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Una oferta escandalosa que ella no puede rechazar El éxito de Zander Kargas se debía en parte a lo que había aprendido al tener que vivir en las calles. Había tenido que luchar por todo y le quedaban muy pocos desafíos por delante. O eso creía él. Charlotte era la mejor secretaria con la que Zander había tenido el placer de tratar. Y la única mujer que había encendido su deseo en mucho tiempo. Pero tenía el defecto de que trabajaba para su peor enemigo. Dando por sentado que podía conquistar su afecto del mismo modo en que conquistaba todo lo demás, Zander echó mano a su cartera. Sin embargo, Charlotte no se dejó comprar y Zander supo que no tendría más remedio que seducirla.
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Seitenzahl: 173
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Carol Marinelli. Todos los derechos reservados.
LA OTRA CARA DEL AMOR, N.º 65 - mayo 2012
Título original: An Indecent Proposition
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0096-0
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
NO LO PODÍA negar.
Charlotte esperaba las llamadas telefónicas de aquel poderoso hombre con más ansiedad de la debida.
Podía ser distante, educada y profesional con él; pero el sonido de su voz, la forma en que hacía una pausa cuando ella decía algo y la certeza de que, mientras tanto, sonreía, lograban que se estremeciera.
Ya habían mantenido varias conversaciones telefónicas.
En la primera, Zander estuvo tenso y cortante. Su acento griego la confundió hasta el punto de que pensó que era la voz de su jefe, Nico, y que estaba de mal humor. El teléfono sonó a las seis de la mañana. Charlotte, que seguía en la cama, tardó un momento en darse cuenta de que el hombre que llamaba era el escurridizo propietario al que había estado persiguiendo a petición de Nico.
–Soy Zander –se anunció sin preámbulos.
–¿Quién?
–Me habían dicho que quería hablar conmigo, pero puede que esté en un error.
Zander estuvo a punto de colgar el teléfono, claramente irritado ante el hecho de que ella no hubiera reconocido su voz. Era él, en persona. No uno de sus abogados ni la desagradable secretaria con la que Charlotte se había acostumbrado a tratar, sino él.
Rápidamente, se disculpó. Sabía que Nico se llevaría un disgusto si perdía la posibilidad de establecer contacto directo.
–Lamento no haberle reconocido… Aquí son las seis de la mañana y me acabo de despertar –le informó.
Zander tardó un momento en volver a hablar. Y cuando lo hizo, su voz sonó menos brusca; aunque no conciliadora.
–Pensaba que eran las ocho. ¿Dónde está? ¿En Atenas? ¿En Xanos?
–En Londres –respondió, incorporándose un poco en la cama.
–¿Estoy hablando con Charlotte Edwards? ¿La secretaria de Nico Eliades? –preguntó, evidentemente confundido.
–Sí, pero yo trabajo en Londres.
Para sorpresa de Charlotte, Zander se disculpó.
–Lo siento mucho. Yo estoy en Australia… Cuando calculé las horas de diferencia, pensé que usted estaría en Grecia, como su jefe. Si le parece bien, la volveré a llamar más tarde, en horario de oficina.
Charlotte reaccionó tan deprisa como pudo. No quería decirle a Nico que por fin había conseguido hablar con Zander y que se lo había quitado de encima porque había llamado demasiado pronto.
–No, no se preocupe por mí, no es necesario –dijo–. Ya estoy levantada. Bueno, todavía no estoy levantada, pero…
Los dos se quedaron en silencio.
Charlotte, porque lejos de mostrarse como la eficiente secretaria que siempre era, había dejado claro que seguía en la cama. Y Zander, por razones muy diferentes.
–Quizás quiera tomarse un café –declaró él con un tono ligeramente más ronco que antes–. La llamaré después.
Ella se ruborizó.
–No, estoy bien –mintió.
Charlotte alcanzó un bolígrafo y una libreta, decidida a tomar nota de cualquier cosa que le pudiera decir. Estaba desesperada por ir al cuarto de baño y quería tomarse un café y comprobar cómo estaba su madre, pero lo disimuló.
–Charlotte, prepárese un café y tómeselo en la cama –insistió Zander–. La volveré a llamar en cinco minutos.
Por algún motivo, la voz del millonario le sonó extrañamente tranquilizadora en aquella fría mañana de Londres. Fue como si no la hubiera llamado por asuntos profesionales, sino en calidad de amigo. Incluso se había dirigido a ella por su nombre de pila.
Charlotte consideró la posibilidad de protestar. Cuando estaba trabajando, era la señorita Edwards; Nico era la única persona que tenía carta blanca para llamarla por su nombre. Pero lo dejó pasar porque habían empezado con mal pie y no quería empeorar la situación.
–Se lo agradezco mucho, señor…
–Zander. Llámeme Zander.
A continuación, el millonario colgó el teléfono y ella se quedó absolutamente atónita.
Así fue su primera conversación.
Y desde entonces, Charlotte se había acostumbrado a esperar sus llamadas matinales, que se habían convertido en una especie de rutina. Hasta se habían empezado a tutear.
Zander llamaba a alguna hora intempestiva, hablaba brevemente y, luego, colgaba. Ella se preparaba un café, regresaba a la cama, volvía a esperar el sonido del teléfono y se dedicaba a escuchar su voz profunda.
Primero, ella apuntaba los mensajes que Zander le quisiera dar a Nico. Después, cuando ya habían terminado con los asuntos profesionales, charlaban.
No mucho.
Pero un poco más de lo que a Charlotte le habría parecido normal.
–Entonces, no se puede decir exactamente que trabajes para Nico… –comentó Zander un domingo por la noche.
Charlotte se había llevado una sorpresa cuando el teléfono sonó a una hora tan poco habitual, pero cayó en la cuenta de que, en Australia, era la mañana del lunes.
–Claro que trabajo para él –dijo ella desde la cama, donde estaba escuchando el sonido de la lluvia.
–Pero no a su lado…
–No, no a su lado. Trabajo en casa. Nico viaja constantemente y yo me encargo de todo desde aquí –explicó.
–¿Y te gusta tu trabajo?
Ella tardó un momento en contestar.
–Me encanta.
Charlotte dijo la verdad.
Era un trabajo maravilloso, pero solo un trabajo; un medio para ganarse la vida que no tenía mucho que ver con la profesión que alguna vez había soñado.
De niña, había querido ser azafata. Cuando creció, estudió idiomas, presentó instancias en varias líneas aéreas y consiguió un empleo, para ser rápidamente ascendida a azafata jefe. Sin embargo, eso había quedado atrás. Aunque de vez en cuando, echaba de menos la sensación de estar a varios miles de pies de altura, llevando bebidas a los pasajeros o charlando con sus compañeras y con los pilotos.
–¿No te cansas de estar sola?
La pregunta de Zander fue tan franca y directa que la dejó sin habla. Especialmente, porque estaba harta de estar sola.
Y no solo en el trabajo.
–Bueno, supongo que sería una situación perfecta si tuvieras hijos –continuó él.
–Pero no tengo hijos –declaró ella, halagada por su interés–. ¿Y tú?
–Por supuesto que no. Soy demasiado irresponsable para tener hijos –respondió.
Zander lo dijo de tal forma que Charlotte se sintió en la necesidad de morderse el labio inferior. Había preferido no contarle que su madre vivía con ella porque tenía alzhéimer y que su enfermedad estaba empeorando. Había preferido no contarle que el trabajo que realizaba para Nico era el único que podía realizar.
Amanda estaba tan mal que no tenía más remedio que cuidar de ella. Por fortuna, su jefe le pagaba un buen sueldo y el empleo le permitía la posibilidad de estar en casa.
–¿Y bien? ¿No te cansas de estar sola? –repitió Zander.
–No, en absoluto –mintió ella.
Charlotte mintió porque tenía miedo de romper el hechizo con Zander si llegaba a descubrir su situación. Así que le habló de sus cenas con las amigas y de las celebraciones de los fines de semana.
Le habló de la mujer que había sido cuando era azafata y viajaba por todo el mundo.
–No me agrada la idea de vender esas tierras –le dijo Zander, volviendo al trabajo–. Pero tu jefe es muy insistente… obviamente, quiere la zona del malecón porque, cuando la tenga, toda esa cala será suya.
Ella guardó silencio. No estaba en posición de comentar ni de negociar nada. Su trabajo consistía en pasar los mensajes de Zander a Nico.
–¿Has visto el lugar? ¿Has estado en Xanos?
Esa vez, tuvo que responder a la pregunta. Había estado allí una vez, aunque solo un rato, y comprendía que su jefe quisiera esas tierras.
–Sí. Es un sitio impresionante.
Charlotte pensó que se quedaba corta en la descripción. Estaba en una zona de moda entre los ricos y famosos. Nico había comprado una casa abandonada a Zander y la había rehabilitado. Ahora vivía en ella con su flamante esposa y su hijo, pero quería las tierras colindantes. Desgraciadamente, Zander se mostraba reacio.
–¿Le has dado mi oferta?
–Sí, pero no está interesado. Quiere hablar contigo en persona.
–Sinceramente, prefiero hablar contigo.
Zander no profundizó en el comentario, pero fue suficiente para que Charlotte se ruborizara. Significaba que disfrutaba tanto de sus conversaciones como ella.
–En fin, será mejor que me levante… –dijo él.
–Ah…
Charlotte parpadeó, confundida. Siempre sonaba tan firme y tan seguro que en todo momento se lo imaginaba vestido y quizás sentado a la mesa de su despacho.
–Pensé que estabas en el trabajo –continuó.
–Y lo estoy –afirmó Zander con una sonrisa que ella casi pudo imaginar–. Trabajo tan bien en la cama como sentado.
Ella respiró hondo y él sonrió un poco más al oír el sonido de su respiración. Durante los días anteriores, se había convertido en un sonido que echaba de menos constantemente. Lo echaba tanto de menos que la noche anterior había renunciado a acostarse con la mujer con quien había quedado porque prefirió quedarse en casa, acostarse y empezar el día con la voz de Charlotte.
–Suenas cansada… anoche no te acostaste muy pronto –observó él.
–Sí. Es que ayer estuve en una boda.
Charlotte había mentido una vez más. No había estado en una boda. Pero era más fácil que decir que su madre se había escapado a las dos de la madrugada y que ella había estado persiguiéndola por las calles de Londres.
Quería dar la sensación de que su vida era algo más que trabajar y cuidar de su madre. Se había inventado una vida solo para él, para aquel hombre exótico y elegante al que, seguramente, no llegaría a conocer en persona.
–¿Fue una boda divertida?
–Oh, sí, mucho. Y muy bien organizada.
Charlotte respondió pensando en la boda de su jefe. No había asistido a ella, pero la había organizado.
–¿Fue muy formal? ¿Te pusiste una pamela?
–Sí.
Naturalmente, ella había vuelto a mentir. La boda de Nico había sido cualquier cosa menos formal. La había celebrado con un par de testigos y unos cuantos amigos en la playa de su propiedad de Xanos.
–Pero se levantó tanto viento que tuve miedo de perder la pamela –siguió explicando.
–¿Y ya tienes planes para mañana?
–Sí, aunque solo voy a comer con unas amigas.
Charlotte deseó que fuera cierto, pero las comidas con sus amigas formaban parte del pasado.
–Bueno, dile a tu jefe que todavía no he tomado una decisión definitiva –declaró Zander–. Ese hombre tiene suerte de que trabajes para él.
Charlotte frunció el ceño.
–¿Suerte?
–Claro. Si no fuera por lo mucho que disfruto de nuestras conversaciones, ya habría rechazado su oferta.
Charlotte resplandeció de felicidad. Pero se lo calló y contuvo porque, a fin de cuentas, trabajaba para Nico.
–No estarás jugando con él, ¿verdad?
–Charlotte… te aseguro que tengo cosas mejores que hacer que jugar con tu jefe. ¿Te acuerdas de mi primera llamada?
–Cómo no me voy a acordar…
–Te llamé para rechazar su oferta, pero tú me hiciste cambiar de opinión.
Zander colgó el teléfono unos segundos más tarde y Charlotte se quedó tumbada en la cama, repitiéndose mentalmente la conversación y diciéndose a sí misma que estaba reaccionando de forma ridícula, que ella no era importante para él, que probablemente coqueteaba con la mayoría de las mujeres.
Como tantas otras veces, encendió el ordenador portátil con intención de buscar información sobre el hombre que ocupaba sus pensamientos.
Quería ver su cara.
Y como tantas otras veces, se detuvo.
Charlotte tenía miedo de que resultara ser un hombre viejo y quizás casado que se dedicaba a coquetear por teléfono. Se había acostumbrado a que pronunciara su nombre, a que le preguntara por ella y a lo que sentía cuando hablaba con él. No quería que aquel sueño terminara.
Porque era un sueño. Porque realmente soñaba con su voz profunda. Y por la mañana, al despertar, amanecía con una sonrisa.
Se levantó, entró en el cuarto de baño y se miró al espejo. Su largo y rubio cabello necesitaba un buen corte; sus pijamas grandes eran completamente inadecuados para despertar el interés de un hombre y, por si eso fuera poco, tenía aspecto de cansada.
No se parecía a la mujer llena de glamour por la que Zander la había tomado.
Al salir del servicio, se dirigió al dormitorio de su madre. Olía a sábanas mojadas.
Charlotte cerró los ojos durante unos momentos; cuando los volvió a abrir, se encontró ante la mirada perdida de su madre.
–Buenos días, mamá.
Como de costumbre, no obtuvo respuesta. Así que lo intentó con su idioma materno.
–Bonjour…
Su madre se mantuvo en silencio.
–Vamos a levantarte para que te des una ducha.
Decirlo era bastante más fácil que hacerlo. Charlotte la levantó de la cama con grandes dificultades y la llevó a la ducha, donde su madre empezó a gritar en cuanto sintió el agua. Por suer te, los vecinos conocían la situación. Gritaba tan to que, de lo contrario, habrían llamado a la policía.
Minutos más tarde, la sentó en el salón. Charlotte todavía llevaba el pijama, pero su madre ya estaba duchada y vestida.
–Podríamos dar un paseo por la playa.
Charlotte no se hizo ilusiones al oír su voz. Aunque sus palabras hubieran sonado lúcidas y perfectamente normales, no eran ni lo uno ni lo otro. No vivían junto a la playa, sino a muchos kilómetros del mar.
Pero la playa siempre había sido su lugar preferido. Y cuando se refería a ella, dejaba de hablar en francés y volvía al inglés, como si recordara los tiempos en que Charlotte era una niña y la llevaba de paseo.
–Buena idea –dijo Charlotte mientras le preparaba unos huevos pasados por agua–. Podríamos dar de comer a las gaviotas.
Su madre sonrió y sus ojos se iluminaron. Era un espectáculo que merecía la pena, aunque no pudieran ir a la playa ni alimentar a las gaviotas.
A fin de cuentas, era su madre.
Habría hecho cualquier cosa por su felicidad. Como había renunciado a su propia carrera para cuidar de ella. Por mucho que le costara.
Un buen rato después, a media tarde, sonó el teléfono.
A Charlotte se le aceleró el pulso cuando reconoció el número de Zander. No solía llamar a esas horas.
Respondió rápidamente, anticipando el verano de sus palabras.
Pero se encontró con un tono brusco y profesional.
–¿Podrías darle un mensaje a Nico?
–Por supuesto.
Ella se giró hacia el reloj de la pared e intentó calcular la diferencia horaria. En Australia debían de ser las cuatro de la madrugada.
–Estaré en Xanos la semana que viene. Saldré a última hora del domingo –le informó–. Voy a estar muy ocupado, pero si puedes organizar una reunión con tu jefe, podría verlo alrededor de las ocho de la mañana del lunes.
–Comprendo…
–Mi empresa está a punto de pasar a la próxima fase de nuestro proyecto de desarrollo para la zona, y debo discutirlo con él antes de venderle esas tierras. No quiero que tengamos problemas más tarde.
–No te preocupes. Se lo haré saber.
Charlotte esperó.
Esperó a que la conversación cambiara como siempre y se volviera personal, pero no cambió. Zander cortó la comunicación y ella se puso en contacto con Nico y le dio el mensaje. Pero al colgar el teléfono, se descubrió al borde de las lágrimas.
Sabía que, cuando Zander se reuniera con Nico, su papel de intermediaria habría terminado y, con él, el placer de aquellas conversaciones.
Instantes después, Nico llamó y ella se vio obligada a recobrar el aplomo.
–¿Qué sabes sobre las leyes inmobiliarias de Grecia?
–¿Es que tienen leyes inmobiliarias? –ironizó Charlotte.
–Exacto –dijo Nico, muy serio–. Le he pedido a Paulo que investigue el asunto, pero te quiero en Xanos la semana que viene.
Charlotte parpadeó, confusa.
–¿A mí?
–Eso he dicho.
–¿Es realmente necesario que vaya?
–No te lo pediría si no lo fuera. Quiero que visites un par de propiedades en mi nombre y que eches un vistazo a ciertos registros.
Desde que Nico había descubierto que era hijo adoptivo, Charlotte lo había estado ayudando a localizar a su verdadera madre; pero siempre en la distancia, por teléfono o por Internet. Ni siquiera le había comentado que ella también tenía problemas con su madre. A fin de cuentas, era la secretaria quien debía preocuparse por los problemas de su jefe; no el jefe por los de su secretaria.
–¿Es que no puedes ir? –continuó él.
Charlotte dudó antes de responder. Los médicos le habían dicho que Amanda debía permanecer en reposo, lo cual significaba que no podía llevarla a ninguna parte. Pero tendría que encontrar una solución, porque no se podía negar a la petición de Nico.
Tragó saliva y respondió:
–Por supuesto que puedo. Antes tengo que solventar un par de asuntos, pero… intentaré estar allí el lunes que viene.
–Preferiría que vinieras antes; quizás, el fin de semana –declaró Nico con voz distraída–. Reserva habitación en algún hotel de la zona y llámame cuando llegues.
–Claro.
Nico no oyó la última palabra de Charlotte, porque ya había colgado. Ella pensó que debía hablar con su formidable jefe en cuanto lo viera y hacerle entender que no se encontraba en situación de viajar.
Pero cabía la posibilidad de que insistiera y, entonces, estaría perdida. Necesitaba el trabajo, necesitaba el sueldo y necesitaba la flexibilidad que su acuerdo con Nico le ofrecía. No tendría más opción que aceptar viajar con él de cuando en cuando.
Por fortuna, Charlotte había hecho una lista de los establecimientos donde podían cuidar de su madre en caso de necesidad. Incluso había visitado algunos, sintiéndose culpable porque Amanda le había pedido, cuando todavía estaba lúcida, que se quedara con ella y que la cuidara en casa.
Alcanzó la lista y empezó a llamar.
Su ansiedad fue creciendo a medida que pasaban los minutos, porque ninguno le podía ofrecer una cama libre en tan poco tiempo.
Por fin, encontró lo que necesitaba. Un residente había fallecido la noche anterior y había dejado una habitación libre. Charlotte se sintió mal por sentirse aliviada y porque tenía miedo de la reacción de Amanda cuando se lo dijera.
–Solo serán unos días, mamá.
–Por favor… –rogó Amanda entre sollozos–. Por favor, no me dejes. Te lo ruego.
–No tengo más remedio que ir. Son cosas del trabajo, mamá –declaró Charlotte, que también había empezado a llorar–. Pero te prometo que será poco tiempo.
Todo lo que hizo después le pareció mal.
Se sintió despreciable cuando se sentó en la peluquería para que la peinaran y le hicieran la manicura. Se sintió despreciable mientras la convertían en la mujer elegante que Nico había contratado, sabiendo que su madre estaba sola en una residencia.
Pero también sintió cierto entusiasmo cuando sacó la ropa del armario y empezó a hacer el equipaje. Y cierta alegría cuando condujo hasta el aeropuerto de Heathrow y oyó el rugido de los aviones.
Por fin, se sentó en el avión, lo notó despegar y clavó la vista en la azafata que estaba sentada frente a ella. Le habría gustado ser aquella mujer. Echaba de menos el momento del despegue en que el avión parecía detenerse. Siempre había sido uno de sus momentos preferidos.
Entonces y solo entonces, cayó en la cuenta de algo que había pasado por alto.
Iba a conocer a Zander.
LOS CIELOS de Atenas estaban tan grises como los de Londres, pero volar a Xanos fue como volver al otoño.
No hacía calor, pero el cielo estaba tan azul como el mar y la isla apareció en la distancia con su tapizado de verdes y ocres. Los viñedos adornaban las montañas y por todas partes se veían impresionantes mansiones cuyas piscinas competían con el color de las aguas.
Charlotte ardía en deseos de aterrizar, pasear por las doradas arenas de las playas y tomar un vaso de vino.
Por fin, el avión tomó tierra. No lo hizo en el aeródromo de las tierras que Nico deseaba adquirir, sino en uno más moderno. A diferencia de su visita anterior, Charlotte bajó por una rampa que la llevó a una terminal y descubrió que un coche la estaba esperando para llevarla al hotel.