hasta ser encontrada y arrastrada por el cabello? Seguramente, eso debe ser peor que enfrentar lo que sea que me esté esperando afuera.
Aprieto la mandíbula, me muevo hacia la puerta del carruaje semiabierta y la empujo un poco más. Un error. El caos absoluto se encuentra con mis ojos. Los jinetes pasan montados sobre criaturas con forma de caballos con monstruosos cuernos en llamas sobresaliendo de sus cráneos. Son hermosas, terribles, gloriosas criaturas montadas por seres igualmente hermosos, terribles y gloriosos. Las largas cabelleras ondean al viento, los brillantes rostros se encienden con alegría y sed de sangre, blandiendo espadas que arden tan brillantes como los cuernos de sus monturas. No llevan armadura —de hecho, parece que llevan casi nada—, sus musculosos cuerpos de apariencia divina se muestran por completo mientras rodean a su presa y la matan.
Veo los cascos de plata de los guardias de mi hermano. Luchan valientemente a caballo, esforzándose por defender el carruaje. Uno por uno, son arrancados de sus corceles. Sangre, terror y muerte asaltan mis sentidos. Me quedo congelada en mi lugar, paralizada.
Una vez más, mi don divino resulta ser una maldición.
Un jinete se da vuelta de pronto, sus ojos violetas brillan en un rostro de tan desgarradora belleza que pierdo el aliento. Me ve y sonríe, con afilados colmillos. Mete sus talones en los flancos de su unicornio y empuja a la bestia directo hacia mí. Mi visión está llena de llamas y risas y el filo de una espada levantada.
Actuando por impulso de supervivencia, salto del carruaje, golpeo el suelo con fuerza y ruedo debajo. Mis faldas se arrastran y quedan atrapadas, pero me las arreglo para ocultarme por completo justo antes de que las pezuñas se detengan al nivel de mis ojos.
Al momento siguiente, un par de pies desnudos aterrizan en el camino. Mi perseguidor cae sobre sus manos y rodillas, gira su cabeza para sonreírme donde estoy escondida.
—Holo, cosa bonita —dice en un idioma que no conozco, pero que de alguna manera comunica un significado perfecto al llegar a mis oídos—. ¿Salir a jugar?
Estira su mano debajo del carruaje, sus largas uñas rasguñan mi cara. Su lujuria salvaje me golpea como un cuchillo en la cabeza. Me retuerzo hacia atrás. Los caballos relinchan de miedo, y el carruaje se tambalea. Apenas me salvo de ser aplastada por una rueda que atrapa mi falda y mi abrigo, y me inmoviliza en mi lugar. Ahogo un grito, suelto el broche de mi capa, luego agarro mi falda con ambas manos y la arranco. La tela se rasga en un largo tajo que llega hasta mi muslo. Salgo tambaleante de mi refugio bajo el carruaje, luchando por encontrar el equilibrio.
Un movimiento atrae mi atención. Levanto la mirada para observar a mi atacante, que ha saltado a la parte superior del carruaje y se cierne sobre mí. Sostiene su espada a un costado para mantener el equilibrio, pero cuando me ve, la levanta por todo lo alto. Echa atrás su cabeza y lanza un profundo y ululante grito de triunfo.
Como por arte de magia, un cuchillo aparece en su garganta.
Sus ojos se abren de par en par. Me invade una oleada de sorpresa. Deja caer su espada, y su mano se acerca a la empuñadura del cuchillo. Asombrado. Como si no lograra comprender cómo llegó el cuchillo hasta ahí.
Al momento siguiente, cae en una pila sin vida a mis pies.
Bajo la mirada para observar al ser, tan hermoso incluso en la muerte. Su quietud es cruda, el repentino silencio de aquellas poderosas emociones que me azotaban hace apenas un instante. Estoy entumida, congelada.
Antes de que consiga articular un solo pensamiento coherente en mi cabeza, unos cascos atronadores resuenan en mi oído. Giro justo a tiempo para vislumbrar una enorme forma oscura que se cierne sobre mí. Una figura se inclina hacia un costado de la silla de montar; un brazo se extiende. Dejo salir un pequeño quejido de sorpresa justo un instante antes de quedarme sin aliento y ser levantada por los aires. Por un terrible momento, creo que me han golpeado.
Luego, de pronto… calma.
No sé cómo describirlo. Donde un instante antes el mundo entero era asaltado por el horror, con todos mis sentidos estallando de dolor, ahora hay quietud. Paz. Al principio estoy tan conmocionada que ni siquiera intento comprender lo que me rodea. No puedo hacer otra cosa que cerrar los ojos e inclinarme hacia esa calma, esa tranquilidad.
Poco a poco, recupero la conciencia. Me doy cuenta de que ya no estoy sobre mis pies. Estoy sentada. Sentada a lomos de una gran bestia que se tambalea y rodeada por un par de poderosos brazos. Suelto un grito ahogado y me retuerzo en mi sitio, intentando darme una idea de mi captor. Un par de ojos sorprendentemente plateados me miran. Me toma varias respiraciones darme cuenta de que el rostro al que pertenecen esos ojos es de un azul antinatural. Por el momento, sus ojos lo dominan todo.
Al mirarlos fijamente, reconozco de inmediato la fuente de esa calma.
Sus labios se están moviendo. Él está diciendo algo, pero no tengo idea de qué.
—¿Pe-perdón?
—¿Estás bien? —repite él. Habla mi idioma, pero sus palabras están fuertemente acentuadas por un gruñido ronco que no me resulta familiar.
—¡Ni siquiera sé! —parpadeo, sacudo la cabeza y miro mi cuerpo tembloroso—. ¿Creo que sí?
—Bien —dice. Luego—: Mantente agachada.
Una mano en mi espalda me obliga a inclinarme sobre el cuello de la bestia en la que cabalgamos. Un cuello grueso y musculoso, con una crin negra, que al principio me parece la de un caballo. Pero no, son escamas lo que veo entre las manchas de pelo. Esto, definitivamente, no es un caballo.
No tengo tiempo de preguntar más antes de que un destello de fuego atraiga mi mirada hacia un costado. Un jinete de unicornio se abalanza sobre nosotros con la boca abierta en una carcajada salvaje y asesina. Empuña su arma, pero el hombre que tengo a mis espaldas tira de sus riendas y su bestia lo esquiva. El acero y las llamas silban al pasar cerca de mi oreja. Se oye el sonido espeso de una hoja golpeando carne. El unicornio lanza un grito espeluznante. Caballo y jinete caen al suelo.
Observo fijamente con la boca abierta, horrorizada. Y, sin embargo, esa quietud, esa calma, todavía me rodea. La más extraña e inesperada sensación.
Un brazo rodea mi cintura y me aprieta contra un pecho sólido.
—Mejor, agárrate —murmura la voz acentuada cerca de mi oído.
Apenas tengo tiempo de aferrarme con un puño a la espesa crin antes de que él ponga en movimiento a su bestia. Avanza a trompicones, pero no parece galopar. Es como si el monstruo se hubiera convertido en una sombra veteada. Aún puedo sentir la cálida solidez de su cuerpo debajo de mí, pero no puedo ver más que una impresión de impetuosa oscuridad.
Nos abalanzamos sobre otro unicornio en llamas y su jinete. Vuelvo la cara y cierro los ojos mientras el brazo armado de mi salvador se mueve. Gritos lejanos de rabia y muerte estallan en el aire, pero parecen pertenecer a otro mundo, mientras que yo, aquí, en mi pequeña esfera de existencia, estoy rodeada de paz.
El desconocido tira de las riendas. Su bestia se detiene, solidificándose de repente. Sus enormes cascos repiquetean sobre las piedras. Ya no estamos en el camino, subimos por la ladera de la montaña. Ningún caballo podría escalar una pendiente tan pronunciada. Cuando miro hacia atrás, la vista me revuelve el estómago.
El brazo que me rodea la cintura se tensa ligeramente.
—No temas, mi señora. Knar es de paso firme. ¿Nos reunimos con los demás?
Parece que olvidé cómo hablar. No consigo hacer algo más que asentir y apretar la crin en mi puño. ¿Estoy imaginando el pulso de un corazón a mi espalda? Un latido tan fuerte y constante que me cala hasta los huesos. Como el pulso de mi cristal, pero mucho mayor, mucho más fuerte.
Sacudo la cabeza y miro hacia abajo, al camino. Los jinetes de unicornios han huido; todavía puedo ver a algunos de ellos desvaneciéndose en el crepúsculo, con sus cuernos flameantes y sus diabólicas espadas en llamas. Pero demasiados cuerpos rotos y aplastados yacen alrededor del carruaje.
—¡Mi hermano! —consigo jadear, encontrando por fin la voz—. ¿Dónde está mi…?
No me da tiempo a terminar antes de oír una voz familiar que grita:
—¡Quítenme las manos de encima, asquerosos muerde rocas!
Al girarme hacia el lugar de donde proviene el sonido, veo a Theodre un poco más arriba, rodeado de tres altas figuras. Son asombrosamente pálidos, con la piel ligeramente azulada y el pelo blanco. Dos hombres, una mujer, cada uno con las manos en alto, intercambiando miradas incómodas. Theodre está parado en medio de ellos, blandiendo su espada decorativa en arcos erráticos. Perdió el sombrero y sus largos mechones untuosos brillan a la luz del fuego. Parece un perro faldero gruñéndole a una manada de lobos.
—¿Supongo que ése es el hermano en cuestión? —dice la voz a mi espalda.
—Sí, así es —me sonrojo cuando Theodre lanza otro torrente de improperios contra nuestros salvadores.
¿Son nuestros salvadores? Miro a mi alrededor y descubro más monstruos escamosos y extraños como la bestia en la que estoy montada. Son tan aterradores como los unicornios, si no es que más. Y esta gente… deben ser feéricos. ¿Me salvaron de un grupo de enemigos sólo para terminar cautiva de otro?
—Por favor —digo, volviéndome para mirar al jinete que viene detrás de mí—. Mi hermano está asustado. No es que quiera decir todo eso.
—¡Que los dioses asolen sus nudillos con pústulas! —grita Theodre.
El desconocido enarca una ceja.
—Suena bastante vehemente —su boca esboza una media sonrisa—. Pero aquí se ha llevado un susto. No todos los hombres están hechos para la batalla. Veamos si podemos aliviar sus temores.
Dicho esto, guía su monstruo hasta el pequeño círculo. Theodre lo ve venir, y su rostro palidece al ver el horrible corcel. Sus rodillas tiemblan, y temo que se desmaye allí mismo.
—Está bien, Theodre —le digo—. Ya estás a salvo.
La mirada de mi hermano se dirige a mi rostro y, por un momento, su miedo es desplazado por la sorpresa.
—¡Faraine! En el nombre de los siete dioses, ¿qué estás haciendo ahí arriba? —su voz es acusadora, como si lo hubiera traicionado de alguna manera.
Aprieto los labios y empiezo a bajar de la silla. El desconocido me ayuda de inmediato y, con ligereza, me pone en pie. Me tambaleo, un poco inestable, pero consigo abrirme paso entre las altas figuras hasta llegar al lado de mi hermano. Su miedo me azota como un látigo. Hago una mueca de dolor, pero aun así le tiendo la mano.
—Estás a salvo, hermano —repito—. Éstos son nuestros salvadores. No percibo ninguna amenaza proveniente de ellos.
—Ellos son seres feéricos —escupe Theodre, con el labio torcido por el disgusto—. Ellos siempre son una amenaza.
—Tal vez —echo un vistazo a los cuerpos arrugados que nos rodean, tanto humanos como de otro tipo—. Pero no para nosotros. Al menos, no esta vez.
Theodre lucha por dominarse. Tras un momento de vacilación, toma la mano que le ofrezco. Contengo un grito cuando el contacto de nuestras pieles hace que sus emociones suban por mi brazo. Intento devolverle algo a través de esa conexión, un poco de la calma que experimenté hace un momento de forma tan inesperada. Theodre se estremece y empieza a retroceder, pero cuando aprieto un poco más sus dedos, deja de resistirse. Al cabo de un rato, parece recobrar fuerzas. Levanta la barbilla, se vuelve y se dirige al desconocido que sigue montado en el lomo de la bestia.
—Este camino pertenece al rey Larongar de Gavaria. Exijo saber quiénes son ustedes que se han atrevido a transitarlo —dice mi hermano.
Avergonzada, levanto la mirada. El desconocido inclina la cabeza hacia un lado y observa contemplativamente a mi hermano. Esa media sonrisa sigue presente en la comisura de sus labios.
—Soy el hombre que acaba de salvarte de terminar convertido en forraje de unicornio.
Theodre se incorpora, con el pecho hinchado y las fosas nasales dilatadas.
—¡Tendré una respuesta de tu parte! ¡En el nombre del rey!
Una de las pálidas figuras que se encuentran cerca da un paso adelante, llevándose una mano a la espada envainada que lleva al cinto.
—Le advierto, señor, que debe mostrar el debido respeto —gruñe ella con voz siniestra.
—Paz, Hael —dice el extraño del monstruo. Baja de su montura y se acerca a nosotros. Cuelga cerca de su mano una espada flamígera, cuyo brillo rojo resplandece sobre su piel teñida de azul y hace que los planos de su rostro destaquen en ángulos agudos—. Estoy seguro de que el pequeño humano no quiere hacer daño.
—¿Pequeño humano? —mi hermano parece a punto de estallar. Intento apretarle la mano de nuevo, pero él la retira—. ¿Sabes acaso quién soy? ¡Yo soy Theodre, príncipe de la Casa de Cyhorn, heredero del trono de Gavaria!
—Ah, ¿sí? —el desconocido mira a Theodre, con las cejas ligeramente levantadas—. Y yo soy Vor, rey de Mythanar, Señor Protector del Reino Bajo.
Miro fijamente esos brillantes ojos plateados. El corazón parece estar atrapado en mi garganta. De repente, me doy cuenta de quién es nuestro salvador: el Rey Sombra.
2
Vor
Con pasos ligeros de la sombra a la luz del fuego y de nuevo a la sombra, me abro paso entre los caídos, tanto los muertos como los heridos. Vi al joven Yok caer de su morleth en medio del ataque, y estoy decidido a encontrarlo. Es demasiado inexperto para una misión como ésta. Apenas completó su marcha va a principios de este ciclo, dejando atrás la infancia y convirtiéndose en un hombre. Aunque valiente y decidido, no había sido puesto a prueba. Sin embargo, estaba ansioso de unirse a esta misión, rebosante de la necesidad de demostrar su valía. Cuando me suplicó que le permitiera acompañarme al mundo humano, no tuve corazón para negarme.
No contaba con que nos toparíamos con los jinetes de Licornia.
Encuentro al chico desplomado a menos de un metro de uno de los jinetes. Al menos, parece que le fue mejor que a su enemigo, que yace con brazos y piernas abiertas, la espada aún en la mano, los ojos vidriosos fijos en la bóveda del cielo púrpura, el espíritu fugitivo en camino hacia su dios.
Esquivo el cadáver y me agacho junto a mi guerrero caído. Se agarra el brazo. La sangre brota espesa y azul entre sus dedos.
—¿Qué es esto, Yok? —le digo, apartando suavemente la mano de la herida—. ¿Qué te he dicho de arrojarte sobre las espadas de nuestros enemigos?
—Que está en contra de ello, señor —dice Yok con la quijada tensa—. Totalmente en contra.
—Así es. La próxima vez, tal vez escuches a tu soberano —inspecciono el corte a la luz titilante de una espada ardiente que fue arrojada cerca. Es profundo. Hasta el hueso. Y hay algo en el color de la carne que no me gusta—. Pero este golpe no fue causado por una espada, ¿cierto?
Yok sacude la cabeza. Su piel se ha vuelto de un gris espantoso, sus ojos hundidos en sus cuencas.
—Me temo que no, señor.
No quiere decirlo, no en voz alta. Pero ambos sabemos la verdad. Esta herida sólo pudo haber sido hecha por un cuerno de licornio. Y eso significa veneno.
Me siento sobre mis talones, mirando la carnicería alrededor de mí. Por la gracia de la Oscuridad Profunda, mi gente ha escapado relativamente ilesa. Aparte de Yok, sólo otros dos sufrieron heridas superficiales. A los humanos no les ha ido tan bien. Para el momento en que llegamos a la escena, la escolta armada ya había sido abatida y sólo quedaban el fanfarrón príncipe Theodre y su bella compañera. La única razón por la que siguen vivos, sospecho, es porque los Jinetes de Licornia pretendían convertirlos en rehenes.
Como atraída por una fuerza invisible, mi mirada se desplaza hacia el carruaje, donde el príncipe va y viene retorciendo sus manos enjoyadas. Pero no es él quien atrae mi mirada. Su hermana está cerca, observando a su hermano. El rostro de ella es tranquilo y sereno, un marcado contraste con los manierismos maniacos del príncipe.
Su hermana.
Una de las tres princesas de Gavaria.
Interesante. Muy interesante.
Sacudo rápidamente la cabeza y busco entre mi gente a mi capitana. Está agachada sobre el cuerpo de un licornio humeante, intentando cortar el cuerno aún en llamas de su frente con su gran cuchillo de piedra.
—¡Hael! —la llamo.
Ella se vuelve, me ve, se levanta con presteza y corre a mi lado. Cuando baja por la pendiente, su mirada se desvía hacia el joven guerrero caído a mi lado.
—¡Yok! ¡Tú, pequeño pez cavernario roído por el diablo! Le prometí a Mar que no dejaría que te pasara nada. ¿Estás decidido a convertirme en una mentirosa?
Yok intenta sonreír. El resultado es espantoso.
—Lo siento, hermanita —se las arregla para responder con una voz dolorosamente débil—. Quiero decir, no es que haya querido que me arrancaran el brazo.
—¿Que te arrancaran el brazo? —Hael se agacha y mira a su hermano pequeño. Al darse cuenta de que su miembro sigue unido a su cuerpo, le da un golpe en la cabeza.
—¡Ay! —protesta él.
—Deja de maltratar a mis soldados, Hael —le enseño la herida—. Me temo que es más grave de lo que pensaba. Le dio un licornio.
—¡Morar- juk! —escupe Hael.
—Ese lenguaje, hermanita —Yok sacude la cabeza débilmente—. Sabes que a Mar no le gusta que maldigas de esa manera.
—Sí, bueno, a Mar tampoco le gusta que los licornios destrocen a su bebito —mi capitana se vuelve hacia mí, con un ceño fruncido que no oculta la ansiedad que hierve en sus ojos—. Tenemos que llevarlo a casa.
—¡No! —grita Yok.
Ella camina en círculos alrededor de él.
—¿Qué, crees que vamos a llevarte con nosotros sólo para que puedas tener una muerte lenta y agonizante mientras Vor baila con las princesas humanas? ¡Piénsalo otra vez, hermanito! —dice Hael.
—Yo no voy a poner en riesgo la misión —Yok aprieta la mandíbula con obstinación e intenta incorporarse. De inmediato, la sangre abandona su rostro. Se queja.
—Abajo, chico —le pongo una mano firme en el pecho. Se resiste sólo por un instante antes de volver a hundirse en el suelo—. Lo creas o no, no eres vital para el éxito de esta pequeña empresa.
—¿Está seguro? —murmura Yok. El sudor perla su frente, y sus párpados caen pesadamente—. ¿No necesita mi sonrisa ganadora para endulzar a las doncellas humanas?
—Ellas tendrán que conformarse con la mía —me giro hacia Hael y me encuentro con su mirada—. Necesita a la curandera uggrha. Antes de que sea demasiado tarde.
—Yo lo llevaré —responde ella enseguida.
Pero niego con la cabeza.
—No puedo dejarte ir. No sé qué esperar a nuestra llegada al castillo de Beldroth. Larongar ha sido profuso en sus promesas de amistad, pero los humanos nacen mentirosos. No quiero aventurarme en la casa del rey humano sin mi capitana a mi lado.
Se muerde el labio como si se estuviera esforzando por reprimir sus protestas. Traga saliva y asiente con la cabeza.
—Enviaré a Wrag y Toz con él entonces —acepta Hael—. Ambos sufrieron heridas leves, pero son capaces de servir como escoltas. Sin embargo, esto reducirá nuestro grupo más de lo que me gustaría.
—No se puede evitar —vuelvo a mirar a Yok y le doy una palmadita en el hombro—. Enviaré a Umog Zu para que prepare tu herida y pronuncie una bendición sobre ti para que tengas un viaje seguro. Luego, tendrás que volver a Mythanar por tu cuenta, amigo mío. Asegúrate de darle mis saludos a tu madre.
El labio de Yok se tuerce en un gruñido amargo, pero ni siquiera puede abrir los ojos. El veneno se está extendiendo rápidamente. Rezo para que consiga volver con la curandera antes de que alcance su corazón.
Dejo al chico al cuidado de su hermana, y voy a buscar a la sacerdotisa, como prometí. Zu está ocupada aplicando una cataplasma en un corte de la frente de Toz, pero a una palabra mía, le dice a Toz que sujete él mismo la cataplasma y se apresura para acudir al encuentro de Yok.
—¿Estás bien, Toz? —pregunto, deteniéndome por un momento—. ¿Tu bonita cara se estropeó sin remedio?
Suelta una risita, mostrando los dientes afilados.
—¡Usaré esta cara bonita para estrellarla en la nariz del próximo elfo que quiera apuñalarme!
A diferencia de la mayoría de nuestros compañeros, su piel está hecha en gran parte de piedra crujiente, y sus rasgos son escarpados y ásperos como una losa de basalto. Su cabeza es tan buena arma como el garrote que le gusta llevar. Aun así, el jinete de Licornia se las arregló para hacerle ese corte en la frente, lo cual sólo puede significar que llevan espadas virmaer, hechizadas con magia lo bastante poderosa como para atravesar hasta las pieles trolde. No es un pensamiento reconfortante.
Y yo que pensé que esta pequeña excursión al mundo humano sería sencilla.
Le doy una palmada en el hombro a Toz, me alejo y busco a los dos humanos junto al carruaje. El príncipe Theodre sigue dando vueltas. Puedo oír su increpante voz subiendo y bajando de nivel mientras gesticula salvajemente, con los anillos de sus dedos centelleando a la luz del fuego. Mientras tanto, su hermana permanece inmóvil, con las manos cruzadas. De vez en cuando responde en voz baja, pero estoy demasiado lejos para comprender las palabras.
Hay algo extraño en esa chica. Algo… que no logro identificar. Tiene el vestido roto, el cabello suelto, el velo y el rostro manchados de tierra. Sin embargo, se comporta con tanta dignidad que habría adivinado su linaje real sin que me lo dijeran.
Pero ésa no es la razón por la que me cuesta apartar la mirada de ella. Hay algo más. Algo más. Es como si, cuando la miro, casi pudiera, casi, escuchar una única nota de una dulce, dulce canción. Y mientras esa nota zumba a su alrededor, crea un aura radiante.
Parpadeo, me doy la vuelta y vuelvo a mirar. La impresión, fuera la que fuese, ya desapareció. No hay nada más que una mujer humana, pequeña y delicada, con un vestido rasgado y manchado de barro.
—¿Disfrutando de la vista?
Sul está a mi lado. Los brazos de mi hermano están cruzados sobre su coraza pulida, que aún brilla, impoluta tras la batalla. No tiene ni un pelo fuera de su sitio, y su rostro es tan fresco y desenvuelto como si acabara de llegar de la mesa, después de haber disfrutado de un abundante banquete y buenos vinos.
Me mira a los ojos, sonríe y mueve las cejas.
—Ya sabes, nunca me han gustado las mujeres humanas. Pero debo admitir que ese espécimen en particular es notable. Me he dado cuenta de que no perdiste tiempo en llevarla a dar un pequeño paseo en tu montura. ¿Cómo se sintió en la silla, eh?
Lo fulmino con la mirada.
—Saca tu mente del vruhag. Hice lo que debía para proteger a la pobre chica. Nada más.
—¡Oh, claro! —la sonrisa de Sul se hace más grande—. Nadie duda de tu honorable naturaleza, el más noble de los reyes y el mejor de los hermanos. Pero, aunque estoy seguro de que tu gran virtud te habrá impedido advertirlo, el vestido de la recatada doncella está rasgado. Cuando estaba a horcajadas sobre tu corcel, había más que una pequeña y bien torneada pierna a la vista. Tú, naturalmente, habrás apartado la mirada de semejante visión, pero el resto de nosotros pudimos echarle un ojo mientras cabalgabas por la ladera de la montaña.
Siento que mis entrañas se calientan. No había sido ajeno a la cantidad de piel que mi pasajera mostró sin advertirlo durante nuestro breve trayecto juntos. Me habría ocupado de envolverla con un pliegue de mi propia capa por pudor, pero no pude hacer nada cuando se bajó de mi silla. Ahora el vestido cuelga de tal manera que uno no adivinaría la abertura. Dudo que la chica tenga idea de cuánto reveló exactamente en el fragor de la batalla.
Como si leyera mi mente, mi hermano me da un empujón en el hombro.
—Ahora que has echado un vistazo a la despensa del rey humano, ¿estás listo para hacer tu selección? ¿O planeas probar unos cuantos dulces más antes de decidir cuál vas a morder?
Le lanzo otra mirada furiosa.
—Mantén tu lengua detrás de los dientes, donde debe estar, o te la quitaré y te daré un buen azote.
—¡Tranquilo, hermano! —Sul se ríe a carcajadas—. A riesgo de perder la lengua, creo que debo señalar que el carruaje de los humanos no irá a ninguna parte en el corto plazo. Los enganches fueron cortados y los caballos escaparon. Me temo que tu linda humana tendrá que rogar para que alguien la lleve a donde quiera que se dirija —se lleva una mano al corazón—. Estoy feliz de ofrecer un lugar en mi montura. No hace falta que agradezcas mi sacrificio.
No le doy el gusto de una respuesta y dejo a mi hermano riéndose a mis espaldas. El príncipe y su hermana se encuentran, ciertamente, en un estado vulnerable. Sin caballos ni escolta, están completamente indefensos aquí, en la ladera de la montaña, en medio de la noche cada vez más profunda.
Mi gente ha estado trabajando duro, arrastrando los cuerpos de los jinetes de Licornia y de los humanos caídos. Los trolde no creemos que debamos dejar a los muertos desatendidos, especialmente a nuestros enemigos muertos. Las almas no reclamadas por los dioses pueden aferrarse a sus asesinos y perseguirlos hasta la muerte. Nuestra sacerdotisa rezará sobre los cuerpos de los muertos antes de continuar nuestro camino. Sus armas, sin embargo, las dejaremos ahí donde hayan caído. Trae mala suerte reclamar la espada de un enemigo muerto por miedo a que busque venganza. Así pues, la espada ardiente de un jinete de Licornia yace cerca del carruaje, humeando en tenues brasas y arrojando un resplandor rojo sobre la escena del príncipe Theodre y su hermana.
—Esto es por tu culpa —oigo murmurar furioso a Theodre. Agita los brazos en un gesto grandioso pero fútil—. Espero que te des cuenta. Si te hubieras casado con Orsan como se suponía que debías hacerlo, Padre nunca te habría enviado a ese convento olvidado de los dioses. No habría habido necesidad de que fuera por ti para llevarte a casa de regreso. ¡Dioses, me enferma pensarlo! Espero que estés preparada para explicarle a Padre exactamente por qué murieron hombres buenos esta noche.
Me acerco unos pasos. Theodre sigue vociferando, ajeno a mi presencia. Pero su hermana —la princesa— se vuelve y me mira directamente. Al menos, eso parece. Estoy seguro de que no puede verme en la oscuridad. Su ceño se frunce con una leve incertidumbre, pero su mirada no vacila ni por un instante.
Por primera vez me doy cuenta: sus ojos son de dos colores, uno azul y otro dorado.
—¿Me estás escuchando? —exige Theodre, girándose repentinamente hacia su hermana. Da tres pasos agresivos hacia ella, con los puños apretados y amenazantes.
—¡Hermano! —ella le lanza una mirada de advertencia y asiente significativamente en mi dirección.
Theodre se detiene abruptamente, con la boca abierta. Se vuelve, parpadeando contra el resplandor de la espada encendida. Con otro paso, entro de lleno en el círculo de luz. La sangre abandona el rostro del príncipe humano, haciéndolo ver ceniciento. Traga saliva. Para los estándares humanos, podría considerarse guapo. Me resulta difícil juzgarlo, pero su figura parece lo bastante ancha y robusta, y viste impecablemente de acuerdo con la moda humana. Si bien su mandíbula es un poco débil, no es nada que una barba bien cuidada no pueda disimular. Pero hay en él una pequeñez que resulta difícil de definir. Como si su espíritu se hubiera atrofiado, volviéndolo ligeramente despreciable.
Su hermana, sin embargo… Me encuentro buscando en vano aquella extraña aura que percibí hace un momento, esa música indefinible que sentí sin escucharla. Quizá lo imaginé. Sin embargo, me resisto a apartar la mirada. Para los estándares de mi gente, difícilmente podría considerarse bonita, es demasiado pequeña, de huesos finos y delicada. Su cabello es del color del néctar caliente del jiru; su boca, amplia y rosada bajo una nariz larga y estrecha. Sus cejas son oscuras, al igual que las gruesas pestañas que enmarcan sus inusuales ojos bicolores. Me pregunto si es considerada hermosa entre los de su especie.
Me pregunto si, con el tiempo, yo podría aprender a considerarla hermosa.
Una mancha rosada sube por sus mejillas. Baja la mirada y hace una respetuosa reverencia. He estado observándola durante demasiado tiempo sin decir nada. Me apresuro a hacerle una pequeña reverencia.
—Princesa.
—Buen rey —responde, lanzándome una breve mirada antes de volver a bajar la vista.
—No hables con los trols, Faraine —gruñe su hermano. La palabra trol hace que mis vellos se ericen, pero me obligo a mantener la calma cuando el príncipe se vuelve hacia mí. Da medio paso para colocarse un poco delante de la joven—. Tendrá que disculpar los modales de mi hermana, Rey Sombra. Lleva algunos años fuera de la sociedad y se olvida fácilmente de sí misma.
Tragándome cualquier comentario sobre los modales de quién me parece que son deficientes, fuerzo una sonrisa fría y me dirijo a la chica.
—Parece que los dioses me han sonreído esta noche, pues tengo el placer de ofrecerles ayuda a ti y a tu hermano por partida doble —le digo a la princesa.
Ella le lanza una mirada insegura a Theodre antes de responder con esa suave voz suya:
—Usted y su gente ya nos prestaron un gran servicio arriesgando sus propias vidas, buen rey. Estamos en deuda con usted.
—¡Aaaaah! No se refiere exactamente a que estemos en deuda —interviene su hermano—. Más bien, pensaría que podemos decir que estamos a mano, dado que han utilizado el camino del rey Larongar para disfrutar de su hospitalidad. Es justo que preste ayuda a los parientes de su anfitrión, ¿no le parece?
—¡Theodre! —sisea la chica.
—¿Qué? —responde el príncipe—. ¡Son seres feéricos! ¿No sabes nada? Nunca te permitas estar en deuda con los seres feéricos.
—Tienes razón, amigo mío —digo con suavidad, más para calmar la expresión de culpabilidad que me lanza su hermana que por el deseo de apaciguar al príncipe—. En ninguna circunstancia se me ocurriría cobrar semejante deuda. Más bien, les ruego que me hagan el honor de permitirme seguir ayudándolos. No puedo evitar darme cuenta de que ahora se encuentran sin guardia y sin medios de transporte. Sería para mí un gran placer escoltarlos hasta la casa de su padre, ya que ahora mismo me dirijo allí para presentar mis respetos.
Theodre mira a su hermana. Ella levanta las cejas. Me resulta difícil interpretar la expresión de la chica, pero parece comunicarse en silencio con su hermano. Él frunce los labios, mira el carruaje, los enganches cortados y luego hacia la oscurecida montaña.
—Muy bien —dice él finalmente, volviéndose hacia mí—. Nos quedaremos aquí esta noche. Por la mañana su gente podrá encontrar nuestros caballos y continuaremos juntos.
Reprimo un bufido.
—Mi gente prefiere viajar de noche —digo—. Seguiremos adelante y esperamos llegar a Beldroth antes del amanecer.
El príncipe humano me mira fijamente.
—¿Cómo espera exactamente que viajemos sin nuestros caballos? —pregunta él.
—Simple. Cabalgarán con nosotros —respondo.
Theodre se gira lentamente, mirando más allá de la luz de la hoguera, hacia las ominosas formas de nuestros corceles morleth que se alzan en las sombras más profundas. Mueven la cabeza, golpean fuerte con sus cascos y agitan irritados sus sinuosas colas de púas. Uno de ellos resopla y emite una chispa roja. De sus fosas nasales sale humo.
Los ojos del príncipe humano se entornan.
—¡Seguro es una broma! —exclama.
—Los encontrarán bastante confortables —digo—. Mucho mejor que ir dando tumbos en esa caja con ruedas.
Pero el príncipe sacude la cabeza y sigue sacudiéndola, como si se le hubiera roto algún mecanismo del cuello.
—¡No seré arrastrado a lomos de uno de esos monstruos! —alega.
—Theodre —dice su hermana en voz baja—, sé razonable. No podemos quedarnos aquí toda la noche, solos. Los seres feéricos podrían volver, y no tenemos armas, ni guardias.
—¡No me importa! —Theodre se cruza de brazos y lleva su mirada de la princesa hacia mí y hacia a los morleth, en las sombras—. ¡Prefiero morir pisoteado por unicornios que montar en uno de esos demonios!
—Muy bien —la princesa echa los hombros hacia atrás, con los ojos entrecerrados—. Yo iré entonces —se vuelve hacia mí, ignorando por completo a su hermano.
—¡Faraine! ¡Te lo prohíbo rotundamente! —protesta él, balbuceante.
Ella inclina ligeramente la cabeza hacia un lado y continúa:
—Estoy lista para cabalgar cuando usted lo indique, rey Vor —me dice.
La miro y sostengo su mirada. Hay coraje en sus ojos, inesperado y desafiante. Puede que no sea una guerrera, pero eso no significa que sea débil.
Le tiendo la mano. Ella vacila. Aprieta los labios en una fina línea contemplativa. Luego, dando un paso rápido, apoya ligeramente los dedos en mi brazo. No me mira. Siento el calor de su tacto a través de la manga y me encuentro deseando que acepte mi mano. Tal vez eso va en contra de las normas de etiqueta de la sociedad humana. Deberemos tener cuidado de no ofendernos sin querer.
—¡Faraine! —gruñe Theodre.
Lo ignoro y conduzco a su hermana lejos del carruaje hasta donde espera mi propio morleth. Mi montura mordisquea el freno y ensancha sus orificios nasales. El aire de este mundo no le hace bien, y está perdiendo grandes mechones de pelaje de la cruz y los flancos, revelando feas escamas debajo. Incluso para mí, acostumbrado como estoy a los morleth, es difícil evitar un pequeño estremecimiento al verlo. Comparado con las criaturas de dientes sin filo y nariz larga que los humanos usan para tirar de sus carruajes, Knar debe parecer sin duda demoniaco.
Pero la princesa se acerca y sus pasos son firmes; su mano en mi brazo sólo delata un leve temblor. Hago un gran esfuerzo para encontrar otro indicio de la canción melódica que escuché a su alrededor. Puedo casi, casi, sentirla, tentadoramente fuera del alcance de mi percepción.
—No temas, princesa —le digo, con la esperanza de tranquilizarla—. Tengo a Knar desde que era un potro, nacido de un estallido de azufre y humo en la tierra bajo el Río Ardiente.
—¿En verdad? —me lanza una mirada rápida—. Parece bastante feroz.
—Oh, sin duda lo es. Me devoraría de un par de bocados si creyera que puede salirse con la suya. Pero ésa es la gran virtud de los morleth: nunca hay duda de a qué puedes atenerte con ellos. No pretenden ser tus amigos, pero si los tratas con respeto, puedes encontrar formas de coexistir en beneficio mutuo.
Ella considera mis palabras.
—Se parece bastante a la vida en la corte.
Mis labios se fruncen.
—Desde luego que no. Los Morleth son mucho más educados que cualquier cortesano que conozca.
Knar echa la cabeza hacia atrás y suelta un graznido que provoca un pequeño grito de la chica. Luego, ella se lleva una mano al corazón y suelta una carcajada. Es un sonido brillante y cálido en esta fría ladera. Tengo la extraña sensación de que podría dedicar mucho tiempo y esfuerzo a intentar volver a oír esa risa.
Levanta la vista hacia la silla de montar.
—Necesitaré un poco de ayuda —dice.
—Por supuesto, princesa.
Un jadeo escapa de sus labios cuando la tomo por la esbelta cintura y la levanto. Pesa tan poco que sólo tardo un instante en colocarla sobre la silla. Sin embargo, al hacerlo, su vestido vuelve a abrirse. Ella baja la mirada, descubre su propia pierna desnuda e intenta cubrirse con los pliegues de la tela.
Desvío la mirada y monto detrás de ella. Una vez instalado en la silla, me quito la capa y la pongo sobre sus hombros. Ella agarra los bordes y, agradecida, se envuelve en ella con pudor.
—Gracias —murmura.
Se me hace un nudo en la garganta. Me lo trago y respondo.
—Por supuesto.
Una vez más, estoy casi seguro de detectar un susurro de canción. Pero ha desaparecido antes de que consiga captarlo.
Hago girar la fea cabeza de Knar hacia el carruaje, donde Theodre sigue de pie, mirando boquiabierto a su hermana.
—Es tu elección, amigo mío —le digo—. Puedes cabalgar con nosotros hasta Beldroth esta noche o esperar a que amanezca y confiar en que alguien venga a ayudarte a buscar a tus caballos. Tú decides.
El príncipe parece a punto de ahogarse con los improperios que se le agolpan en la garganta. En lugar de eso, consigue asentir con la cabeza, un solo movimiento. Tomando esto como una aquiescencia, me giro en mi silla de montar y grito:
—¡Hael!
—¿Sí, mi rey?
—Encuentra a alguien que lleve al príncipe Theodre.
Mi capitana gruñe, pero responde con un saludo militar. Confiando en ella para llevar a cabo la tarea, pongo a Knar en movimiento y lo guío hasta donde dos de mis hombres están ayudando al joven Yok a subir a su montura. Wrag y Toz, ya montados, se mantienen cerca, con cara de preocupación. Toz aún tiene la cataplasma en la frente y Wrag lleva el brazo en un cabestrillo. Pero ambos están en mejor forma que Yok, quien parece a punto de desmayarse. ¿Será capaz de cabalgar de regreso hasta Mythanar?
—Cuiden al chico —digo, dirigiéndome a los otros dos—. Llévenlo a casa sano y salvo.
Wrag asiente en un movimiento solemne. Toz sonríe, mostrando sus dientes afilados.
—Mucha suerte, Majestad. Que encuentre el éxito al final de su misión.
—¡Desde mi punto de vista, el éxito parece estar al alcance de la mano! —declara la voz de mi hermano.
Me giro y veo a Sul montado en su morleth, mostrándome una sugerente sonrisa. Wrag y Toz ríen, y de pronto me siento agradecido de que la chica que cabalga delante de mí no entienda ni una palabra de troldesco.
Con un fuerte tirón de las riendas, inclino mi morleth por el camino descendente.
—Agárrate, princesa —murmuro cerca del oído de la chica.
Veo cómo sus dedos se enredan en un puñado de las oscuras crines de Knar. Luego, insto a mi corcel a seguir adelante, hacia la noche.
3
Faraine
Si alguien me hubiera dicho hace apenas unas horas que yo estaría, antes de que terminara la noche, montada a lomos de una enorme y espinosa bestia de pesadilla, envuelta en los brazos de un magnífico rey guerrero de piel azul, estoy segura de que me habría reído a carcajadas. No soy una persona romántica. Nunca lo he sido. He pasado la mayor parte de mi vida evitando emociones tan poderosas y problemáticas. De alguna manera, sin embargo, ¡me encuentro jugando el papel de una heroína sacada de una balada!
Tras el primer intervalo de la cabalgata, la conmoción inicial empieza a desaparecer y soy capaz de comprender mejor lo que está ocurriendo a mi alrededor. Los trols hablan en su áspera lengua como de piedra molida. El hombre que cabalga a la derecha del rey es especialmente parlanchín. Lo analizo con miradas disimuladas, intentando hacerme una idea más clara de él. Se parece mucho al rey, con una frente de forma similar y una mandíbula fuerte. Pero es más alto y más pálido, y su piel es tan sólo ligeramente azulada.
Mira hacia mí y me sorprende observándolo. Sólo por un instante. Pero en ese único instante, recibo tal sacudida de recelo que se me revuelve el estómago. Desvío rápidamente mi mirada y evito que la suya avance.
La jinete a la izquierda del rey es a quien él llamó Hael. No consigo percibirla con claridad, pues tiene a mi hermano cabalgando detrás, y la ansiedad de él es tan poderosa que domina todo a su alrededor. Aun así, si atravieso la tormenta de Theodre, puedo percibir algo fuerte que emana de ella. Preocupación, si no me equivoco.
—¿Estás cómoda, princesa? —la voz del rey me sobresalta. Había estado callado por un rato.
Me estremezco un poco al sentir su aliento contra mi piel, pero rápidamente me domino.
—Faraine —contesto—. Por favor, me llamo Faraine.
No dice nada por un momento. Luego:
—¿Y tú me permitirás esa familiaridad?
Me estremezco. ¿Cómo pude olvidarlo? Los seres feéricos consideran los nombres valiosos y peligrosos. Dar un nombre a un hada puede ser un error mortal. Pero no puedo retractarme ahora, ¿cierto?
—Sí, por favor —espero que mi voz no delate la tensión de mis entrañas—. He estado viviendo lejos de la corte estos dos últimos años y me desacostumbré a los títulos.
—En ese caso, tú tendrás que llamarme Vor —me dice.
—No estoy segura de poder hacerlo —respondo.
—¿Y por qué no? —pregunta—. Si yo voy a llamarte por tu nombre, es justo que tú me concedas la misma amabilidad.
—Mi… mi padre no estaría contento —admito.
—Tu padre no está aquí —replica.
Bueno, eso es verdad. Pero siento que la distancia que me separa del castillo de Beldroth se acorta con cada paso de la poderosa bestia que montamos. Pronto, estaré de vuelta bajo la severa y decepcionada mirada de mi padre. No estoy segura de estar preparada para eso.
Me apresuro a cambiar de tema.
—¿Y qué hay de su gente? ¿Qué les parecería semejante informalidad?
—Estarían conmocionados y horrorizados —responde de inmediato—. Lo cual sería un espectáculo digno de ver, así que en verdad debes complacerme.
Se me escapa una carcajada antes de que pueda tragarla.
—Muy bien —digo, intentando recuperar mi dignidad. Y añado—: Vor —por si acaso.
Es un nombre extraño, demasiado duro y brusco. Y eso no parece ir para nada con él.
Vuelvo a quedarme en silencio. En realidad, no debería estar disfrutando tanto. Tras el ataque al carruaje, la muerte a mi alrededor, el miedo y el terror, mi mente tendría que estar hecha polvo. Normalmente, semejante avalancha de sensaciones me habría dejado incapacitada durante días. Sin embargo, aquí estoy, con la cabeza despejada, libre de dolor. Es extraño e increíble. Quiero aferrarme a esta sensación el mayor tiempo posible.
El Rey Sombra detiene a su criatura. Hemos llegado a un promontorio rocoso que domina el valle. A lo lejos, apenas visibles bajo la luz de la luna, se levantan las altas torres de Beldroth. Mi corazón da un vuelco al verlas. No sé si siento pavor, nostalgia o una extraña combinación de ambas cosas. Aunque echo de menos a mis hermanas, mi hogar ha sido siempre un lugar de dolor para mí. La vida en el convento de Nornala es solitaria y aburrida, pero allí he disfrutado de una paz relativa en comparación con la agitada vida en la corte de mi padre.
—¿Ése es nuestro destino? —pregunta Vor.
—Sí —respondo.
—Interesante.
Me giro, intentando ver su rostro. Parece pensativo, quizás incluso un poco inseguro. Me mira y me sorprende observándolo.
—Es la primera vez que viajo al mundo humano —dice—. Encuentro bastante extraño construir una fortaleza como ésa bajo un cielo abierto. A mis ojos, se siente peligrosamente expuesta. Dime, ¿qué debería esperar al llegar a casa de tu padre?
Dudo. Debo ir con cuidado en este punto.
—Supongo que eso depende. ¿Qué es lo que tú esperas? —pregunto.
Una vez más siento en él un pinchazo de incertidumbre.
—Tu padre me ha prometido festines y amistad —explica—. Sus mensajes han sido… efusivos. Ambos hemos expresado nuestras esperanzas de asegurar una alianza, extender una paz duradera y la hermandad entre Mythanar y Gavaria durante generaciones.
Matrimonio. Él se está refiriendo a un matrimonio. No tiene que decir la palabra para que yo sepa lo que quiere decir.
—Bueno —continúo, eligiendo ser directa en mi respuesta—, si eso es lo que se prometió, creo que habrá mucha comida, bebida y alegría. He visto a mi padre recibir a posibles pretendientes antes.
—¿En serio? —su tono se altera ligeramente—. Tengo entendido que el rey Larongar tiene tres hijas. ¿Ya aseguró el matrimonio para alguna de tus hermanas?
—Todavía no —contesto.
Vor permanece en silencio por un momento. Espolea a su criatura para que se ponga de nuevo en movimiento, y el grupo continúa bajando por el camino de la montaña.
—¿Qué lugar ocupas en la familia? Tu hermano es el mayor, ¿me equivoco? —dice finalmente.
Su interés es desconcertante. En el espacio de este viaje, me ha hecho más preguntas personales que el príncipe Orsan durante todo nuestro mes de cortejo. Una parte de mí se pregunta si debería ofenderme o desconfiar. Otra parte no puede evitar disfrutar de la atención. Debo recordar que sólo está recopilando información. Es un estratega, y quiere estar preparado antes de entrar en negociaciones con mi padre. Eso es todo.
Entonces, ¿por qué tengo esta sensación tan fuerte de… calidez que viene de él?
—Yo soy la segunda —digo—. Después de mí, están mis hermanas menores, Ilsevel y Aurae.
—¿Ah, sí? —Vor guarda silencio de nuevo, pensativo. Aunque mi don divino no me permite leer los pensamientos de los demás, casi puedo sentir que se da cuenta de que soy la que mi padre intentó casar con algún pretendiente en el pasado. Quizá se estará preguntando qué hay de malo en mí para que el matrimonio no tuviera éxito.
Trago saliva y me apresuro a decir:
—Te espera el gran placer de conocer a mi hermana Ilsevel.
—¿Así son las cosas? ¿Por qué? —cuestiona.
—Ella está ampliamente considerada como la mujer más bella de toda Gavaria. A esa virtud, añade muchos logros: baile, equitación, caza, bordado fino. Su ingenio no tiene parangón entre las damas de la corte, y es incomparable tanto en humor como en encanto.
—Parece que estás muy orgullosa de esta hermana tuya —dice.
—Lo estoy —admito—. Es el encanto de mi corazón.
—Un gran elogio, estoy seguro.